El mal sano, por Marcos Vieytes

1. Fue a comienzos de la década de los 90 la primera vez que dormí de día y me pasé las noches despierto, no precisamente de joda. Para paliar el vaciamiento decidí alquilar todas las películas de terror que no había visto, y los electroshocks me reanimaron. Más que cliente, para entonces era un inquilino del videoclub que estaba enfrente de los monoblocks. Tenía el interior abierto al público en forma de L, pasillos llenos de bateas y paredes cubiertas de estanterías. Además de la luz de los tubos, sólo había unos ventiluces chatos y anchos cercanos al techo que dejaban entrar una escupida de luz grisácea. 

Solía conversar largo y tendido con el dueño, algo más grande que yo y con bastante más calle. Permanecer allí durante horas, demorándome en la selección de películas, era tan placentero que, más de una vez, terminaba yéndome sin alquilar ninguna. Para la época de la que estoy hablando ya había mirado todas las europeas disponibles primero, las estadounidenses de los 70 después, finalmente las de autores más o menos exóticos. Pero no había tocado las de terror barato, que estaban en el rincón más oscuro y polvoriento del local. 

De Leprechaum para abajo, no dejé una sin ojear, y toda esa mierda me salvó la vida. No sé tampoco si me tapé la cara con alguna escena en particular, si un golpe de sonido me sobresaltó, si encendí la luz en medio de algún plano, o la radio luego de que terminaran los créditos para no sentirme solo, a oscuras y en silencio. Unos pocos años antes, la escena de Las brujas de Salem (Salem’s Lot, Tobe Hooper, 1979) en la que un nene vampiro golpea en cámara lenta la ventana de la pieza de su hermano para que lo deje entrar, mientras flota en niebla de telefilm, ya me había helado la razón.  

No mucho tiempo después de aquella maratón, experimentaría algo verdaderamente radical con las primeras películas de David Cronenberg que conocí. Cuando el video de Cuerpos invadidos (Videodrome, 1983) empezó a latir en la mano de James Woods, justo antes de metérselo en la barriga, apreté stop, saqué la película y la revoleé por la ventana del departamento. Me acuerdo que era verano, quedaba algo de luz, había gente y ruido suficientes como para recuperar en seguida la tranquilidad. El mal (de ojo) ya estaba hecho. Por suerte, vivía en un primer piso, y la ventana daba a un baldío, así que bajé a buscar la película para evitar la multa. Vaya saber por qué espere hasta el otro día para devolverla. Me fui a dormir temiendo que alguno de los casi doscientos videos que tenía cobrara vida en cualquier momento. No pegué un ojo en toda la noche. Estuvo bien. 

Pensaba en todo esto horas después de ver Bajo la misma estrella (The Fault in Our Stars, Josh Boone, 2014), una película para adolescentes que sólo puede ser elogiada por críticos aquejados de una enfermedad que no precisa ser disimulada, pues constituye la razón misma del ser social: la de creer en un determinado orden y estándar de salud en el que se debería encajar. Esas son las intenciones que exhibe esta película desde el principio, en que la voz de la narradora niega que lo que veremos a continuación sea la colección de clichés que en realidad es, revelando de inmediato el verdadero lugar de enunciación: la voz de la protagonista –cuya imagen no aparece en plano y es, por lo tanto, más fácil de identificar con el discurso de la película- dice que no aspira a ser otra cosa que “una chica normal”, aquello que el cáncer le impediría ser, aunque todo nos indique lo contrario. 

