La realidad debería estar prohibida, por Marcos Vieytes

Almodóvar está consciente de que su cine se ha gentrificado –uso tan espantosa palabra sólo porque aparece en un grafiti cercano a la casa del director de cine de Dolor y gloria– y reconocerlo sin mayor culpa ni vergüenza le ha servido para no traficar imposturas (el efecto indeseable es que sus sets se parecen cada vez más a salas de un museo chic, pop de qualité por más compromiso virtuoso que haya tomado). Porque muy temprano dejó atrás la aldea de sus padres y abuelos -o por no haber vivido nunca en ella- es que supo filmar la nostalgia como tal –dolor por un regreso imposible- a partir desde la fantástica Átame: ultratumba melancólica y siniestra en Volver, desgarro dulce y radical en La flor de mi secreto. Porque ascendió socialmente sin avergonzarse nos ha permitido medir las distancias entre los monoblocks en primera persona de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? y la periferia en tercera de Dolor y gloria donde dealers africanos suministran lo que el centro europeo sigue consumiendo sin pincharse los ojos gracias a la planificación urbana globalizada. Y cuando ha dejado de ser un marginal –o de codearse con ellos- fue capaz de ver el goce sádico sistémico en La piel que habito, su última obra maestra y su película más ideológica cuando no políticamente potente.

Los tiempos cambian tanto como los cuerpos, inmuebles ambos sometidos a las leyes del mercado, y Doña Ros(it)a (la soltera) -texto sobre el gira Madres paralelas– tiene derecho a cambiarse el nombre por el de Ross (McDonald), que es lo que Pedro viene haciendo con los otros géneros: pasar del rosa al noir y viceversa. El problema es el gris carente de todo desborde cuando un desmesurado de su calibre “toca temas” con los que ya no se atreve a jugar, no vaya a ser que hasta los propios lo acusen de acoso por el toqueteo: los crímenes franquistas, tan cercanos a los perpetrados por la última dictadura militar argentina al servicio del capital financiero global, verdadero responsable de los males que suele estar ausente en el realismo progresista liberal, expuesto como un dato menor o como un orden dado inmutable hasta para la ficción. En dicho contexto, la conquista de derechos individuales funciona, en el mejor de los casos, como victoria pírrica y consuelo moral ante las derrotas económicas colectivas.

Cada vez que Almodóvar observó la contundente pero no descontextualizada máxima pronunciada en La flor de mi secreto -«la realidad debería estar prohibida»- hizo películas grandiosas en las que lo real -más verdadero que todo realismo- irrumpe, se derrama o explota. Pasolini defendió a Federico El Grande cuando fue acusado de no hacer cine comprometido: «Fellini no es un innovador consciente del gusto neorrealista en este momento cultural e histórico: su innovación es tanto más violenta y explosiva cuanto más inconsciente y falta de compromiso.» El compromiso de Madres paralelas no lo capa todo porque Almodóvar no deja de ser un cinéfilo, pero la frondosa y selvática libertad del melodrama o del terror que suele abrazar o atravesar en sus grandes películas nunca puede florecer en un jardín con macetas o en un arreglo floral tan bienintencionado como este pero también tan inocuo. Un botón de muestra: puede que la banda sonora de Madres paralelas sea una de las más intrascendentes de su filmografía. Almodóvar abandona el cancionero español o americano -de América del Sur y Central, no americano– por una sola canción cantada en inglés que adorna de la manera más roma posible una escena de cama en la que el deseo brilla por su ausencia, consiguiendo que Janis Joplin roquee menos que Chavela o La Lupe. Invirtiendo a su amado De Palma, que hizo del Museo un set hardcore, en un cine boutique como Madres paralelas no hay lugar para aventura alguna.

La película empieza con una desgraciada –sosa, insípida, lavada- conversación entre la protagonista y un antropólogo forense en la que ella le pide que exhume la fosa común de su pueblo en la que yacen los cadáveres de los asesinados por los falangistas. Antes de eso hay una sesión fotográfica que los involucra, pero ya no funciona como estímulo formal del mismo modo en que lo hacían los ensayos iniciales en La flor de mi secreto, donde complejizaba la exposición temática (donación de órganos) gracias a la puesta en abismo. Madres paralelas termina con una placa en la que se lee una declaración –o un texto, dado el autor es lo mismo- de Eduardo Galeano. Almodóvar no engaña ni tampoco -¡ay!- traiciona, como afortunadamente lo hizo Bellocchio en Il traditore, aunque ganas no le falten. Porque el desarrollo carretea sobre la pista del melodrama y amaga con quemarse las alas en el sol del giallo, pero no hace piruetas que fascinen ni atemoricen, nunca se sale del radar y aterriza como corresponde. Si el cine es transporte aeronáutico, el último vuelo de Almodóvar es irreprochable y no hay nada más pasajero que sus amantes.

