(La versión original de esta nota fue publicada cuando estrenaron el King Kong de Peter Jackson)
La ficción de los Estados Unidos de América ha gestado dos magníficos mitos animales de proporciones gigantescas y múltiple sentido: el simio Kong y la blanca ballena Moby Dick. Para insinuar que esta novela era simbólica, Melville declara enfáticamente que no lo es en el capítulo 46. A despecho de las intenciones de sus hacedores, también King Kong habilita una infinita variedad de lecturas simbólicas, y ello no es para nada extraño en una cultura expuesta desde su fundación a la lectura y enseñanza de la Biblia, rica en alusiones, alegorías e interpretaciones varias. En ambas obras sobresale, de entre muchos otros, la relación entre libertades individuales y el tan mentado destino manifiesto de la nación, preocupación del primer Melville:
Nosotros, norteamericanos, somos ese tan peculiar pueblo elegido, la Israel de nuestro tiempo; firmes depositarios del arca de las libertades del mundo entero. Dios ha predestinado grandes eventos para nuestra raza. Ya hemos sido demasiado tiempo escépticos respecto de nosotros mismos, dudando del verdadero advenimiento del Mesías político. Ya no hay dudas: él ha encarnado en nosotros[1].
La semana en que estrenaron la segunda -y última hasta ahora- remake de King Kong tuve la oportunidad de leer en la sección Espectáculos de uno de los más espaciosos y patricios matutinos porteños el habitual copete sin firma con las más recientes recomendaciones cinematográficas repasadas en unas pocas y apáticas líneas y debidamente calificadas. Las cuatro estrellas, sobre cinco posibles, dedicadas a King Kong (Peter Jackson, 2005) parecían avalar esa seguridad que todo espectador de cine “responsable” busca a la hora de concurrir a las salas previo desembolso del precio de la entrada, no sin antes advertirnos (¿siempre hay un “pero” crítico agazapado para empañar esa alegría casi infantil que el cine puede darnos?) contra la grandilocuencia que, a criterio del anónimo escriba, afectaba a la última película de Peter Jackson. Según alcanzo a deducir de ello, para algunos críticos de cine la crítica no resultaría verdaderamente confiable si no señalase al menos un defecto.
Si por grandilocuente han querido decir altisonante o presuntuoso, hay que aclarar que el tono de este King Kong es siempre ameno, nada solemne y narrativamente ágil. Esto último hace que sus tres horas y cuarto pasen volando. Si por grandilocuente han querido decir costosa, urge reiterar que no importa cuánto se gaste en una película, sino cómo se lo haga. Y me atrevo a sostener que hay pocas películas tan costosas y a la vez menos ostentosas que esta, tanto como a postular que la remake de un clásico fundacional de aquel cine bigger than life hollywoodense exigía una erogación multimillonaria, un holocausto ofrecido en el altar del gasto hedónico. Ahora bien: si por grandilocuente han querido decir grandiosa, deberían haber escrito de una vez el calificativo correcto y no andarse con eufemismos.
De hecho, King Kong se propone grandiosa porque trata literalmente de dioses, mitos y misterios. Es un viaje, no sólo espacial, sino también temporal al corazón de las tinieblas –la novela de Joseph Conrad es citada más de una vez en la primera parte de la historia– y de lo desconocido, cuyos resultados trastocan trágicamente dos medio ambientes sólo en apariencia distintos. Los aborígenes que en la película original, dirigida por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, bailaban inofensiva y graciosamente, dan lugar a secuencias dignas del cine de horror más escalofriante en esta nueva versión. Si sólo fuimos educados en la materia Kong por la película de 1976 de John Guillermin, la mayoría de los espectadores desconoceremos la impronta prehistórica de la película original. Peter Jackson la recupera para nosotros con algo de la violencia de aquella (el digital mella el filo de todo lo que toca), menos inocencia, más corrección y clara intención crítica.
En el original de 1933 el entusiasmo de un director de cine embarcaba a un equipo técnico, a la homeless protagonista de la futura película y a la tripulación del S.S. Venture en la búsqueda de una isla todavía no cartografiada donde, según rumores, los nativos convivirían con un ente de naturaleza imprecisa –bestia, espíritu o deidad– llamado Kong. Todos juntos se lanzan a la aventura sin medir las consecuencias y sin anclarse al pasado, a lo previsto, a lo conocido. Sólo con un mapa en la mano, borroso y con los bordes carcomidos por el tiempo, la ilusión de hallar un territorio virgen y la mirada puesta siempre adelante, pues el pasado ha muerto y no resucitará pero el futuro está dotado de tanta vida que, aún en la mera forma de una anticipación, se alza vívido frente a nosotros. El pasado es el texto de los tiranos; el futuro, la biblia salvaje de los hombres libres[2].
