Vittorio De Seta: poeta y antropólogo, por Martin Scorsese

Traducción: José Miccio

Hace dos años, los productores italianos de Il mio viaggio in Italia me hicieron un regalo inesperado: copias en 35mm de algunos documentales dirigidos por Vittorio De Seta entre 1954 y 1958. Siete películas en total, de alrededor de diez minutos cada una, seis de ellas en Cinemascope. Los títulos eran encantadores: Lu tempu di li pisci spata, Isole di fuoco, Pasqua in Sicilia, Contadini del mare, Parabola d’oro

Había escuchado hablar de los documentales de De Seta como se escucha hablar de los lugares legendarios: alguien debía haberlos visto de un modo u otro, pero nadie recordaba quién, dónde o cuándo. El mismo De Seta era una figura legendaria y misteriosa. Realizó solo tres películas en los años 60 (la primera de ellas, Banditi a Orgosolo, una obra maestra absoluta) para luego perderse en una suerte de olvido.

Recuerdo perfectamente la proyección de Banditi… en el Festival de New York a comienzos de los años 60. Una de las películas más insólitas y extraordinarias que jamás hubiera visto. La historia es simple: un pastor, acusado de un crimen que no cometió, es perseguido en un paisaje árido y silencioso. Su rebaño muere de hambre y él, ya en la miseria, se ve obligado a convertirse en bandido. Pero la película es también la historia de una isla y de su gente. Ambientada en las montañas de la Barbagia, en Cerdeña, Banditi… revela un mundo arcaico, incontaminado, en el que la gente se expresa en un dialecto antiguo y vive según reglas que el mundo moderno calificaría de extrañas y hostiles. De Seta redescubre los vestigios de una sociedad antigua en la que resplandece una nobleza perdida. El estilo de la película me conmovió profundamente. El neorrealismo había sido llevado a otro nivel. Un nivel en el que el director participaba completamente de la narración, la línea de demarcación entre forma y contenido había sido anulada y eran los acontecimientos los que dictaban la forma. El sentido del ritmo de De Seta, el uso que hacía de la cámara, su extraordinaria habilidad para integrar personajes y ambiente, fueron para mí una completa revelación. De Seta era un antropólogo que se expresaba con la voz de un poeta.

¿De dónde venía esa voz? Cuarenta años después de hacerme la pregunta me di cuenta de que tal vez la respuesta estaba en los documentales. Los vi y quedé estupefacto. Ya desde las primeras imágenes sentí inquietud y desorientación, como si no estuviera preparado para ver eso que estaba viendo. Fui sacudido por una emoción intensa, como si hubiera atravesado la pantalla hacia un mundo en el que jamás había estado pero que de pronto reconocía. Un mundo en su crepúsculo. Lo que veía era mi cultura ancestral llegando a su fin, a un paso de su ingreso en la esfera del mito. Recordé una escena de Roma de Fellini en la que un fresco desaparece al entrar en contacto con la luz durante la construcción de una línea del subte, fragmentos de una civilización antigua que han llegando a la edad moderna con ecos de su epicidad.

Pero no me había limitado a traspasar la pantalla. Ahora estaba entrando en el ojo del director, como si, en el acto de tomar posesión de nuestras raíces comunes, alcanzase a ver el mundo como él lo veía. Estaba compartiendo su curiosidad y su estupor, y dándome cuenta con tristeza, como debía haber hecho también él, que esa era la última vez que sería filmada la vitalidad de una cultura incontaminada.

Era Sicilia lo que veía en la pantalla. La Sicilia que, en mi familia, mis abuelos habían sido los últimos en conocer. La Sicilia olvidada. Un lugar en el que la luz del día era preciosa y las noches completamente misteriosas y oscuras. Un lugar que permaneció inalterado durante siglos, en el que el estilo de vida era siempre el mismo y las calamidades naturales formaban parte de la vida normal, amenazada a cada momento por la muerte y la destrucción. Un lugar en el que la religión tenía una importancia primaria, en el que los sufrimientos de la vida se transformaban en Calvario. No es casual que la Semana Santa haya sido siempre tan importante en Sicilia. En el fondo, aquello con lo que esta gente se identificaba era justamente la liturgia de la crucifixión.

Eran los hijos de Sísifo, que había encarcelado a Tánatos para evitar el deceso de los hombres, los hijos de Prometeo, que había robado el fuego a los dioses para donárselo a los mortales, y por cuyas acciones ambos habían sido castigados por toda la eternidad. Gente que buscaba la redención a través del trabajo manual: en las vísceras de la tierra (Surfarara), en mar abierto (Contadini del mare), en las colinas (Parabola d’oro), tirando las redes, cortando el grano, extrayendo el azufre. Gente que parecía orar a través del cansancio de sus manos.

¿De qué estaba compuesta esta alquimia? Era el cine en su esencia, el cine en el que el director no se limita a registrar la realidad sino que la vive en primera persona. En los documentales de De Seta reconocí la misma humilde empatía que había encontrado cuarenta años antes en su largometraje Banditi a Orgosolo. No era solo el mundo de mis antepasados el que había aparecido ante mis ojos, sino también un cine que ya no existía. Un cine que tenía el poder de la evocación religiosa. La proyección duró menos de una hora, pero el tiempo pasó muy lentamente, como si hubiese habitado cada uno de los fotogramas. Era el cine en su expresión mejor, un cine capaz de transformarte. Entendí cosas que nunca había entendido y viví emociones para mí desconocidas. Como si hubiera viajado a un paraíso perdido.

***

Texto escrito para la Cineteca del Comune di Bologna en ocasión de la presentación en la Mostra d’arte cinematografica di Venezia 2005 de Banditi a Orgosolo, versión restaurada por la Cineteca di Bologna-Laboratorio L’Immagine Ritrovata.

Texto en italiano: http://www.sardegnacultura.it/documenti/7_13_20060330120305.pdf

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