Traducción: Nuria Silva
Voy a empezar reconociendo que La Gran Comilona es la experiencia cinematográfica más singular, inconmensurable y fantástica en la que haya trabajado, tanto por la atmósfera generada durante su rodaje como por el tipo de película que es, una de las más particulares jamás filmada, en la cual la comida se implicaba en nuestras actuaciones tanto como nuestras actuaciones se encontraban íntimamente ligadas a la comida, por no decir que estaban determinadas por ella.
Llegamos a una antigua villa ubicada en el centro de París, un poco aislada de los demás edificios, consciente de su propio derrumbe; un viejo caserón cuyo jardín abandonado se veía como una boa amarillenta puesta alrededor de los muros para proteger sus arrugas de miradas indiscretas; para envejecer y morir defendiendo una suerte de intimidad pudorosa.
La atmósfera extraña de decadencia se sintió de inmediato pero estábamos preparados para ella tras haber leído el guion. Íbamos a morir, uno tras otro, entre aquellas paredes.
Eso no nos impidió habitarlas. Piccoli, Mastroianni, Noiret y yo teníamos asignadas dos habitaciones pequeñas en el último piso, donde nos reuníamos durante las pausas y descansos, sobre todo para la digestión.
En los primeros tres días de rodaje nos dimos cuenta de que Ferreri nos estaba haciendo decir cosas completamente distintas de las que estaban escritas en el guion. Incluso nos permitía hacer sugerencias e improvisar chistes en las escenas. Esto fue posible porque logramos superar la barrera de las sospechas que por lo general afligen a los actores. Se creó un clima perfecto que quizás sea irrepetible, ninguno de los actores se sentía defraudado si alguno de los demás tenía más líneas de diálogo. Se instaló un clima de competencia, de perfeccionismo altruista, por lo cual en algún punto importaba más el desempeño de los compañeros que el propio.
Así es que decidimos romper el guion. Mientras Ferreri se encontraba en el jardín preparando una escena, las miles de hojas trituradas del guion volaron sobre su cabeza.
La película fue filmada en orden cronológico, del inicio al final: estaba claro que íbamos a ir haciendo todo, todos juntos, día por día.
Si por la mañana se nos convocaba para las ocho, el chef enviado especialmente por Fochon para cocinar el menú del día tenía que estar listo a las seis. Preparar el guion gastronómico que interpretaríamos en cámara nunca llevó menos de dos horas.

Nosotros, al llegar al set de filmación, más que ver con los ojos la escena que íbamos a rodar la veíamos con la nariz. Podíamos adivinar lo que nos esperaba olfateando los aromas que despedía la cocina. “Hoy, muchachos, nos toca actuar el riñón en borgoña…”, decía Mastroianni. O sino: “Hoy interpretaremos la carne mixta hervida…”. Y Noiret agregaba: “Qué lástima, hubiera dado lo mejor de mí con un soufflé de queso.” Nuestra entrada al set estaba dirigida por los olores. Apenas sentíamos el perfume que impregnaba el aire, sabíamos qué destino correríamos en la escena que debíamos filmar.
La cosa iba muy bien ¿Qué mejor que llegar al trabajo por la mañana y sentir el aroma de lo que comeríamos un par de horas más tarde? Aunque muy a menudo terminábamos comiendo esos manjares a las siete de la tarde, sometiéndonos a un fastidioso ayuno que muchas veces interrumpíamos para ir a almorzar al restaurante más cercano. Pocas veces renunciamos al almuerzo. Más bien renunciamos a la línea.
A medida que el rodaje avanzaba nos íbamos sintiendo como adictos a la comida, dopados por la necesidad de atiborrarnos de cualquier forma.
Pero lo más extraordinario fue que la película, que no es sobre la gastronomía sino sobre la sociedad de consumo, sobre la crisis existencial, sobre la naturaleza humana, sobre la falta de fe, se desarrolló mágicamente al modo de una partenogénesis. El clima de desolación se instauró en el set sin darnos cuenta, poco a poco, día tras día. Llegó un momento en el que los aromas que emanaban desde la cocina ya no eran bienvenidos, incluso se fueron volviendo nauseabundos.
