El punto alrededor del cual gira la obra de Pasolini encuentra una expresión notable al comienzo de Teorema. En una puesta en escena desprolija, típica de la crónica callejera, un hombre en los cuarenta (el escritor Cesare Garboli) les pregunta a los obreros de la fábrica que el patrón acaba de donarles si eso no corta la posibilidad de una revolución futura, y fundamentalmente, si tomado como un símbolo del nuevo curso del poder, un hecho de esta naturaleza no podría ser considerado como “una primera, prehistórica contribución a la transformación de toda la humanidad en pequeñoburgueses”. En realidad, más que hacer preguntas, el hombre expresa convicciones. Presenta ideas ya bien formadas. Como nos gusta decir: interpela. De ahí que la secuencia termine con este parlamento, reiterado dos veces y dirigido también a los espectadores: “¿Puede usted responder estas preguntas?” Lo que dice el entrevistador coincide con la inquietud que impulsa buena parte de la obra de Pasolini. La inquietud (por llamarla de una manera que traiciona su vigor, pero que no expulsa ni la tristeza, ni el humor, ni la rabia) tiene este nombre: homogeneización pequeñoburguesa. He aquí el Adversario.
Teorema desarrolla lo que el entrevistador presenta como una hipótesis no original: nada de lo que haga la burguesía puede ser considerado un acierto; no por lo menos desde un punto de vista que se quiera no burgués. Por usar un lenguaje del propio Pasolini: la burguesía enferma. Es un virus. Un virus en mutación revolucionaria, además, cada vez más contagioso. ¿Qué sucede si se la pone frente a sí misma? Para que tal cosa sea posible, es necesario recurrir a una figura que no pueda ser infectada, completamente ajena a los hábitos y a los valores del mundo burgués. Una figura no histórica, en cierto punto. Un ángel-chongo que lee a Rimbaud. La conclusión, teniendo en cuenta el planteo, es previsiblemente feroz: obligada a mirarse al espejo, la burguesía se autodestruye. Por eso la suerte diversa y equivalente de cuatro de los cinco personajes con los que el visitante de Terence Stamp convive y se acuesta. La hija termina en un manicomio. La madre en un raid sexual tan vacuo como la pintura neovanguardista a la que se entrega el hijo. Más trágico, y en consecuencia más digno, el padre regala la fábrica a sus obreros y queda desnudo, solo, desesperado, sin lugar al que volver ni lugar para alcanzar, en un desierto que es exactamente el contrario del de La resa del conti, el spaghetti western que Sergio Sollima estrenó en 1967 y que tanto le gustaba a la izquierda sesentaiochista a la que Pasolini le lanzó unos cuantos dardos. El desierto de Teorema no es una pura potencia, en la que nada hay pero todo late, sino un final sin recomienzo.

De manera que ningún burgués consigue una solución verdadera a la crisis que le deja el ángel. Ninguna respuesta a la evidencia de su propia inautenticidad, La que sí lo hace es la criada de Laura Betti, que regresa a su pueblo, retoma contacto con la gente humilde, hace milagros, se entierra para llorar, no para morir, y anuncia que de sus lágrimas nacerá un manantial. La tierra que elige la criada no es cualquiera: está dentro de la propiedad asignada a la construcción de un edificio de departamentos, justo al lado de una carretilla y de la excavadora con la que se hizo el pozo en el que se acuesta, y está marcada, en su ingreso, por la pintada de la hoz y el martillo. Es una tierra ya casi completamente integrada al dominio del capital y de su crítica orgánica. O en otras palabras: es una tierra ya casi burguesa. El montaje pone todo en relación. Primero el plano general en el que vemos el símbolo comunista, después los ojos llorosos de Laura Betti, en tercer lugar, el plano general de la tierra y los instrumentos de trabajo. Dentro de las imágenes que nos ofrece la visión lineal del tiempo, el movimiento que hace la criada al volver a su pueblo es obviamente hacia atrás, no hacia adelante. Un repertorio habitual de críticas lo dice bien: Pasolini es regresista, primitivo, nostálgico, antimoderno. Puede ser. Tal vez sea todo eso, y además (o en lugar) de ofendernos nos permita pensar por qué está tan seguro de sí el discurso que establece que esas palabras dicen de manera inmediata, y de una vez y para siempre, algo imperdonable. Pero en realidad, lo que la criada hace no es ir hacia atrás. Es algo más drástico: saca de eje el tiempo. Lo desquicia, como dice Hamlet. Pero no como catástrofe sino como utopía: «un manantial de lágrimas que no son de dolor».
