Un crimen común de Francisco Márquez pertenece a la familia de Rojo y Planta permanente: películas concentradas en sus temas, políticamente comprometidas (en el sentido más superficial que pueda adquirir esta fórmula) y con tantos problemas para encontrar un punto de vista cinematográfico que terminan, además de por ilustrar laboriosamente sus guiones, por trabajar en contra de sí mismas. En el caso de Rojo (Benjamín Naishtat, 2018) la representación de la sociedad civil cómplice de la última dictadura gira alrededor de la figura de un militante -quemado, violento, irracional- que esa misma sociedad civil podría haber imaginado. En el caso de Planta permanente (Ezequiel Radusky, 2019), las dos trabajadoras estatales protagonistas se comportan de manera tan miserable que terminan confirmando los prejuicios que el neoliberalismo dirige contra ellas y sus compañeros, incapaces de toda solidaridad. Un crimen común no tiene problemas tan notorios, lo que (en principio) la vuelve más coherente. De hecho, presenta una diferencia importante respecto de las otras dos películas, a las que en cierto modo enfrenta: si Rojo y Planta permanente proponen una mirada sobre sus temas desligada de toda posición política que no sea testimonial, Un crimen común pone en primer plano, desde un punto de vista situado, propio de la izquierda militante, las condiciones dentro de las cuales esa mirada nace y consigue reconocimiento. En efecto, a Cecilia, la docente universitaria para la cual el marxismo no es más que bibliografía, Márquez le opone un conjunto de actores distribuidos en segundo o tercer plano y en función de tiempos, espacios y compromisos alternativos. Contra cierta comodidad del presente, disfrazada incluso de crítica, el fantasma de la militancia de los años 70 y los signos concretos de una militancia nueva, que empuja hacia adelante. Contra la geografía de clase media compuesta por la universidad y el barrio bueno, una geografía no homogénea, con agentes capaces de poner en relación el aula y la villa. Contra el cierre de la vida en la preocupación familiar y profesional (el divorcio, la crianza de un hijo, la carrera académica), el compromiso con los postergados y la coherencia intelectual: si enseño a los teóricos de la izquierda, asumo, o por lo menos comunico sin limarla, la práctica que su pensamiento presupone y alimenta. Dicho todo esto en palabras de Gramsci, que le ofrece a la película algunos de sus conceptos fundamentales: Cecilia es una intelectual tradicional, no una intelectual orgánica; y como sus temas son revolucionarios, la distinción se vuelve todavía más notoria.
Este es el problema que identifica Un crimen común: la separación que instituyen determinadas prácticas sociales (la carrera académica, por ejemplo) entre unos contenidos que se quieren parte de la transformación que auspician, tanto si se trata de manifiestos como de esfuerzos teóricos, y unos usos que los convierten en mera bibliografía. Cecilia tiene con los libros de su biblioteca y su programa de estudios (que parecen ser los mismos, lo que como cualquier lector sabe es un problema serio) un vínculo profesional, que no la compromete más que superficialmente con lo que esos libros sostienen. Es lo que deja en evidencia el episodio sobre el que la película gira. Una noche, la profesora que enseña a Althusser, y que tiene una empleada doméstica con la que almuerza y hace bromas, se queda sin reacción cuando debe intervenir por un pibe (Kevin, el hijo de la empleada) que después aparece asesinado por Gendarmería. Además de la violencia institucional sobre jóvenes que están expuestos a ella por su posición social y color de piel (por pobres y por negros), y que se presenta en la película desde el comienzo, cuando la policía maltrata a un chico sin porqué, el episodio expone la ruptura entre teoría y práctica, que es el punto que le interesa a Márquez.
