Un trago (sobre Ozu), por Marcos Rodríguez

Durante un tiempo no quise volver a mirar una película de Ozu porque, después de haber visto las clásicas y las que quería ver y las que iba encontrando, descubrí que cada vez que veía una de sus películas necesitaba por lo menos un tiempo (que solía ser de varios meses y, si me apuran, hasta de un par de años) para poder digerir la profunda tristeza que me causaban. No es por hacerme el sensible, pero con el paso de los años y la repetición de la casi única película que Ozu filmaba una y otra vez, me descubría cada vez más fascinado con las variaciones minúsculas, con los encuadres, con las texturas, pero cada película me dejaba un hueco adentro (un hueco sin palabras) que, digamos, prefería evitar.

Cuestión que al final pasé un largo tiempo sin ver más películas de Ozu, en parte porque ya había visto unas cuantas, en parte con la vergüenza secreta de que casi no me animaba. Hasta que un día, por alguna razón que ya no recuerdo, volví a ver algunas de sus últimas películas: algún otoño o primavera tardíos o algo así, con padres viejos e hijos que dejan el nido. Y a partir de ese momento descubrí algo que no había notado antes (tal vez porque, en parte, en sus películas “no tardías” no es tan evidente): la cantidad absurda y divertidísima de escenas de viejos chupando que aparecen en las últimas películas de Ozu. Viejos viudos (en su mayoría), que todavía trabajan pero casi podrían jubilarse, que ya no tienen más nada que hacer ni más amigos que los dos o tres que les quedaron de su juventud, con los que se reúnen regularmente a chupar (a veces con alguna excusa argumental, como un reencuentro de compañeros de escuela, el funeral de un amigo o algo igualmente melancólico). Se intuye que todos saben que están acercándose al final de su vida (aunque tal vez no tuvieran tantos años, su vida ya está gastada), pero los viejos la pasan bárbaro: chupan, hacen chistes verdes (de una gran variedad e inventiva), rememoran con placer, comparten sus problemas. Todo es una puñalada al corazón (como todo el cine de Ozu) pero la atmósfera es vibrante y se trata, de hecho, de los únicos momentos en los que vemos a los protagonistas (padres, la mayoría de las veces) distendidos y riendo. Las hijas cuidadoras los reprenden cuando los viejos vuelven a su casa entonados pero ellos se ríen y al día siguiente (o el que sea, por elipsis) lo vuelven a hacer. Esas reuniones entre amigos son un oasis en la trama sin sobresaltos de las películas y son la razón por la que últimamente vuelvo cada tanto al cine de Ozu, como quien se reencuentra con un amigo para tomar algo. Ya no me pesa ese hueco sin palabras y, en cambio, disfruto con la perspectiva de reencontrarme con esos japoneses borrachos cuya descendencia casi directa es el cine de Hong Sang-soo.

La última película que vi de Ozu (una maravilla) es la última película que filmó Ozu antes de morir: An Autumn Afternoon. No tengo un cálculo exacto de proporción de escenas-de-viejos-borrachos por metraje de película, pero me dio la impresión que era en la que más concentración había, por lo menos de lo que vi hasta ahora (¿es empíricamente posible llevar la cuenta de las películas de Ozu que uno ha visto?). En un documental sobre Ozu que vi una vez, se insinuaba que esta última película era en la cual el viejo se había expuesto de forma más cruda (siempre con la amabilidad del tono de su cine): no tengo idea pero sí me quedé con la sensación de que sus encuentros para chupar eran más y mejores y más hasta el fondo. Por supuesto, estamos siempre hablando de un cine de estructura clásica y cada una de estas escenas tiene una función clara: plantear el conflicto (¿casar o no a la hija en edad de merecer?), ofrecer alternativas, abrir las perspectivas sobre las opciones planteadas (por ejemplo, cuando se presenta a otro padre viudo que no supo soltar a su hija que lo cuidaba, y ahora ella se convirtió en una solterona amargada), celebrar el casamiento necesario que finalmente se llevó a cabo (totalmente fuera de campo, sin que siquiera veamos al candidato en cuestión). No hay nada fuera de lugar ni sobra nada y, sin embargo, son tantas las veces que nos volvemos a encontrar sentados frente a esa mesa baja (en general, casi todos los encuentros ocurren en la misma posada, con la misma señora/anfitriona que ya le vimos en varias de sus películas anteriores, objeto amable de burlas sobre señoras de mediana edad) que uno tiene la sensación de que la trama que se ha ido tejiendo en realidad es poco más que una excusa para que los señores vuelvan a encontrarse. Casi como las tramas familiares de todo su cine son una excusa para que Ozu encuadre pasillos y puertas corredizas y mesas y teteras y ventanas y vías del tren y faroles y estampados y transiciones entre trajes occidentales y kimonos, y visitas barriales y sonrisas y primeros planos y baños y bandejas con tazas.

Es claro, por otro lado, que estas películas tardías de Ozu no aprobarían el escrutinio de la corrección política: ya no se trata únicamente de los chistes sexistas que los viejos hacen entre ellos (y con la dueña del bar donde se juntan), en An Autumn Afternoon hay más de una escena en la cual los hombres encurdados recuerdan con nostalgia la época de la guerra. Uno (ex soldado que servía bajo las órdenes del protagonista) llega a decir: “Si nosotros hubiéramos ganado la guerra, ahora serían los yanquis los que moverían el culo con la música de samisén y usarían cortes de pelo japoneses”. Como para cubrirse (¿sería esa su intención?), inmediatamente el protagonista dice entre sonrisas: “Sí, pero creo que fue mejor que perdiéramos la guerra”. Más allá de esa declaración discursiva (apenas una frase sin énfasis, pero todo es tan mínimo en Ozu que casi parece una declaración de principios), la escena está ahí y cerca del final se repite: el viejo alegre vuelve al bar para que en la rocola vuelvan a poner la marcha militar de la época de la guerra, que evoca inmediatamente aquellos tiempos a los demás parroquianos que casualmente están ahí sentados: al parecer era un tema que sonaban por la radio con los informes y todo japonés lo tiene bien grabado. La nostalgia está presente en la mirada de todos esos hombres que vivieron una experiencia común, no porque Ozu quiera recuperar los valores el Imperio del Sol Naciente: la guerra es una experiencia del pasado, colectiva, y marca los años lejanos.

Ozu tiene que haber sabido que evocar la guerra con lágrimas en los ojos era, por lo menos, un gesto que iba a joder a más de uno, incluso en aquellas épocas. Por algo le pide a su personaje que aclare su posición. Pero no solo lo hace sino que lo repite: en algún punto, más allá de las precauciones, uno tiene la sensación de que al viejo ya le chupa todo un huevo. Esa es la sensación que sobrevuela en las escenas borrachas: acá están reunidos los amigos, que ya tienen arrugas pero se siguen comportando como pibes, sentados en un cubículo privado, y pueden hacer y decir lo que se les canta, como joder a su amigo por las “vitaminas” que tiene que tomar ahora que se casó con una mujer apenas un par de años más grande que su propia hija. La amargura sobrevuela estos encuentros llenos de carcajadas, pero de ninguna forma anula el placer o lo limita: al contrario, esa consciencia del fin es el fertilizante que da vida a estos momentos. Es fácil pensar a Ozu como un monje zen con cámara de trípode bajo, como el cineasta de esa distancia inefable que le permite captar el paso de la vida. En realidad, era el director que sabía filmar como nadie esos encuentros en un bar.

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