Teorema sostiene que la burguesía es irredimible. Lo que también significa: que la historia (ya) no es dialéctica.





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La idea de que la clase obrera y buena parte del subproletariado (lo que la izquierda más ortodoxa llamó tradicionalmente el lumpenaje) se mueven hacia una vida integrada, segura, “bendecida” por el confort y el acceso al consumo, esa idea que para cualquier persona progresista es hoy por hoy su sentido común y un objetivo político a alcanzar, resulta para Pasolini la expresión máxima de una derrota. Se trata, propiamente, de un fin de la historia. Pero no el deseado por el marxismo, en relación con el cual, y por su cercanía, Pasolini estableció sus posiciones más polémicas, sino su versión burguesa: no una sociedad sin clases sino una sociedad homogeneizada por los valores de la clase contra la cual se midieron en el siglo XX los proyectos de vida emancipadores, se asumieran o no como revolucionarios. En Comizi d’amore, su documental de entrevistas y conclusiones presurosas, Pasolini sostiene: eso que los italianos conocemos como Milagro Económico no está acompañado por ningún milagro cultural y espiritual. Al contrario: el aparente progreso hunde al país en una realidad funesta, sobre la que Pasolini clavará unas cuantas banderas deliberadamente escandalosas: la propuesta de terminar con la escuela secundaria, el concepto de genocidio cultural aplicado a la progresiva desaparición del subproletariado, la interpretación de la burguesía como enfermedad altamente contagiosa, la certidumbre de que la sociedad de consumo es un fascismo perfeccionado. Pasolini insiste. Lo que ocurre en Italia no se llama milagro: se llama derrota, se llama uniformidad, se llama conformismo. En los apuntes y fragmentos para el canto VII de su libro La divina mímesis, fechados en 1963 y publicados en 1975, Pasolini habla de la pobreza de espíritu en estos términos: “Es un pecado nacido con la pequeña burguesía, después de la gran industrialización, después de las conquistas de las colonias… Antes, la gente pequeña era pequeña: no quería serlo”.
Después, antes, ahora. Como se ve, el desastre es propiamente histórico. Toma forma a comienzos de los 60. En “Los jóvenes infelices”, primera de las Cartas luteranas, Pasolini es más claro:
«Hoy todo ha cambiado cuando hablamos de padres y de hijos, aunque por padres sigamos entendiendo siempre padres burgueses, por hijos entendemos tanto hijos burgueses como hijos proletarios. El cuadro apocalíptico relativo a los hijos (…) incluye a la burguesía y al pueblo llano.
Las dos historias, pues, se han reunido; y es la primera vez que esto sucede en la historia del hombre.
Esta unificación se ha producido bajo el signo y por la voluntad de la civilización del consumo, del ‘desarrollo’. No se puede decir que los antifascistas en general y los comunistas en particular se hayan opuesto realmente a una unificación así, cuya naturaleza es totalitaria -por vez primera auténticamente totalitaria- aunque su carácter represivo no sea arcaicamente policíaco (y aunque recurra incluso a una falsa permisividad).”
