Según Fernando Martín Peña, el objetivo de Homero Manzi fue “contribuir a la elaboración de una mitología que el público pudiera sentir propia”. Del Carril lo comparte y protagoniza dos de las tres películas en las que Manzi figura como co-director. La circunstancia política –el peronismo en el gobierno- lo hace posible no sin dificultades, pues Apold entorpece tanto Las aguas bajan turbias como La Quintrala. Todo lo cual explica la legibilidad clásica de sus películas pero no sus desvíos, por no decir la bicefalía expuesta, como no sea por efecto del desarrollo mismo del sistema de producción o de búsquedas individuales que se encuentran y comparten (la puesta en abismo de una obra maestra como Madreselva ya está formalmente articulada en 1938 pero en su desdoblamiento aún no hay fractura crítica consciente). El desafiante patrón actoral de Hugo Del Carril, pieza clave de su dirección cinematográfica, se consolida en Pobre, mi madre querida.
La importancia de El último payador, probablemente más famosa que aquella, reside en el hecho de que Del Carril muera a los pies del ícono proyectado de Gardel, que había tenido que encarnar en el cuento de hadas de Zavalía y que le significó la fama al precio de condicionarlo como cantor. Como Del Carril en tanto actor encarna a Betinoti, predecesor de Gardel, se libera del padre engendrándolo y desdoblando su figura pública de galán cantor cuando comience a dirigir. Pobre mi madre querida es la matriz donde se fragua su puesta en escena, que va más allá del orden trágico y alumbra el suyo, en el que la ilusión no deja de consumarse pero exponiendo críticamente sus mecanismos. Pobre mi madre querida es la película argentina clásica en la que Manzi alumbra el lado oscuro de la santa madre tanguera, lo que la hace capital en función del gran imaginario musical y poético que moldeó nuestro cine (Roma confirma que no debiéramos remitir únicamente el clasicismo de Aristarain al estadounidense). Como habrá de pasar en las películas dirigidas por Del Carril, la identificación automáticamente presupuesta del espectador con el protagonista se complica y emerge la figura del héroe desplazado y hasta malogrado como posibilidad siempre latente de mirar (la historia y el cine) desde otros puntos de vista.
El protagonista de Historia del 900 es un niño bien que carga con indecisiones varias, y nadie esperaba eso de quien graba la Marcha Peronista el mismo año en que estrena su ópera prima y de quien años más tarde admitiría no saber por qué eligió Pacheco Ramos como seudónimo para firmar el guión ya que detestaba los dobles apellidos. Uno de sus dilemas -la asunción de la venganza del hermano asesinado- es tan hamletiano que resulta indigno de un héroe clásico y no se concreta sino al precio de un más que enigmático quiebre de la linealidad narrativa, terremoto estructural acaso mayor que el de La Quintrala. En el otro dilema, su (in)decisión amorosa implica la adecuación del héroe al stato quo, que torna anticlimático el supuesto final feliz de la película. La elección de la niña bien implica un desprecio hacia el personaje femenino popular, lo que también eleva nuestra consideración afectiva del inmigrante italiano que ocupa el lugar de la villanía, estimulándonos a imaginar cómo habría sido la película contada desde el punto de vista de Guillermo Battaglia (lo mismo y con el mismo actor sucede en El ángel desnudo de Christensen). Puede que justamente esa sea la posibilidad latente -aunque no consumada- en la fractura de la linealidad dispuesta por el flashback.
El protagonista de El negro que tenía el alma blanca, encarnado por el propio Del Carril, es un artista en conflicto con su rol, que parece menor si lo comparamos con el conflicto racial de la película pero que forma parte de él. Dicho malestar de la estrella con el lugar que se le ha asignado en la industria es lo que Del Carril transforma desde que se decide a dirigir, a resultas de lo cual habrá de ser el espectador, conforme hasta entonces con el galán cantor que Del Carril venía encarnando, quien se verá desacomodado. La condición social del hijo de esclavos ha cambiado totalmente porque es una estrella de la canción que triunfa en todo el mundo, pero no así su forma de pensar ni de sentir. Ama y procura aquello que más precisamente lo desprecia, y no cejará hasta inmolarse. Pero su martirio, una de las mayores posibilidades melodramáticas de goce, no es acompañada por una puesta en escena que continuamente nos aparta de su punto de vista y apetito, abriendo una distancia que será santo y seña de su filmografía, sobre todo cuando filme lo que podríamos llamar melodramas netos.
La Quintrala es la primera película dirigida por Del Carril en la que no actúa[1]. Más aún, le cede el protagonismo a una mujer, primera de varias antiheroínas que, no carentes de defectos, pecados y crímenes[2], cuando no entran directamente en riña con la virtud y se tutean con el crimen, son vitales y rebeldes como pocas. Exponen la doble vara con que sistemas clasistas y sexistas juzgan a ricos y pobres, hombres y mujeres (el amigo homosexual de El negro que tenía el alma blanca abre el abanico a otras identidades y colectivos abusados o lisa y llanamente soslayados incluso por los héroes de sus películas, que casi nunca consiguen ser sujetos plenamente esclarecidos) desde el lugar menos tranquilizador posible. “No quiero santos que no sepan sufrir como hombres”, le dice la protagonista a su partenaire, monje dividido entre su vocación y un deseo que nunca se anima a reconocer del todo. Habida cuenta de que Del Carril transforma la tragedia naturalista de Prisioneros de la tierra en el drama político de Las aguas bajan turbias, y de que además es el protagonista, podríamos esperar de su parte una performance heroica. Pero tampoco: el protagonista vuelve a tener un hermano que también será asesinado –uno de tantos desdoblamientos que parecen la condición de posibilidad para que el héroe exista, ya sin plenitud idealista- y la iniciativa de la acción es continuamente desplazada hacia los otros, individuales primero y finalmente colectivos.
