Fritz Lang: sistema tenso, por José Miccio

Después de seis películas en Estados Unidos, Fritz Lang reencuentra en Los verdugos también mueren algunas costumbres alemanas. Encuadres acusados, sombras, simetrías. No es que las hubiera abandonado, pero como Hollywood le impuso criterios de duración y montaje diferentes de los que manejaba en Alemania, su intensidad y su frecuencia se habían reducido. En M o en El testamento del Dr. Mabuse Lang podía dejar un espacio vacío un par de segundos, como para que se hiciera evidente. En Hollywood tenía que llenarlo enseguida; por eso el cierre de una puerta coincide siempre con un corte o un fundido.

Por supuesto, esto no significa que el Modo de Representación Institucional (ese villano fácil) haya triturado su libertad, como sabe cualquiera que haya visto las películas que hizo en Estados Unidos, entre las que se encuentran maravillas como Only Live You Once y Moonfleet. Significa que Lang tuvo que negociar en otros términos. Hollywood le puso ciertos límites. Y le dio la chance de filmar seguido, en géneros distintos, y jugar el juego de obediencia e incumplimiento propio del clasicismo. De hecho, no hay ninguna de sus películas que no tenga por lo menos un ejemplo de lo que podemos llamar sistema tenso. En ocasiones, puede observarse en los personajes. House By the River (sobre la que Lang dijo alguna vez: “Hasta un cineasta necesita dinero para vivir”) tiene como protagonista a uno de los monstruos más despreciables del director. No es un Mabuse, que por lo menos tiene proyectos diabólicos. Es un burgués banal, en busca de fama literaria, que después de asesinar a su empleada doméstica no encuentra culpa sino poder: exhibe encanto, escribe mejor, se siente fuerte. Pero más comúnmente, el sistema tenso se manifiesta en la escena. Un caso notable se encuentra en Cloack and Dagger: el momento en el que Gary Cooper mata laboriosamente a uno de sus perseguidores, y que adelanta, en su atención por el esfuerzo físico que requiere terminar con la vida de alguien de contextura y fuerza similar, la extraordinaria y más famosa escena de La cortina rasgada, en la que Hitchcock levanta la apuesta, pero claro, veinte años después, con unos límites extendidos.

Esto que se da al interior de todas las películas alcanza a películas enteras. Es como si Lang hiciera algunas más para el sistema y otras más para sí mismo. Dentro de esta frágil subdivisión, Western Union es claramente para el sistema, que le da, además de al gran Randolph Scott, un final extraordinario, de gran concentración dramática e ideológica. Hollywood sabía esto antes que Lang: no se necesita más que un travelling y un fundido encadenado para que una historia simple -de uno o dos vaqueros, un médico borrachín y unos cuantos tipos del llano- quede inscripta en la historia social de un país. Una tumba con nombre, otras al lado (cuyas identificaciones, si las tienen, no podemos leer), los palos del telégrafo y la mano que pulsa para hacer que un mensaje atraviese el espacio. Todo un imperio se levanta sobre hombros desconocidos. Western Union se llama como la compañía de telégrafos y honra a quienes entregaron su esfuerzo y su vida a la causa del progreso; es una de las tantas síntesis entre capital productivo y trabajo que ensayó Hollywood, y que constituye uno de sus relatos preferidos. Pero así como todo en Western Union dice el sistema, no es difícil ver en el personaje de Scott una imagen del propio Lang en Hollywood: un tipo fuerte, con convicciones, que se pone al servicio de una empresa como un profesional y que sin embargo no es un mero nombre entre otros. Tal vez por eso al comienzo tiene un juego de planos y contraplanos con un búfalo.

A diferencia de Western Union, Los verdugos también mueren pertenece claramente al grupo de las películas más personales, no tanto por su tema (las historias antinazis ya eran abundantes) como por la manera en la que Lang la pone en escena. Como es bien sabido, Brecht participó en el guion, y aunque su contribución parece haber sido menor a lo que su propio nombre sugiere, es difícil no relacionar con su obra el criterio general (hay que matar al verdugo) y algunos detalles. De hecho, la haya escrito o no, hay una inolvidable invención brechtiana en la película: el nazi con grano en el cachete.

