Amo Showgirls. Es una película que todo el tiempo se mueve entre lo horrible y lo arrojadísimo. O dicho con menos palabras: es una película genial. Trata de Nomi, una chica que llega a un mundo de tentaciones y mezquindades, que avanza un poco en él sin resignar dignidad, alcanza el cielo solo después de caer en el pecado y consigue finalmente salir antes que su espíritu derrape para siempre. Es un viaje del alma. Como Pickpocket y “La aventura de la abeja reina”. Lo que dice Nomi al final – “Me gané a mí misma” – lo resume bien. Señalo rápido dos cosas que me parecen admirables. La primera es el polvo en la pileta de Kyle MacLachlan. Verhoeven venía de Bajos instintos y acá sube la apuesta, como si a “La cogida del siglo” le hubiera agregado una coda estrambótica, celebración y escándalo del erotismo pueril de Hollywood. La segunda es la actriz. Elizabeth Berkley será siempre Nomi. Y Nomi es la que cambia la música. Pasa tres veces. 1) Al comienzo, en la camioneta del tipo que la lleva hasta Las Vegas y le roba la valija suena una canción country (“Doin’ What I Did”, de Dwight Yoakam). Nomi dice: “No me gusta Garth Brooks (debe haber una broma en esta confusión), mueve el dial y aparece “Vision Thing” de Sisters of Mercy, con sus guitarras afiladas y su voz de tinieblas. 2) En la escena en la que Nomi se hace las uñas en casa de la amiga se escucha “Walk into the Wind” (interpretada por Andrew Carver, escrita por David A Stewart y Terry Hall, es decir, Vegas). Nomi apaga la radio, prende la tele, cambia de canal y deja que suene “The Devil Does Drugs” de My Life With the Thrill Kill Kult. 3) Al final, Nomi sube otra vez a la camioneta que la trajo a Las Vegas, esta vez para irse. Hace lo mismo que al principio: interrumpe la música country, mueve el dial y pone otra canción. En este caso, “New Skin” de Siouxie and the Banshees. Lo primero que canta la reina dark es “Fuck You”, justo después del “Me gané a mi misma” de Nomi. 4) Moraleja: el sonido es manso hasta que interviene Nomi. Hablame de rock.
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En I Wanna Hold Your Hand (¡qué bueno era Zemeckis cuando era bueno!) todo gira alrededor de la presentación de los Beatles en el show de Ed Sullivan. La película es del 78. El momento que retrata del 64. Los catorce años calendario son muchos más en términos sociales. Lo que hizo Lucas con los 50 en American Graffiti, Zemeckis puede hacerlo con el momento que señala su fin. Hay dos (o tres) personajes que se convierten al nuevo culto. Nancy Allen es una pacata que de repente acaricia el bajo de Paul como si fuera un porongo, después acaba en su butaca y finalmente devuelve el anillo de compromiso a su novio serio y responsable. El otro personaje que cambia drásticamente es el de la admiradora de Dylan y Joan Báez, que pide canciones comprometidas y se da cuenta de lo que significan Los Beatles cuando un pibito le dice a su padre que no quiere cortarse el pelo y un grupo de fans hace que la policía desista de detener a dos jóvenes. Son maneras simples de señalar una situación sociológica completamente nueva, a la que se alude sin profundizar porque no es voluntad de la película hacerlo. Lo suyo es el mito, el goce y la fiesta, el griterío de las chicas, las idas y vueltas por el hotel del nerd y la gordita. Ya en el final, el personaje más firmemente anti Beatles recibe un rayo cuando intenta boicotear el show. Es el momento en el que Dios declara que también él es fan.
