Traducción: Natalio Pagés
Para las altas esferas de la industria cinematográfica, un Renoir en la pared equivale a un Rolls Royce en el garage. El otro Renoir, que vivía en Hollywood y murió aquí la semana pasada, no gozaba de la misma consideración.
Si exceptuamos a los islámicos y japoneses recién llegados, podemos asegurar que los propietarios de los cuadros de Pierre Auguste Renoir en Bel Air y Beverly Hills están todos relacionados con el cine. Y también podemos afirmar que ninguno de ellos ha estado relacionado, ni de lejos, con películas comparables a las obras maestras del hijo del pintor, Jean Renoir.
La comparación entre el cineasta y su padre no es tan fácil. Tampoco es necesaria. Jean Renoir se erige por sí mismo: el más grande de los directores europeos; muy probablemente el más grande de todos los directores, una silueta gigantesca en el horizonte de nuestro siglo menguante.
Hizo su primera película en 1924, la última en 1969. He aquí sus películas más conocidas: “Tire au Flanc”, “Boudu Saved From Drowning”, “Toni”, “The Crime of M. Lange”, “A Day in the Country”, “La Grande Illusion”, “La Marseillaise”, “The Human Beast”, “The Rules of the Game”, “The Southerner”, ‘The River”, “French Can-Can”, “Picnic on the Grass”, “The Elusive Corporal”, “The Little Theater of Jean Renoir”.
Algunas de ellas fueron fracasos comerciales e incluso, en su época, de crítica. Otras fueron aclamadas. Ninguna fue un éxito de taquilla. Muchas son inmortales.
«Una palabra que ha perdido todo significado en la jerga de los productores es ‘comercial'», escribe Renoir en su autobiografía. «Una película determinada es una obra maestra y ha gustado al público de los cines menores, pero es ignorada por los grandes distribuidores porque no es ‘comercial’. Esto no quiere decir que no haga dinero, sino simplemente que es un tipo de película que no atrae a los hombres de dinero. Incluso después de que ‘La Grande Illusion‘ produjera una fortuna para su productor, tuve dificultades para conseguir dinero para mis propios proyectos».

Tuvo que esperar mucho, a veces varios años, antes de poder realizar otra película. Varias de sus primeras películas las financió de su propio bolsillo, y cuando ese dinero se acabó, vendió algunos de los cuadros de su padre para conseguir más y hacer más películas. El precio de un Renoir ha subido desde entonces. ¿Quién sabe? Algunos de esos mismos cuadros quizás estén colgados hoy en las hermosas casas de los hombres de dinero de Bel-Air. Por el precio de uno o dos de esos cuadros, podrían haberse comprado un largometraje: un Jean Renoir original.
Sin embargo, sería injusto reprochar a Hollywood sus malos tratos sin reconocer que los problemas de Renoir fueron igual de dolorosos durante sus años en la industria cinematográfica francesa. «Cuando pienso —escribe— en la lucha infructuosa que ha llenado mi vida, me asombro de mí mismo. Tantas concesiones humillantes y sonrisas desperdiciadas. Y, sobre todo, ¡tanto tiempo perdido!».
Renoir se ha convertido en una figura paterna, una especie de santo en el establishment académico del cine mundial. Sin embargo, aunque siempre tuvo fervientes partidarios, a lo largo de los años se ha producido una larga y turbia disputa sobre qué largometrajes son «verdaderos» Renoir y cuáles son, si no «falsos», al menos lo que muchos estetas franceses denominan «fraudes». Desde sus comienzos, y en numerosas ocasiones a lo largo de su dilatada carrera, se le ha acusado de abandonar el realismo social, o de alejarse de la «naturaleza» hacia una cándida teatralidad que indigna a quienes pretenden vincular su obra al impresionismo de su padre, o a quienes califican las películas según su contenido ideológico.
Los que insisten en establecer una analogía entre las imágenes en movimiento de Renoir y las pinturas de su padre olvidan que Pierre Auguste se alegraba de la invención de la fotografía por haber liberado a la pintura de las aburridas tareas y las monótonas obligaciones del realismo fotográfico.
En cuanto a Jean Renoir, dijo: «La preocupación de todo el que intenta crear algo en el cine es el conflicto entre el realismo exterior y el no-realismo interior». En cuanto a trabajar «cerca de la naturaleza», recordó que «la naturaleza son millones de cosas. Y hay millones de maneras de entender sus preocupaciones».

