«Es que creo que en una película que se comienza
debiera haber siempre algo que recuerde la fundación
de una ciudad: el trazado y la maqueta, pero, sobre todo,
el sacrificio de un ser vivo dentro o fuera.»
Raúl Ruiz. Diario
En su ensayo sobre el escultor Reuben Nakian (incluido en La familia de las formas), Frank O’Hara escribe:
“Sería filisteo declarar infantil el arte del pop y el junk art, como Nakian hace cuando conversa, a menos que, como Nakian, hayas logrado una relación con la verdad física que es a la vez estoica y sibarítica, en la que los muertos viven y los vivos esperan en una especie de disfrute sexual desesperante”.
Lo mismo podría decirse de Borges respecto de Joyce (“Si Dubliners se presentara al concurso de La Nación lo rechazaríamos justificadamente”), de Leone respecto de Melville (“Es un fabricante de aire acondicionado”), de Tolstoi respecto de Shakespeare (“Salvaje, inmoral, vulgar e insensato”): serían filisteos si su obra no fuera la que habla por ellos, si el triunfo de sus criterios (es decir, el hallazgo de una forma capaz de justificarse a sí misma) no permitiera pensar que la ceguera respecto de ciertos caminos estéticos tiene su contracara en la intensidad con la que son capaces de ver los caminos propios. Por eso (y no solo por pasiones tristes como la envidia) no es extraño que los artistas que de verdad importan se desprecien o ignoren entre sí: la resistencia, la incomprensión por exploraciones diferentes, es el precio que pagan por su singularidad. Recordé esto hace unos días, cuando leí lo que pensaba Tarkovski de Otoño tardío: “Terriblemente aburrida, casi como leer la tabla atómica de Mendeléiev”.
¿Qué importancia tiene que Tarkovski desprecie una película extraordinaria como Otoño tardío? Ninguna, en tanto se trata del director de obras maestras como La infancia de Iván, El espejo y Stalker, y de uno de los pocos cineastas que consiguieron filmar la naturaleza como una emanación del espíritu o de la memoria y rendirle tributo al mismo tiempo a su alucinante materialidad. Ozu es un cineasta de la coreografía y el gesto chicos. Tarkovski maneja otras escalas. Solo un cruzado puede filmar Andrei Rublev, esa película sobre temas sencillos como el alma de Rusia y el misterio del arte. Tarkovski habló de ella en términos con los que hoy no sabemos tratar: “Volar antes que sea posible, fundir una campana sin saber hacerlo o pintar un ícono. Todos estos actos exigen que como premio a su trabajo de creación, el hombre muera, se disuelva en su obra, se entregue por entero”. Por supuesto, no basta con pensar de esta manera para filmar Andrei Rublev (las mismas palabras podrían ser motivo de risa si la película no tuviera la grandeza de la de Tarkovski). Pero Andrei Rublev no está al alcance de quien no pueda pensar de esta manera. O incluso más: “El artista no se pertenece a sí mismo. Su talento no es de él, es de Dios y debe ser puesto al servicio de la colectividad”.

Como se desprende de sus palabras y, sobre todo, de sus películas, lo que el arte pide en Tarkovski es la vida entera. Podemos protegernos, claro, y afirmar: es un modo de decir, una exageración. O peor todavía (y más cobardemente): es una manera de entender el arte históricamente superada. Pero también podemos intentar ser fieles a la letra, como hizo Chris Marker en Un día en la vida de Andrei Arsenevich, que incluye unas imágenes del director ruso ya muy enfermo preparado para ver por primera vez El sacrificio. Esto es lo que muestra el cine de Tarkovski: un compromiso absoluto con la obra. Solo ese compromiso justifica al artista.
De los dos Andrei de Andrei Rublev el cineasta lo sabe desde el principio. El pintor lo entiende al final. Esta es, de hecho, la historia que cuenta la película entre las conexiones no siempre obvias de sus episodios: cómo después de dudas y tropiezos el artista asume por fin la misión que lo reclama. Hay dos momentos fundamentales (y rimados) en este camino difícil. Uno tiene como protagonista a un viejo maestro. El otro a un muchacho inexperto. El primero sucede en una iglesia destruida y llena de cadáveres. En unos segundos sublimes, Andreí le pregunta a Teófanes el Griego (al fantasma de Teófanes el Griego, muerto ya, a su alma o su memoria): ¿”Cuánto durará este martirio?” Teófanes le contesta: “Tal vez nunca termine”, hace una pausa, mira el ícono que tiene frente a él y exclama con la voz y con la mano: “¡Qué hermoso es!” El segundo es el largo y maravilloso episodio de la campana. Para salir del campo en el que quedó solo después de la muerte de su familia, para asegurarse la subsistencia, un joven dice que, al morir, su padre le pasó el secreto de la fundición de las campanas. Se hace cargo del trabajo, elige el material, coordina las tareas. Cuando el proceso llega a su fin y la campana suena, el muchacho suelta el llanto y confiesa que no conocía el secreto. Que es como si dijera: “Yo no sabia hacerlo”, la frase que todo artista puede pronunciar ante su obra si esta se muestra capaz de vivir por sí misma.
El primer episodio trata sobre la justificación del arte. El segundo sobre su misterio. En el instante en que la campana suena, en uno de los planos más serenamente estremecedores de la historia del cine (otro es el de la nena que sonríe en Ordet justo antes de que veamos la resurrección) Tarkovski no muestra al joven sino a Rublev, que gira sobre sí mismo y nos da la cara. En ese momento su vida se transforma. Luego de años de no ejercer su don, y como si en la campana le hablara quien guardó silencio siempre, Rublev decide pintar. Abraza al joven, lo calma como un padre, le dice: vamos, vos fundirás campanas, yo pintaré íconos. Poco después, la imagen pasa al color y muestra durante varios minutos la obra de Rublev, para que como Teófanes podamos decir, en nuestro propio mundo lleno de ruinas y cadáveres: “¡Qué hermoso es!”