El optimismo insensato y cruel que caracteriza al personaje del cineasta es el espíritu que domina al original hasta transformarlo en un festival de la lucha por la supervivencia del más apto y, si se quiere, en un síntoma de la situación social estadounidense durante los años posteriores a la Gran Depresión (para Tarantino será el de la historia del esclavismo). La mirada actual de Peter Jackson pone en primer plano todos esos elementos y hace de su King Kong una película-homenaje a esa capacidad que tuvo Hollywood de generar mitos universales, pero anclándose a un punto de vista mucho menos jovial que el del original. Y Carl Denham, típico self made man emprendedor e inescrupuloso pero irresistible, está (des)compuesto por Jack Black.
El cambio mayor se da en la preponderancia que cobra el personaje femenino desde el principio al fin de la película. En una decisión imposible de tomar para el Hollywood de entonces –fuera del ámbito anárquico de la screwball comedy– y para un género eminentemente masculino como el de aventuras decimonónico, el protagonismo de este nuevo King Kong recae sobre Anne Darrow (Naomi Watts), desvalida prenda sacrificial de la primera película devenida en heroína consciente de su dignidad, y esa elección hace que se transforme la relación entre la mujer y el mono, y la de los mismos espectadores hacia la mujer. De ser un objeto fuertemente sexual pasa a representar unos valores más ligados al afecto que al deseo, lo que le proporciona a esta versión una carga sentimental mayor y menos erotismo.
Todos recordamos la prohibición que impedía a Adán y Eva comer de los frutos restringidos del árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo. Pero solemos olvidar ese versículo del Génesis en que el narrador cuenta, además, que dicho fruto resultó ser hermoso a la vista de la mujer y deseable. La mirada sostenida, casi hechizada por el objeto que contempla, prolonga la primera King Kong, la inigualable. Y lo hace con una transparencia excitante y asombrosa. La primera en sostener la mirada es Ann Darrow, famélica desempleada que deambula por las calles en busca de comida y posa sus ojos y sus manos sobre la fruta exhibida en una verdulería del centro de Nueva York. A punto de comérsela, y no sólo con la mirada, es descubierta por el verdulero que la acusa de ladrona pero también por Carl Denham, director de cine en busca de protagonista femenina para su próxima película y aventura. Salvada por este, Ann desfallece en sus brazos y nosotros vemos lo que ve Denham, una cara y una mirada cuya languidez se debe al hambre pero también puede pasar por entrega sexual. Una cara y una mirada propicias a la apropiación por parte del espectador, esa bestia ávida de belleza que espera del otro lado de la pantalla.
Las pocas veces en que la cámara abandona la tercera persona objetiva del narrador lo hace para identificar nuestra mirada con la de Denham y Kong contemplando a la chica. Ambos aman mirar, sólo que Denham sabe qué hacer con el objeto de su visión y Kong no, o sí pero no puede concretarlo, como al elefante con la hormiga de la célebre chanza. La cámara le permite a Denham capturar la proyección de su mirada y hacer dinero con ella, pero Kong mira ese extraño objeto de su deseo sin saber de qué modo apropiárselo. Kong no cuenta con el auxilio de la técnica para inventarse un sustituto, sublimar al objeto de su deseo y conformarse con esa invención fantasmagórica. Su deseo es primario y, en tal sentido, puro e insustituible, como no sea entregando su lugar de superioridad física al otro. De allí que los planos de sus ojos mirando a Ann Darrow oscilen entre los de una bestia en celo y los de un enamorado sumiso: el objeto de culto ancestral se convierte en cautivado adorador. A Denham, en cambio, no lo vemos ni somos capaces de imaginarlo nunca enamorado de Ann ni preso de su figura. Denham es un aventurero, no un soñador. Denham caza imágenes de la misma manera en que mata especies en extinción o cazará al gorila gigante para exponerlo a la mirada del público. Invirtiendo el axioma bíblico que define a la fe como la garantía segura de cosas que no se contemplan, nos declara desde un principio su lema: “Ver es creer”.
Antes de que las perdamos de vista, conviene señalar un par de singularidades que enaltecen a esa película bestial de 1933 devenido en clásico menos domesticado que nunca. Dos de sus personajes provienen del medio cinematográfico y ello instala la reflexión directa del cine sobre sí mismo. La representación de los roles del productor, del director, del actor como estrella, vale decir como creación de aquellos, y de la crítica o de la opinión que la industria tiene de ella son reveladoras, además de la claridad con que se enuncia el vínculo vampírico entre las partes del ritual cinematográfico. La aparición animada de las bestias —Kong y los dinosaurios— y los esfuerzos para cruzarlos de modo verosímil con figuras humanas en un mismo plano prefiguran la inclusión del digital en el cine contemporáneo y su creciente reemplazo del registro real en pos de revelar lo nunca visto. Ese deseo de ver a toda costa es la causa del desembarco de Denham en una terra incognita, el germen de esta aventura y quizás de la aventura toda del cine. A su manera, Denham es un pionero -un conquistador- y comparte no pocas de las características que Melville le atribuyera a la figura de Ethan Allen:
Franco, algo fanfarrón, tan sociable como un pagano, afecto a las fiestas, romano, vigoroso como una cosecha. Su espíritu era esencialmente occidental, y en esto reside su peculiar norteamericanismo; porque el espíritu occidental es, y siempre será (porque no hay otro que lo sea, ni podrá serlo nunca), el verdadero espíritu norteamericano[3].