Frente a este panorama, Pasolini presentó espacios y personajes no ganados todavía por el proceso de homogenización pequeñoburgués, como si elaborara un catálogo de resistencias informales, no proyectivas, a la vida que se impone en Italia durante los años 60. Son, podríamos decir, los espacios y los personajes que pueden entrar en relación con el manantial de lágrimas de Teorema. No nacen de él porque ya están amenazados por el sistema, pero su vecindad o su recuerdo podrían engendrar lágrimas que lo alimenten. El dialecto, la oralidad, el suburbio romano, el sur de Italia, el Tercer Mundo. Todo forma parte en Pasolini de un mismo criterio: la puesta en escena de aquello que queda o emerge, de lo aún no ganado completamente por la vida que produce la sociedad de consumo, y a la que la izquierda oficial no se opone porque comparte la misma fe evolutiva de aquellos de quienes se dice enemiga. Por eso los personajes no burgueses de Pasolini son lúmpenes y no obreros. Vagos, pícaros, ladrones, putas, proxenetas. No tienen nada de modélicos. No hay realismo socialista para el subproletariado. Su falta de conciencia los vuelve individualistas, ventajeros y a menudo crueles. Pero en ellos hay algo auténtico. O lo que para Pasolini es lo mismo: algo no burgués.
El momento más afirmativo es obviamente la trilogía de la vida. El último plano de Los cuentos de Canterbury muestra la despedida de Chaucer-Pasolini: “Aquí terminan los cuentos de Canterbury, contados por el solo placer de contar”. Es cierto que al comienzo un hombre tatuado dice: “También entre bromas y groserías se pueden decir grandes verdades”. Pero en ningún otro lado Pasolini se permitió ser tan libre y tan gratuito, filmar tan porque sí. Como siempre, pero antes que nada como en El evangelio según Mateo, Pasolini elabora en la trilogía un mural de primeros planos.































Todas estas risas son también un manantial. Un manantial distinto del de Teorema porque pertenece al pasado y poco queda de él en el presente. “El pueblo ya no ríe”, dice Pasolini en una entrevista de 1973 publicada en Il Giorno.
“En el rostro del pueblo hay solo muecas, no sonrisas, y somos nosotros los que con nuestra visión pequeñoburguesa pensamos que las clases subalternas están más satisfechas que antes porque tienen electrodomésticos, a lo mejor el auto, y se visten y hablan como nosotros”.
Por supuesto, no todo lo que sucede en la trilogía es feliz. Lo feliz es algo más importante: el hecho mismo de contar las historias de estos personajes, el hecho mismo de ponerlos en escena, la posibilidad de filmar planos de risas. En Los cuentos de Canterbury, en el episodio del cocinero, Pasolini ensaya una versión del cine de Chaplin, con Ninetto como vagabundo-lumpen y un comerciante-policía como dispositivo pequeñoburgués. Pero aun cuando es atrapado, aun cuando termina en el cepo, Ninetto canta, como si la fuerza que lo habita fuera inmune a la fuerza que pretende someterla. Esta disputa señala por sí misma que en la trilogía existe el mayor de los tesoros: modos diferentes de vivir. Por este motivo funciona como contestación, festiva y melancólica, al prólogo de Teorema. Festiva porque se sostiene en los placeres. Melancólica porque solo puede hacerse desde el pasado. Pasolini filma caras angelicales, renacentistas, y caras desdentadas, goyescas. En esa plenitud y en ese pueblo roto bulle la única vida que podemos llamar pasoliniana: la vida despareja. La vida no arreciada por el consumo y el así llamado bienestar. Por eso es tan notable que el Decamerón cambie Florencia por Nápoles. La Toscana rica, la de las artes y el italiano, se corre y en su sitio aparece la Campania pobre y dialectal. El cine tercermundiza a Boccaccio. En “Gennariello”, un texto presentado como un tratado pedagógico, Pasolini -que no supo, ay, de Maradona-, habla de Nápoles como de la última metrópolis plebeya, la “última gran aldea”, y señala que “este hecho general e histórico” iguala física e intelectualmente a las clases sociales, lo que permite que un burgués pueda ser interiormente bello. Se trata de una unidad opuesta a la homogeneización temible y falsamente democrática del bienestar pequebú. Dice en el primer capítulo:
“Estoy escribiendo en los primeros meses de 1975; y, en este periodo, aunque hace ya algún tiempo que no voy por Nápoles, los napolitanos representan para mí una categoría de personas que justamente me son simpáticas en concreto y además ideológicamente. De hecho, en estos últimos años -por precisar: en esta década- no han cambiado mucho. Siguen siendo los mismos napolitanos de siempre. Y esto es muy importante para mí pese a saber que por ello mismo puedo resultar sospechoso de las cosas más terribles. Llegando a aparecer incluso como un traidor, como un pájaro de cuenta o como un réprobo. Pero ¡qué le vamos a hacer! Prefiero la pobreza de los napolitanos al bienestar de la república italiana; prefiero la ignorancia de los napolitanos a las escuelas de la república italiana; prefiero las escenitas hasta en demasía naturalistas que todavía es dado contemplar en los bajos de Nápoles a las escenitas de la televisión de la república italiana”.