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Phil Spector es un megalómano, un narcisita, un maniático, un tipo peligroso y un genio de la música. Eso es lo que muestra The Agony and Ecstasy of Phil Spector. El documental de la BBC no hace nada por evitar ser considerado un documental estándar, correcto y televisivo, de manera que lo que quiere hacer lo hace directamente. Este tipo, que va a ser juzgado en unos días por el asesinato de la actriz Lana Clarckson, habla así, tiene estas fobias y esta historia. Y tiene también estas canciones. Charly García le puso “Spector” a uno de los temas de Random porque Spector además de ser el nombre de un tipo es el nombre de un sonido. El tipo puede ir a juicio, puede ser culpable. El sonido no. Por eso lo mejor de la película es que se anime a dejar dos canciones completas (o casi) con videos de aquellos años: unos cuatro minutos con los Righteous Brothers y “You’ve Lost That Lovin’ Feelin” y unos tres minutos con Ike and Tina Turner y “River Deep, Mountain High”. El otro encanto del documental es la entrevista. Entre las historias que cuenta Spector – y las citas a Da Vinci, a quien parece considerar su modelo y hermano – está la de Calles Salvajes, que empieza con las Ronettes cantando la fenomenal “Be My Baby”. Según Spector fue Lennon el que lo puso sobre aviso de que alguien había usado su canción. Luego de pensarlo mucho, decidió no intervenir porque todos eran talentosos (salvo Keitel, dice), la película era un trabajo independiente y qué sé yo. Conclusión: “Tuve la carrera de Scorsese y De Niro en mis manos”.

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En realidad, Spector tuvo mucho más que eso, porque son miles las películas (empezando por las de Tarantino) que usan las canciones como Scorsese en Calles salvajes. Esos segundos gloriosos en los que De Niro entra al bar en ralenti mientras suena “Jumpin’ Jack Flash” ocupan desde que aparecieron un lugar en el top ten de escenas por las cuales la gente se dedica al cine. En cierto modo, Calles salvajes es el equivalente cinematográfico de la pared de sonido de Spector. Un zarpe con melodía o historia.
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La canción que Fito Páez sacó como adelanto de La ciudad liberada es un bodrio inconcebible y cruel. “Aleluya el sol” se llama, y es a Fito lo que “Heal the World” a Michael Jackson o “Mundo agradable” al Ruso Lebón: uno de esos moretones que no se van nunca y les dan letra a los pijitas que boludean a la gente por la música que escucha. Pero el disco, que no puedo sacar del mp3 como no me pasaba con Fito desde Abre (entonces era el walkman) es bien otra cosa, a veces fea, a veces tonta, a veces genial, jamás prudente. Regla de oro: el ridículo es mejor que la timidez y la incorrección es mejor que la elegancia fofa. O también: hay más chances de que nos estalle la cabeza con un mal Fito que con un buen Lisandro o un gran Pedro. No sé cuándo fue que lo olvidamos y empezamos a usar como elogios las palabras prolijo e impecable. Que afine el que no puede hacer “Polaroid”. En fin. Sensaciones que registro hasta el momento: fascinación, irritación, entusiasmo, emoción, tedio y la certeza cardíaca de que “Tu vida, mi vida” (como “No soy un extraño”, en cuyos hombros gigantes se sostiene) durará por siempre. Otra cuenta de Fito en el collar de la canción sin fin.
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Por lo que recuerdo (que no es mucho), y sin tener en cuenta La La Land, la película de 2017 en la que las canciones cumplen un papel más destacado es Baby Driver. Lo primero que averigua el chico sobre la chica es el nombre de la canción que canta («B.A.B.Y.», de Carla Thomas). En una escena los dos hablan sobre si hay o no hay canciones con sus nombres. En el banco, y porque sí (como corresponde), la cajera cita una canción de Dolly Parton. Un ladrón le pregunta a Baby por la canción que lo hace volar, porque todos tenemos una, y Baby dice que sí, que es “Brighton Rock” de Queen. Otro ladrón (¿o es el mismo?) dice que sabe de alguien que en un asalto no bajó del auto a tiempo porque sonaba “Knockin’ On Heaven’s Door”. Hay balazos que siguen el riff de “Hocus Pocus”. Todo es así. Todo pasa por las canciones. Incluso hay un tema con el lugar en el que las canciones se guardan. La música de la madre es en casete (como en Guardianes de la galaxia), la de la chica en vinilo. Los iPod que usa Baby sacan a pasear soportes físicos, que en parte es lo mismo que parece hacer Edgar Wright con su película y la historia del cine. Que el mundo digital rinda tributo al analógico. Que el iPod funcione como un walkman tuneado, y nada más. Está perfecto. El problema es que no hay en Baby Driver ningún momento en el que el cine explote. La apertura con “Bellbotoms” de Jon Spencer Blues Explosion tiene todo para ganar. Es un temazo, Baby lo canta, mueve el limpiaparabrisas a su ritmo, usa un agua mineral como micrófono, hace violín de aire, convierte el acelerador en un instrumento más. Pero no. No gana. Empata. Como la película entera, que se atornilla a un código juvenil de brillo pop y baja intensidad, seguro y autocentrado.
