Dicen que cuando el oráculo dijo que Sócrates era el hombre más sabio de todos, él, un tanto confundido (¿o era teatro?, andá a saber), empezó a hablar con todas las personas que uno podría considerar sabias, para ver qué onda. Cuando le tocó el turno de hablar con los poetas, creadores de obras que contienen sabiduría, se llevó una nueva decepción: no son los poetas los que crean verdaderamente esas obras, sino las musas que los inspiran. No había mucho para encontrar ahí.
Recuerdo que cuando empecé a meterme en la crítica de cine (mi primer contacto con el mundo del cine, o, por lo menos, con los círculos “profesionales” del cine) me encontré con dos prejuicios principales sobre los críticos que me sorprendieron (principalmente, por mi propia ignorancia y boludez). Uno decía que los críticos son todos snob (supongo, básicamente, que porque no les gustan las mismas cosas que a mí, lector que claramente tengo la razón); el otro era que los críticos en el fondo (y esencialmente) no son más que directores frustrados (supongo, de nuevo, que porque sus críticas negativas sobre ciertas películas –y en especial si se trata de películas argentinas- parecen desestimar todo el esfuerzo que implicó hacer dicha película; o, una variante de esto, porque la única razón válida que se nos ocurre para que no le guste a alguien una película sea exclusivamente un resentimiento cegador). Seguramente existen críticos snob y críticos que son creadores frustrados, pero ambas ideas siempre me resultaron desconcertantes, sobre todo porque pretenden ser una impugnación completa de cualquier texto crítico al que se aplican pero no aportan ninguna justificación. Es probable que el que escribió esa crítica sea un boludo resentido, pero hay que demostrarlo. El cine, es sabido, es un campo minado de egos a flor de piel. Por todos lados.
Después de años de escribir críticas, se me ocurrió intentar hacer una película y descubrí (para sorpresa de nadie) que no tenía mucha idea de cómo se hace eso. Se aprende al hacer y se hace lo que se puede, no digo que sea el mejor método, no me interesa defender nada, pero tampoco lo cambiaría. A pesar de todo el tiempo que le había dedicado a aprender sobre el cine y tratar de manejar las cuestiones técnicas del arte de la manera más precisa posible (planos, encuadres, montajes, digamos), más allá de mis limitaciones personales, lo que descubrí es evidente: como mira un crítico y como mira alguien que intenta hacer una película son dos perspectivas diferentes, que pueden superponerse en algún punto, pero no necesariamente. Una cosa no anula a la otra, pero tampoco ayuda.
Con los años, seguí filmando (poco) y seguí escribiendo (más, en buena medida porque es más fácil) y muy cada tanto alguien me pregunta por esta supuesta dicotomía entre el crítico (creador frustrado) y el director, a veces con un dejo positivo (“qué bueno que tenés la perspectiva del crítico para poder mirar todo el cine”) a veces con un dejo negativo (“¿tu crítico interior no te anula cualquier posibilidad de hacer?”), pero siempre pensando desde la perspectiva del director (como si la crítica fuera algo que uno deja de lado). Sin embargo, ni una sola vez nadie me planteó la pregunta que a mí me parece más interesante: si haber filmado cambió mi forma de acercarme a la crítica. Por supuesto, no son demasiadas las personas que podrían interesarse por mi experiencia u opinión y está claro que tampoco sé todo lo que se puede saber sobre cómo hacer una película, ni mucho menos. Para responder a la pregunta que nadie me hizo, por supuesto, la respuesta es: tampoco. Entiendo un poco más las decisiones que implica filmar una cosa y no otra, tengo un puñado de experiencias, pero el proceso de hacer una película y el proceso de leer una película son esencialmente distintos y, sospecho, involucran partes diferentes del cerebro. Siempre es bueno saber más, pero ni el conocimiento hace a la experiencia ni la experiencia hace al crítico.
En los años que llevo en esto me cansé de encontrar entrevistas, charlas y conferencias de directores en los que, más allá del anecdotario (siempre muy rico) sobre los procesos de producción, quedaba claro que el director no tenía para decir mucho más que lo que había dicho en su película, y probablemente peor. Ni hablar de cuando un director, por genial que sea, empieza a hablar sobre películas de otros y la cosa se va poniendo cada vez más chata. Por supuesto, hay excepciones y también es cierto que encontrar un buen crítico es tal vez más difícil que encontrar un buen director, pero cuando uno se los encuentra, los horizontes se amplían.
Con todo el misterio que implica el proceso de creación, tampoco es menos cierto que la crítica participa también en su cuota de misterio. Lejos del rol triste que muchos creen que debería cumplir, como oficinista de esfuerzos y buenas intenciones, la crítica busca, por el contrario, reconstruir el contacto con aquellas musas que están en la fuente de todo. No se trata de remontar los orígenes sino de conectarnos con aquello que nos supera: lo que se puede explicar no interesa a la crítica, como tampoco lo que se puede medir. Las realidades del oficio no logran opacar lo que se encuentra en su base: un amor desmedido, irrazonable por el cine. Las formas académicas, las formas pedorras, las hojarascas de lugares comunes y opiniones repetidas no logran desmentir que quien se dedica a escribir sobre el cine, quien una y otra vez trepa esa ladera ingrata llena de frustraciones y, sobre todo, de rutinas, lo hace porque algo le quema en las manos. Algo que sería conveniente dejar de lado y, sin embargo, sigue ahí. Sería poco razonable exigirle sabiduría a la crítica, pero, en cambio, es un deber exigirle pasión. Una pasión desbordada que muchas veces lleva a ser injustos con las películas que no están a la altura de esa pasión. Solo la lengua enrevesada de las musas nos permite hablar sobre cine.
