De lo mucho que falta en este artículo, dividido en tres partes que se corresponden con otras tantas películas en las que Bonnaire actúa o dirige, cabe destacar ese prosaico objeto del deseo que encarnó para el oscuro Monsieur Hire de Simenon-Leconte, sus protagónicos en las películas de Rivette, el dúo de asesinas inconscientemente clasistas con Huppert en La ceremonia, y el singular encuentro con Sautet en Quelques jours avec moi.
Dulces 16. Sandrine Bonnaire tenía 16 años cuando se estrenó –puede que 15 mientras estuviera rodándose- A nuestros amores, su primer gran protagónico bajo la dirección de Maurice Pialat, que la descubrió cuando ella fue de acompañante con su hermana al casting de la película. La comunicación que parece haber entre los dos cada vez que comparten la escena pone al espectador más allá de la ficción: le permite traspasar la cuarta pared e instalarse en el plató como si fuera parte del reparto o estuviera asistiendo a uno de los ensayos. Los primeros planos de A nuestros amores revelan al menos dos rasgos encantadores de aquella Sandrine Bonnaire que hacía de lo que era: una quinceañera abriéndose a la vida, el sexo, los amores, el alejamiento de la casa paterna, las primeras frustraciones adultas, la autonomía. Hablo de esa nariz suya que tiende a redondearse como si se tratara de una pelotita de golf, y de su frente ancha (lisa también, aunque la lisura de su piel haya sido signo dramático sobre todo utilizado por Pialat un par de años después en Bajo el sol de Satán), pero también el rombo formado por los límites superior e inferior de la nariz y la barbilla y los laterales de las comisuras de los labios cuando sonríe mientras se le aniña la mirada. Fiel a su estilo que parecía ser el de poner siempre toda la carne en el asador, Pialat se jugó la parada brava de filmar el despertar sexual de una adolescente con una verdadera adolescente, y tampoco eludió mostrarla desnuda sin explotar el morbo erótico. Ello se debe en parte a la presencia de Pialat encarnando el rol de un padre consciente de que su hija está convirtiéndose en mujer, y atento a protegerla, casi que a celarla, cuidándose de no representar un tipo de intimidad tan estrecha que pervirtiera el vínculo, así como ausentándose físicamente en aquel tramo de la película en que ella experimenta su libertad sin trabas filiales, para mejor gravitar desde la ausencia. De hecho, es como si su falta depositara en el espectador, proclive desde entonces a contemplar la vida de esta chica desde un fuera de campo no voyeurístico, la responsabilidad del punto de vista paterno. No es entonces importante aquello que las imágenes muestran sino lo que ocultan: la casa y la mirada protectoras que esa chica está aprendiendo a dejar atrás. Por eso la hermosa aparición del padre al final de la película, justo antes de que ella se vaya al extranjero, para darle un último consejo, una especie de advertencia que no tiene nada que ver con el rol restrictivo al que suele reducirse la paternidad, y parece dado por un amigo cuya autoridad viene dada por el afecto y la experiencia dolorosa en lugar de la sangre y el deber institucional.
Vardabundear. Sin techo ni ley empieza con un cadáver (toda película, si se quiere, es el cadáver del hecho filmado) y una voz off que debe ser la de Varda avisándonos que lo que veremos es la reconstrucción de un hecho real: los últimos días de vida de una chica que murió de frío en una zanja. La chica en la película es Sandrine Bonnaire y quienes cuentan que se cruzaron con ella tienen muchas chances de haber sido verdaderamente quienes vieron por última vez a la vagabunda real representándose a sí mismos, en lugar de actores.O puede ser que la película haya sido interpretada por unos y otros. Lo único que vale a esta altura de la circunstancias es que esa chica resucita de la manera más concreta posible gracias al cine. Que el cine le da la visibilidad que no tuvo en vida, pero no celebridad sino esa entidad afectiva que individualiza un destino anónimo. Porque lo que ha quedado de ella (si Mona Bergeron acaso existió con ese nombre) son recuerdos aislados, rotos y anónimos distribuidos entre los que la trataron durante los últimos días, esos restos queridos a partir de los cuales Varda hace su cine y con los que no aspira a restaurar una totalidad o explicar una vida dándole sentido a la muerte, sino a transmitir algo cercano a lo experimentado por alguien durante unos instantes (que en su cine suele ser el tiempo que tarda en sacarse una foto). Su muerte es tanto responsabilidad social como individual, y una de las más notables decisiones de la película es resaltar la orgullosa soledad del personaje, su reticencia a toda estabilidad, sin que ello signifique afán alguno por terminar sus días como lo hizo, sino búsqueda de otra cosa, acaso menos radical y más amable de lo que uno supone. Plano fijo frontal y travellings son las dos grandes marcas visuales de Sin techo ni ley. El primero permite mirar a los testigos de su paso, tanto como escuchar breves monólogos interiores en los que algunos de ellos reflexionan sobre sí mismos a partir de haberla conocido. Los segundos, sobre todo laterales, doce en total, acompañan el deambular de esa chica que elude y desafía toda mirada paternalista que aspire a fijar bien intencionada o violentamente su errancia.
La hermana de Sabine. Además de actuar, Sandrine Bonnaire también ha dirigido una película. No sabemos si repetirá la experiencia, que es excepcional. En todo caso, uno tiene la impresión de que las razones que le movieron a hacerlo han sido de índole personal o familiar, del todo íntimas, antes que estéticas. La película en cuestión lleva por título Elle s’appelle Sabine o Ella se llama Sabine y es un retrato de su hermana, aquella a la que Sandrine acompañara cuando el casting de A nuestros amores, autista internada desde hace unos cuantos años. Sandrine es aquí la otra Bonnaire, la que esta vez casi no aparece delante de cámaras, la que dirige nuestra mirada, entre otras cosas para cuestionarse la relación que ha tenido con su hermana, en una versión de la culpa del sobreviviente que sería la culpa del ‘sano’. Esto no quiere decir que sea el centro de atención y que se valga de su hermana para ser, de nuevo, el centro de atención del espectáculo. Sandrine no sólo sigue a Sabine cuidándose de no opacarla ni siquiera con la voz, ya que no aparece casi nunca en cámara, sino que también usa material de video y fotográfico para que la conozcamos cuando era más joven y no tenía problemas de salud o aún no se los habían detectado, así como da cuenta de la profunda relación que puede establecer con ella a pesar de los impedimentos. También cuestiona el sistema de salud francés, carente durante demasiado tiempo de instituciones destinadas a tratar esta clase específica de cuadros, y no disimula errores, demoras o decisiones paternas y propias. Por si esto fuera poco, aprovecha con pasmosa naturalidad las posibilidades formales del digital jugando con las reverberaciones de la luz en el agua y los vidriosos primeros planos mediados por cristales, además de la conciencia con que deja que pese el fuera de campo en el que ella se encuentra, supuestamente a resguardo de nuestra mirada, pero descubierta por los autistas que están poniendo siempre en riesgo ese lugar seguro suyo detrás de las cámaras, que es también el nuestro como espectadores.