Esta falta de acontecimiento nunca es tan notable como cuando afecta a canciones de probada fortaleza. Es lo que pasa con “Inmigrant Song” en Thor: Ragnarok y “My Generation” en Kingsman: el círculo dorado. Están perdidas en el diseño, son glorias muertas. Y es que cada vez más las canciones funcionan como decorados. Igual que carteles, camisas, pósters y tantísimas cosas más. En Detroit un negro le dice a otro una verdad más grande que Bochini: que la canción no es la letra en el papel, que es lo que el que canta puede hacer con ella, que está en su voz. Pues bien, la mayor parte de las películas leen letras. También Detroit, que no tiene el soul que sí tiene su banda de sonido. Y también la celebradísima Manchester By the Sea. Hay un momento en el que el pibe pone una canción en el auto, dice que la guitarra es débil pero que la banda es buena y Casey Afflek contesta: “Para mí todos suenan igual”. Que es una manera de decir (una más entre tantas, empezando por el registro actoral del propio Affleck): estoy seco, despegado de la vida. Un truco de dramaturgia más bien ganso.
Distinto es lo que pasa en Good Time con la canción del final, “The Pure and the Damned”, de Oneothrix Point Never y la voz gloriosa de Iggy Pop. La letra excede al argumento. No se pega a sus personajes ni a su historia, como si tuviera que hacer las veces de ideograma (qué hermoso es cuando esto funciona bien, por ejemplo “The Saddest Story Ever Told” de Magnetic Fields en The Myth of the American Sleepover). Pero al mismo tiempo no está ahí para promocionar un disco ni llenar un casillero que ya se volvió obligatorio. Más que una letra que dice algo, “The Pure and the Damned” es un ritmo, el del cansancio existencial, y el modo en que los sonidos raspan la boca de Iggy. Desde el primer acorde de piano hasta la última vibración de la voz, la canción convierte a la secuencia de créditos en una bomba emocional de acción permanente. No lo lograría, claro, si antes la película no nos hubiera puesto al lado de sus nada hermosos perdedores (¡bravo, Mr. Pattinson!). Pero la película no se quedaría con nosotros si la canción no tomara todo lo que hubo antes de ella y lo llevara más lejos de lo que parecía imaginable. Justo después del último primer plano de Benny Safdie, con la pantalla en negro, Iggy susurra la palabra “Love” y Good Time termina. Todavía la tengo adentro.
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Esto de acá arriba (el texto, no las zapatillas) suena a balance de año. Lo que me recuerda que en 2016 hice uno para Las Pistas (hoy mutada en La vida útil) y que tiene también a Iggy Pop en primer plano. Lo transcribo, así que esta parte es zombi.
¿Una canción en una película?
Definitivamente, ninguna de Sing Street, esa caquita diseñada para erectar los pezones de los hijos del pop de los 80. A priori, podría haber elegido unas cuantas de las canciones que aparecen: “Stay Clean” (Motorhead), “I Foght the Law” (The Clash), “In Between Days” (The Cure). Pero como es bien sabido, no es la canción lo que importa sino el acontecimiento cinematográfico que es capaz de producir. Y en Sing Street no hay acontecimiento. Hay guiños. Uno detrás de otro. Un vinilo de Joe Jackson, un video de Duran Duran, unos planos de VHS, una habitación en la que un pibe cursa sus estudios verdaderos ayudado por su hermano mayor, Virgilio rockero y derrotado: todo lo que nos puede producir una identificación inmediata está acá. Padres rotos, director de escuela jodido, adolescentes lindos y con sueños que perseguir. La película es una estafa emocional de la que todo cuarentón debería mantenerse a salvo. Es cierto: su carácter forro no responde solo a una cuestión generacional. Pero su nicho– su profit sociologique, como dice la Huppert en un momento de Elle – está formado por el amplio grupo de inmaduros crónicos que escucharon un montón de discos y pasaron ya la mitad del camino de sus vidas. O sea: por tipos como yo. O sea: por unos boludos bárbaros. Como el Cusack de Alta fidelidad, claro. Y como el Bebe Contepomi. Si todo esto hubiera alcanzado una estatura mítica podría haber funcionado. Pero contra toda su banda de sonido, que no es careta sino pop, Carney optó por el medio tono y la conciliación. Es como esa gente que te dice qué lindo hablás, qué justo sos, qué bien te queda la panza: un asco de chupamedismo. Lo que nos pide es fácil: no hay que hacer más que encontrar souvenirs del tiempo en que nos pintábamos los ojos y en los boliches sonaba Depeche Mode. Más que una película, Sing Street es una sopa de letras. O un álbum de figuritas para completar seguro, total ninguna es la difícil. Ya está bien de pelis-golosina.
