Nombre frecuente en las listas de las películas más vistas, es difícil sin embargo que Ariel Winograd aparezca en las de críticos, cinéfilos y gente de la cultura que supuestamente definen qué es “buen cine”. Y, sin embargo, en más de un sentido, Winograd es el director más importante que tiene Argentina en estos momentos. Quienes consideran que el arte es solo vanguardia (esa idea tan rancia, que te deja tan solo), quienes se indignan con la sola idea de ser manchados por la industria (pero se extasían, al mismo tiempo, con el cine de Ozu, como si no hubiera sido inmensamente popular en su momento, como si hubiera estado guardado en un cajón esperando a los verdaderamente sensibles), seguramente considerarán risible la idea de tomarse a alguien como Winograd en serio. Pero, sospecho, poco saben de reír y, por tanto, poco saben de cine. Allá ellos, se pierden las bondades de un cine sincero, claro y que funciona cada vez mejor. Estoy seguro de que la cocina molecular proporciona experiencias únicas, pero si tengo hambre, me clavo un Winograd con fritas.
Hay por lo menos dos características que me resultan fascinantes de sus películas, aunque confieso que no vi todas (el muchacho es bastante prolífico). La primera tiene que ver, justamente, con esta idea de industria: Winograd suele filmar guiones ajenos, para productoras grandes, con nombres importantes y pretensiones de mercado. A todas luces, lo que se llama un cine por encargo. No es el primero ni será el último pero lo llamativo de su cine es que es industrial por convicción: no hay cinismo ni cálculo en su forma de filmar, no hay repeticiones mecánicas (se nota, todo tiene su función y esa función encuentra su forma) pero sobre todo no está esa sensación de superioridad o culpa (que encontramos también bastante seguido) de quien parece querer decirnos, mientras nos entrega un producto, que es mejor que ese producto. Winograd filma lo que quiere pero, sobre todo, lo que ama: un cine claro, emotivo, práctico.


No vi su primer largometraje, Cara de queso (“el mejor”, dicen los finos, siempre con un dejo de desprecio) pero sí recuerdo vívidamente cuando vi por primera vez Mi primera boda: una comedia romántica preciosa y precisa, aunque a la vez un poco torpe, con la inconmensurable Natalia Oreiro y el inconmensurable Daniel Hendler (aunque, hay que decirlo, improbable como protagonista de una comedia romántica) que no llegaba a ser una gran película pero te empapaba como una película feliz. De ella recuerdo no solo que la pasé bien, recuerdo también el esfuerzo honesto (tal vez ese sea su mayor problema) por hacer una comedia clásica, una película que esté buena. No es poco.
Por otra parte, hay que decir que con los años y sus nuevos esfuerzos (cada cual con una ambición mayor que el anterior), Winograd filma cada vez mejor. Se trata, supongo, del oficio aprendido. A la todavía torpe Vino para robar (pero llena de ideas, ojo, y sobre todo del esfuerzo conmovedor de traer el cine más clásico a tierras argentas, no de llevar estas tierras al terreno inexistente del mercado neutro) le siguió ya Sin hijos: una película sin ripios y con varios hallazgos. Después ya hay cosas que no vi (otras que sí), cosas que hizo en México, hasta que llegué a Hoy se arregla el mundo: su película, creo, más lograda, con todo lo que me había gustado El robo del siglo.


A través de todo este viaje (que sigue, porque por lo que veo en internet este mismo año ya estrenó dos películas más) hay también otro aspecto de esta idea de oficio e industria que me parece importante destacar: más allá de preferencias o de logros mayores o menores, Winograd filma siempre con una solvencia que hace que el espectador sienta que efectivamente existe tal cosa como una industria del cine argentino. Sus películas no solo crean y sostienen la ficción que están contando, sino que sostienen también la idea de un género que, en realidad, no existe por fuera de sus películas: primero que ya casi nadie filma comedias como estas, pero además casi no existen directores (ni siquiera en Hollywood) que puedan hacer una buena película de este género que supo ser mainstream y en realidad ya se extinguió. Winograd no solo lo sigue haciendo una y otra vez, sino que también parece sostener un star system de grandes estrellas argentinas (no sé qué hizo en México, la verdad) a los que vuelve a presentar una y otra vez, como si los grandes estudios estuvieran todavía vivos y prestaran en canje un ídolo o el otro para que el espectador pueda reconocer las caras y, al mismo tiempo, descubrir caras nuevas.
Con Hoy se arregla el mundo, Winograd parece haber encontrado una forma plena: a la convicción se suma la cintura, a la fe en las grandes estrellas se suma el despliegue de un elenco que apuntala hasta la más circunstancial de las escenas, al trabajo sobre el género se suma una vuelta de originalidad: una comedia romántica entre un padre y su hijo de 9 años puede parecer en un primer momento una idea apenas simpática, pero se sostiene sobre una idea bella y radical. Uno diría que es una de las películas más personales de Winograd, pero la verdad es que no lo conozco al muchacho.
Las circunstancias argumentales hasta le permiten hacer un juego de ficción dentro de la ficción (el personaje interpretado por Sbaraglia es productor de un programa de televisión) que le permite a Winograd hablar sobre su arte. En una conversación con su hijo, mientras tratan de pensar argumentos posibles y peregrinos para presentar en su programa, el hijo le pregunta si, al final, las historias que se cuentan en el programa son verdad o no. Él parece decepcionado y su pregunta suena a reproche pero Sbaraglia se ve obligado a explicarle algo que ni él parece tener en claro pero sin embargo cree: no importa si las historias que se cuentan son verdad o no, lo importante es que te las creas. El diálogo tiene una doble función argumental: habla sobre el trabajo del personaje pero explica también lo que ocurrirá hacia el final de la película, cuando él mismo descubra (para su sorpresa) que no importa si al final era o no el padre biológico de Benito. Pero además, claro, ese es el credo de cualquiera que trabaje con el género.

Así como Winograd ama los géneros en los que filma, hay otra característica de su cine que viene unida a esta y que no sé si no es incluso más importante: en cada una de sus escenas, en cada rincón de cada película, Winograd ama a todos y cada uno de sus personajes. Podrán estar más o menos perdidos, ser más o menos simpáticos, ser más o menos unidimensionales (es fabuloso, por poner apenas un ejemplo, lo que construyen con Piroyansky en Hoy se arregla el mundo con apenas un pelo lacio y un short de bici), todos tienen su dignidad, su personalidad y su tiempo y, sobre todo, la cámara ama filmarlos.
Era ese amor desbordante (amor al género, amor a sus personajes) el que sostenía sus películas incluso cuando sus mecanismos no alcanzaban la fluidez que necesitaban. Ahora, que pasó el tiempo, que todo anda más pulido, que los presupuestos parecen abrirse con más calma, sigue siendo ese amor el que convierte lo que podría ser un esquema bien calculado en un instante de pura emotividad, con Sbaraglia llorando a moco tendido, con elipsis perfectas y planos precisos, con una convicción que convierte el proceso de limpiar una habitación en una revolución personal y que permite filmar a la Oreiro como el ángel más terrenal y cortamambo y bello que haya visto en el cine argentino.
