Cartón y trompadas, sobre «John Wick 4» por Marcos Rodríguez

Es probable que no haya un solo plano interesante o siquiera memorable en toda «John Wick 4», ni tal vez en toda la serie del personaje. Todo es rápido, lustroso y canchero. Cuando no se acumulan a velocidad desechable, los planos que constituyen la película son chatos, simples, frontales. Todo tiene que entenderse fácil y rápido. Más que elegante (a pesar de la abundancia de personajes trajeados y mármoles y mobiliario anticuado), «John Wick» es grasa. Por eso, cuando va a París lo primero que hace es clavarte un plano de la torre Eiffel centrada, cuando va a Japón te escupe flores de cerezo y pinturas samurái, en el desierto asesina sobre alfombras desplegadas sobre la arena. Nada busca trascendencia en «John Wick» y, sin embargo, se trata de la película que en los últimos años mejor y de forma más consciente ha trabajado las características plásticas del cine. Nada se construye y nada se dice en esta película. «John Wick» es pura y exclusivamente cine.

A pesar de la referencia que la propia película hace al wuxia, que es sin duda una de las fuentes en las que bebe este pastiche, probablemente habría que hablar más bien del cine de yakuzas, con su tono seco, sus tonos opacos, y en el caso extremo de las películas de Suzuki, un formalismo sin frenos. En cierta forma «John Wick» es formalismo para las masas, abstracción mainstream, una de piñas que casi no tiene más que piñas. Producto industrial sin el menor atisbo de marca autoral (excepto tal vez si uno considera a Keanu como autor), una de las particularidades de «John Wick», sin embargo, es la de haber inventado un formalismo absolutamente desprovisto de virtuosismo fotográfico y casi desprovisto también de virtuosismo atlético: todo tira más bien a lo tosco, a la prolongación esforzada, al inverosímil de la resistencia (excepto, nobleza obliga, por la incorporación en esta cuarta entrega de Donnie Yen, que se desenvuelve como un príncipe de las patadas, un espadachín ciego directamente importado de un universo diferente).

Así como «Matrix» (también de Keanu, contendiente al título de autoría máxima) actualizaba el wuxia y lo traía a Occidente, «John Wick» (con un Keanu más pétreo y también más viejo, diseñado para recibir trompadas y caer de edificios) actualiza el cine de yakuzas más depurado (en la línea de las últimas películas de Kitano, las «Outrage») pero hace que incluso esos argumentos parcos parezcan excesivos: allá por la primera «John Wick» el tsunami de muertes se desencadenaba porque unos pibes le habían matado el perro al tipo equivocado. Desde aquel inicio a esta parte, el universo de estas películas se amplió para incluir complicadas conspiraciones transnacionales de un sindicato de asesinos muy formales, pero cada nueva capa de reglas y traiciones resulta tan abstracta y arbitraria que bien podría estar explicada en un idioma inventado. Se nos presenta una nueva figura de cartón pintado, a quien rápidamente identificamos como el villano, a cierto intervalo de película se introduce un personaje secundario que explica la próxima misión puntual a seguir (para vengarte de A, primero vas a tener que matar a B, que está en tal y tal lugar) y lo que tenemos en realidad es al querido y viejo Keanu que debe atravesar una marea infinitamente renovada de asesinos y matones (ya sea que lleven traje, uniforme de asalto, kimonos o boinas) que una y otra vez caen sobre él como un torrente que intenta impedir su paso. Todo el argumento de toda «John Wick» podría resumirse en: Keanu debe atravesar un pasillo de una punta a la otra y para hacerlo debe matar a personas gradualmente más difíciles de asesinar (esta película empieza con una persecución a caballo en la cual matar con pistola es fácil, pero luego deberá matar a una mole inasesinable en una fiesta electrónica en forma de pasillo en Berlín y finalmente enfrentarse a un aluvión literal de franceses de bajos fondos que intentan impedir que suba unas escaleras). Siempre que parece que ya los mató a todos, llega una camada fresca. Las leyes del universo de «John Wick» son complejas y casi incomprensibles, excepto por una: siempre habrá más matones de donde salieron esos. Muchos más. Todos muy bien entrenados. El juego es ver hasta cuándo se puede estirar la prolongación infinita de secuaces sin que el espectador se canse. Y, si algo aprendimos con las «John Wick», es que esa duración es mucho mayor de lo que uno se hubiera imaginado. No en vano alguna de las «John Wick» anteriores citaba a Buster Keaton de forma gratuita y programática: la cara de piedra, el juego físico, el juego de la acumulación interminable. Hay humor también en «John Wick» por supuesto, pero sobre todo hay placer por la forma.

Si vamos a hablar de juegos y de forma, por supuesto la secuencia de la escalera en Montmartre es gloriosa, sintética y casi perfecta, y es la que uno debería incluir si armara una antología. Pero poco antes de esa hay también otra que es tal vez menos lograda, por lo intelectual y distante, pero que se anima a un poco más. Breve resumen: John Wick debe llegar a la iglesia del Sacre Couer al amanecer para enfrentarse a duelo con el capo de los malos. Si no se presenta a tiempo, se considerará una defección, con condena a muerte. Para intentar evitar que llegue a tiempo, el capo de los malos convoca a todo malviviente en París (a través de Radio Wuxia) a que lo mate, a cambio de una recompensa exorbitante, que va creciendo con cada acercamiento. Wick logra llegar finalmente al barrio de Montmartre y termina en una construcción abandonada: mansión vieja a medio destruir. Por cada pasillo y escalera siguen apareciendo asesinos que lo buscan y en un momento la cámara, que toda la película se mantuvo más o menos cerca de sus personajes, se eleva y nos muestra toda la planta de la casa en un claro plano cenital de estudio, con los bordes superiores falsos de las paredes dividiendo el plano. Vemos a John Wick desde arriba, vemos a un asesino que se acerca por el otro ambiente, vemos la pared que los divide, vemos su enfrentamiento, sus golpes, el nuevo asesino que aparece por otro lado. La cámara se desplaza hacia un costado u otro de esa planta de estudio y vemos la acción de lejos, como figurines en una casita de juguete. La tensión no disminuye, ni tampoco el ritmo. Cambiamos de piso, siguen las piñas y pronto la cámara vuelve a seguir de cerca a su personaje. Nada en esa artificialidad puede alterar el discurrir de esta película, en la que todo es cartón pintado y cine puro.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s