Así que hay que buscar en otro lado. En Everybody Wants Some!!, por ejemplo, que está llena de canciones y logra un lindo momento con “Rapper’s Delight”. O en Sangue del mio sangue, que además de usar sin enjundia “Nothing Else Matters” convierte una canción partisana en material de coro. O en The Hateful Eight, en la que Tarantino hace sonar “Apple Blossom” de The White Stripes justo cuando Jeniffer Jason Leigh, poco después de recibir un codazo de Kurt Russell, le guiña el ojo a Samuel Jackson y se lame la sangre de la boca, bestial y voluptuosa, como un demonio.
Pero bueno, en realidad yo quería hablar de David Bowie, así que me puse a buscar una película de este año en la que apareciera alguna de sus canciones para escribir dos o tres párrafos sobre uno de mis héroes. No encontré ninguna. Pero buscando llegué de nuevo a Elle, la última maravilla de Paul Verhoeven, que me tiene agarrado de las bolas desde hace un par de meses. En la única escena en la que se reúnen todos los personajes (una cena de Navidad) se escucha primero el final de “Do the Strand”, de Roxy Music, y enseguida “Lust for Life”, de Iggy Pop y (ejem) David Bowie. La canción (que vuelve a aparecer más adelante, en una fiesta muy distinta) no es lo que se dice un villancico. Tiene la palabra “lujuria” en el título, la firma de dos erotómanos y empieza así: “Acá viene Johnny Yen una vez más / con el licor y las drogas / y la máquina de carne”. Es sistemático: nota religiosa, nota blasfema. Los vecinos bajan imágenes para un pesebre y la Huppert se masturba viéndolos desde su casa. El Papa aparece en la tele para conmemorar el nacimiento de Cristo y la Huppert seduce al marido del prójimo. Iggy Pop musicaliza la nochebuena. Buñuel anda por este barrio.
La furia eléctrica de Iggy contrasta con el resto de la banda sonora, que incluye a Beethoven, a Mozart, a Rachmaninoff y a Albinoni. Me gusta ver a Verhoeven ahí, montado a la iguana, porque no hay en el mundo un director más rockero. La superficie tan afrancesada de Elle es un campo minado, como la ciencia ficción en Invasión, el thriller erótico en Bajos instintos y Las Vegas en Showgirls. Pero puede que todavía más, porque en tierras de galantería se nota mejor una camisa agujereada.
Hay un momento en el que Isabelle Huppert (Michèle) suelta una carcajada indecorosa, como Claudia Cardinale en El gatopardo. Las películas no tienen nada que ver, pero el efecto de la risa es el mismo: detiene todo lo que hay a su alrededor porque está absolutamente fuera de lugar. Es el toque (la mancha, el moco) Verhoeven. Por poner un solo ejemplo: antes de que Michèle y su vecino bajen al sótano a darse masa, hay un juego de planos y contraplanos, en apariencia modosito, que incluye la figura enorme y ridícula de un pesebre. Verhoeven hace estas cosas a menudo. Como Herzog, que en Un maldito policía en Nueva Orleans hace que Cage se acueste con una colega en una casa llena de angelitos. Y ahora cantemos. ¡Gloria a Armando Bó, a Oshima, a Imamura y a Ferreri! ¡Gloria, oh sí, al segundo Favio! Y gloria a Paul Verhoeven, que se pasó la vida atentando contra la solemnidad, “El travelling de Kapo” y la cultura con mayúscula. Elle es bardo, malicia, ritmo y humor negro. Y es también una película de Navidad. En todos sus arbolitos (que son muchos) está el mismo regalo: un cine libre, con el coraje suficiente como para presentarles batalla a los censores más afilados del planeta, es decir, a los bellos espíritus que corren detrás de todas las causas buenas pero jamás de la causa del cine, que es mala y egoísta, como toda causa estética que merezca ser defendida y amada.
