De tripas, corazón: Desglosando el Moreira de Favio (23 y 24), por Marcos Vieytes

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Sólo en Juan Moreira hay más pasillos y corredores, incluso en medio de la pampa, que en toda la filmografía de Scorsese, y eso que para Marty son el Edipo mismo (según su propia confesión en A letter to Elia, vienen de Al este del paraíso). Al margen de la función concreta que cumplen dentro de la organización espacial y perceptiva de la película, que explota como pocas la verticalidad (tr)ascendente y la profundidad del plano, acá también suelen ser un escenario y una práctica política específica: el lobby que conecta a los dueños de la tierra con sus esbirros Moreira y Leguizamón. Este último aparece, contratado por los autonomistas, para matar a nuestro héroe una vez que se ha pasado de bando. Se deja ver en el puterío porque, además de asesino a sueldo del sistema dominante, es el antagonista. Ambos pertenecen a la épica, como los cowboys de Hollywood y los cuchilleros de Borges, que por esos años fue puesto en esceno por el cine argentino y mundial evidente (Hombre de la esquina rosada, La estrategia de la araña) e inspiradamente (Érase una vez en el Oeste).

Antes de cruzar los aceros, cada uno por su lado conversan con sendos doctores. Los animales que adornan las escenas explicitan las desigualdades entre unos y otros por más que los gauchos ya se vistan como guapos. Un perro de raza ronda la charla entre Moreira y el doctor Marañón, que a título de nada se refiere a sus ovejas apestadas. Favio sabe que la rabia de Moreira, sagrada en sí misma, no deja de ser políticamente dócil, incluso fiel al sistema que la utiliza en su propio beneficio. Su sentido trágico, sin embargo, libera un excedente insumiso. En la otra charla, Leguizamón explica por qué se dejó ver en el puterío: su estrategia es calentar a Moreira para que pierda los estribos y vencerlo en la contienda. Por eso lo llama “gallo ciego” y por eso Favio filmará el duelo como si fuera una riña a cielo abierto que no confirma las previsiones racionales de Leguizamón. La tentación es fuerte y existe para ceder a ella: hay un cine-Leguizamón supuestamente esclarecido que desprecia todo lo que luzca masivo y un cine-Moreira supuestamente obtuso pero que se mueve como pez en el agua dentro del espectáculo. Favio toma partido a partir de Fuiste mía un verano –como Fassbinder después de ver los melodramas de Sirk o De Palma una vez que desiste de ser el “el Godard americano”- y su decisión no significa rechazar nada sino abrazar todo: “el artista tiene que tener al pueblo a la izquierda, Dios al centro y la estética a la derecha”.

El duelo criollo pone en escena dicha ocurrencia sin más dilaciones. Porque ocurre durante los comicios, cuando el voto no era secreto y cada uno debía emitirlo a viva voz y condicionado por los punteros que se hacían notar a puro grito y rebenque. Porque se destaca, dentro de la gran tradición de duelos criollos del cine argentino que urge enumerar para deleitarse con sus variaciones y pensar nuevas, debido al tratamiento visual (de cenitales, que convierten la plaza pública en reñidero, a primeros planos sudorosos sin escalas intermedias) y fundamentalmente sonoro, que discrimina entre el vocerío ambiental y la respiración en primeros planos que son prácticamente subjetivas interiores). Porque una vez que Moreira, gallo ciego o perro rabioso, vence a Leguizamón, la expresión de su cara –sobre todo de sus ojos- cambia y se eleva, despegándose de las circunstancias –ni siquiera ha de compartir con los doctores la algarabía nocturna posterior- como Favio del régimen de representación de la escena hasta dicho momento con un primer plano transfigurado por la mirada de Bebán: aunque el cielo no responda, su cine siempre pregunta, y esa pregunta es una forma de la plegaria. El otro –Leguizamón, el vencido- es él mismo –Moreira, circunstancialmente vencedor- y la mirada del moribundo, también de abajo hacia arriba porque ya ha caído pegado al cuerpo del otro, arrodillado, es la misma que se prolonga en la de Moreira dirigida hacia la altura solar.

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En el alboroto sonoro del comicio que desemboca en el duelo, una palabra entre todas se posa en la oreja del oyente por su extravagancia: pluscuamperfecto. El plano general no permite la identificación visual de quien la pronuncia, pero es la voz de Moreira. La situación es tensa y su desenlace será fatal. Pero no hay gravedad que proscriba la picardía faviana. Por mucho que su Moreira dicte cartas formales, y sus parlamentos se nutran de la retórica gauchesca letrada con la que Jury borda maravillas, la gramática no puede ser el fuerte de un personaje analfabeto como Moreira. El embarullado contexto, además, la aísla de frase alguna, para funcionar como insólita provocación. Queda la impresión de que a Moreira no se lo ocurre mejor ofensa que ésa en medio de la calentura. Los hallazgos verbales de Favio y Jury son incontables, pero éste se une a la cadena integrada por al menos otros dos parlamentos, idénticos pero casi veinte años distantes entre sí. Cuando Aniceto quiso levantarse a la Lucía junto a la bomba de agua le dice: “Claro que todo es cuestión de ideología”. Gatica se lo repetirá a su última mujer. En todos los casos se advierte que los personajes no saben lo que están diciendo, pero nos queda claro lo que sienten y esa evidencia de una ignorancia particular –en lo que respecta a la cultura letrada- no clausura nuestra sonrisa ni tampoco fomenta la distancia como ruptura con ellos y sus sentimientos. Las palabras, como todo recurso expresivo de Favio, trascienden el pago chico de la corrección. Las limitaciones educativas de sus personajes no los invalidan como héroes.  Al contrario, es justamente aquello que los califica como tales para Favio, que no sacraliza virtudes sino existencias carenciadas y potentes a la vez. No hay mayor héroe textual del cine argentino que el Gatica de Favio haciendo generosamente una (s) de más cuando canta el tango.