Sería fácil analizar de qué modo el “ser una chica normal” en esta ficción rosa implica venir al mundo en el seno de una típica familia heterosexual blanca -según nos tiene habituados el costumbrismo, al que nuestros críticos ven en cualquier lado menos en el cine estadounidense-, eludir todo contacto físico con el dinero, casi no mencionarlo -pese a vivir sin carencias y hasta con lujos-, calentarse maternalmente con un pendejo aniñado, y un largo etcétera de presupuestos ideológicos naturalizados como sospechosa naturalidad. No sigo, porque la lista sería interminable. Para colmo, todo está dispuesto sin el más mínimo riesgo estético. Salvo, quizás, en deseo materno de que la hija se muera de una vez por todas y deje de ser una carga. Prefiero no dedicarle mayor atención a la obsesión ingenua de la película con Holanda, cuya ética comercial protestante expuso Martin Scorsese, a través de Edith Wharton, en La edad de la inocencia (1983), como una de las bases del imperialismo a estadounidense. Ni al habitual aislamiento de todo contexto histórico y literario que padece la figura de Anna Frank. O la torpe y reduccionista del intelectual cuya visión del mundo se debe, pura y exclusivamente, a la imposibilidad de elaborar una situación traumática. 

Al margen de todo esto, no pude dejar de pensar en lo reparador que fueron en un momento de mi vida no sólo aquellas películas de terror en un momento de mi vida, sino también algunas otras de género indefinido, más cercanas a Bajo la misma estrella en algunos aspectos, como Mejor… imposible (As Good as It Gets, James L. Brooks, 1997), en la que Jack Nicholson padecía un trastorno obsesivo compulsivo, pero encontraba a quienes querer y por quienes ser querido: un vecino homosexual y una madre soltera, tándem perfectamente calculado de docilidad y firmeza, que abastecía su necesidad de integrarse a una comunidad, sabiendo el rol que ocuparía en ella de allí en más, y lo que se esperaría de él, gracias a la precisión del diagnóstico y la articulación de un grupo familiar sustituto no demasiado rígido, ni demasiado laxo. 

Esas características suelen ser comunes al subgénero de películas de autoayuda, sobre todo estadounidenses: 1. Centralidad de un diagnóstico que brinde algún tipo de certeza acerca de lo que se padece y que, en el caso de los trastornos predominantemente psíquicos, suele equivaler a una definición, al menos provisoria, tanto de lo que el paciente sufre hasta el momento, como del tratamiento adecuado, incluida la mercancía médica, necesaria hasta tanto pueda desear otras de libre circulación. 2. La presencia de quienes comparten su padecer sin robarle protagonismo, y le aseguran tanto el saber imprescindible para creer en la cura como el afecto incondicional -sin llegar a ser esterilizador- para proyectar su futuro. Esta fórmula redunda en la mejor integración posible a una comunidad que funciona como ideal de salud, ligeramente agrietado con algún grado de amable ironía, en las ficciones más interesantes (el cine de Marco Bellocchio es uno de esos que pone todo esto patas para arriba, como en la secuencia de la respuesta al lector de La Stampa en la maquiavélica Dulces sueños). 

La única película de terror que estaba en el videoclub y no vi durante ese mes insomne fue El exorcista (William Friedkin, 1973). Para un Testigo de Jehová, adoctrinado en la letra de la ley bíblica desde su nacimiento, mirarla era lo mismo que invocar al demonio o, peor aún, negar al Altísimo, ofensa todavía más grave que aquellas vitalistas ganas de “dispararle a Dios a la cara” que expresaban los personajes de Nicholas Ray. Veinte años después no sólo pude constatar que es una de las películas más poderosas que se hayan filmado jamás, sino que la prohibición no dejaba de tener su lógica. El mal no reside en la posibilidad de quedar expuesto a imágenes ni posesiones demoníacas, expectativa con la que Friedkin juega sagazmente cada vez que mete sobreimpresiones fugaces de ídolos paganos y primeros planos diabólicos, sino en abrirse al terror material de perder la fe, hasta el punto de ser un muerto en vida o elegir una forma sacrificial de suicidio. Lo terrible no era ver a Linda Blair poseída por el diablo cuyo nombre es Legión sino a su cuello atravesado por una jeringa cuando le hacen toda clase de exámenes en la clínica privada, o a la madre senil de Karras en un hospital público desatendido por el Estado, que Friedkin filma con ese grano documental, político y materialista del celuloide setentista, o las pesadillas culposas del hijo ya huérfano. Cada vez quiero más a Marlon Brando y menos, aunque bastante todavía, a la retórica ritual de las mejores películas de Francis Coppola, pero “el horror, el horror” de Apocalypse Now (1979) es un poroto al lado de las tres escenas enumeradas.  