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Volví a ver Everybody Wants Some!! Linklater sitúa su película en 1980 y ya desde el título la pone a conversar con su propia y veintitrés años más joven Dazed and Confused. Una canción de Van Halen toma el lugar de una de Led Zeppelin: imagino que se pueden decir unas cuantas cosas sobre esta modificación. La escena en el auto, cerca del comienzo, en la que cuatro o cinco pibes rapean “Rapper’s Delight”, el primer gran hit del hip-hop, tranquilamente puede ser interpretada como una declaración en favor del contacto cultural: el tema nació del vínculo entre barrio y empresa y lo cantan en perfecta comunión un negro y tres o cuatro blancos. Linklater es un poco así, un tipo parado en el cruce de varios caminos. Lo digo de esta manera: un estadounidense culto que conoce el cine europeo y hace películas de contacto, a veces medio boludas, a veces encantadoras. Esta vez metió un pleno. Los protagonistas son unos cuantos pibes que quieren jugar al béisbol y sobre todo ponerla. Hay un corte horizontal en la música, representado por los tres lugares a los que los flacos van de joda: un boliche disco, un boliche country y un bar punk. Y hay también un corte vertical, que permite ver algunos cambios históricos. Por ejemplo, en la habitación de una chica hay un póster de Joni Mitchell y otro de Blondie, entre quienes hay una relación similar a la que hay entre Zeppelin y Van Halen.
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Ahora que lo pienso, peli-golosina es How to Talk to Girls at Parties, la última de Cameron Mitchell, que llegó al cine con Hedwig and the Angry Inch amenazando con romper todo (o por lo menos con sacudirlo) y terminó acá, en el hall del mainstream, mimando a los chicos sensibles y pidiendo audiencia con los señores importantes. Lo que pasa en su carrera (puff, qué palabrita) pasa en la película, que arranca con una canción punk energizante y desaliñada y termina en la radio de hits pedorros. No es que el tipo busque un pop para sacarle brillo y punta al sistema, como en su momento pasó con Cupids & Psyche 85 de Scritti Politti, Little Creatures de Talking Heads y Clics modernos de Charly García, por poner solo tres ejemplos de la notablemente rica década de los 80. O para decir lo mismo en películas: la relación entre How to Talk to Girls at Parties y Hedwig and the Angry Inch no es la misma que existe entre Creepshow y El amanecer de los muertos, Calles de fuego y Driver o La ley de la calle y Apocalipsis Now. Esto es tierra de nadie, materia de venta fácil. Ni punk ni new pop. Una estafa parecida a Sing Street pero menos elaborada, y con colores lindos. El antídoto contra Cameron Mitchell y su rocanrol de matiné es una canción del mismo 2017: “All Punks Are Domesticated”, de Ron Gallo, que despide su disco Heavy Meta con bronca y fluir letánico. O si no el tipo de acá abajo, siempre.
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Hay quien ordena sus discos alfabéticamente, por año, por país de origen, por género, por fecha de adquisición. Yo tengo un estante especial para los que tienen la más maravillosa música en la canción número dos. En este lugar psicótico Sabbath Bloody Sabbath y Half-Mute están al lado de Piano Bar. Durante años pensé que Charly cantaba «Cada cual tiene un triple en el bocho», e imaginaba distopías en las que un sistema perfecto y atroz nos controlaba por medio de enchufes groseros, enormes, ni siquiera camuflados por hebillas o pañuelos. Después me di cuenta que la letra decía «trip», no «triple». Entonces empecé a imaginar distopías en las que un sistema perfecto y atroz… Incluso contra las evidencias más rotundas, lo que escuchamos a los quince en un disco de rock lo escuchamos para siempre.
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Vi Breakin’, una de 1984 que recuerdo haber visto en aquel año, o como mucho en 1985, con el título de Breakdance en el América o el Atlas, con entrada de colegio. Dos momentos me hicieron dar cuenta de que no todo se había ido de mi memoria: el baile con la escoba al ritmo de “Tour de France” de Kraftwerk, y el baile cerca del final del flaco con muletas. Yo admiré esos movimientos cuando tenía once o doce años. Hoy también, solo que no intenté imitarlos. Breakin’ es una película de guión convencional, previsible, pop y encantadora. Hace con el hip-hop lo que se supone que hizo Michael Jackson con el soul: lo domestica, lo lava, lo vuelve apto para todo público. Es fácil verlo. Los colores, las calles, el barrio, los personajes, el lenguaje, la violencia casi inexistente: nada de lo que sabemos por la historia está acá (al menos no sin estilización o sin sublimación, si es que uno quiere buscarlo a pesar de todo). Pero que el sistema intervenga en las aguas generosas y revueltas de lo popular no significa que lo destruya. Michael es quien mejor lo prueba, aunque no sirve como caso testigo porque está fuera de la representación, como todo genio. Estas figuras queribles y falsas y simpáticas no dejan de colaborar para que unos signos viajen por el mundo y ganen los pies de adolescentes de todas partes. Es un negocio bárbaro, quién lo duda. Pero no solamente.