En una interpretación cristiana más o menos ortodoxa del Moreira de Favio el Cuerudo ocupa el lugar de Judas, pero el cristianismo de Favio –como el peronismo- no es rígidamente institucional. Si el Diablo también es una criatura digna de piedad, que no hay que confundir con lástima, al Cuerudo no sólo se le evita la vergüenza, como veremos en la escena previa al desenlace. Gracias a él también entra en la película el sentido sagrado de la diversión, aquello de lo que carece Moreira no carece pero que su dimensión de mártir no le permite poner en primer plano. Lo primero que hace Favio es dejar en claro que los doctores y no ya siquiera el pueblo, sino los punteros que median entre unos y otros, no festejan juntos y no porque no habría posibilidad de comunión en la fiesta sino porque lo celebrado por unos es la ruina de los otros, aunque estos últimos no lo sepan. Moreira y Andrade se van al puterío donde se consumará el relato y Favio bien pudo irse con ellos, olvidándose del Cuerudo por lo menos hasta el momento de la delación, pero en vez de eso comparte su destino, que no es solamente el de la traición sino también el del placer. Y uno muy concreto, el de la intimidad sexual sin compromiso amoroso, ausente de la película si no fuera por él.

La noche cobija su última travesura, suave como las plumas de las aves de corral de la feriante a la que se levanta con la gracia descarada del fiero querendón, y húmeda como el clima. Un relámpago más propio de Nazareno Cruz y el lobo que de la épica de esta película anuncia el chaparrón. “Se viene el agüita”, dirá pocos después un milico felliniano casi mirando a cámara. Un pueblerino resbala sobre el palo enjabonado justo antes de que el Cuerudo le haga el filo a una chinita revoleando los ojos:

-La felicito… por los patitos.

Antes de irse, Andrade se despidió del Cuerudo no sin antes anunciarle la lluvia:

-Cumpa, lo dejo por las suyas. Cuidesé que viene la tormenta, y los que están en pedo… se mojan igual. ¡Suerte!

El Cuerudo encara a la chica:

-Yo estaré en pedo, pero… ( y se relame el labio mientras sonríe).

Segundo plano de relámpago típico de clase B por medio, se acerca a ella:

-¡Santa Rosa, qué inoportuna! Se viene el agüita (y le pellizca la mejilla derecha).

-Tal vez le lave los peca’os (entrando al juego sin levantar la vista).

-¿Quéee?

-Los peca´os.

-¿Aaa mí? Ni el Deluvio, mi chinita.

Es uno de los más eufóricos momentos del cine argentino con buen oído y toda la gracia del mundo. Uno se imagina enteras salas de barrio y de provincias celebrándolo. Siete años antes, Isabel Sarli juega con unos patitos en La tentación desnuda y segundos después le dice a Bo, que tocaba el arpa: “Lo felicito por el concierto”. Si vamos más atrás, un tipo acaricia el ganso de Confesión (Moglia Barth, 1940) mientras Manzi le hace decir a otro: “Debe ser muy triste que a uno se le muera una gallina que baila”. Si hace falta inventariar las riñas de gallos, cuánto más estos desplumes. Mientras el Cuerudo –hermosamente fiero como Edgardo Suárez o como el Monzón de Soñar, soñar– “se hace el lindo”, Andrade y Moreira deciden irse a La estrella, sin saber que será mala y final.

-¿Y? ¿Qué me dice? Nos aguaron el asado. ¿Cómo está?

-Así, así –responde Moreira sin desdibujar la sonrisa-. Mitre se ha alzado en la Capital. Apenas se enteró del triunfo de Avellaneda se puso malito. Alzó las tropas y armó el alboroto. Qué hubo fraude, dice.

-Vaya, vaya.

-Cal…vicie –sonríe Moreira mientras se pasa la mano por la frondosa cabellera-. ¿Rumbeamos pa´ La Estrella.

-¿Con aguacero?

-¿Y de hay?

Empieza a sonar una variación serena del tema principal que acompaña el reposo del Cuerudo y de la china en el catre después de hacer el amor. Llueve del otro lado de la reja y el Cuerudo saborea el instante. Gauchita, la china le reconoce la fama de ladero de Moreira. Atado a la rama de un árbol se balancea un muñeco como resto de la interrumpida fiesta. Al Cuerudo se le borra la sonrisa y menta la muerte con filosofía, como si se trata de una visión, no importa ya si mal agüero o reminiscencia, o un entrevero de ambos:

-Malhaya los monicacos… parecen muertos ai colgados.

-Shh… ¡eso no se dice!

(Continuará…)

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