Por una crítica irresponsable, por José Miccio

“Pero la experiencia es lo contrario del proyecto:

alcanzo la experiencia en contra del proyecto que tenía de obtenerla.”

Bataille, La experiencia interior.

A menudo se escucha entre los profesionales y los espíritus académicos la pregunta por la tarea de la crítica, y en ocasiones también alguna respuesta ya bien entrenada y previsiblemente solemne. Pero la tarea de la crítica es imposible de determinar estrictamente porque la crítica (la que a mi me interesa, por lo menos) es una escritura, y la escritura tiende a boicotear las tareas que se propone. Tropieza quien dice: voy a escribir una novela sobre la nieve y escribe una novela sobre la nieve, y tropieza quien comienza a escribir sobre cierta película en función de alguna idea y cuando pone el punto final la idea permanece intacta, apenas revestida con ejemplos y citas, moderadamente segura de sí. Como se dice: válida, interesante, atractiva, discutible; toda esa retórica de la concesión, con sus inofensivos grados, que dedicamos a lo que no nos mueve un pelo. Tropiezan, digo, el novelista de la nieve y el crítico de la idea intacta, porque si bien redactan, y tal vez no sin mérito (tal vez no sin interés), no dan nunca el paso decisivo. No se confunden, no se enredan, no se pierden, por lo que en ningún momento se ven obligados a tratar con problemas nuevos y a seguir caminos imprevistos, nacidos del acto mismo de escribir. ¿O no es la emergencia de algo inesperado y que pide atención lo que abre el espacio propio de cualquier obra verdadera: ese en el que empieza a hablar por sí misma y en el que se muestra capaz de hacer valer lo que bien vale llamar su voluntad? Este es Bresson, contestando unas preguntas sobre El proceso de Juana de Arco: “-¿Cuánto dura el film? -Creo que una hora diez, aproximadamente, una hora y cuarto. -¿Y usted así lo quiso? -El film así lo quiso”. Es una respuesta modelo: toda obra capaz de justificarse a sí misma empuja a su autor a contestar de esta manera. La novela y la crítica de las que hablaba antes, en cambio, están libres de esta presión, que es la evidencia más clara de que ocurrió algo que no estaba enteramente en los planes. No hay autor que pueda descubrir lo que quiere la obra si solo está interesado en expresar por su intermediación lo que (él piensa que) quiere expresar. En lugar de seguir unos caminos que no se sabe bien dónde conducen, porque incluso en el texto más controlado dan noticias de sí, prefiere respetar los límites, hacerle guiños a la cultura, fortalecerse para responder después por todo lo que dice, salir del texto listo para el curso y la entrevista. En otras palabras: prefiere no escribir.

Por esta misma cualidad severa, que los mantiene firmes en sus temas y en sus presuntas primeras intenciones (y que tan a menudo suscita el elogio de los agentes culturales), los autores muletos, los que se resisten a convertirse en las obras de sus obras, que es el destino de todo el que de verdad escribe, no caen tampoco en digresiones ni en la seducción del epigrama, esos vicios que cada tanto (es cierto: tal vez muy cada tanto) conducen a una de las más hermosas experiencias que brinda la lectura: esa mezcla de mareo, euforia e irresponsable alegría que producen ciertas frases al mismo tiempo concluyentes y ricas en sugerencias, nódulos indisociables de revelación y misterio.

Todos, seguramente, guardamos en la memoria alguno de esos momentos en los que una frase cobra filo y se queda con nosotros, nos hace levantar la cabeza, abrir la libreta o el word, imaginar nuevas razones, pensar en un tatuaje. No es solo lo que significa, porque en general se nos impone antes de que podamos comprenderla. Es algo más decisivo: un golpe de estilo tan certero como para convencernos de que también hay un golpe de sentido esperándonos. Lamborghini: “De la música a la sociología solo un paso, hay, desgraciadamente”. Ruíz: “Todo travelling es un viaje hacia la infancia”. Benjamin: “Pero si la novela es una construcción, lo es mucho menos en el sentido del arquitecto que en el de la criada que apila maderas en el hogar. No debe ser duradera sino inflamable”. En general son frases de este estilo, entre conceptuales y literarias, remates de párrafos o párrafos chicos que interrumpen el texto aun cuando se integren perfectamente en el conjunto, sin subrayar su aparición. (El libro de aforismos es la forma honesta de esta voluntad de señalamiento). Pero también pueden hilarse como el poeta ultraísta hila sus metáforas o Sancho sus refranes. Un caso extremo es La ironía de Vladimir Jankélévitch, que parece escrito solo con este tipo de frases, lo que lo vuelve agobiante y cautivador (además de muy difícil de seguir). Más habituales son los episodios de prosa bullente que le crecen a los textos en ciertas ocasiones, modifican su tono durante algunos párrafos y pueden conducir a la gloria o al desastre. En su famoso texto de 1965 sobre el cine de poesía, Pasolini realiza al comienzo una esforzada y más bien poco estimulante reflexión semiótica, como si tratara de ajustarse al idioma de su tiempo. Más adelante, cuando habla de Godard, se lanza a un vertiginoso juego de afirmaciones del que podrían nacer cientos de ideas, varias de ellas contrarias al propio Pasolini:

Existe, en cambio, algo brutal en la cultura de Godard, y quizá también ligeramente vulgar: la elegía le resulta inconcebible porque al ser parisino no puede sentirse afligido por un sentimiento tan provinciano y campesino; también le resulta inconcebible, y por idénticas razones, el formalismo clasicista de Antonioni: él es enteramente post–impresionista, no posee nada de la vieja sensualidad estancada en el área conservadora, y marginal, pagano–romana, aunque sea, como en Antonioni, muy europeizada. Godard no se plantea ningún imperativo moral: ni siente la normatividad del compromiso marxista (cosa vieja) ni la mala conciencia académica (cosa de provincias). Su vitalidad carece de frenos, pudores, o escrúpulos. Reconstituye, en sí misma, el mundo: es incluso cínica hacia sí misma. La poética de Godard es ontológica, se llama cine.