(O si se quiere decir de otra manera, y decir también algo más: expone la pérdida de esa moral básica e ineludible que dice que lo que sale del pico se sostiene con el cuero, y que si no, mejor dedicarse a otra cosa, o al menos hurgar en la culpa, lastimarse, entregarse como cordero al altar del autodesprecio, tal vez vivir con ironía, ¡con cinismo incluso!, o filmar aunque más no sea películas ínfimas como Autocrítica de un perro burgués1, algo diferente de la conciencia limpia y la superioridad moral en las que a tantos les gusta regodearse. Si no sos Fortinbrás, sos Hamlet. Si no actúas, sufrís. Lo que no hacés nunca es solamente predicar. Por eso, las figuras del artista y del político- que no se entienden entre sí, y que tan a menudo y lógicamente se rechazan, por forzar uno las cosas hacia la autonomía y el otro hacia la organicidad- son siempre más interesantes que la del intelectual de carrera, cuyo problema es menos su proverbial falta de humor y coraje que la seriedad obediente que predica. Una seriedad calculada, respetable, genérica, propia del que posa como un pensador y no ofrece más que lugares comunes para enterados. Una seriedad que no compromete la vida).

Cecilia le hace honor a su nombre (la ciega) e ignora todo esto. No es que sea jodida: una mezcla de culpa y buena voluntad la lleva al lugar donde la gente reclama por el asesinato, al velorio, a abrazar a su empleada y a pagarle el sueldo hasta que sea necesario, no importa cuándo retome las tareas. Lo que ocurre es que está completamente desconectada de las bases que le otorgan o le quitan pertinencia a su bibliografía, y cuando toma contacto con ellas no entiende nada y queda expuesta en su banalidad. Por este motivo podría decirse, fácilmente: la protagonista de Un crimen común no es Cecilia, es la ideología. Pero si lo dijéramos así, en pos de una frase con pretensiones críticas y empaquetada ya para el aplauso, olvidaríamos que es justamente ese uno de los problemas de la película: no tener un personaje que se resista a ilustrar sumisamente los conceptos para los que fue imaginado.
Tiene cierto interés el hecho de que Cecilia aparezca enseñando a Althusser, sobre quien Edward Thompson escribió su ensayo Miseria de la teoría (nombre cercano al punto de vista de Márquez) en el que habla del filósofo francés como de un enemigo del marxismo nacido del mismo marxismo. Pero en realidad, esto importa poco, ya que Althusser es antes que nada el autor de un título con el que Cecilia no cumple: La filosofía como arma de la revolución, que es como se llama el libro que al comienzo de la historia la mujer saca de la biblioteca de su casa y que la película señala para que no lo dejemos pasar. (En el registro de Márquez este señalamiento no se hace con un plano detalle ni con un zoom sino extendiendo la duración del plano medio, según un modo no clásico y equilibrado que podemos llamar moderno-académico y que es hoy el código dominante de los festivales de cine). Pronto, Cecilia queda ante los espectadores con una falta moral y una falta teórica, distinción contra la que también apunta Márquez. La película la sigue todo el tiempo para que podamos ver los modos en que una conciencia cada vez más inquieta le presenta cargos por cobardía, y nosotros (que, estando siempre a su lado, sabemos más que ella) también podamos presentárselos por incoherencia. Cecilia no puede concentrarse, no come, no duerme bien, se siente perdida. Su calvario no concluye en el arrepentimiento o en la toma de conciencia, que exigen la asunción o la trascendencia de la culpa, sino en una expiación brutal, que termina por confirmarla en el lugar al que pertenece y que constituye uno de las decisiones más arriesgadas de Márquez. Al comienzo, su hijo sale del tren fantasma. Al final, ella sube a la montaña rusa, y en el recorrido, del cual su espíritu es metáfora, libera la carga y queda lista para la jefatura de trabajos prácticos y para las clases sobre Althusser o quien sea. Como el peluquín que se pone Grandinetti al final de Rojo, la risa naciente de Cecilia es la aceptación definitiva de un rol social falso y seguro. En términos que ya no se usan: de un rol burgués, que es la clave del asunto, y que incluye también a quienes, teóricamente, dicen cuestionarlo. Porque claro: ahí donde Naishtat elige un monstruo banal de derecha, Márquez elige un monstruo banal de izquierda, tan diferentes en su sentido común (lo que en términos políticos es central, ya que determina, por ejemplo, un marco de posibilidades para el voto) como parecidos en la disociación, la hipocresía y el afectado moralismo que segregan (lo que en términos estéticos es decisivo, ya que determina el peor tipo de relación que un cineasta puede establecer con sus materiales y, por su intermediación, con los espectadores).
