En el primer capítulo de El amor después del amor, la serie de Netflix sobre Fito Páez, un Fito todavía niño encuentra en las bateas de la disquería a la que el padre lo lleva todas las semanas el primer disco de Sui Generis. Lo mira con curiosidad, sin saber bien la razón, al fin y al cabo tiene unos diez años, en casa no se escucha rock, y entonces es difícil que haya sentido hablar alguna vez de la banda. En ese instante entra una chica (lentes grandes, bandana colorida), se para frente a la batea de al lado, agarra un ejemplar del mismo disco, ve cómo Fito mira la tapa y le dice, sin aclarar de quién habla: “¿Sabías que hizo el servicio militar? Dos meses, en el sur. Para que lo den de baja se tomó un frasco entero de pastillas. Casi se va para arriba. Después compuso ‘Canción para mi muerte’”. La escena resume pronto lo que la serie hace con las canciones: las convierte en expresiones directas de una biografía. El disco de Sui Generis se llama Vida. El amor después del amor cree que la vida es un epifenómeno de la psicología, y que las canciones no tienen más caras que las que expresan los estados de ánimo de sus autores, o como mucho de la sociedad a la que sus autores pertenecen.
En un punto, es lógico: El amor después del amor es una biopic dura y pareja, lo que implica una reducción de la experiencia estética a las dimensiones psicológicas y (en menor medida) sociales del arte. ¿Qué es para la serie “Dejaste ver tu corazón”? La expresión del amor de Fito por Fabiana Cantilo, que se fue de rosca con la vida intensa y pasó unas semanas internada; la narración de este episodio obliga a entender (e invita a detenerse ahí) que las “cuatro paredes de cal” sobre las que canta Fito son las paredes de la habitación del hospital o el hospital mismo, y también, por supuesto, que los “dos que se aman” son ellos. ¿Qué es lo que la serie destaca en “Viejo mundo”? La notación de ciertas circunstancias: cuando Fito canta “Se fueron una a una las estrellas” o “Se fueron del cielo las estrellas” (el verso flota todavía) es porque está probando las estrofas al amanecer, en una terraza.
Aunque anecdóticos, ninguno de estos datos es enteramente inútil: tienen su parte en la historia más superficial de las canciones y alimentan la narración de una vida, que es lo que la serie busca. El problema es que los motivos por los cuales esa vida se nos volvió importante no reciben la atención ni la honra que merecen. Una cosa es el servicio militar de Charly. Otra cosa es “Canción para mi muerte”, porque aun cuando esta última reciba del servicio militar un impulso de existencia, su naturaleza es diferente. Es esto, precisamente, lo que la serie decide reducir a apuntes sueltos (un fa resbaladizo, un bajo, un hi-hat, una española rescatada de la heroína por «Ámbar violeta»), demasiado débiles como para llamar la atención en una trama que insiste en relacionar el presente con la infancia en Rosario, y que tiene como emblema una imagen uterina: Fito en aguas profundas, doblado sobre sí, o en la bañadera o en la cama, acurrucado. (¿Los piolas de siempre ya dijeron: “Feto Páez, juju”?)

El episodio de la disquería establece el criterio general de la serie, que atrapa a las canciones en redes pequeñas: o bien las presenta como expresiones de cosas que les pasan a sus autores, o bien las pega a sus circunstancias más inmediatas. Como la primera, esta última operación no involucra solo a canciones de Fito (“Viejo mundo”, “Un vestido y un amor”). Alcanza también a canciones de otros. En un momento, después de esperarla durante horas en la pizzería en la que habían quedado en encontrarse, Fito busca a Fabiana en un boliche. Cuando entra, Virus toca “Amor descartable”. Esto le permite a la serie dos cosas: sumar otro elemento de época (después será el turno de Don Cornelio) y utilizar los primeros versos de la canción (“Encontrarte en algún lugar / aunque sea muy tarde”) para ilustrar lo que vemos. El peso que adquiere esta función parasitaria es tan notable que no importa que Federico cante sobre un amor contrario al que ocupa la escena.
(La ley ilustrativa invade todo: después del asesinato de las abuelas, Fito aparece con una remera de The Cure).
Un tratamiento como este es demasiado poco para “Tres agujas”, para “Giros”, para “Ciudad de pobres corazones”. Fito confió siempre en su vida como material cancionable. “Del 63” lo dice pronto: es el primer tema de su primer disco, y es una autobiografía. Pero al mismo tiempo que se miraba a sí mismo y cumplía con ciertas ceremonias de identidad, Fito mostraba una feliz vocación metamórfica, presente tanto en la amplitud de estilos y tradiciones musicales a las que recurría como en ciertas estrofas de “Viejo mundo” y “Un rosarino en Budapest”, en las que en lugar de decir “yo” juega a decirse otro, no importa si humano, animal, paisaje o cosa. Esta doble cara (identidad y metamorfosis) existe en las canciones: dicen algo sobre su autor, pero no más de lo que dicen sobre quienes las convierten en parte de su vida. Ese momento de “Al lado del camino” en el que Fito canta “Yo puse las canciones en tu walkman” es, además de algo engreído (tal vez por eso en vivo suele cambiar el verso siguiente: “el tiempo a mí me puso en otro lado” por “el tiempo a mí me puso muchos años”), absolutamente cierto. Pero no las puso para que las mantengamos pegadas a su persona sino para que, simultánea o alternativamente, nos revelen y nos pierdan. Las grandes canciones de Fito (¿doce?, ¿quince?, ¿veinte?; como sea: una enormidad) exceden a su autor. Ese es su triunfo. La serie realiza la operación contraria y se las devuelve reducidas a su más baja expresión. Es la única manera en que puede hacerlo, porque en realidad es a ellas a las que el tiempo puso en otra parte, el único lugar en el que las obras de arte son posibles. Una canción es una posibilidad de vida. Un marcapiel. El amor después del amor aspira a que no sea diferente de los muebles, la ropa, el Renault Fuego o las cabinas de Entel: apenas un testimonio.