Cine y pintura: tres paisajes, un poema, por José Miccio

1. El otro día leí en el Renoir de Andre Bazin y sus discípulos este brillante apunte sobre French Can Can:

“Jacques Rivette me ha indicado con agudeza que, a la inversa de aquellos que creen que inspirarse en la pintura consiste en componer un plano que imite a un cuadro y darle después movimiento, Renoir parte de una ordenación no pictórica y corta cuando al final de la escena el plano evoca, por fin, un cuadro. Así, el admirable plano en que Francoise Arnoul atraviesa todo el decorado para llegar frente a la cama y desplomarse al pie de la columna en primer plano. De golpe nos encontramos ante un Degas pero ya hemos pasado al plano siguiente. Renoir no parte así jamás de la pintura, sino que llega a ella”.

A diferencia de Renoir, que en el cartel con el que empieza Desayuno en la hierba (el nombre de una pintura, claro) se ríe de quienes insisten en persistir en la seriedad, los directores con voluntad de honra hacen todo por conseguirla o reafirmarla, de ahí que cuando tratan con la pintura señalen constantemente sus referencias. En el lenguaje de Bazin-Rivette: parten de ellas y permanecen en ellas. Nada de “De golpe nos encontramos ante un Degas pero ya henos pasado al plano siguiente” (Degas no se ve: se recuerda). Por el contrario: “Acá estamos ante un Degas y no nos vamos a ir hasta que quede claro”. Es por eso que tantas películas presentan como mérito mayor la capacidad mimética del fotógrafo (también los tontos de “La gallina degollada” copiaban bien). El fruto más obvio de esta costumbre es esa clase de biopic en la que cada plano corresponde a un cuadro del pintor en cuestión y el actor copia al modelo con obediencia perruna. Los cineastas proceden de otras maneras. Una de las más radicales (y de las menos comunes) es hacer vivir a sus personajes en el juego de luces que les proporcionan los pintores de una época. Una evidencia: en La muerte de Luis XIV, Rembrandt permite que el rey dé su último estertor en el siglo XVII (la fecha oficial es 1715).

La de Albert Serra es una película de evidente raigambre rosselliniana, una especie de segunda parte de La toma del poder por Luis XIV situada no al comienzo del reinado sino al final. (Por la naturaleza de la monarquía, “muerte” equivale a “fin del poder”, así que en cierto modo la película se llama El fin del poder de Luis XIV). Pero el que hace un trabajo similar al de Serra con las fuentes pictóricas no es Rossellini sino Rohmer en La marquesa de O. Las películas tienen en común algo más importante que un mero parecido. Comparten un criterio: la pintura establece un espacio que los personajes habitan históricamente. Pocas maneras más cinematográficas de señalar un corte respecto de nuestro tiempo, de aludir incluso a una mentalidad, que recurrir a la pintura para que los personajes se muevan entre pasiones que, aun teniendo el mismo nombre que las nuestras, se nos presentan extrañas. A esto se debe que, a pesar de que en apariencia son expresiones de lo mismo (el plano como copia de la pintura), los tableau vivant de Rohmer y Serra (La pesadilla de Füssli en La marquesa de O, varios retratos y Los síndicos de los pañeros de Rembrandt en La muerte de Luis XIV) funcionen como antídotos contra el academicismo de las biopics y de los demás cines distinguidos: muestran que reproducir un cuadro no significa abandonar el cine o convertirlo en una sala de exposiciones.

2. En el extremo opuesto de estas formas orgánicas hay citas de pinturas que no quieren que nadie venga a cargarlas de sentido ni a especular sobre su funcionamiento. Son juegos, pequeñas gratuidades. Su encanto depende sobre todo de que no estén ahí como clave sino como curiosidad y, por supuesto, de que no mendiguen distinción. En Hail, Caesar!, los Coen ponen un De Chirico (Piazza d’Italia) en el medio de un estudio de Hollywood. Es difícil saber por qué. Pero sobre todo: es innecesario. La buena voluntad hermenéutica produce maravillas, así que ya vendrá alguien a decirnos que ahí está cifrada la película entera, y que los Coen son dechiriquianos desde siempre. Hay un mantra que gusta mucho a la gente seria de la que huía Renoir (y que insiste en convocarlo a sus vermisages, como si les perteneciera). Es ese que dice: “Todo en una película debe estar justificado”. Las consecuencias más importantes de esta superstición son dos. La primera es el énfasis: directores que filman planos de rejas porque sus personajes están de algún modo encerrados. La otra es la interpretación. Los malos poetas hacen cosas como escribir la palabra “caída” poniendo una letra en cada verso. Los espectadores maníacos no aceptan que un cambio de encuadre no tenga un significado y dicen cosas como: “El director pasa a un plano medio cuando en la charla los personajes tratan de limar diferencias”. Este modo de entender las cosas es criminal. Hay un momento en el que por fin nos damos cuenta de que no hay que buscarles un significado a los zooms de Hong.

3. Un punto intermedio entre Serra y Rohmer (la pintura como criterio general estético) y los Coen (la pintura porque sí) se puede observar en escenas puntuales de algunas películas. En Bajos instintos, Verhoeven pone unos Picasso en la casa del hombre asesinado con un picahielo no solo para indicar poder adquisitivo, gusto y distinción sino para que la pareja de policías pueda hacer un chiste (“No sabía que reconocerías un Picasso”, dice uno. “Lo dice acá”, contesta el otro, señalando la firma) y situarse bien por afuera del mundo de plena sofisticación al que acaban de ingresar y en torno del cual la película se mueve. Sharon Stone tiene pinturas modernas en su mansión. La psicóloga de Jeanne Tripplehorn tiene pinturas modernas en su departamento prolijo. Michael Douglas no tiene nada en las paredes de su departamento a medio armar; lo que tiene es un televisor, y una escena en la que mientras habla por teléfono se ven en la pantalla unos monstruos fáciles de asociar a vaginas dentadas, gentileza de Hellraiser.