(En este punto, resulta curioso, por decirlo amablemente, que buena parte de los cineastas que más importan -de Pialat a Favio, de Ferreri a Buñuel, de Fassbinder a Renoir- haya dedicado su obra a mostrar que la vida es posible, e incluso únicamente posible, por fuera de estas morales falsas, y que busquen ser traducidos a la misma moral que desafiaron. El caso más escandaloso es el de Pasolini, que pasa hoy por cineasta progresista. Se trata de un fenómeno amplio, con historia, que sucede cuando el dispositivo institucional convierte el arte en cultura, y también muy de este tiempo, políticamente defensivo -el keynesianismo es de izquierda- y estéticamente calamitoso -el puritanismo impone sus criterios de izquierda a derecha y ya no quedan muchos con el coraje de desafiarlos).

Manteniéndose siempre cerca de su protagonista, Márquez aumenta progresivamente la distancia que la separa del punto de vista de la película. Cecilia está siempre en falta. Al viejo militante que la cuidó (y que lo sigue haciendo: ahora la ayuda para su concurso universitario), lo traiciona por no continuarlo en las condiciones que le tocan. A los jóvenes que quieren tomar contacto con el pueblo, los desautoriza. Estos personajes (un pibe y una piba, alumnos de Cecilia) representan el camino a seguir, lo que permite notar en Un crimen común un cierto luckascsimo, como si a la demolición de una figura falsa tuviera que acompañarla la construcción de una figura superadora, que sirva de ejemplo. Las dos escenas en las que participan funcionan como segundo marco (el primero es el parque de diversiones). Al comienzo, los chicos le cuentan a Cecilia sobre una ponencia que están preparando y que pretende poner en cuestión los criterios universitarios por medio de la interacción con los sujetos sociales reales y ella los corrige según una grilla bien estudiada: no se entiende qué marco metodológico van a usar, no se sabe qué autores sustentan la investigación, no queda clara la hipótesis, ustedes tienen un saber, van a hablar en un congreso y no en el barrio. Eso que los pibes quieren hacer es lo que no hace Cecilia cuando Gendarmería mata a Kevin y toma contacto con lo que ocurre aulas afuera, más allá de la bibliografía. Ahí, en la villa (cuyas necesidades Márquez acierta a mostrar junto con casas humildes y cuidadas, con patios floridos, porque la pobreza está constituida también por las resistencias que le presentan los pobres), la abogada de una organización de base, que es donde se quiere situar la película, arma la causa con la madre del chico asesinado y Cecilia se encuentra totalmente fuera de lugar. “No quiero molestar”, llega a decir. Un minuto después, está en la pileta donde nada su hijo hablando con una colega que le dice que por qué no vuelven a poner en la bibliografía Las palabras y las cosas. No se trata de ninguna alusión teórica. Igual que el de Althusser, el libro de Foucault es puro nombre: ilustra el conflicto que enfrenta Cecilia, que es todo bla bla.
A ese callejón sin salida, Márquez le abre una puerta militante. En el segundo encuentro antes de la ponencia, una vez que Cecilia ya pasó por buena parte de los episodios que la película le asigna, los estudiantes llegan con el proyecto corregido y dicen: utilizamos como marco teórico el concepto de filosofía de la praxis de Gramsci y la tesis once de Marx. Hay que cambiar el mundo, no solo interpretarlo, y hay que devolverle a los libros su capacidad de comprometer a los lectores en la transformación, no solo en una carrera. Así, el título de Althusser sale del programa y encuentra los sujetos que pueden honrarlo y el concepto capaz de integrar teoría y práctica. De hecho, Un crimen común es casi una ilustración de “Contra el hizantinismo”, uno de los fragmentos escritos por Gramsci en la cárcel: “Puede llamarse ‘bizantinismo’ (o ‘escolasticismo’) la tendencia degenerativa a tratar las cuestiones llamadas teóricas como si tuvieran valor por sí mismas, independientemente de toda práctica determinada”. Gramsci habla en el texto de la “tribu de los teóricos”, de los “remasticadores de frases”. Es decir, de todas las Cecilias de este mundo.