Acá entran las terapéuticas cinematográficas más eficaces para mí hasta el momento, que han sido la de Luis Buñuel primero y la de Marco Ferreri después, emparentados por el ateísmo. Pudieron haber parecido meramente escandalosas en su momento, pero el tiempo ha probado que su iconoclastia no fue reactiva ni superficial. El italiano, que empezó haciendo cine en España, a diferencia del español, que comenzó y terminó su carrera filmando en Francia, desnudó a sus actores y espectadores toda vez que pudo, y su cine nos deja en bolas frente a la soledad elemental. También nos refugia, como a los nenes que desprejuicia en el jardín de infantes de Chiedo asilo (1979). En todo caso, la confianza razonada en lo irracional de Buñuel toma a veces la límpida postulación de un teorema. La inocencia fisiológica de Ferreri desbarata el chantaje social y restituye la desnudez pública del cuerpo, su posibilidad de goce. Uno se apresuró a decirnos “que el pensamiento no delinque, amigo mío”, y el otro, que no hay más paraíso que el post Apocalipsis: esa isla desierta universal de la que esperamos ser el único paseante. De John Cassavetes, otro que comparte la sabiduría contradictoria de hacer películas cuya lección última o primera consiste en defendernos del cine mismo, no puedo hablar ahora porque su energía reclama el acto, la performance, la expresión física -a lo sumo, la expansión oral- en vez de este simulacro de literatura –otro teatro- que es la crítica. 

Una mañana de sábado o de domingo, a fines de los 80, me desperté sobresaltado por la voz de mi vieja (mi viejo se encargaba los días hábiles). Junto a mi cama, dudaba entre escenificar su martirio o mi ejecución. Finalmente decantó en la tortura de ponerme en el lugar de victimario, debido a la blasfemia que yo había cometido: alquilar una película llamada Corazón satánico (Angel’s Heart, Alan Parker, 1987), y no tomar la precaución de esconderla cuidadosamente. Acaso la haya tomado, pero eso de respetar la intimidad del “cuarto” de un adolescente no corría para ella, mucho menos cuando lo que estaba en juego era la salvación de su hijo. Se me ocurrió decirle que Corazón satánico no era una película de terror, y que ni siquiera se llamaba Corazón satánico, pero no me creyó. Desde entonces ya no me asustan las películas de terror, vemos juntos ¡Mamma mía! (Phyllida Lloyd, 2008) una vez al mes por lo menos, y me acabo de comprar en bluray trucho el musical de ABBA del 77 que dirigió Lasse “Chocolate” Halström. Chau macho. 

2. ¿Cuántas maneras hay de mirar una película? ¿Cómo relacionarse con unas imágenes que se proponen hospitalarias y no hacen otra cosa que echarnos? Siempre a tu lado (Hachi: A Dog’s Tale, Lasse Hallström, 2009) es una experiencia religiosa, ya sea porque Richard Gere se vale de la película para predicar el budismo, o porque opera en base a convenciones institucionalizadas. Como en el porno –aunque, lamentablemente, no sea porno-, presenta una promesa de claridad meridiana, una operación básica en la que la incertidumbre proviene de saber exactamente cuándo y cómo, o más bien en qué orden, va a suceder aquello que ya sabemos de antemano en qué consiste, y no se extiende lo suficiente porque, después del primer acto, deja de importarnos. La anécdota que narra es universalmente conocida. Aunque el argumento proviene del guión de Kaneto Shindo para una película japonesa de 1987, cosas similares han sucedido en casi cualquier rincón del planeta. Gracias a Billiken o Anteojito me enteré cuando era pibe de un perro que continuó esperando a su amo en el mismo lugar de siempre hasta una década después de que éste hubiera fallecido. Se hizo tan famoso que le hicieron una estatua en la plaza del pueblo. 