La historia de alguna manera reproduce lo que Breakin’ significa: cómo un arte callejero llega al circuito convencional del espectáculo. El productor es una imagen de los responsables de la película: ayuda a llevar el arte popular a un lugar que merece y lo necesita, pero para hacerlo tiene que ponerles traje a sus bailarines. O sea, tiene que volverlos aceptables. Pero hay todavía un rulo más. Porque el triunfo de nuestros héroes sucede cuando emerge lo que son, no cuando lo ocultan, así que los tradicionalistas terminan aplaudiendo la verdad y no la máscara. Es el engaño de la película: se trata de la historia de unos que ganan sin dejar de ser lo que son filmada de una manera que nunca se saca el traje. Pero bueno, Breakin’ da lo que tiene: una visión vitalista y ciertamente edulcorada de un modo de expresión que no está completamente ausente. La escena de la escoba es estupenda, y los enfrentamientos también. Esos números musicales entran en una historia que no todos los personajes conocen. Uno menciona a Fred Astaire, su compañero contesta, con cara de no entender nada: “¿Quién?” En el despacho del productor, además, hay un cartel que dice West Side Story is back.
La diferencia entre baile de escuela y baile de calle, resuelta obviamente en favor del segundo, es el drama principal de la película pero no el único. Hay también una diferencia entre el barrio pobre y la alta sociedad, entre las banditas, entre trabajo y vocación. Todo se reconcilia. Los ricos contratan a los pobres, las banditas actúan juntas en la obra final, la vocación produce ingresos. Hay una escena curiosa, en la que unos blancos WASP, muy típicos, se burlan de los tres jóvenes por su look y terminan haciendo su coreografía al ritmo de un country sureño. El baile de los blancos son las piñas de taberna.
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Vi el documental de Spheeris sobre la escena hardcore de Los Ángeles: The Decline of Western Civilization. Lo notable de la película pasa por la intensidad con la que sus personajes comunican el reviente nihilista del que participan, con más o menos talento. Están Black Flag, The Germs, Catolic Dicipline, X, Circle Jerks, Alice Bag Band y Fear, con un cierre a puro insulto y gargajo, además de una versión deforme del himno que tiene un sentido muy distinto de aquella que Hendrix hizo en los 60, solo con su guitarra. Como esto es hardcore, no se trata solamente de bandas: están los bares, los sellos y las revistas independientes. Las cartas de lectores ponen al público en el ámbito escrito y Spheeris lo pone también en el ámbito audiovisual cuando entrevista a chicos y chicas, uno más nihilista que otro, uno más quemado que otro, uno más violento que otro, no tan distintos del cantante borracho de Germs, muerto muy joven. Esta falta de corte concluyente entre escenario y piso se ve en los shows y en las funciones múltiples. Por ejemplo, un músico es también periodista, y un periodista es también productor. Kickboy Face (nombre oficial: Claude Bessy) dice algo que no sé si es cierto pero que está excelentemente contado: “No existe la new wave. La new wave es una forma elegante para cuando tratás de explicar que no te gusta el antiguo y aburrido rock and roll pero no te animás a decir “punk” por miedo a que te echen de la fiesta y no ten den más merca. Hay nueva música, nuevo sonido underground, hay noise, hay punk, hay power pop, hay ska, hay rockabilly. Pero new wave no significa una mierda”. Coda (o moraleja, no sé bien). Un rato después vi en Youtube el registro de un recital que los Cramps hicieron en un psiquiátrico en 1978 y pensé que el destino me lo había mandado para confirmar a Kickboy Face. Es demencial. De repente, sentí que odiaba a The Police.
Sigue pronto…
[…] Películas y canciones de rock (primera parte) […]
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