Douglas Sirk: una de monjas, por José Miccio

Antes de sus dos películas con Barbara Stanwyck (All I Desire y There’s Always Tomorrow) y de sus dos películas con Jane Wyman (Magnificent Obsession y All That Heaven Allows), Douglas Sirk filmó dos películas con Claudette Colbert. Sleep, My Love (1948) es una de las tantas historias que en los años 40 Hollywood dedicó a la manipulación psicológica de una mujer: narra el complot elaborado por su marido para volverla loca, empujarla a la muerte y quedarse con lo que es de ella. La fragilidad que muestra Colbert como esposa de un hombre contrasta con la fortaleza dulce que muestra como esposa de Dios en la otra película que hizo con Sirk, tres años después. En efecto, Thunder On the Hill cuenta el modo en que una monja salva a otra mujer de ser ejecutada por un crimen que no cometió. La Hermana Mary podría ser la versión femenina del padre Brown si resolviera el caso con la inteligencia fina del cura de Chesterton, pero lo cierto es que en su faceta policial la película resulta más bien poco elaborada. Un convencimiento, una carta, un juego de llaves y listo: lo que nadie entendió en el juicio lo entiende la monja en un rato, tal vez gracias a las cruces y las oraciones. Es un modo posible de ver las cosas: se accede a la verdad por revelación, no por la lógica y por el conocimiento del carácter humano. Pero como dice el padre Brown en un cuento genial (“La cruz azul”), no hay manera más segura de darse cuenta de que alguien no tiene verdadera fe que el hecho de que hable en contra de la razón, ese modo de la mala teología. Es ahí, justamente, donde la historia de Sirk tropieza: en su falta de construcción lógica, en lo poco sorprendente que resulta el descubrimiento de lo que en verdad sucedió, y que obviamente libera a la acusada. En resumen: en la falta de fantasía geométrica propia de los buenos policiales de enigma.

Pero claro (léase esto, por favor, con el énfasis de los grandes peros), el que dirige es Douglas Sirk, de modo que si bien en su arrojo deductivo la película resulta por demás tímida, en lo que tiene que ver con la puesta en escena no comunica más que convicción. En 1957, Truffaut describió con justeza, y bien tempranamente, el arte de Sirk: “Es un cine que no tiene vergüenza de serlo, un cine sin complejos, sin tacha”. Medio siglo después, Wenders ensayó esta definición: “Sus films compaginan las novelas policiales baratas, las revistas ilustradas de los 50 y sus estéticas del pin-up con un Dante de la soap opera”. Tanto Truffaut como Wenders hablan de Sirk en textos que tienen como tema principal a Escrito en el viento, una de sus grandes obras maestras. Pero lo que dicen se ajusta bien a todas sus películas, incluso a las menores, porque también en ellas Sirk trabajó por fuera de cualquier criterio académico, sin complejos, con una admirable confianza en el cine. No es secundario que en sus conversaciones con Antonio Drove (filmadas para la televisión española y reunidas luego en el libro Tiempo de vivir, tiempo de revivir) insistiera en la virtud de los guiones malos:

“Siempre puede mejorarse algo mediocre. No se puede mejorar algo perfecto pues entonces lo creativo de tu mente dice: ‘Buenas noches’ y se va a dormir. Si tienes un mal argumento, dices: ‘Lo odio, es horrible, no me gusta, es una mierda… pero veamos qué se puede hacer con esto’”.

Thunder on the Hill ofrece mucho espacio a la creatividad entendida en estos términos. Sirk respeta la estructura de la pieza teatral en la que se basa el guion y trata de liberarse de la presión de los actos y las escenas por medio de angulaciones acusadas, sobreencuadres y planos con movimiento interno. Lo consigue, por supuesto. Como siempre lo hizo: sin ponerse por delante de sus materiales, convirtiendo el trash en cine desde las entrañas mismas del trash, sin mendigar respeto en las salas donde celebran sus reuniones el moho, las autoridades muertas y el amor avergonzado de sí. Pobres los que viven pidiendo auxilio a la cultura. Pobres los que dicen todavía: ah, pero esto no es solo una película. Benditos, claro, los que aman a Sirk, que por tener el cine encuentran también lo que los otros buscan torpemente. ¿O no es notable ese momento de Sign of the Pagan en el que Atila le dice al centurión romano que la violencia que desprecia en él y en los hunos es el origen olvidado de su propio imperio? ¿Quién que no ame el cine por el cine puede realmente escuchar este parlamento, en boca de un Jack Palance moderadamente maquillado de asiático, en el que el bárbaro le recuerda al civilizado que su condición de tal se levanta sobre otra barbarie? ¿Y quién que no ame el cine por el cine puede atender en Thunder on the Hill al juego de la forma? Profesional, artista, Sirk se divierte haciendo piruetas sin entorpecer la narración. Divide un plano en dos mitades horizontales por medio de una mesa para que la monja que está en la profundidad aparezca reencuadrada. Filma a una mujer ante el espejo, con una foto a su lado, una pintura detrás y una sombra en el vidrio de la puerta, como si antologara los códigos de representación visual. Y aprovecha el delgado espacio que queda entre dos barrotes para señalar una mirada entre desesperada y amenazante, tan intensa como la que motiva este poema de Vicente Luy1:

“Entre dos tablitas de la persiana de la habitación de la casa

que alquilo en Argañaraz y Murguia y San Carlos no cabe un

marlo de choclo, pero sí una mirada asesina.

Por eso estoy paranoico”

Pero en ningún lado se nota mejor este trabajo de la forma que en la escena en la que la monja entra sin anunciarse a la habitación donde la condenada toca la música de su hermano muerto, y que en dos minutos encierra un sinnúmero de cosas. Un momento simple, informativo, en manos de un gran director puede ser todo esto: un juego de ángulos, reflejos y profundidad, una ceremonia mortuoria y hasta una teoría estética. La convicción de la monja nace acá, con esta oración: “Usted toca como una inocente”. Es menos de las pistas que pueden funcionar en un juzgado (y que de hecho ya pasaron por ahí) que de la interpretación artística como involuntaria escenificación del alma que depende el éxito de la hermana Mary. De hecho, llega a las primeras como consecuencia de la revelación musical. Dirá el escéptico: por azar, la monja entró a la habitación en el momento justo. Dirá el creyente: Dios la llevó hasta ahí. Dirá el esteta: Dios y la música son una y la misma cosa en la euforia del arte. Sirk juega todos estos papeles al mismo tiempo, y como si quisiera firmar esta, su gran escena, pone una nota que no puede venir más que de él. Cuando por fin habla con la condenada, la monja confunde la pieza que tocaba al piano con Debussy, lo que lleva a una asociación inevitable. Y es que así como Interludio (ese melodrama notable y descuidado incluso por los sirkianos) es en parte Tannhäuser, La Catedral sumergida podría funcionar como nombre alternativo para esta Thunder On the Hill, que transcurre durante los días de aislamiento producidos por una tormenta en un hospital católico lleno de cruces y con un campanario mostrado insistentemente, y que por lo tanto reúne también agua y espacio religioso. Apuesto a que esta referencia a Debussy (risueña, caprichosa, para nada infatuada) no está en la obra original.

***

1 Debo a Malena León tanto el poema de Vicente Luy como la asociación con el plano de Thunder on the Hill.

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