Eso, y no mucho más, es lo que pasa en Siempre a tu lado. Llegado cierto punto, uno teme -o desea- que ocurra algún tipo de accidente para sacudir la modorra, como el de los gansos repentinamente atropellados en Reconstituirea (Lucian Pintilie, 1968), pero nada de eso sucede. De hecho, nunca pasa nada salvo el tiempo, que al principio casi no transcurre. De buenas a primera, avanza a lomo de elipsis galopantes y aparecen, repentinamente, subjetivas del animal, que se niega a continuar acompañando a su amo camino a la estación justo después de que éste pasara la noche con su mujer, y se enterase del embarazo de su hija. Entonces sabemos que la trama romántica más fuerte de la película no se concretará en la cama sino en la cucha. 

Lo que hace lucir extremadamente vieja a esta película, como la mayoría de esas con actores y bichos para toda la familia, es la preocupación por eludir todo tipo de sexualidad. Objetivo difícil de cumplir, habida cuenta de que el tipo de familia al que está dirigida, por más asépticamente que sea concebida, incluye el problemático trance de la concepción a través del viejo y nunca bien ponderado coito. En el contexto de esta película, el acto en cuestión que asegurase la continuidad familiar sólo podía ser ejecutado por la hija en edad de merecer del matrimonio protagonista, porque el bueno de Gere está más espiritual que nunca. Asunto resuelto entonces: casamos a la hija, que al principio vive con los viejos, y santo remedio, el sexo queda fuera de la película. Al final, mostramos al bebé, pero nadie vio la porquería. No contentos con eso, le encajamos a la hija un imbécil en bermudas (la prenda no tiene la culpa) de marido. Está claro que Lass(i)e Hallström no es Armando Bo y que, como ya demostró Chocolate, le vendió el alma a Dios, y a sabiendas, pero ¿me van a decir que no hay intencionalidad en filmar a Richard Gere bañándose con el perro y, dos o tres planos después, rematar la cena romántica del matrimonio, compensatoria por los destrozos del perro en la casa, con marido y mujer mirándose fijamente en el umbral de la puerta del baño y con el dulce de Richard haciendo sonar el patito de goma inflable del perro justo antes de besarse?  

3. El laboratorio de cristal instalado en la casa de piedra toledana de La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011) es un juego de cajas chinas que conecta escenográficamente a la película con el cine de Luis Buñuel y Georges Franju. También, la evidencia física más palpable de la convivencia -y connivencia- entre estructuras de control, más allá del tiempo y del espacio. El trauma central de la película es, antes que nada, estético. Luego, tan psicológico como clasista. Marisa Paredes, peinada como Norman Bates cuando se ponía la peluca de su vieja en Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), es la responsable de cuerpo presente de la psicopatía de Banderas. Este hijo es el fruto de la relación que tuvo con el señor de la casa, quien lo reconoce como propio al precio de no revelar nunca la verdadera identidad de la madre. El Señor se lo apropia, entonces, mientras la verdadera madre calla siempre, porque aspiraba a ser Señora y porque ahora lo es del hijo a quien le siguen ocultando su origen. Sagrada Familia de señores feudales a los que nunca vemos, pues el poder fuera de campo es mucho más fuerte que el que se deja encuadrar, y que parieron al personaje de Banderas, enfermo que concreta la fantasía fascista de la castración del (supuesto) violador, bajo la atenta mirada de un ama de casa uniformada por la maternidad en mayúsculas. 