Un soplo de semejante alcance, esta amplitud de espíritu debe necesariamente, en algún momento, confundir a todo crítico. Los izquierdistas doctrinarios se sienten incómodos con el ardiente pacifista de toda la vida que fue piloto en la Primera Guerra Mundial y autor de dos de las grandes películas antifascistas. En repetidas ocasiones han denunciado lo que consideran su amoralidad política.
«Un tema», decía Renoir, «es exactamente como un paisaje para un pintor. Es sólo una excusa. No se puede filmar una idea”.
Escribió un precioso libro sobre su padre, un retrato cálido, perspicaz y afectuoso en el que habla del amor del pintor por todo lo vivo. «Cuando caminaba por los campos», nos dice, «mi padre hacía un curioso baile para evitar aplastar los dientes de león». Los ideólogos se han encontrado a menudo irritados y no poco desconcertados cuando Jean Renoir parecía ejecutar «una curiosa danza» propia. «Verán», explicaba, «hay en el mundo una cosa horrible, y es que cada uno tiene sus razones».
No hay etiquetas fáciles para un hombre así. Los hombres de dinero lo catalogaron tan inexactamente como los críticos. «Los productores», le dijo a la crítica Penelope Gilliatt, «quieren que haga las películas que hice hace 20 años. No, soy otra persona. Me he alejado de donde ellos creen que estoy».
Veinte años era un lapso de tiempo que aparecía a menudo en sus conversaciones. Jean Renoir nació en París el 15 de septiembre de 1894. «Siempre fui», me dijo una vez, «un hombre del siglo XIX, igual que mi padre se consideraba un hombre del siglo XVIII».
También decía que todo artista debe adelantarse 20 años a su tiempo. Y esto era mucho más difícil para el artista del cine, «porque el cine insiste en ir 20 años por detrás del público».
Conociéndolo como lo conocí, sé que no había nada de autocompasión y sólo una amargura seca e impersonal en su declaración a Gilliatt de que «los hombres de dinero creen que saben lo que quiere el público, pero la verdad es que no saben nada más que yo al respecto». Y cuando dijo, como hacía a menudo, que el error más peligroso de todos era «tener miedo de que el público no entendiera», no estaba defendiendo la inteligencia del público (no, «el público es perezoso»), sino proclamando la virtud de un cierto grado de ambigüedad deliberada.
Cuando nos esforzamos por lograr una claridad perfecta, lo que finalmente conseguimos es perfectamente banal. Ese, estaba seguro, era el verdadero problema de Hollywood: no es que se rinda culto al dinero, sino algo mucho peor; que se rinda culto a un ideal de supuesta perfección.

«Comprueban dos veces el sonido, para que el sonido sea perfecto, lo cual es bueno. Luego comprueban dos veces la iluminación, para que la iluminación sea perfecta. Pero también comprueban la idea del director, que no es tan buena. En el caso de lo físicamente perfecto —lo perfectamente inteligible—, el público no tiene nada que añadir y no hay colaboración. Una película muda era más fácil de hacer que una sonora porque faltaba algo. En el cine sonoro, tenemos que producir ese ‘algo’ que falta de otra manera. Tenemos que pedir a los actores que no sean un libro abierto. Que se guarden algún sentimiento, algún secreto».
No he hablado aquí del hombre del que me enorgullecía contar como amigo. Todos sus amigos le querían como se quería a Shakespeare, «de este lado de la idolatría».
Démosle la última palabra:
«A la pregunta: ‘¿El cine es un arte?’ mi respuesta es: ‘¿Qué importa?’ Se pueden hacer películas o se puede cultivar un jardín. Ambos tienen tanto derecho a llamarse arte como un poema de Verlaine o un cuadro de Delacroix. El arte es ‘hacer’. El arte de la poesía es el arte de hacer poesía. El arte del amor es el arte de hacer el amor. Mi padre nunca me habló de arte. No soportaba la palabra».
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Publicado el 18 de febrero de 1979 en Los Angeles Times