“Gennariello” es un texto de 1975, el año de Saló. El joven al que se dirige podría ser un personaje del Decamerón o de Las mil y una noches. Pasolini, por lo visto, no había abjurado del todo de la trilogía de la vida.
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En el álbum de caras que ríen, en los lugares que esas caras habitan o por los que pasan, en las mismas historias, contadas por el solo placer de contar, no hay nada declaradamente utópico. O en todo caso, su dimensión utópica es indirecta: da cuenta de un tiempo alternativo al de la línea histórica, al del desarrollo que defiende la derecha y el progreso que defiende la izquierda, reunidos ya en la sociedad de consumo. Este es uno de los corazones de la obra de Pasolini: no se corrige la historia con la historia. Esa fe hegeliana, protegida por el marxismo oficial, tiene su adiós en Pajarracos y pajaritos. En la película entera -un girotondo, es decir, una ronda- pero antes que nada en la escena de los funerales de Palmiro Togliatti, el líder del Partido Comunista Italiano, bellamente despedido por su gente y por el propio Pasolini. (Pero no por Totó y Ninetto, que miran desde un contracampo absolutamente heterogéneo, como desde otro mundo, sin entender bien qué pasa). La muerte de Togliati señala para Pasolini el fin de la manera dialéctico-progresiva de entender la historia. Por eso, apenas los planos del funeral terminan, el cuervo dice: “Ya no voy a preguntarles adónde van”.
El parlamento reenvía al comienzo, al arribo del pájaro a la película, porque una de las primeras cosas que hace cuando se suma al viaje de Totó y Ninetto es preguntarles: “¿Adónde van?” Totó contesta: “Para allá”. Y el cuervo insiste: “¿Pero dónde? Eso es un poco vago”. “Para allá”, repite Toto. El cuervo, como él mismo informa, es “hijo del Sr. Duda y de la Sra. Conciencia”, viene del país llamado Ideología, en cuya capital vive, no en cualquier lado sino en la calle Karl Marx número setenta veces siete, y como aclara un cartel, por si alguien se distrajo, es “un intelectual de izquierda de antes de la muerte de Palmiro Togliatt”. Totó y Ninetto pertenecen a un mundo diferente, tragicómicamente desconectado del otro: viven en el Barrio de la Basura, calle Muertos de Hambre número 23,. Así, la diferencia entre dirección y errabundeo es la manera en la que se expresa la distancia entre la visión marxista oficial encarnada por el cuervo y la de los personajes subproletarios, lo que en Pasolini implica no un desacuerdo ideológico, que supone una base común en la que desplegarse, sino algo mucho más decisivo: un modo distinto de vincularse con lo irracional, otra temporalidad y otro uso de los cuerpos. En resumen: otra manera de existir.


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Mamma Roma ocupa un lugar especial en este panorama: es la película en la que Pasolini cuenta cómo el ideal pequeñoburgués alcanza, modifica y finalmente mata al mundo subproletario. Así como Rossellini definió Europa 51 como “la tragedia del conformismo”, Pasolini podría haber definido Mamma Roma como la tragedia de la adaptación.