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Un paréntesis. El regreso de Frank James es la continuación de Jesse James, la obra maestra de Henry King estrenada un año antes. La película de Lang mantiene el mundo presentado en la anterior, al que llegan algunos personajes nuevos, y mantiene también el carácter reflexivo de la historia. En el final de King, Jesse mira cómo su hijo y sus amigos juegan a los bandoleros, y cómo en el juego el nene muere interpretando, sin saber, a su padre. En la mejor escena de Lang, Frank ve cómo los hermanos Ford ponen en escena una versión de la historia en la que Jeese es el villano y ellos los héroes. A Borges le gustaban los westerns. Quién sabe si Jesse James no lo ayudó a imaginar el final de La busca de Avaerroes y La venganza de Frank James, el argumento de Tema del traidor y del héroe. Bajo el quizás no tan notorio influjo de…

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La lógica de una para el sistema, una para mí no es tan simple como parece. Por un lado, porque ninguna obra es pura: hay sistema en la realización personal y realización personal en el sistema. Por el otro, porque hay casos en los que la película realmente buena es la que en principio es menos propia, y casos en los que una y otra son igual de valiosas, y guardan una notable coherencia. Es lo que sucede con La mujer de cuadro y Scarlet Street, cuya unidad está señalada por el elenco (Esdward Robinson, Joan Bennet, Dan Dyurea), por el género alrededor del cual se mueven (el cine negro), por el fotógrafo (Milton Krasner) y por el concepto que reúne sus historias (las películas pueden verse como un díptico sobre la derrota existencial del cuarentón). En La mujer del cuadro, que Lang filmó con bastante independencia, un tipo con esposa y dos hijos, prestigioso profesor universitario, cómodo con su vida y un poco aburrido, vive en sueños la aventura que en la vigilia no solo no se anima a vivir sino que ni siquiera se anima a desear. Es una aventura criminal, no sexual, a pesar de que una mujer joven está involucrada y de que el libro que lee justo antes de conocerla es El cantar de los cantares. Ya lo dice él mismo al comienzo, en la Universidad de Gotham, frente a un pizarrón gobernado por la palabra Freud: “El mandamiento de la Biblia, ‘No matarás’, debe ser reconsiderado a la luz del creciente conocimiento de los impulsos que llevan al homicidio”.

Scarlet Street -que Lang produjo, y en la que es aún más libre- es una tragedia dostoievskiana, lo que la acerca a M. El protagonista, más gris incluso que el de La mujer del cuadro, trabaja como cajero en una empresa hace veinticinco años y tiene una esposa que lo castra hasta niveles que es difícil no considerar paródicos. Lo único propio es su afición a la pintura, que practica en el baño para no molestar. En ambas películas las cosas cambian cuando el hombre conoce a una mujer joven y hermosa. Una pobre chica en La mujer del cuadro. Una verdadera perra (estamos ante una adaptación de La chien, de Georges de la Fouchardiere) en Scarlet Street. Ninguna de las dos se acomoda bien a la idea de mujer fatal. La primera por insegura. La segunda por su completa falta de sofisticación.

En La mujer del cuadro, Lang filma con cierta distancia todo lo que ocurre. Incluso los momentos en los que el profesor está en riesgo no apuestan decididamente al suspenso. Es fácil decirlo cuando la historia es ya conocida, pero Lang pone tantos anuncios de que todo es un sueño que cuando la revelación se produce no resulta tan shockeante. “Ah, mirá, claro, ya me parecía”, en lugar de “¡Nooo, la puta madre!” Tal vez un detalle contribuya a entender el pliegue risueño de la película. La filmografía de Lang abunda en simetrías, en puertas, manos y relojes. Es sencillo traducir cada insistencia por un concepto: rigor, doblez, manipulación, fatalidad. Pero Lang es demasiado grande como para ser tratado de este modo, como un mero ilustrador de ideas. O si se quiere decir con otras palabras: como un enemigo del plano. De hecho, hace bromas con lo que en principio son serias convicciones, tal como muestran El testamento del Dr. Mabuse, que traza la línea divisoria de un plano con un sorbete, justo entre las tetas de una mujer, y La mujer del cuadro, que pone en abismo la costumbre del reloj. Son juegos con la evidencia y el detalle que la señala y parodia. Por supuesto, todos los planos de y con relojes de La mujer del cuadro están bien integrados en el argumento y en el escenario; al fin y al cabo el tiempo apremia y hay que planificar bien cada segundo. Pero su insistencia es tan alta que termina por comunicarse a sí misma. Hay relojes en el club en el que cena Robinson, en la calle en la que vive Joan Bennet y en el living de su departamento, lo que le permite a Lang filmar una y otra vez la hora. Hay dos objetos que señalan identidades: una lapicera y un reloj. Y hay también un chiste: cuando el personaje interpretado por Dan Durya (ese chacal) mueve los libros de un estante, deja a la vista uno de Vita Sackville-West que se llama 30 relojes marcan la hora.