Madres paralelas es una versión infinitamente mejor decorada de El otro hijo (Lorraine Lévy, 2012), donde un recién nacido palestino y otro israelí eran intercambiados por error en la maternidad, y de otras tantas fábulas esquemáticas típicas de los últimos treinta años que se valen de lo melodramático pero no lo consuman porque lo desprecian, lo niegan o lo ignoran. Paquidérmicas metáforas ambulantes que se pasean adentro del bazar sin romper nada y, en este caso, con el cuerpo tapizado literalmente de lemas: «Mujer ahora» en la pared de la oficina empresarial de Rossy De Palma, «Todos deberíamos ser feministas» -en inglés- sobre la remera de Penélope Cruz (el hecho de que transcurra en una cocina, mientras dos personajes establecen una relación salarial, agrega niveles de lectura pero no liberan el sentido). Se necesitan con urgencia Peter Selles, Blade Edwards, un mozo en pedo, un cachorro de elefante y una parva de hippies que desaten el caos inolvidable dentro de la mansión del cine cheto mediante la pura espuma de la comedia para recuperar lo sagrado -una cosa eran los valores de Hrundi V. Bakshi en La fiesta inolvidable y otra los de sus circunstanciales amigos hipsters- o un director dispuesto a rasquetear las paredes de su propia escenografía hasta encontrar el revoque (y que no lo exhiba luego como si fuera una instalación).

Cuando Amodóvar habla en serio, el régimen de visibilidad espectacular de su cine se debilita sin dejar paso a otro. Entonces nos quedamos sin el pan (del espectáculo fabuloso e incómodo) y sin la torta (del autorismo radical o del ensayo político filmado como varios jóvenes directores españoles lo están haciendo). Como gomas lisas sobre superficies mojadas, Madres paralelas resbala sobre la percepción sin más consecuencia que las ligeras preocupación y responsabilidad civiles que compartimos, porque esta vez Almodóvar es conductor designado. Entonces hay que mirar las costuras de la propia película o hacia otro lado, que tampoco es necesariamente el del documental, y la mismísima búsqueda es ya una experiencia estética políticamente provechosa, siempre y cuando no se detenga en las ficciones de tesis en las que el tema previamente definido aprisiona todo hallazgo y la opinión cristalizada, a menudo confundida con el enfoque o el punto de vista como procedimientos de puesta, coarta las incertidumbres del proceso dramático.

Entonces empiezo por mirar otra película española convencionalmente narrativa de los últimos años, para no irme demasiado lejos, muy atrás: Pablo Llorca filma en los márgenes desde siempre, ostensiblemente estilizados durante su filmografía de los noventa. El pasaje al digital consolidado en este siglo parece haber implicado en su caso un giro hacia el presente político y hacia una especie de realismo, particular como el de cada director que lo revitaliza a consciencia de que el realismo es un problema a plantear en cada caso, útil para narrarlo con desconcertante precisión en la película a la que voy a referirme. El agarre –para seguir con la metáfora neumática- de Recoletos (arriba y abajo) (2014) comienza por el dispositivo mismo, una cámara que hace extrañar la temperatura del celuloide hasta que nos damos cuenta de que Llorca lo sabe y le saca partido, unas condiciones de producción limitadas y unos procedimientos (iluminación natural, micrófonos imprescindibles, ausencia de música extradiegética) en los que la urgencia presunta del proyecto (dar cuenta de la conjugación política del presente español) no es sinónimo de descuido.

Si en la última película de Almodóvar el binarismo político se resuelve –o pacta cierta esperanzada reconciliación- porque las (madres) paralelas se tocan literal y metafóricamente, en la de Llorca sigue habiendo arriba y abajo, vale decir diferencias de clase que no garantizan tranquilidad alguna (el represor efectivo, no el autor intelectual de la represión, es un proletario). A la totalidad más bien clásica de Madres paralelas le corresponde el mosaico de Llorca. Recoletos empieza en media res y termina con el abanico abierto de sus personajes principales ya desvinculados, aunque Llorca coincida con Almodóvar en la apuesta política de género: apuesta a la identificación del 15M con la juventud y con el feminismo, tanto como Almodóvar al ascenso social de las minorías sexuales (Trans Vuitton) y a la apertura de las fosas comunes por iniciativa privada ante la ausencia de políticas de Estado. Pero si éste último pone todas sus fichas en la identificación con su protagonista (que es Penélope Cruz, una estrella) apenas amenazada –pero nunca interrumpida- por la traición posible del ideario cultural, más que político, en manos de sus respuestas emocionales ante situaciones limítrofes, cuyo dramático desarrollo se ve impedido por la atenuación de lo melodramático, Llorca nos frota de principio a fin contra la aspereza de un mundo mucho más parecido al del conflicto de intereses y de clases cotidiano.