La historia del cine toda es juguete para Almodóvar, y cada cinéfilo puede hilar su propio tapiz de referencias al compás de las tejedoras de La flor de mi secreto (1995). Se podría decir, sin exagerar, que las películas de Almodóvar, como antes las de Brian De Palma y después las de Quentin Tarantino, ya no contienen un solo plano original. Almodóvar no hace otra cosa que filmar una y otra vez esos mismos planos ajenos, que se han vuelto propios a fuerza de elaboración. Armar un mundo en el que los rastis reunidos puedan convivir y combinarse es su cometido. Esta vez, incorpora las películas de Franju –y alguna otra clase Z que ha evitado cuidadosamente mencionar- a su colección de juguetes cinematográficos. La piel que habito toma el tronco argumental de Los ojos sin cara (1960): la patológica relación entre padre hija, la distribución simbólica del espacio, la frialdad científica y otros chiches a los que pinta con los colores de Noches rojas (1974). Los bodies ceñidos a la piel de la protagonista, también presentes en Elle (2016), la película francesa de Paul Verhoeven, son herederos de los que usaban los vampiros mudos de Louis Feuillade, fantasmagóricos ladrones de habilidades esotéricas que trasladaron al cine el espíritu serial y aventurero del folletín. La de Paul Verhoeven es la fantasía erótica de un gato con su dueña. Puede que el nombre verdadero del bicho, porque los gatos tienen un nombre propio secreto y nos hacen creer que le dan bola al que le ponemos, sea Feuillade o Franju. Apuesto a que es el autor secreto del videojuego surrealista que aparece en la película. Franju fue el científico loco que le devolvió la vida a Judex (1963) -así como Claude Barma resucitó a Belphegor en 1965, y ahora es Marco Bellocchio quien no le da descanso en Dulces sueños (Fai Bei Sogni, 2016)- con la conciencia de que las multitudes ya no se distraen con esos mismos héroes, otrora objetos transicionales de la infancia fílmica, luego destinados al enviciado aire del culto cinéfilo.  

El cine de Franju nos instala en una atmósfera de mórbida incertidumbre, pero no se trata de un director inseguro ni mucho menos. Tiene la precisión de un cirujano. Es fácil imaginárselo como el perverso doctor de Los ojos sin cara, cirujano fílmico hijo de Sade, pero también como a un mago, uno de esos prestidigitadores seriales (Melies, Feuillade) que los surrealistas tanto amaban. Conviene mencionar algunos datos detrás de ese nombre perdido en las catacumbas de la historia cinematográfica. Cuando uno habla de la cinemateca francesa, casi siempre piensa únicamente en Henri Langlois, pero Franju fue otro de sus fundadores, así como del Grupo de los 30, reunido para defender la ley sobre cortometrajes, que fomentaba su producción y exhibición. De hecho, filmó más cortos que largos. Después de la Segunda Guerra Mundial, su producción anticipó las rupturas y libertades formales de la Nouvelle Vague. Sus cortos, como los de Alain Resnais, son películas inclasificables, mezclas raras de Griseta y de Mimí, de poema y documento: ensayo, monólogo interior, cadáver exquisito, museo de la memoria.  

La primera noche (1958) cuenta la primera vez que un chico de no más de 12 años pasa la noche fuera de su casa, encerrado en los subterráneos de París. “Sólo se requiere un poco de imaginación para que la acción más ordinaria se impregne de un sentido inquietante, para generar un mundo fantástico con el decorado de la vida cotidiana”, dice la placa inicial. Fantasmagoría lírica, realismo poético y relato de iniciación, tiene, como toda película de Franju, algunas de las imágenes más insidiosas que uno haya visto. Porque Franju suele disparar balas de plata al inconsciente. El gran Melies (1952) responde a la lógica de la imaginación, antes que a la biográfica. Franju continúa la tradición del trucaje mágico que caracterizaba al primitivo cine fantástico. En su película aparecen caras reemplazadas por ramos de flores, surrealista reemplazo que en Judex dejará lugar a las famosas cabezas de pájaro. Otra sustitución, todavía más interesante, es la del propio Melies, ya muerto para cuando rodaron el corto, pero encarnado por su hijo, que hace del esposo de su verdadera madre, aún viva.    

