(La versión original de este texto fue publicada en El Amante).
Un lector nos acusó de olvidar a Bava. Dudamos entre decapitarlo con un DVD virgen o escribir algo al respecto. Para evitar que se malinterpretara lo que hubiera sido nuestro gesto de gratitud más entrañable, nos decidimos por la segunda opción y confeccionamos este perfil despedazado, pero amoroso, sobre uno de los más grandes cineastas de la historia. Pasen (a degüello) y vean.

1. La cosa empieza que da gusto: una mujer que no es cualquier mujer sino Barbara Steele (icono del fantástico europeo de los ’60 que trabajó con Fellini, Margheriti, Corman, Freda, Cronenberg y Dante entre otros) ha sido sentenciada por bruja en una Edad Media brumosa y sombría de estudio barato. Hay humo, telones pintados, montecitos de cartón piedra, muchos oficiantes vestidos de cilicio y relámpagos idénticos a sí mismos cada quince o veinte segundos. La mujer -asustada, lujuriosa y agresiva- maldice a sus victimarios antes de que la ejecuten. Un hombre se acerca a ella con una máscara en la mano. Los ojos de la mujer parecen salirse de las órbitas al verlo venir. Una subjetiva suya de la mano del verdugo acercándose a su rostro nos impone la dolorosa magnitud de la tortura que le espera: gruesas, largas y afiladas puntas adosadas al dorso de la máscara que le destinan prometen horadarle pómulos, pupilas y mejillas. Por un momento también somos la víctima en vísperas de quedar adheridos a una doncella de hierro facial. La máscara tapa la lente y oímos el grito atravesado de la Steele. Otro verdugo, con el torso desnudo cubierto de vello y la cara tapada por una capucha, se acerca cargando con las dos manos una pesada maza de madera. Mide la distancia y de un solo golpe incrusta la máscara en la carne firme y blanca de la mujer. La estridencia tipográfica, trompetística, surtidora y sangrante de los títulos reza (¿a Lucifer?): La maschera del demonio (también conocida como Black Sunday, a no confundir con Black Sabath o I tre volti della paura, que es con Boris Karloff).

2. “¡Qué ternura! Parece un chico que en vez de jugar con autitos y rastis lo hace con la cámara, los reflectores y la escenografía”. Eso fue lo que me dijo un espectador después de ver Danger: Diabolik, lección lúdica de cine filmada justo antes de que Roger Vadim rodara Barbarella en 1968 para el mismo Dino de Laurentiis que usó la película de Bava como telonera promocional del kitsch artie con Jane Fonda (una generalización reductora posible del cine francés podría consistir en verlo como un simulacro triste y decadente del estadounidense que coquetea siempre con lo nebuloso y lo informe, mientras que el italiano sería una versión festiva, grosera, carnavalesca, operística y bárbara). Después de haber sido el fotógrafo de 50 películas en 20 años, contribuir al tallado de orfebrerías de Riccardo Freda como Caltiki, il mostro inmortale (1959) e I vampiri (1956), o dirigir junto a Raoul Walsh y Jacques Tourneur, en 1960 firma las imágenes de su ópera prima como Mario Bava (después también lo haría como John Foam, Marie Foam, John Hold, Mickey Lion o John M. Old). Tiene 56 años y rodará 24 películas en las próximas dos décadas.

3. ¿A Mario Bava le sentaba mejor el fantástico que el western? Dar por sentado que I coltelli del vendicatori (Knives of the Avenger) es un western no es mentir, pero sí lo es faltar a la verdad primera, superficial, inmediata, de que se trata de un peplum con vikingos en vez de romanos. Sucede que su estructura responde a la de un western y, exceptuando a los forzudos que pasaron de la lucha libre a protagonizar este tipo de películas en las que siempre había una pelea apenas un poco menos larga que la que sostienen hasta la extenuación -propia, del plano y del espectador- los de They Live (Sobreviven, explícito homenaje de Carpenter al peplum, subgénero itálico que le quitó solemnidad a la épica histórica del kolossal y cuyos antecedentes se remontan al mudo e influenciaron al propio Griffith), tenemos gente a caballo que no conforma ejércitos sino bandas de hombres errantes, un héroe solitario a perpetuidad, sus contrapicados estatuarios a lomo de caballo, una mujer que es madre y esposa a la espera de un hombre que provea lo necesario para vivir, la atienda y críe a su hijo, una taberna con dueño símil mexicano, un duelo que aquí no es a punta de pistola pero tampoco espada en mano sino cuchillos volando, y hasta una banda sonora con reminiscencias de balada folk americana y puntuaciones humorísticas de spaghetti (Roy Colt y Winchester Jack no sólo es un buen título sino una muy divertida contribución suya al subgénero). Si me gusta más el Bava fantástico es porque tanto el terror (La maschera del demonio) como el melodrama de época con elementos sobrenaturales (La frusta e il corpo), el giallo (Sei donne per l’assassino) o hasta la parodia pop al cine de espías proveniente de la historieta (Danger: Diabolik) le permiten desplegar su fabulosa retórica lumínica, de la que aquí tampoco prescinde, pero modera debido al mucho más austero trasfondo moral del western. Aunque a Bava, esteta de la barbarie, todo el cine le sentaba bárvaro.