En Scarlet Street (en la que, por cierto, Robinson recibe un reloj como reconocimiento por sus veinticinco años de fidelidad en el trabajo) el hundimiento del empleado se carga de a poco de un aura de inevitabilidad. La mujer del cuadro ofrece la imagen de un hombre tímido pero viril, capaz de asumir el liderazgo en una situación límite y guiar a la mujer. Scarlet Street es su contracara. Robisnon no es un exitoso profesional sino un pobre tipo sometido a su empleo y a su esposa, que lo obliga a vivir en un departamento gobernado por el retrato de su primer marido (un sargento de policía), lo hace cocinar y lavar los platos y lo amenaza con tirarle los cuadros si no se comporta como ella quiere. La imagen de Robinson con delantal se inscribe en una serie que tiene antes al mayordomo de William Powell en My Man Godfrey y después por lo menos tres ejemplos notables: el igual de patético del padre de James Dean en Rebelde sin causa, el no tan gravoso de Fred McMurray en Siempre habrá un mañana y el rosa VistaVision de Bogart en No somos ángeles. Para escapar de la vida que le pone el delantal incluso un domingo en el que recibe la visita de un colega, Robinson se somete a otra mujer, que lo esquilma y lo degrada aún más.

Entre tantas diferencias, las dos películas presentan un acuerdo importante, y es que la virilidad solo existe sublimada. El psicólogo la exhibe en el sueño (organiza todo, se muestra ágil y resolutivo, le da órdenes a la mujer, enfrenta al chantajista). El cajero la expresa en sus cuadros, tal como comenta un critico de arte, que encuentra en ellos “fuerza masculina”. Hay algo notable en esto último: como los cuadros terminan con la firma de la mujer y Robinson deja de pintar, resulta que hasta de la sublimación es desposeído. La oscuridad de La mujer del cuadro se confirma por la resolución convencional de la historia: el sueño expresa la insatisfacción del profesor, y la alegría del final por volver a la vida de siempre, el miedo a enfrentarla. La oscuridad de Scarlet Street es más directa y viscosa. Digamos: más brutal. Un pájaro reproduce en su jaula la posición de Robinson en la casa de su esposa. Una vecina invita a esta última a escuchar un programa de radio que se llama La hora del hogar feliz. Si en La mujer del cuadro el retorno a la vigilia le permite al hombre reconciliarse con la vida que tan bien conoce, previsible y estructurada como el pizarrón de su conferencia, en el que hasta los conceptos freudianos se organizan de manera simétrica, en Scarlet Street la vigilia solo ofrece culpa y vagabundeo. Sin trabajo, sin casa, sin amigos, acosado por las voces de la mujer a la que asesinó y del hombre al que dejó morir en la silla eléctrica, Robinson intenta suicidarse (Lang filma un plano genial, pictórico, reminiscente tal vez de Cézanne, a quien el cajero admira), y el fracaso lo deja en la culpa y la intemperie. Ni la soga del final le sale al pobre tipo, uno de los personajes más notables del cine de Lang, protagonista de un verdadero calvario ateo.

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Una pintura inspira las fantasías de Robinson en La mujer del cuadro. Varias pinturas lo expresan en Scarlet Street. El éxito de estas últimas es puro veneno-Lang. En las historias en las que se insiste sobre la excelencia de un artista es difícil dar a conocer su obra porque se corre el riesgo de que esté por debajo de las expectativas que se levantaron sobre ella. Más seguro es recurrir a figuras de probada aceptación o mantener todo en la sombra, cosa que la literatura puede hacer fácilmente si habla de músicos o pintores, pero que para el cine resulta más laborioso, ya que si la obra no se muestra o no se da a escuchar, queda expuesta la voluntad de evitarlo. (La obra maestra desconocida, el extraordinario relato de Balzac, es en este sentido el mejor título del mundo). Deliberadamente, Lang muestra los cuadros de su pintor aficionado como obras entre ominosas y naif, y deja en evidencia menos su pobre condición que la de todos los que participan de su triunfo institucional: el pintor callejero, el galerista, el crítico, la esposa insoportable, las personas que se quieren interesadas y se apresuran a celebrar un talento que hasta hace un minuto desconocían o despreciaban. El retrato de Joan Bennet que se convierte en su obra más emblemática (para el público pasa por un autorretrato), muestra a la mujer centrada, con líneas rígidas, en un trono adornado por dos palomas que sostienen un laurel, reina oscura, casi una vampira, acá sí mujer fatal. Robinson -lo vimos- la pintó con amor. No hay mejor emblema para el sistema tenso que este retrato.

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