Franju es un director perverso, vale decir placentero. Algo ligeramente corrupto, antes que corruptor, lo recorre. Los nenes son actores habituales de sus películas, y una ternura malsana recorre su cine-museo al aire libre, donde se exhiben artefactos de la mente materializados bajo un sol cenital que congela el instante y le da las formas de la alucinación, mientras en una neurona cercana se pudren los membrillares de Erice y, en la periferia parisina, los matarifes desaniman reses cinco años después de la gran carnicería racionalista occidental. Ahí nomás, sobre la ceniza del pucho recién apagado de la Historia, Franju es uno de los primeros en mostrar, por la vía del inconsciente, que el futuro no era solar y que la luz del progreso iluminaba quirófanos. Tan aséptico, clínico y glacial será todo en Los ojos sin cara, que por un momento se siente la tentación de extrañar la brutal carnicería de La sangre de las bestias, aunque resulte intolerable mirar más de una vez las hileras de animales decapitados que sacuden patas y rabos con el automatismo de los juguetes mutilados de Toy Story (John Lasseter, 1995). 

Todo, o casi todo, es juguete en Franju, objeto eventualmente dotado de ánimo por una fuerza extraña. El cine como juguete amable y siniestro a la vez. El cuerpo humano es su juguete preferido. Tanto, que se transforma en absoluto maleable, pasible de ser reconfigurado una y otra vez hasta el trastorno, desfigurado incluso, pero nunca desalmado. Desde La cabeza contra la pared, la locura acecha a todos los personajes de Franju y la salida de ella es más que nada una licencia poética, una coartada lírica, una pirueta regresiva, pose de Cocteau, maniera lúdica cuyo histrionismo suple la falta de sentido con fatídica dulzura.  

4. La invención de Hugo Cabret (Martin Scorsese, 2011) es una grandísima película acerca del sentimiento cinéfilo, ese cordón umbilical que nos ata sin vergüenza a la infancia, la orfandad y la creencia. Por eso, película para hijos y entenados, que suelen ser los hijos del cine, y para todos aquellos que reconozcan estar hechos de tiempo, adolezcan de sentirlo y no hayan encontrado otro remedio para exorcizar la dolencia que deleitarse en el paraíso artificial de las imágenes. Como buena historia infantil, Hugo es perversa. Se asienta sobre el sentimiento de pérdida, y explora cuanto temor se nos ocurra ligado a él, temor a crecer, a quedarse solo de toda soledad, a olvidarse en vida de sí mismo y a morir.  

Hugo es una película para llorar como los folletines de Dickens o D’Amicis, cinéfila de cuando el cine no era el Cine ni soñaba con serlo. Cinéfila de Melies a través de Franju (cosa rara que este surrealista nocturno, político, vampírico y catacumbero reaparezca después de que Almodóvar reanimase su mirada sin rostro en La piel que habito: la juguetería atendida por Ben Kingsley puede verse primero en el corto El gran Melies, que Scorsese ha visto, porque sabemos que lo ha visto todo, y porque hay planos que no mienten, vengan de una elección de encuadre consciente o inconsciente). Cinéfila de juguetería, de magia, de feria, de circo, de fantasmas; de siglo XX aún decimonónico (hay pocas palabras más voluptuosas que decimonónico), pero, también, de 21 digital y en 3D, baratijas tecnológicas transfiguradas por la metafísica de Scorsese. Y cuando hablo de metafísica, hablo de sentido y de su búsqueda por la vía que sea. La ideología de Hugo es el cine. 