Ahora bien, todo esto, de indudable coherencia, está dicho tantas veces, y de maneras tan esforzadas y falsamente elegantes, que deja muy en primer plano el problema de Un crimen común. Es posible (al menos para mí, claro) acordar con algunas ideas de Márquez. Nadie honesto puede decir que está del lado de un pueblo al que desconoce o desprecia, y nadie honesto puede decir palabras que comprometen a la acción si esas palabras no lo involucran verdaderamente. Cecilia se parece un poco a toda esa agente buena y aficionada al cine que cuando murió Solanas compartió en sus redes el fotograma de La hora de los hornos con la frase de Sartre -”Todo espectador es un cobarde o un traidor”- para que otros la vieran y comentaran, y entonces todos fueran felices con la radicalidad que regalan las consignas que no vivimos. Pero independientemente de si se acuerda o no con este señalamiento, y de si se acuerda o no con que merezca por sí mismo una película, el asunto es que la puesta en escena de Un crimen común vuelve todo imperdonablemente esquemático y por lo tanto ataca aquello que debería otorgarle legitimidad. Es un problema de base. Un carácter como el de Cecilia, tan estereotipado, resulta menos propio del drama que de la sátira, en la que son posibles títulos como La becaria roja, La tuitera jacobina o La expropiadora de Puán, y en la que son habituales la virulencia y el remache. En el registro serio y con aspiraciones de viaje al fin de la conciencia que elige Márquez, el esquematismo y las facilidades a las que recurre demuelen la pertinencia de su crítica y habilitan la chicana inversa: si a Cecilia le falta pueblo (o clase), a Un crimen común le falta cine.

Y es que más allá de sus diferencias, el sistema de comunicación de ideas de Un crimen común (es mejor llamarlo así que puesta en escena) se parece mucho al de Rojo. Como Naishtat, Márquez hace esfuerzos denodados por encontrar imágenes que sean claras e indirectas, de ahí la preeminencia del eco y la metáfora. Este proceder requiere de dos cosas. Primero, la elección de lo que se aspira a decir (y que sea capaz de reducirse a una expresión simple). Después, la elaboración de planos y escenas que comuniquen al mismo tiempo el mensaje y el rodeo, como para que la comprensión sea sencilla y se imagine además digna de aplauso. Todas las escenas que ilustran la enajenación progresiva de Cecilia responden a este criterio. Cuando habla por teléfono con alguien cercano a la empleada, la vemos duplicada en el espejo. Cuando hace unas fotocopias del DNI, dice que se ven borrosas.