La figura central, por supuesto, es la madre. El nombre mismo del amor. La fe última. La que manda en insultos y refranes. Escuchémonos un poco. “Hijo de puta” es la agresión verbal más común, aunque su larga historia la haya convertido en una interjección de uso diverso, y hasta en el máximo de los elogios. “Mamita” es un piropo básico, así como una versión del “¡Madre mía!” que remite al último lugar seguro. “Más feo que pegarle a la madre” es lo que pasa el límite de lo humanamente tolerable. “Con esa boquita decís mamá” es la reconvención lingüística por excelencia. “Te conozco como si te hubiera parido” es la certificación de una verdad incontestable. Si hacemos caso a las frases, encontramos siempre imágenes del fundamento: solo ahí, en la madre, el amor no cesa, el viento no derrumba los refugios y el saber no trastabilla. Por si todo esto no alcanza, por si falta un punto más, vale recordar que lo que perdió su eje, lo que se fue de mambo, se desmadró.
En la película de Pasolini Mamma Roma hace todo por su Ettore, a quien prepara para una vida menos pobre y más respetable; por eso lo saca del pueblo para llevarlo a Roma, le señala como modelo de vida el estudio y el trabajo, le promete una casa hermosa y un barrio bueno, le dice quiénes tienen que ser sus amigos y le corrige el lenguaje, demasiado dialectal hasta para ella misma. Todo esto en los primeros minutos. Después, insiste muchas veces sobre lo mismo porque no hay acción ni palabra que no cumpla con la función materna. Que mejor ir a la escuela, que mejor ser mozo en el Trastevere, que ya está bien de vagabundear por las afueras del barrio y pasar el tiempo con esa chica, la tal Bruna, que tiene un pibe y no es buena madera. En la iglesia, donde va la gente que importa, Mamma Roma fantasea con que Ettore se case con la hija de un comerciante. Todo es así. Hasta el final, en el que los esfuerzos por elevar sus condiciones de vida terminan por empujar al hijo a la muerte. Heroína trágica, Mamma Roma lo entiende demasiado tarde.

Pasolini aprovecha de manera magistral el barrio en vías de desarrollo, que le permite a la vez el descampado y la ciudad de fondo, como intermedio entre el mundo del que Mamma Roma reniega y el mundo que persigue. El escenario no es un barrio cualquiera sino el Tuscolano II, uno de los proyectos que el gobierno italiano puso en funcionamiento para enfrentar el problema de la vivienda, o para mantener controlados a los pobres, o para eliminar la cultura subproletaria, según quién lo describa. La casa a la que Mamma Roma lleva a su hijo es por lo tanto la casa de un plan estatal. No es un dato secundario, como lo prueba una de las más hermosas escenas de todo el cine de Pasolini.
Me refiero a la primera de las dos largas caminatas nocturnas de Mamma Roma, en la que entre tantas cosas, contenta por haber terminado, ahora sí, sus días como puta, cuenta de un barrio popular encargado por Mussolini a un viejo millonario con el que ella se terminó casando a instancias de su madre, que le dijo que no podía dejar pasar una chance como esa, y que el tipo no viviría mucho tiempo más. No queda claro si la historia es o no inventada. Lo que sí queda claro es el doble eco: un barrio de la Democracia Cristiana con un barrio del fascismo, y una intervención materna con una intervención materna, las dos en pos de lo conveniente, las dos fallidas. Mamma Roma dice todo esto pero no sabe en realidad qué está diciendo. Habla de su madre y no sabe que habla de sí misma. En el barrio nuevo, en el de la Democracia Cristiana y la oportunidad que no puede desecharse, su Ettore no es de nadie. No está libre sino solo. Bruna –la chica de todos, la madre soltera- lo acompaña y lo deja. Los pibes lo incluyen y lo expulsan. Su madre le abre un camino y lo condena. Ettore está siempre en transición, asumiendo posiciones eventuales. Ahora es lumpen, ahora trabajador, ahora chorro, ahora parte de una banda, ahora un solitario cuyas caminatas diurnas riman con las que su madre hace de noche. Solo su condición de hijo retorna siempre.
