El año cinéfilo: Estrenos 2017 (Primera parte), por Marcos Vieytes

BuñuElle, señora de Verhoeven, está más viva que nunca, riéndose en la vía láctea con esa santa herejía que es El ornitólogo (¿En cuántas películas se responde a la llamada del Espíritu Santo revoleándole un celular? Al menos en una, la de João Pedro Rodrigues). Elle demuestra la estirpe buñueliana de esa vitalidad, y de paso demuestra que también se puede seguir siendo (al menos simbólicamente) grosero en Francia. Claro que por ya no ser tan explícito como en Holanda y en los Estados Unidos -por no mostrar pijas y petes, o por no hacerle asco a la grasa militante- es que unánimemente la celebran esos guardianes del consenso cultural que son los críticos. Ya se sabe, mierda o guasca, en París o en los festivales, que son la París de la gente bien del cine, siempre les sabe a miel. Pero el mundo de Verhoeven no es el del Arte sino el del espectáculo, verdad del Cine que la institución crítica no tolera, aunque a veces lo disimula y nos revuelve todavía más el estómago. Si los panegiristas de Elle desprecian Showgirls o Robocop son tan truchos como los favianos que prefieren las primeras a Nazareno Cruz y el lobo. ¡Qué película excepcional es Elle! Para el culo, para el cráneo y contra la culpa. Verhoeven es El Bosco y los Brueghel del cine. Herbert Read dice lo siguiente, tan aplicable a Verhoeven como imprescindible para un crítico, en estos tiempos en que la dominante cinematográfica institucionalizada en el «cine independiente» no es la que el holandés cultiva, ni la que el inglés justiprecia en el capítulo “La imagen vital” de Imagen e idea: «Debería ser evidente que el término ‘estético’ abarca dos procesos psicológicos muy diferentes, (…) uno orientado a hacer resaltar la vitalidad, el otro dirigido hacia el centro fijo, el equilibrio y la armonía de la belleza. La contemplación de la belleza sustrae a la sensibilidad de la presión de la vida, del propósito intencional del símbolo hacia un estado de animación suspendida, hacia un estado de serenidad. Podemos imaginarnos una obra de arte ideal en la que la vitalidad y la belleza estén plenamente presentes y perfectamente equilibradas. (…) El vitalismo no es puramente un animalismo, es más bien la Fuerza misma de la Vida. (…) La vitalidad en sentido estético -ya ajena al arte animal- es generalmente una reacción contra la mortal rigidez de todos los procesos de repetición e imitación. (…) El artista empieza a desconfiar de toda la tradición de idealismo que lo ha alejado de las fuentes animales de la vitalidad, y lucha por recuperar esa cualidad. Al hacerlo recobra la confianza en sí mismo. En este sentido el vitalismo en el arte es un reto al nihilismo en el arte, a la desesperación producida por los refinamientos del idealismo o del intelectualismo».

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Refutación de la culpa cristiana en Tristana y Elle

Acá, Verhoeven es Buñuel, pero no exactamente el de Francia, aunque este plano sea una versión de aquel en el que Catherine Denueve se inclinaba sobre la máscara mortuoria de mármol de un Papa en Tristana, sino el de México, el de Ensayo de un crimen, esa sátira citada por Almodovar en Carne trémula y virada al melodrama en Matador.

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Si Scorsese filma en Silencio lo que Masahiro Shinoda en su película de 1971, continuaría la idea de La última tentación de Cristo: la humanidad de la traición como alternativa a la «divinidad» del sacrificio expuesta, sin embargo, con un interés dramático hacia la conciencia desgarrada por la decisión que no es de esta época. Aunque transcurre cuatro siglos atrás, y en un lugar lejano, al Scorsese de Silencio, pero no sólo al de Silencio, lo religioso le interesa menos en función de la trascendencia y de lo sublime que de lo histórico, lo social y lo psicológico, como reconocido heredero que es de Elia Kazan.

El cine religioso de época de Scorsese es el equivalente del cine político de Spielberg: fantasías animadas.

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Si tuvieron la mala suerte de ver Animales nocturnos, el mejor antídoto para esto es Deliverance. Si no lo hicieron, háganlo y tendrán una nueva razón para -por primera o enésima vez- la de Boorman. Jake Gyllenhaal tiene que dejar de hacer el ridículo -o dejar de actuar, o dejar que solamente su hermana siga haciéndolo- con tipos como este, que encima se llama Ford y no se cambia el apellido, lo mismo que el ganso de McQueen, o como Villenueve (pensar que Gilles se mató tan rápido), y a Amy Adams no le conviene tratar de ser Meryl Streep a la fuerza. Menos mal que Michael Shannon aparece un rato en pantalla antes de que lo obliguen a enfermarse.