En pos de ese deseo fundador se lanza Denham y su audacia hace que no se amilane ante lo desconocido ni respete lugar sagrado alguno. Así que profana la ceremonia de los nativos y, más tarde, el espacio y tiempo ahistóricos del mismísimo Kong (“Somos los herederos de todo tiempo[4]”, llega a decir Redburn en uno de sus más encendidos discursos). Que Ann Darrow haya sido secuestrada es solamente la excusa para hacerlo, no más que un cebo puesto por Denham para que Kong se haga visible y así verle la cara aDios, aunque equivalga a morir para los creyentes. Por eso los nativos, respetuosos de lo desconocido pero fundamentalmente carentes de una técnica avanzada como los blancos, saben reconocer sus fuerzas y nunca pasan el límite del muro. Los nativos no necesitan ver para creer y eso los salva hasta que llega el hombre de la cámara. Hay quienes dicen que también hay dos clases de cineastas: aquellos que necesitan y suponen, como Denham, que el público también necesita ver para creer, y aquellos que ven porque creen.
Lo realmente asombrosa de esta película es la potencia poética de su violencia. Una vez profanado el espacio sagrado de Kong y las bestias prehistóricas, el espectador queda expuesto a dos o tres secuencias de lucha cuya crueldad todavía sigue sorprendiéndonos. La sangrienta brutalidad con que se tiñe el desenlace de la disputa entre King Kong y el tiranosaurio, hoy sólo podríamos encontrarla sin censura en algún que otro salvaje segmento de Animal Planet si no fuera por la brutal concepción antropomórfica de la secuencia que transparenta su despiadada humanidad. El vínculo con la Gran Depresión es admisible si recordamos que Ann Darrow es una desocupada que roba para comer y, justo antes de encontrarla, Denham venía de buscar infructuosamente a la protagonista de su película en un asilo para mujeres sin hogar donde apenas si les daban una sopa para que no murieran de hambre. Pero no es la crítica social la que domina la película, sino la iniciativa privada y la competencia feroz más allá de toda ley. Como los personajes mayores de Melville —Taji, Ahab, Pierre— los de King Kong demuestran que el cabal desarrollo individual sólo se lograrán a partir de la ruptura con las convenciones domésticas y familiares, aún cuando el precio de tal ruptura fuese la muerte o la desintegración social. Por eso Denham no escoge a una beneficiaria de la atención estatal sino a una mujer que está dispuesta a robar para conseguir lo que necesita.
El estadounidense menesteroso jamás pierde su entereza ni su orgullo; de allí que sufre más que cualquier otro pordiosero del mundo. Esa tan peculiar sensibilidad social no hace sino agregar una desdicha adicional al infortunado, al impedirle que acepte el minúsculo alivio azaroso que la caridad pueda ofrecerle[5].
Por eso Denham logra profanar el hábitat de Kong, drogarlo y exponerlo públicamente sin que nada se lo impida, ni haya consecuencia que lo haga siquiera por un instante pensar en arrepentirse. Sobre Denham como tipología se asienta buena parte de la construcción mítica de los Estados Unidos. Hoy sería impensado pensar en una ficción estadounidense que muestre un desastre nacional en la que no aparezca su presidente, un consejo de estado, el ministro de defensa y hasta el vocero presidencial, además del ejército en pleno, pero al final King Kong destroza media ciudad y se sube al Empire State sin que aparezca nada más que algunos policías en motos echando a sonar su ridícula sirena. ¡Si hasta la idea de ametrallarlo desde los aviones viene del marinero casado con Ann y no de la autoridad pertinente! En el ensayo “Hawthorne, Melville y el carácter norteamericano”, John P. McWilliams Jr. traza las variables que conforman a este último a la luz de las obras de los dos escritores y llega a la conclusión que puede leerse en el epílogo:
Este norteamericano avasallador posee la voluntad, la fuerza y la envergadura necesarias para transformar su universo. Sin embargo, sus energías están dedicadas al proceso de transformación, no a ninguna meta en particular, y definitivamente no encaminadas a plasmar ninguna idea moral[6].
[1] Herman Melville, White-Jacket; or The world in a Man-of-War, Chicago, Northwestern-Newberry, 1970, pág. 151.
[2] Ibid, pág. 150.
[3] Herman Melville, Israel Potter: His Fifty Years of Exile, Illinois, Northwestern University Press, 1982, pág. 148.
[4] Herman Melville, Redburn: His First Voyage, Chicago, Northwestern-Newberry, 1969, pág. 44.
[5] Herman Melville, “Poor´s man pudding”, en Billy Budd and Other Prose Pieces, Londres, Constable, 1924, págs. 201,2.
[6] John P. McWilliams Jr., Hawthorne, Melville y el carácter norteamericano, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1988, pág. 376.