No solo estas facilidades trabajan contra la película. La escena traumática, que concentra tantos esfuerzos, resulta tramposa en términos dramáticos. En el medio de la noche, una mujer que vive sola con su hijo escucha que le golpean la puerta y las persianas. Se asusta, como es lógico. Espía por entre la celosía y alcanza a reconocer, no sin dificultades, que el que la busca es el hijo de su empleada, a quien conoció poco antes cuando pasó a buscar una mesa y al que ahora persigue la policía. No reacciona bien. No abre la puerta. Esa es la carga que lleva durante la película. Si hubiera abierto, tal vez Kevin estaría vivo. La pregunta es por qué la escena está planificada como si fuera un thriller si el estremecimiento no va a ser contemplado en ningún momento como parte del problema moral que enfrenta (o que no enfrenta) el personaje. De otra manera: si el acento iba a estar puesto sobre la falta de compromiso de Cecilia, sobre su cerco ideológico (sobre su irremediable carácter burgués), lo más coherente habría sido que tuviera más chances, que no estuviera dormida, que conociera bien a Kevin, que el clima no fuera tan agresivo y tronante y entonces el pibe pudiera hacerse escuchar, que el plano subjetivo que nos pone en el lugar de Cecilia mostrara con claridad la cara del muchacho (no segmentada por la gorra y las maderas), todas cosas que dan un margen de acción mayor, sensible tanto para el personaje como para los espectadores. Justo al revés de lo que sucede en Rojo, en la que Grandinetti carga durante toda la película con una acción decidida con tiempo (el abandono del loco moribundo que después resulta ser un militante), Márquez arroja a su protagonista al desastre moral -o a la evidencia de que ya vive en él- a partir de una falta ante la que podría presentar algunos atenuantes, y que debido a que se agrava con el correr de los minutos (primero por el silencio, después por la confesión tardía y finalmente por la purga abyecta en la montaña rusa) bien podría haber tenido un origen menos estentóreo.
Es inevitable que una película que cuestiona una tarea intelectual ligada a la izquierda en sus contenidos pero desligada en su práctica de la acción transformadora reciba a su vez un cuestionamiento por la contradicción performativa que supone. Debido a su propia condición, Un crimen común está más cerca de Althusser o Gramsci en el aula que de la militancia en el barrio. Y debido a su falta de fortaleza estética, está lejos de resolver este problema de la manera en que el cine puede hacerlo, es decir, imponiéndose en sus términos y volviéndolo impertinente, incluso risible, porque es su privilegio (como el de todo arte) modificar el régimen de los valores. Un recuerdo entre tantos posibles: Visconti hizo el melodrama anticapitalista Rocco y sus hermanos sostenido en relaciones sociales propias del capitalismo. La película redime esta fácil contradicción no por motivos dialécticos sino estéticos, hasta convertir el señalamiento en algo ridículo. Como Un crimen común -con sus escenas siempre ilustrativas y su deliberado carácter respetable- no logra dotarse de autoridad, el problema permanece siempre en primer plano y Márquez queda expuesto por lo menos a dos cosas. Primero, a otro principio ineludible: ese que dice que cada vez que alguien levanta el dedo tiene que prestar atención al estado de sus uñas. Luego, a cumplir el triste papel de ejemplo. Como muestra Un crimen común, es hora de que el cine que se quiere de izquierda y con voluntad de contacto abandone las pretensiones de elegancia media y vuelva a aspirar al tesoro último del cine político: una forma en condiciones de desbordarse hacia los espectadores y conseguir su adhesión. Una forma faviana, delcarrilista, sollimanesca, libre de academicismos. Una forma al mismo tiempo popular, combativa y autónoma.

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1 En la película de Julian Radlmaier aparece una representación de esta figura absurda: el cineasta que quiere hacer una película comunista y que cuando la presenta en un festival, que es el único lugar que conoce, solo es capaz de poner en palabras su desprecio por aquellos en pos de quienes dice actuar. Primero recita sus lecturas de izquierda: “Creo que el capitalismo global se ha vuelto tan complejo e invasivo que incluso es difícil representarlo. ¿Cómo cambiar algo sobre lo cual ya no podés pensar? Y por otra parte, creo que el capitalismo ha colonizado por completo los deseos de las personas”. Después, consultado por el papel de la clase obrera, descarga su desprecio de burgués idiota, recurriendo por supuesto al concepto que (a espaldas de su formulación) se ha convertido en su emblema: “Ha habido un triste deterioro intelectual de la clase trabajadora o de lo que queda de ella. Hice algo de investigación para la película y me impresionaron los conceptos absurdos sobre política de la gente que conocí. Quizás a eso se refería Deleuze cuando dijo que hoy en día el pueblo falta”.
[…] Sobre «Un crimen común», de Francisco Márquez […]
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