4. Eugenio Bava fue un escultor que se dedicó al diseño de sets cinematográficos, asistió a Segundo de Chomón en la elaboración de los efectos especiales de Cabiria (1913) y fue fotógrafo de alguna de las más importantes súper producciones mudas italianas, además de dirigir algunas películas. Todas las de su hijo son tangibles, tanto porque el ojo es salpicado por un despliegue de color que se percibe voluminoso, como por la sensual utilización dramática de una utilería ostensiblemente expuesta. A Mario Bava le gustaba definir su trabajo como la “construcción de una historia con las manos” y a los actores los tranquilizaba diciéndoles que “no sabía si era un buen director, pero sí que era buen fotógrafo”. Su filmografía, sin embargo, es mucho más que la modesta labor de un ‘artesano’, según el uso condescendiente que se le suele dar al término, o que una colección de instantáneas coloridas e inconexas. No sólo es uno de los padres del giallo, ese género que concibió el asesinato en technicolor como una forma de las bellas artes, sino que también es una de las bisagras del cine europeo de género (junto con Melville, Fisher y Leone) sobre las que giran temporal y discursivamente el clasicismo y la modernidad, un multiplicador milagroso de panes y peces que con medios mínimos no sólo disimula carencias presupuestarias sino que alimenta en abundancia el ojo crítico del espectador más exigente y menos prejuicioso, un maestro de la puesta en escena plástica que no se vale de la locura como salvoconducto argumental para el despliegue de arbitrariedades estilísticas sino como punto de partida rigurosamente lógico desde el que experimentar con el corte y la desviación física, psicológica y moral del punto de vista, además de pionero en la adaptación cinematográfica de la historieta atento a las características específicas del medio original.

5. En un paréntesis de un capítulo de La imagen-movimiento, Gilles Deleuze dice como al pasar que las pulsiones también animan la “bellísima” obra de Mario Bava. Cuando Deleuze dice “pulsiones” dice que “la pulsión es un acto que arranca, desgarra, desarticula”, que “el objeto de la pulsión es siempre ‘objeto parcial’ o fetiche, trozo de carne, pieza cruda, desecho”, que “es una relación constante de animal de rapiña y presa” y que “pulsiones y pedazos son estrictamente correlativos”. Todas esas consideraciones sirven para hacerse una idea de las historias que cuentan las películas de Bava tanto como de las formas en que lo hace. Las diversas patologías psíquicas que aquejan a muchos de sus personajes, por ejemplo, dan sentido a recursos que en otros directores son epidérmicos o groseros. Sin ir más lejos, nadie ha hecho mejor uso del zoom que Bava, dándole una intensidad sensorial y simbólica inigualable, así como la resquebrajada temporalidad y brusca edición de Il rosso segno della follia (Un hacha para la luna de miel) se entrelazan, justifican y complementan a la perfección con el desequilibrio mental del personaje. Pero la linealidad despedazada y brusca de unas cuantas películas de Bava no es reflejo de un cineasta trastornado a la manera de Hitchcock (los planos bien pegados a la piel de Marnie cuando Sean Connery y Tippi Hedren se besan en la oficina del primero después de la tormenta, microscópicos e intimidatorios, son tan enfermizos como un amarillo de Van Gogh), quien asustaba más por la extrema conciencia que había detrás de sus artefactos que por lo expuesto en la superficie fílmica. Los argumentos de las películas de Bava, en cambio, están poblados por locos, asesinos, sangre, sadismo, perversión y crímenes sexuales mucho más explícitos que los del inglés, pero uno percibe alegría, placer y nobleza en la construcción. Hay en todo su cine una vitalidad que me recuerda la preferencia de Piazzolla por ejecutar el bandoneón abriendo el fuelle, respirando expresivamente. El de Bava es un cine luminoso hecho con materiales oscuros.

6. No se puede hablar de Bava sin pensar en una decena de planos, encuadres, efectos luminosos y secuencias plástica y simbólicamente magistrales. Porque sus aciertos nunca eran meramente técnicos. En sus películas, la forma siempre es portadora de sentido. En el encuadre efectuado entre las piernas abiertas de una mujer de Danger: Diabolik queda cifrado el hedonismo autoparódico de la película, y en el de Cani arrabbiati está implícita la violación posterior que, gracias a esa sintética colocación de la cámara, no necesita ser mostrada. Esa figura triangular dominante del cuadro es, por otra parte, una de las más recurrentes composiciones de su filmografía, recurso del que se vale a menudo para darle cohesión al montaje sin recurrir a suturas mucho más evidentes como las del cierre y apertura de puertas. Donde estas brillan con lógica cíclica es en Operazione paura (Kill Baby, Kill), que tiene una de las mejores secuencias de la historia del cine. El protagonista corre en busca de la mujer que ama ni bien oye su pedido de auxilio. Abre la puerta de la habitación del castillo en la que se encuentra, para ver que alguien escapa por la puerta que está en el otro extremo. Comienza a perseguirlo y la situación se repite seis veces, durante las cuales atraviesa estancias idénticas, hasta que por fin alcanza al hombre que huye, le pone la mano en el hombro, aquel se da vuelta, y nuestro personaje descubre horrorizado que es su doble. Y en La fusta y el cuerpo ya no es una secuencia sino la entera película lo que se estructura compulsivamente alrededor de un acto que se repite ad infinitum y más allá (de este mundo). Los antifaces de luz de ese largometraje son también un alarde de economía significante. Ni hablar de Terrore nello spazio (Planet of the Vampires), cruza de ciencia ficción y terror que es la más radicalmente abstracta y artificial de sus películas, experimento similar al de Melville en Un flic, que hace de las máquinas de humo su personaje principal y perturba con muertos que salen envueltos en bolsas de plástico transparente, y en cámara lenta, de unas tumbas que parecen Tupperwares. Hoy en día, Hou Hsiao-hsien es el cineasta que trabaja bloques de luz similares a los suyos con pareja pericia, y su cine es uno de esos lugares felices en donde se reúnen la ética baziniana y el más puro artificio bárvaro.
[…] una vez en el oeste (Leone, 1968). Gracias tía (Samperi, 1968). El mercenario (Corbucci, 1968). Danger: Diabolik (Mario Bava, 1968). La colina de las botas (Colizzi, […]
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