También Godard, naturalmente, hace el juego habitual: también él necesita un «estado de ánimo dominante» del protagonista, para avalar su libertad técnica: un estado dominante neurótico y escandaloso en la relación con la realidad. Por consiguiente, también los protagonistas de Godard son enfermos, flores exquisitas de la burguesía: pero no están en tratamiento. Están gravísimos, pero vitales, más allá de los límites de la patología: representan sencillamente la media de un nuevo tipo antropológico.

Godard carece completamente de clasicismo, más bien se podría hablar, en su caso, de neocubismo. Pero podríamos hablar de un neo–cubismo no tonal. Bajo las historias de sus films, bajo las largas «subjetivas libres indirectas» que minan el estado de ánimo de los protagonistas, transcurre siempre un film hecho por el puro placer de la restitución de una realidad fraccionada por la técnica y reconstruida por un Braque canalla, mecánico y asimétrico.

El segundo párrafo (la conclusión, antes que nada) me parece iluminador. El primero y el tercero, más bien desarmantes. ¿Es de verdad Godard un posimpresionista neocubista? ¿Hay realmente una incompatibilidad entre París y la elegía? ¿Practica Antonioni un formalismo clasicista? A mi entender, la respuesta a las dos últimas preguntas es negativa (porque es perfectamente concebible una elegía urbana; porque, si bien innegable, el vínculo de Antonioni con el clasicismo es indirecto). La respuesta a la primera me parece más interesante: habría que ver. En todo caso, resulten los párrafos más o menos reveladores o improductivos, lo cierto es que jamás habría pensado en todo esto si Pasolini no se hubiera lanzado a este encadenamiento de definiciones kamikaze. La construcción flores exquisitas de la burguesía y la sospecha de cubismo (que ayudaría a pensar la contradicción en Godard de otro modo) valen por todo lo que las rodea, y sin dudas le deben parte del impulso que las hizo posibles. Es algo que las obras radicales saben bien: la verdad a la que aspiran (y que no suelen conocer del todo) puede exigir la convivencia con ripios que van de lo curioso a lo horrible, y que siempre habrá quienes prefieran podar, como si un texto fuera un jardín consagrado a esos valores pobres que son el equilibrio y la simetría. ¿Quién amonestaría a Pasolini por no pulir estas razones, dirigidas además a una obra igual de veleidosa? ¿Quién seria capaz de pedirle que dé cuenta del tridente de adjetivos con el que califica a Bracque? Por supuesto, estas concentraciones de intensidad y vértigo que adquiere a veces el impulso ensayístico no siempre tienen la capacidad de hacer nacer razones del entusiasmo, argumentos del hechizo, revelaciones del rapto. Los riesgos de esta manera de escribir son muy obvios, y todos conocemos las tristes muecas del capricho no iluminado. Pero al mismo tiempo: ¿qué experiencia (de la escritura, de la lectura) puede haber donde no hay puntos ciegos, dónde no asoma al menos la posibilidad de haber dicho una genialidad o una pavada? Es la ley última de todo texto que quiera un trato con lo no enteramente formado (de todo texto que no se quiera apenas cultural): no saber nunca si lo que crece entre sus palabras se llama iluminación o ridículo.

En este punto, bien vale la pena detenerse sobre la tan voceada idea de responsabilidad, obviamente legítima cuando compromete más que las palabras dichas por obligación y empaquetadas en fórmulas inofensivas (“es un síntoma”, “todo es político”), pero que se traduce demasiado a menudo en actos de identidad, como si no se fuera responsable ante alguien o algo sino ante una imagen de la responsabilidad ya consensuada. Digo aquello que sé que hay que decir para que mi firma no se manche, para que a todos les quede claro desde dónde hablo, por las dudas, para ser reconocido. Como si escribir fuera un medio para juntar credenciales. Esto, justamente, es lo que promueve y premia la cultura, que paga obediencia con buen nombre y no deja de producir versiones mansas, apenas históricas, de los artistas que supieron desafiarla. Ahí están hoy Pasolini y Fassbinder, en boca de sus enemigos.

Ante esto, que es el verdadero riesgo que enfrenta cualquiera que quiera escribir, en los momentos en los que dudamos entre una idea de la que no estamos seguros y una idea aceptable que no produce convicción, hay que optar siempre por la primera. Es por eso que, a diferencia de lo que tan a menudo se dice, escribir implica un trato con la irresponsabilidad: llega un momento en el que hay que saltar o moverse un poco a ciegas, aun sabiendo que las chances de equivocarse son mayores que las de acertar. Si fallamos, si nos volvemos objeto de risa, si los pulcros guardianes de la seriedad festejan entre sí nuestros errores, siempre nos quedarán estas banderas: la certeza de que el ridículo es más estético que la sensatez, el consuelo de que siempre podremos fracasar mejor y la gloriosa esperanza de que tal vez la próxima acertaremos en el corazón de un blanco que nuestro propio dardo inventará.

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