Todos sabíamos que íbamos a morir. A medida que el rodaje avanzaba, cuando la comida ya era un preludio de muerte para cualquiera de nosotros, un puré ya no tenía sabor a puré aunque estuviera cocinado a la perfección por el chef de Fochon; tenía gusto a descomposición.
Entonces, sin darnos cuenta comenzó el desorden, ese desorden tan evidente en la película. Tras tantas y tantas escenas de almuerzos pantagruélicos, quedaron esparcidos por todas partes restos de comida, pedazos de torta y huesos que aún no habían sido despojados de su carne. En el caserón solíamos encontrar grupos de gallinas, pavos y otras aves curiosas y hambrientas que venían a picotear manjares mucho más jugosos que sus maíces secos cotidianos. No se alarmen, no es que las gallinas y los pavos den vueltas por las calles de París como si fueran palomas. El tema es que en un rincón del jardín teníamos nuestra reserva de animales, que formarían parte de las escenas más importantes una vez preparados y horneados.
Estos animales que se esparcían por la casa, y que ya ni queríamos ahuyentar, transformaron de a poco a la villa en una cabaña de campo. En resumen, a la mitad de la película nos encontrábamos en un estado físico y espiritual de progresivo deterioro. Entonces pasó algo mágico.

Cuando Mastroianni muere congelado al volante del Bugatti que intentó arrancar a toda costa durante una noche polar, y nosotros lo hallamos muerto al amanecer, petrificado, con los ojos tapados y cubierto de nieve, tiene lugar la escena que todos conocen. Una vez finalizada, Marcello quedó liberado porque, como dije, la película se filmó en orden cronológico. Quizás en esto resida su mayor potencia. Al día siguiente, Marcello partió rápido. Al llegar al set ya no volvimos a verlo. Noiret, Piccoli y yo quedamos los tres… sin poder evitar una sensación de desconcierto, una cierta angustia… Durante los días siguientes, continuando el rodaje, le tocó a Piccoli aquella muerte horriblemente fisiológica. A la mañana, una vez terminada la filmación, al desaparecer de la trama Piccoli desapareció físicamente. En la pequeña habitación que compartíamos, su cama permaneció intacta. Sus cosas desaparecieron, llevadas por manos misericordiosas.
Noiret y yo, los sobrevivientes, nos maquillamos con tristeza ese día. Pregunté con naturalidad: “¿Piccoli?… ¿Y Marcello? ¿Por qué no se hacen ver?” Noiret respondió con rapidez: “Porque están muertos…”. “Ah, claro”, dije. La atmósfera era definitivamente pirandelliana y nosotros no podíamos evitar esta extraña sugestión que lentamente se había apoderado de nosotros y no iba a abandonarnos jamás.
Nos sorprendíamos mirándonos a los ojos y viendo en ellos un vago temor. Un día Noiret susurró: “¿Y vos, cuándo te morís?”. “Mañana”, respondí. “Me quedo solo…” dijo Noiret como para sí mismo.
Cuando filmamos mi escena final, Noiret estaba cerca, dispuesto a alimentarme y acompañarme hasta la muerte; al mirarme parecía implorar: “Por favor, no te mueras, ¿qué voy a hacer solo?”
No pude quedarme en el set con él. París me llamaba, con sus tentaciones y sus cientos de restaurantes. Murió solo, pobre Noiret. Pudimos ver su última escena durante una proyección, veinte días más tarde. Estábamos los cuatro. La reacción que tuvimos fue curiosa y muy humana. Cuando nos reencontramos, nos abrazamos con un entusiasmo y una fuerza desmedidos para el poco tiempo que habíamos pasado sin vernos. Comprendimos que en esas efusiones se manifestaba la extraña alegría, la incrédula felicidad, el júblio primordial de volver a ver a un querido amigo al que creíamos muerto.
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Ugo Tognazzi, L’abbuffone. Storie da ridere e ricette da morire, Milano, Rizzoli Editores, 1974, pp. 167-171