El desdoblamiento arquetípico llega a su clímax en Más allá del olvido, pero no es el de Laura Hidalgo en dos papeles distintos pues ambos personajes saben quiénes son, lo que quieren y el precio que están dispuestos a pagar por conseguirlo, sino el del protagonista masculino otra vez encarnado por Del Carril. Marido que ama a su esposa pero ignora la enfermedad terminal que la aqueja, una vez que aquella muere compra literalmente a una mujer de idéntica apariencia física para transformarla en su muñeca. Esta última expresión no es metáfora, surge del paneo que va desde una caja de música adornada con figuras humanas hasta la pose estatuaria de la actriz que mira a través de una ventana. La puesta en escena desdobla a Hidalgo para poner en evidencia el desdoblamiento del héroe incapaz de tomar conciencia de sí mismo, eso que en su sentido más profundamente ideológico persigue todo el cine de Hugo Del Carril sin hacer denuncia sino ficción.
La mismísima Culpable lleva esta lógica hasta sus últimas consecuencias: al protagonista resentido encarnado por Del Carril, que cuando no es héroe lateral lo es inconsecuente o moroso, y que cuando no es ninguna de las dos clases de héroe puede ser lisa y llanamente brutal, se le concede la oportunidad de una segunda vida sin la injusticia social sufrida en la primera pero ello no evita la tragedia pues lo trágico no es un orden exterior socialmente injusto sino el estado de ignorancia de su propia realidad y la carencia de norte ético, pese a lo cual acceder a la conciencia no garantiza éxito mundano –o político- alguno sino integridad. Esta clase de conciencia es la que ha desarrollado acaso únicamente el padre de La calesita pero no el hijo, también encarnado por Del Carril, y resulta que al padre –probablemente el más querible personaje de su filmografía y quién sabe si no la más amorosa representación de la Ley en nuestro cine- lo tenemos con nosotros nada más que durante media película. La omisión o la indiferencia son otros registros que Del Carril cultiva como pocos en Amorina, donde tampoco hay personaje que tranquilice nuestro afán identificatorio porque hasta la víctima del título también es agente aunque más no sea pasivo de la clase dominante, como bien demuestra el maltrato naturalizado a la sirvienta que apenas se despliega en un solo parlamento fácilmente olvidable[3]. Los detalles en el cine de Hugo Del Carril iluminan nuestra propia ideología: durante la transacción de Más allá del olvido, mediante la cual el protagonista adquiere una esclava sexual legitimada en matrimonio, dos mujeres limpian el piso en cuatro patas fuera de foco.
Una y otra vez Del Carril filmó el otro lado de la Argentina, la sombra reprimida o aniquilada por quienes se arrogaban su solo derecho a existir, o de los otros a no existir con plenos derechos, y sin que en sus películas se pronunciara jamás los nombres de Perón y de Evita –porque estaban proscriptos y porque no pudo completar su biopic sobre ella, cosa que Favio consuma a través de Perón, sinfonía del sentimiento– o la palabra peronismo, pero el negro que tenía el alma blanca, la sirvienta de Amorina llamada Luisa, las mujeres que friegan el piso del cabaret en Más allá del olvido o la insumisa Mónica son sus ideogramas, por no hablar -en sus películas explícitamente políticas- del padre radical de La calesita, de los mensúes que se rebelan alentados por la posibilidad del sindicato en Las aguas bajan turbias, donde aparece la primer madre de la plaza, y de los chacareros que unen sus fuerzas contra el monopolio de Esta tierra es mía. Más trascendente aún, filmó la negación de la sombra como amenaza ideológica para toda clase de sujeto y de comunidad, no sólo aquellos que pertenecen a la oligarquía. Su primera y medular manera de hacerlo fue opacar el brillo aurático del estrellato que otros le construyeron a imagen y semejanza de un Gardel santificado, para luego enfocar los reflectores sobre todo aquello puesto funcionalmente fuera de escena por el consumo tilingo.
[1] Tampoco lo hace en Una cita con la vida, donde le cede protagonismo a una generación que, salvo en el caso de Favio, lo despreciará a la hora de asumir la dirección lo despreciará pese al impiadoso retrato que dibuja de la generación de los padres –la suya propia- renuente a la hora de comprender a los pibes.
[2] La propia Quintrala no advierte que Ventura –su esclavo negro, antecedente político y estético del inmigrante de Pedro Costa- es la sombra de sí misma y lo condena al castigo que será simbólicamente el suyo: morir sin confesión.
[3] Debo este señalamiento a Nuria Silva.