Hay un chico sin madre (no sabemos si ella se fue, se murió o la fueron) que pierde a su padre y vive manteniendo los relojes de la estación terminal de trenes de París. Hay un viejo de mirada triste que es dueño de una juguetería y guarda su fantástico pasado en un cajoncito de madera escondido en lo alto de un armario. Hay un guardia de estación que tiene la pata rota como los piratas, no sabe sonreír y vive para cazar a chicos de la calle con un doberman, encerrarlos en una celda y despacharlos al orfanato. Hay un autómata de lata cuya resurrección parece suspenderse indefinidamente porque nadie encuentra la llave con forma de corazón, capaz de poner en funcionamiento su quebrado mecanismo. Hay penitentes con la cabeza gacha bajo la nieve estatuaria. Hay un cinéfilo erudito que supone muerto al ídolo de su infancia. Hay un bibliotecario alto como un dios, severo como un pretor, atemperado como un abuelo. No podía ser otro que Christopher Lee. 

¿Y las mujeres? Las hay, claro que las hay, siempre las hay, aunque la protagonista femenina no sea sino una nena, parezca cumplir un rol de testigo y compañera similar a la de la mujer del viejo, y se realice a través de Hugo. No puedo dejar de pensar en El padrino (Francis Ford Coppola, 1972) después de ver la película de Scorsese. No hay relación entre la anécdota de una y de otra, pero la figura que dota de sentido, de razón, de propósito, a la película de Coppola es, como aquí, la masculina. Es el Padre y es Dios, usados como nombres genéricos del Yo emancipado. Los chicos de Hugo también están en la búsqueda de sentido, pero en esta película hay vitalidad y esperanza, en buena medida porque el protagonista tiene la vida por delante. También porque el Padre desaparece, su recuerdo es grato y su ley no lo aplasta, aunque lo persiga una versión policial de La Ley. La sangre tira, pero no hay rastros de sangre que lo tienten a tomar el camino de regreso a casa (cosa que sí le pasaba a Michael Corleone). Sin saber por qué razón, o sin saberlo a conciencia, Hugo busca una familia que complete la formación interrumpida, y esa búsqueda es una creación, porque no tiene otro remedio que armar una nueva familia hecha con otras piezas sueltas del sistema (un artista de feria olvidado, una sirena encanecida, otra huérfana, un expósito herido de guerra devenido cancerbero reprimido y represor, pero querible, entre otros). Que no le baste con su inteligencia y voluntad, sino que deba agregarle corazón, y que ese atributo sea depositado por el relato en manos de la huérfana, dueña transitiva de la llave literal y simbólica, no es tan llamativo como que sea la narradora cuya voz en off cierra el relato. Si se quiere, su autora. 