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Mañana estrenan Sonata para violonchelo. Les ruego que miren los 5 minutos 40 segundos antes del título (yo lo estoy intentando pese a que mi conexión de internet va y viene, por no decir que la película es lisa y llanamente inmirable). Si consiguen seguir, nos reímos juntos. Antes de que la protagonista se enferme, por supuesto. Todo lo que se puede hacer mal está ahí. El nulo sentido del ridículo la hace ligera, muy ligeramente simpática, pero no da ni para gozarla, ironía mediante. Una película que pone parlamentos de melodrama en boca de sus personajes, pero ignora el género, no merece el más mínimo respeto. Justo después del comienzo se pone peor, con una escena en que los gemidos de la pareja que está cogiendo le disputa la banda sonora a Bach, y uno sólo puede pensar, por contraste, en el comienzo de Al azar Baltasar. El antídoto contra esto, sin embargo, no es Bresson sino Todas las mañanas del mundo. Para escuchar a Dvorak, cólese en un casamiento en el Colón de Loperfido, o escuche un disco en su casa con Oscar Martínez, ciudadano ilustre. Le hará flaco favor a Dvorak, al cine y a usted mismo, pero no será parte de la negrada.

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Cosas como Aquarius solo pueden ser filmadas por tipos que nunca vieron ni van a ver Un burgués pequeño, pequeño. Los personajes hablan mucho, pero sus opiniones, tan importantes como las mías, no tienen relevancia cinematográfica alguna. Porque no hay procedimientos (encuadres, montaje, tiempo del plano, iluminación) elocuentes que compensen tanto discurso. Porque se vale torpemente de recursos sentimentales para congraciarnos con la protagonista, y consigue exactamente lo contrario. El de Sonia Braga es uno de los personajes más desagradables que he visto en mucho tiempo. Poca Aquarius para tanto fuego gibsoniano.

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Se fue la vida de Horacio Guarany, que al Chúcaro le regaló una belleza de zamba. La imagen de Donde comienzan los pantanos (Antonio Ber Ciani, 1952) fija al bailarín en el aire. Guarany estará para siempre en el pueblo, en el vino, en su pasión montonera y en la desmesurada sensualidad de letras como la de «Cuando ya nadie te nombre«.

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Los estrenos asequibles por internet que intenté ver hace un rato dan ganas de pensar que el cine ha muerto a pesar de que, si así fuera, convendría no hacerlo, y de que siempre existirán películas. Me pongo a ver cuatro y me dan ganas de matar a alguien, más bien a muchos, o desear que el mundo se termine pronto. Sé que La llegada es de Villenueve, uno de esos moralistas pavotes que abundan en estos tiempos. Igual lo intento. Por suerte acá no «mueven la camarita al pedo» pero al toque suenan unas cuerdas melosas y aparece, como en Animales nocturnos, Amy Adams en tren Streep constipada (con perdón de Meryl) y tengo que sacarla porque, además, ya sé que el buen señor, pero mal canadiense, te amaga con hacer una de género y más temprano que tarde piensa que sus opiniones superficiales sobre el mundo son más importante que el cine (Hawks le pediría perdón a Zinnemann si conociera a este energúmeno). El zanguango ni siquiera me dejó ver a Jeremy Renner, tendré que repasar Vivir al límite, El corazón es engañoso por sobre todas las cosas o La inmigrante. Entonces intento con Animales fantásticos porque tengo ganas de algo de fantasía y sé que Eddie Redmayne sólo puede llegar a zafar fuera de las biográficas, como en El destino de Júpiter. Después de un minuto y medio digital que empieza bien, aparece en la proa de un barco poniendo cara de huérfanito dickensiano y Nueva York es Disneyworld en el sowftware acaramelado del primer plano general (los saxos de Mike Figgis tardaban más en descomponerte). Paso a otra: Into the Forest, de una tal Patricia Rozema. En los dos primeros minutos, que acaso fueran apenas diez segundos, otra vez sopa: música funcional para espíritus alfombrados, te «mueven la camarita» todo el tiempo y unas minas hacen gimnasia que parece ballet o alguna de esas giladas para sentirse etéreos en cámara lenta. Entonces arranco con Max Steel, chico máscara Pattinson en tren de convertirse en súper héroe cuando descubre que tiene electricidad en todo el cuerpo. Me aguanto el trazo grueso del mandato paterno del viejo desaparecido, físico nuclear o algo por el estilo, que no electricista, Maria Bello desperdiciada (Andy Garcia parece que hace de malo y eso le sirve porque de bueno es blando), y hasta me aguanto que «muevan la camarita» durante media hora hasta que, de repente, aparece volando un robotito pelotudo que te hace ver en Jar Jar Binks a un filósofo cínico. No va más.

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Cerró El Amante. Lo presupuse hace cuatro años, cuando empezamos Hacerse la crítica, y esto fue lo que escribí por entonces.

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Las películas pueden estar mejor o peor, pero veo la mayoría de los afiches y huelo a cine en formol, a naftalina (Gibson y Scorsese se salvan por su anacronismo religioso). Tras verlas, lo confirmo. Hacen faltan más películas malas, por imperfectas o por hijas de puta, películas que odien a la humanidad, la vida en cualquiera de sus formas, la familia y el amor, porque entre el mainstream virtual, el cine independiente «sensible», el qualité retro liberal y el cine de autor bien pensante que explota en piloto automático -pero sin sangre, sudor, leche o saliva pues su moralismo laico se lo prohibe- cuanta causa noble ande dando vueltas por el planeta no hay cosa que te sorprenda, excite o contraríe.