La historia de Ettore es un calvario, y con su crucifixión termina. En el final, atado a la cama de la cárcel, recibe tres travellings parecidos, desde su cara al plano general, que lo muestran en un escorzo violento. Su imagen evoca la de un Cristo histórico -pobre, italiano, analfabeto- pero su sacrificio no tiene dimensión religiosa. Es una muerte que nada redime. Una catástrofe social intrascendente excepto para su madre.
Estos son los planos:



En la pintura de Mantegna que les sirve de modelo, al lado del Cristo muerto sufren María y San Juan Evangelista.

Pasolini deja a Ettore solo, pidiendo por su pueblo y por su madre, y termina la película con un juego de planos extraordinario: primero, la mirada que la Magnani lanza contra la ciudad, y después la ciudad misma, ajena a todo, con su desarrollo urbano, con sus cúpulas, con sus edificios y su arte y sus letras y su historia. Mamá y Roma, una contra otra y plano contra plano, con raccord pero ya sin continuidad.




Las lágrimas de Mamma Roma sí que nacen del dolor. Del dolor por la pérdida del hijo y del rol cumplido por ella en esa pérdida. Por esta razón la película puede verse como un viaje hacia el conocimiento y su costo. Mamma Roma pelea por liberarse de una vida que no quiere y que insiste en retornar, abre y defiende un camino hacia otra (presuntamente) mejor y al final descubre que sus esfuerzos ayudaron a la muerte de quien más ama y por quien hizo todo. El personaje de la Magnani es por eso la inversión de las madres de tantos melodramas: su sacrificio no prepara un estado de cosas que la expulsa pero que su hijo disfruta sino la revelación de su ceguera a cambio de un segundo sacrificio. ¿No es, acaso, en este punto, una Medea? Dicho sin matices (o mejor: sin la emoción sublime de la película): es la elección de unos valores falsos y mezquinos y el cumplimiento de la función materna lo que mata al hijo.
Parece preguntarse Pasolini: ¿qué papel cumplen las madres en un mundo como este, uniforme y cruel? ¿Qué papel en la homogeneización pequeñoburguesa? Su respuesta más categórica se encuentra en “Balada de las madres”, un poema del mismo año de Mamma Roma:
Me pregunto qué madres han tenido.
Si los vieran ahora, trabajando
en un mundo para ellas desconocido,
presos en un ciclo siempre inacabado
de experiencias tan distintas de las suyas,
¿qué mirada tendrían sus ojos?
Si estuvieran allí mientras escriben
su ar´ticulo, conformistas y barrocos,
o lo entregan a redactores vendidos
a cualquier compromiso, ¿entenderían quiénes son?
Madres viles, que llevan en sus rostros el temor
antiguo, ese que, como una enfermedad,
deforma los rasgos en un blancor
de niebla, los aleja del corazón,
los encierra en el viejo rechazo moral.
Madres viles, pobrecitas, preocupadas
de que sus hijos conozcan la vileza
para pedir un empleo, para ser prácticos,
para no ofender almas privilegiadas,
para defenderse de cualquier piedad.
Madres mediocres, que aprendieron
con humildad de niñas, de nosotros,
un único, desnudo significado,
con almas en las que el mundo está condenado
a no dar ni dolor ni alegría.
Madres mediocres, que jamás tuvieron
para vosotros más palabras de amor
que las de un amor sórdidamente mudo,
de bestia, y en él los criaron
impotentes ante los reales deseos del corazón.
Madres serviles, acostumbradas desde hace siglos
a agachar sin amor la cabeza,
a transmitir a su feto
el antiguo vergonzoso secreto
de conformarse con las sobras de la fiesta.