Sugerir que la última película de Almodóvar hubiera podido zarparse no es una falta de respeto a las víctimas del franquismo a las que aún no se les hizo justicia -la gran mayoría- sino, a lo sumo, a su tratamiento. Se entiende, especialmente gracias al final, que el cuidado almodovariano puede obedecer al duelo. Por boca del antropólogo, el director parece dar una clave al respecto: «Este momento es de ustedes, las dejamos solas». Aunque más tarde tanto él como su equipo volverán no ya como personajes sino como artistas conceptuales de una intervención: sus cuerpos aparecen tendidos dentro de la fosa común en lugar de los esqueletos que la ocupaban hasta entonces. Quizás lo más interesante de ese quiebre alegórico sea la cruz de la excavación que el cenital permite apreciar por primera vez y permanece como signo de ambivalente interpretación: ¿condena a la Iglesia española por su criminal complicidad u otra evidencia del sincretismo popular que Almodóvar pone en escena al menos desde el altar de La ley del deseo en que Marilyn y la Virgen María compartieron devoción en igualdad de condiciones?

Como sea, esa cruz y su relativa opacidad interpretativa señalan al exceso faltante en el resto de la película, se lo llame ambiguedad o rabia (apuntada en el parlamento en que Penélope Cruz da a entender que la Guerra Civil aún no ha terminado), misterio o desconche. Lo que falta, en todo caso, es cualquiera de esas formas de lo sagrado que, teniendo en cuenta de dónde parece haber sacado la idea Almodóvar, pudo tener en cuenta. Pues la inspiración de Madres paralelas está en Rossellini y su origen, en una película de 2009. El protagonista de Los abrazos rotos es un director de cine que escribe el guión de una película llamada «Madres paralelas»(1), visita una isla volcánica como la de Stromboli y, junto a su pareja (también Penélope Cruz) mira la escena de Viaje en Italia en la que exhuman los restos de una pareja pompeyana. Pero en Madres paralelas no hay reconciliación siquiera potencialmente milagrosa como en Viaje en Italia ni desesperado renacimiento existencial y cósmico como en Stromboli sino reparación estrictamente civil, ritual sin sacramento cinematográfico.

El vínculo entre nuestro país y el cine de Almodóvar se materializa en la temprana presencia de Cecilia Roth en su filmografía y, desde entonces, “lo argentino” se multiplica: motivo amoroso en los personajes de Darío Grandinetti (Hable con ella y Julieta) y Leonardo Sbaraglia (Dolor y gloria) que también suponen un tipo masculino totalmente despojado de machismo, referencia histórica en Todo sobre madre, inclusión de una cita de La niña santa –de Lucrecia Martel, a quien también produjo- en Dolor y gloria, y la probable inspiración del protagonista masculino de Madres paralelas en el Instituto de Antropología Forense argentino dedicado a recuperar la identidad de los desaparecidos. Si algo demuestra esta última película es el abismo entre un país que pudo llevar a juicio y condenar a los culpables militares de crímenes de lesa humanidad y otro que no. No resulta descabellado evocar a las Madres de Plaza de Mayo en la columna de mujeres que marcha hacia la fosa común sosteniendo en sus manos las fotos de los deudos asesinados.

Almodóvar ha dicho recientemente que la película sobre la Guerra Civil todavía no ha sido filmada. Al margen de que dicha afirmación amerita ser discutida dada la cantidad de películas españolas que se ocuparon del asunto, nos permite ver a Madres paralelas como una especie de parto dentro de su filmografía. Como uno de los dos bebés de la historia, sufre de «inadaptación extrauterina». Al margen de la supervivencia que tenga, relaciono el diagnóstico con el plano más estimulante de todos si no el único, ése que contrasta la imagen en blanco y negro del visor instalado en la pieza del recién nacido con el colorido y compuesto que lo enmarca. A diferencia de los motivos históricos tan denotativamente expuestos, en la coexistencia de esos dos registros aparece la tensión entre el color almodovariano ya institucional, esa instalación de autor cada vez más impecable, y un blanco y negro que interfiere la percepción porque coincide con el de las fotos viejas de las víctimas del franquismo. En esa tensión entre figura y fondo vibra el volumen de lo siniestro.

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(1) Agradezco esta precisión a Vanesa Burgo.

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