Los personajes de Roter Himmel (“cielo rojo” o, según título en inglés: Afire: “en llamas”) están constantemente bajo amenaza. Desde el primer minuto en que llegamos junto con ellos en el auto a este pueblo costero de Alemania, aunque no lo sepamos todavía, algo está al acecho. Las primeras dos líneas de diálogo son programáticas, aunque por supuesto parecen anodinas, argumentales y pasan completamente desapercibidas, según el estilo Petzold. Felix, que viene manejando, dice: “Algo está mal. Hay un ruido en el auto”; Leon, a su lado, responde: “Yo no escucho nada”. Por corte, pasamos el auto parado a un lado de la ruta en medio del bosque, pocos segundos después el motor les estalla literalmente en la cara. Así arranca lo que podríamos llamar (con unas cuantas distancias) esta comedia de amigos desesperada, una buddy movie en llamas.
Como corresponde al estilo Petzold, en un primer momento esta amenaza habita únicamente en la puesta en escena: la inestabilidad del bosque, sonidos de un helicóptero que no llegamos a ver. El ambiente podría ser más bien distendido: conocemos poco de estos dos amigos pero los primeros datos que vamos recibiendo son que ambos decidieron ir a la casa que uno de ellos tiene a pocos metros del mar, en pleno verano, para pasar unos días de tranquilidad mientras cada uno trabaja en su respectivo proyecto artístico. Pero ahí donde debería haber placidez, hay tensión. Una tensión que nunca llega a articularse, aunque sobrevuela sobre todo alrededor de la figura de Leon, el protagonista, un escritor joven, egocéntrico, que va a la playa vestido de negro y con ropa de manga larga.
El primer inconveniente tiene aroma de encanto: cuando llegan a la casa, ambos descubren que la madre de Felix ya le había prestado la casa a la sobrina de un compañero de trabajo, que está viviendo ahí mientras trabaja en el pueblo cercano. Los amigos no la ven, sino que ven su desorden: copas a medio vaciar (siempre de a dos), platos sin lavar, ropa tirada por el piso. Ese día no llegan a verla pero durante la noche la escuchan mientras coje en el cuarto de al lado. En un primer momento, Nadja (la siempre luminosa Paula Beer) es una presencia que se siente pero no se puede tocar.

A partir de este triángulo de habitantes circunstanciales de una casa de verano, se van tejiendo vínculos y tramas, que dependen sobre todo de gestos precisos pero casi imperceptibles. Dos figuras más entran para sumar todavía más inestabilidad a un equilibrio cuyo punto más rígido es siempre Leon.
La amenaza que se cierne sobre estos personajes tiene una forma muy concreta, que por supuesto le da fuerza a su sentido metafórico: al día siguiente de estar en esa casa, cuando los chicos van al pueblo a comprar comida, nos enteramos de que muy cerca de ahí hay una serie de incendios fuera de control. En un momento se dice que el fuego está a 30 kilómetros. Los bomberos hacen anuncios por altoparlantes. Los helicópteros sobrevuelan la costa. Una noche, los personajes se suben al techo de la casa y alcanzan a ver el cielo pintado de rojo por el humo y las llamas. Ahí nomás. Una y otra vez se habla de la amenaza: Leon consigue una habitación de hotel sin el menor problema en plena temporada porque nadie quiere acercarse al pueblo por culpa del fuego. Hay sirenas y chillidos de animales. Y, sin embargo, cada uno de los personajes de Roter Himmel vive sus días de verano con una calma inestable que se mantendrá más o menos relajada hasta el momento del desenlace. Repiten frases para tranquilizarse. Aseguran y se aseguran entre sí que el fuego ya casi está bajo control. Miran ansiosos las llamas cercanas pero en ningún momento a ninguno de ellos se les ocurre irse de ese lugar. Dicen cosas como: “Acá el viento siempre sopla desde el mar hacia tierra, así que estamos bien”, como si el hecho de que su seguridad vital dependa de la dirección del viento fuera lo más normal del mundo. Nadie se mueve hasta que ya no puede hacerlo. Como si no pudieran hacer más que convivir con esa amenaza.

Sin embargo, hay una diferencia entre la manera en que casi todos los personajes de la película se vinculan con esa amenaza (con falsas seguridades) y la forma en que Leon parece directamente no poder percibir siquiera la amenaza. Todo lo que ocurre a su alrededor (excepto Nadja) le resulta casi indiferente, o le interesa solo en la medida en la que puede validar o amenazar su ego. La oscuridad avanza sobre él desde distintos frentes, pero él no podrá reconocerla, y mucho menos entender su naturaleza.
En una de las tantas veladas preciosas en las que los personajes comparten una cena en una mesa afuera en el jardín, mientras hablan de literatura y se descubren obviedades que solo Leon no podía saber porque nunca preguntó, en medio de un diálogo casi inverosímilmente fluido, Nadja termina por recitar un poema de Heinrich Heine: “El asra”. Es un momento tan bello que Petzold hace que su personaje lo recite de nuevo inmediatamente después de terminar. Los versos que fluyen de la boca de Nadja invocan a la hija del sultán, una fuente, el transcurrir de los días, pero por supuesto la clave está en el esclavo con el que se cruza la princesa todos los días y que cada vez que se encuentran está más pálido. Finalmente, la princesa le pregunta al esclavo su nombre y su origen y este dice: Me llamo / Mohamet y soy de Yemen, / y mi pueblo son los Asra / los que mueren cuando aman.
La naturaleza oscura de lo que amenaza a todos los personajes de Roter Himmel es el fuego: lo que destruye pero también lo que ilumina. Lo que consume. Solo el personaje de Leon es quien se niega a ver lo que lo rodea, lo que se le acerca, lo que lo amenaza, porque es el personaje que está cerrado, porque dice que tienen que trabajar y no está dispuesto ni siquiera a probar un helado. Los demás personajes, los que tienen un verano placentero, los que saben disfrutar de ese entorno idílico, los que descubren el amor, los que entienden lo que es el amor, viven esa experiencia de una manera muy diferente. Incluso cuando esa amenaza que se cierne sobre ellos adquiere la forma de un cáncer, pueden enfrentarlo, pueden nombrarlo porque pueden verlo. Quien carece de palabras verdaderas es el escritor. Pero, como diría Leonard Cohen, el amor es el que te llama por tu nombre.