Madres serviles, que les han enseñado
cómo puede el siervo ser feliz
odiando a quien, igual que él, está atado,
cómo puede ser beato traicionando,
y seguro, haciendo lo que no dice.
Madres feroces, ocupadas en defender
lo poco que, como burguesas, poseen,
la normalidad y el salario,
casi con la rabia de quien se venga
o se siente acorralado en un absurdo asedio.
Madres feroces, que les dijeron:
¡Sobrevivan! ¡Piensen solo en vosotros!
¡No sientan jamás piedad o respeto
por nadie, guarden en el pecho
su integridad de buitres!
¡Ahí tienen, viles, mediocres, siervas,
feroces, a sus pobres madres!
Sin ninguna vergüenza de saberlos
-en su odio- incluso altivos
en este valle de lágrimas.
Así es cómo les pertenece a ustedes este mundo:
hermanados en pasiones opuestas,
o patrias enemigas,
por el profundo rechazo a ser distintos,
a responder del dolor salvaje de ser hombres.

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Mamma Roma es, efectivamente, una de estas madres. Lo vemos cuando lleva al hijo a la ciudad. Lo vemos cuando habla con el cura para conseguirle un trabajo respetable (es decir, un trabajo no manual). Y lo vemos en la gran escena del paseo en moto, en la que le dice a Ettore que va a convertirlo en alguien importante, en alguien al que todos le tendrán envidia, y cuando el pibe le contesta, en lugar de “Sí, qué bueno, es justo lo que quiero, ma”, que desprecia a los señoritos, esos nenes de papá que porque tienen guita se creen más que los otros, ella concluye: “Pero qué te pasa, ¿sos comunista? Nada de camaradas acá; son todos unos muertos de hambre. Vos tenés que pensar como pienso yo”.
Pero Mamma Roma carece al menos de una de las características de las madres del poema: no le ahorra a su hijo palabras bellas. Por el contrario. Le dice que es hermoso, lo acaricia, lo mira con un amor fuera de toda duda, baila con él una canción de Joselito. En un punto, esta diferencia es la película entera. Por una de dos razones: o bien el cine obliga a Pasolini a una ternura que su poema puede eludir, o bien Anna Magnani, con su acostumbrada sobrecarga emocional, le disputa el personaje al director. Yo apuesto a que se trata de esto último. ¿Cómo podría la Magnani dejar que flote sobre su personaje ni siquiera la sospecha de que no es más que un concepto, la mera ilustración de una idea que tendría el descaro de ser otra cosa además de su cuerpo y de su voz? Como sea, incluso con la diferencia-Magnani, es claro que las dos obras se ayudan mutuamente: el poema establece con rigor la idea fuerza y la película la vuelve especialmente conmovedora, tanto que bien puede borronearla, que es lo que ocurre siempre que el cine es grande.
Y vaya si es grande Mamma Roma.

Mamma Roma lleva en su nombre su pasión y su función. Como Mamma es amor, como Roma es ley, y como Mamma Roma es lo que pone en relación amor y ley: trabajo de adaptación. Contra esta entrega a lo que identificaba como una deidad falsa, contra el Adversario, que es uno y legión, contra los valores de la derecha, claro, pero también (y habría que decir: sobre todo) contra las certezas de la modernidad, contra el progresismo, al que consideraba una defección de la izquierda ante el sistema-vida decidido por la sociedad de consumo, contra la noción misma de historia, contra la paciencia de los propios y contra quienes este año nos ocupamos de celebrar el centenario de su nacimiento escribió y filmó siempre Pasolini. Es por esto que no nos pertenece.
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Leí una versión de este texto en las jornadas Pasolini Año 100. Escandalizar es un derecho organizadas por el Cineclub Municipal Hugo Del Carril y el Insituto Italiano de Cultura de Córdoba. Un agradecimiento especial a Alejandro Cozza, Martín Emilio Campos, Marco Lapenna y Luana De Cal.