En el extremo opuesto a Verhoeven, en tanto la pintura no señala una distancia sino una posesión, Robert Eggers cita en The Witch Vuelo de brujas de Goya. Es un momento horrible y liberador. Después de la vergüenza, después de la represión, el hambre y la muerte, queda la fuerza oscura del bosque. La joven Thomasin se entrega al diablo y el diablo le entrega la posibilidad de sentir por fin su cuerpo.

Otros dos casos, más cercanos entre sí. En El desierto rojo, Antonioni ofrece una fascinante puesta en escena de la fábrica como agente de contaminación y artista contemporánea. La fábrica daña el medio ambiente y compone esculturas y pinturas abstractas. No es la única. Monica Vitti tiene en la pieza dibujos de su hijo, uno de ellos sin formas reconocibles, y en varios momentos (en una oficina, en el puerto, en las paredes de una casa) Antonioni cita a Rothko, otros dos modos de la abstracción. En Vitalina Varela, Pedro Costa -que tiene con Antonioni un vínculo semejante al de Serra con Rohmer, aunque más directo- filma a sus personajes reencuadrados por aberturas, hasta convertirlos en figuras de Leonardo o Caravaggio. Antonioni convoca la ecología y la mantiene a distancia. La desafía incluso, porque como sucede con todo discurso lo suficientemente establecido como para tener ya un catecismo, la ecología puede usar los planos como excusa para expresarse (es decir: puede borrarlos), y el compromiso primero de Antonioni es con el cine. La defensa ante aquello que lo inspira y que él mismo trae a la película explica por qué el desastre industrial le da a El desierto rojo sus planos más notables. En un momento Monica Vitti le dice a su hijo que el humo de la fábrica es amarillo porque es veneno. Antonioni no reproduce con los espectadores este vínculo de explicación. El humo amarillo también es una forma.

Lo mismo que el director italiano hace con la ecología Costa lo hace con la sociología, con la historia y con las explicaciones que pueden darnos acerca de la inmigración y la pobreza. En los dos, la pintura fortalece la autonomía de los planos respecto de disciplinas que sin duda irán por ellos, como recordándonos que el cine trata temas en común con muchas áreas del conocimiento, que las necesita incluso, pero que no está para decir lo que ya sabemos que es posible decir. Está para otra cosa, y esa otra cosa es lo que cada cineasta, en cada ocasión, debe descubrir.

En El desierto rojo Antonioni cita también La sagra della primavera de Gianni Dova. Pero con Rothko tiene una cercanía especial. De hecho, en algún momento la película se llamó Celeste y verde (muchas pinturas de Rothko se conocen con el nombre de los colores que utiliza), y en una carta dirigida al pintor Antonioni dijo que los dos hacían lo mismo: pintar o filmar la nada (una afirmación por demás discutible, claro). Un vinculo similar existe entre Lynch y Francis Bacon. Basta observar -además de las referencias explícitas- cómo muchas figuras de este último integran el contraplano en su expresión atribulada o enloquecida. ¿Qué miran los personajes de Bacon? Algo horrible o pesaroso que está donde estamos nosotros y parece no apagarse nunca. El mismo abismo en celo que alimenta el cine de Lynch con generosidad malsana y voluptuosa (este atributo no vale para Bacon). Sus encarnaciones son conocidas: el matón sadomasoquista de Terciopelo azul, el hombre de la cámara de Carretera perdida, el Bob de Twin Peaks, y claro, las mil y una formas no antropomórifcas de lo ominoso, que Lynch cortejó como un jardinero las flores viles que hacen posible su obra. Es lo que nos gusta llamar el universo lyncheano. Una sopa de ojos de muñecas. Un ballet para muñones.

*

Leí después de escribir estos apuntes un poema de Auden, “Musée des beaux arts”, que trata sobre Paisaje con la caída de Ícaro de Brueghel el Viejo. Cuando levanté la cabeza me encontré pensando que “los Antiguos Maestros” de los que habla podrían ser Ford, Ozu y Renoir. Acá se puede escuchar el poema en la voz de su autor. Transcribo la versión de Ezequiel Zaidenwerg:

Sobre el dolor jamás se equivocaban
los Antiguos Maestros: comprendían muy bien
su expresión en el hombre; cómo ocurre
mientras algún tercero está comiendo, o abriendo una ventana
o simplemente caminando por ahí;
cómo, mientras que los ancianos esperan con pasión y reverencia
el nacimiento milagroso, siempre debe haber chicos
sin interés particular porque aquello suceda, patinando
en un lago adonde empieza el bosque:
y tampoco olvidaban
que el terrible martirio debía seguir su curso,
aun en otra parte, en un rincón mugriento
donde los perros siguen con su vida perruna y el caballo del torturador
se rasca su inocente trasero en algún árbol.

Por ejemplo, en el Ícaro de Brueghel: cómo cada elemento
da la espalda al desastre despreocupadamente; quizás el labrador
escuchó el chapuzón, el grito ahogado,
pero eso para él no era motivo de inquietud; el sol brillaba
como debía brillar sobre las piernas blancas que desaparecían
bajo las aguas verdes; y ese barco, tan caro y elegante,
que ha de haber asistido a algo asombroso, un chico desplomándose del cielo,
tenía que llegar a algún lugar, y siguió navegando mansamente.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s