Al final, Hugo consigue lo que busca, no sin que se nos avise de antemano que los finales felices son siempre un acto de fe. Varias películas aparecen en la que vemos, películas vistas por los pibes, descubiertas del modo en que de pibes lo descubrimos todo: al margen del tiempo, inconscientes de las jerarquías. Hugo lleva por primera vez al cine a Isabelle y, como no tiene plata para pagar las entradas, viven la aventura clandestina de colarse. El boletero los sacará de la función antes de que termine, pero ellos y nosotros habremos tenido el tiempo suficiente para ver la famosa secuencia de El hombre mosca (Safety Last, Fred C. Newmeyer, Sam Taylor, 1923) en la que Harold Lloyd cuelga de un reloj sobre el vacío. Como el hombrecito de los anteojos, epítome del hombre común estadounidense, íntegro, optimista y valiente, héroe y caballero de la modernidad urbana de principios del siglo pasado, Hugo vivirá mil y una peripecias acrobáticas hasta encontrar nada más y nada menos que un lugar en el mundo. Como Harold Lloyd, Hugo quiere adaptarse y hasta el propio Melies recibe en la película de Scorsese el obsequio de un reconocimiento público en vida que se parece mucho a la entrega de un Oscar u otro premio similar. Y nos emociona ese anhelo tan modesto y monumental, tan estable y precario a la vez. Varios cortos de Melies, el de los hermanos Lumiere que funda la proyección cinematográfica comercial, y fragmentos entintados de noticieros en los que unos soldados marchan exhaustos, ocupan a menudo la pantalla por completo, configurando una subjetiva de los primeros espectadores, de los chicos que fuimos, adanes y evas del cine con un catálogo propio de imágenes primordiales, y de quiénes somos con las películas que nos hacemos.  Ese punto de vista múltiple y simultáneo es el del cine mismo, forma que piensa acá hecha criatura, personaje, mecanismo autónomo en el autómata, que en lugar de escribir el mensaje lo dibuja. Y esa imagen dibujada por el autómata, que viene a sustituir un régimen de comunicación basado en la palabra por el del cine, es la de la adaptación de Julio Verne por Melies en la que un cohete se incrusta en el ojo derecho de la luna, y no la de la salida de la fábrica o la de la llegada del tren. Es la imagen imaginación del sueño, casa tomada por la fantasía, abierta por entonces al libre juego de la oferta y la demanda psíquica del inconsciente colectivo moderno forjado desde hace un siglo por la cultura de masas audiovisual. Hay un plano de Hugo que no se me va de la cabeza: la cámara –¿o la computadora?– se acerca al autómata, que se ha quedado solo –¿quién lo está mirando, entonces?– en una habitación a oscuras, hasta encuadrarlo en primer plano. Quedamos frente a frente y el autómata nos devuelve la mirada con ojos de (p)lata inmóviles.


[1] A sabiendas de que la película perfecta no existe o, de existir, nos parecería indeseable, Magical Girl (Carlos Vermut, 2014) quiere ser una película perfecta. O sea, una película sadeana. Su rigor está relacionado con el sadismo de algún personaje lateral que lo ejerce consensuada y físicamente, pero lo fabuloso es que, incluso los más “normales”, parecen participar de esa lógica y de ese goce, lo sepan o no, sin importar edad, sexo o posición social, aunque brillen por su ausencia pobres e indigentes. Si bien el énfasis de la puesta en escena recae sobre su propio funcionamiento narrativo -de allí que cambien los tiempos y el punto de vista como si se trataran de piezas del rompecabezas implicado en una de las historias-, la sociedad española en particular, y la europea en general, como maquinarias sociales despiadadas, no son ajenas a ella. Uno podría temer que se acercara al moralismo enfático de Michael Haneke, aunque mucho más juguetonamente y sin los prejuicios del austríaco hacia el espectáculo. Ya su título designa a un personaje de animé favorito de la nena que vive sola con su padre, así como el poder que tanto ella como la otra protagonista femenina (Bárbara, de unos 35 años) ejercen sobre otros cuanto más padecimiento sufren. La película anterior de Vermut también tenía título en inglés –Diamond Flash (2011)- y comenzaba con una nena leyendo historietas en un hospital junto a su madre golpeada. Hace menos de diez años Javier Fesser filmó Camino (2008), en la que una nena de doce años era sometida a toda clase de torturas médicas a causa, primero, de su enfermedad, luego del Opus Dei y de sus padres, obstinados en darle a su agonía un sentido trascendente (La hora de religión y Bella durmiente, de Marco Bellocchio, también se ocuparon recientemente del paternalismo sádico). Los espectadores sufríamos con ella a la vez que gozábamos melodramáticamente de ese martirio. Magical Girl nos ofrece un goce frío: el de la composición virtuosa de un relato industrial de autor inmaculado y perverso digno de Hitchcock, ilustre eslabón en la cadena de películas españolas sadeanas inauguradas por Buñuel, con quien también comparte un regusto a surrealismo que no se manifiesta en operaciones formales explícitas. Su decadentismo lírico y su nitidez fantasmagórica son parientes de las películas de Franju. 

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