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Lo mejor de Allied es que hayan vuelto a filmar el Espíritu Santo, tal como Desplechin bautizara a Cotillard hace ya muchos años. No importa que a esta tercera persona de la trinidad el tiempo la endurezca (Joao Pedro Rodrigues le revolea un celular a la paloma de Dios en El ornitólogo). Lo demás está para que odiemos el digital y recordemos la elegancia de las elipsis en la narración clásica, aquí del todo ausente. Por momentos parece una de Jeunet y Caro.

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Al principio de las tres películas de Lonergan –You Can Count On Me, Margaret, Manchester junto al mar– hay un accidente fatal, por mucho que el montaje los ubique algunas veces en otro lugar, ilusionado con la posibilidad cinematográfica de refutar la sospecha de que todo principio -o nacimiento- sea accidental. El cine de Kenneth Lonergan es un teatro de la palabra. Una de las más interesantes evidencias de su bagaje cultural no es ninguna de las citas literarias –Margaret se relaciona con la poesía desde el título-, ni el uso estructural de la ópera, o la inclusión de música barroca, sino la valoración del habla coloquial, que se vuelve objeto de atención, aprecio y desarrollo. Entre las muchas ambiciones de una película inabarcable como Margaret está incluido el desarrollo de la tipología de la «conchuda». Por defecto, en Manchester junto al mar también aparece tácitamente lo masculino como «pajero», aunque nunca se califique a personaje alguno de ese modo, y no tenga la misma extensión genérica.

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Una ragazza piuttosto complicata (Damiano Damiani, 1969)

El adagio de Albinoni, ese magnífico fraude tan grasa y eficaz, suena en Margaret durante la secuencia en que nos es revelada su razón de ser. Ha sido y será usado infinidad de veces, de Gallipoli a Camilo Sesto, por nombrar solamente las primeras versiones que me vienen a la mente. En el resto de la película, Lonergan usa música barroca, sobre todo de Haendel, siempre tan ligada al frío, el cielo, el mar, las montañas, el azul, el blanco. Hay un motivo cómico que deslizaría la posibilidad de un aprovechamiento irónico, pero no estoy seguro de que esa haya sido la intención. Donde hay un divertido y mucho más lúcido comentario sobre el adagio es en Una chica demasiado complicada, de Damiano Damiani, en la que el protagonista, como el de Margaret, también debe sobrellevar el mal de su hermano.

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Vi sólo cinco minutos de Sin nada que perder (Hell or High Water). El plano en que uno de los dos hermanos estira el brazo más o menos diez metros, y se apoya en un poste con bastante forzada deliberación para darle simetría al encuadre, me obligó a dejar de mirarla. Venía del plano secuencia inicial, supongo que filmado con un dron, y el mecanicismo de los procedimientos me impidió seguir. Los actores y personajes protagonistas, blandos para el western, tampoco ayudaron. Hasta donde vi, Jeff Bridges parecía más un motivo cómico que otra cosa, pero sin los Coen dándole letra.

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16508641_1290702447645923_7791018913482666743_nMe pongo a ver Paterson. Después del título con tipografía de crayón o lápiz que simula escritura a mano, porque supongo que emociona más que a máquina, me encuentro con un segundo plano donde aparece un libro sobre una mesa de luz. Cogoteo a la derecha, leo «Melville», recuerdo algo y detengo la película (aclaro que me encantan Herman Melville y también Jean-Pierre, que se llamaba Grumbach, y adoptó el apellido del escritor como seudónimo de guerra primero, y artístico después, porque adoraba Pedro o las ambigüedades). El recuerdo que interrumpe la visión es el de una escena de la insufrible película de Jarmusch con vampiros sensibles. Tilda Swinton se prepara para un viaje y nos enteramos de que una de las ventajas de ser vampiro en una película de Jarmusch es que no hace falta llevar libros para leerlos. La señora pasa el dedo por las líneas del volumen y, voilà, ya los tiene a todos leídos o impresos en la memoria, el chip o el colmillo. Jarmusch, mucho más a menudo que Godard, aunque la cosa venga de ahí, es un maestro ciruela; en el mejor de los casos, el amigo gamba que te indica –literalmente, con el dedo índice- qué te conviene leer (o ver). Un recomendador, y de los mejores, pero el procedimiento es bastante pavote, mucho más si se repite. Prefiero un podcast, o a Quiroga (Osvaldo, porque Facundo, como era bárbaro, no se dedicaba a los libros: los vampiros eran otros). Sólo van medio minuto y dos planos de una película en la que, según dicen, el protagonista u otro personaje escribe poesía, así que no me quiero imaginar la cantidad de libros que me va a recomendar. Voy agarrando la libretita antes de seguir.

La otra cosa que no le perdono a Jarmusch son los jarmuscheanos, primos oligo… pólicos de la sensibilidad. No me molesta tanto Jarmusch como el monopolio de la sensibilidad que suelen armar alrededor de él y de otros representantes cinematográficos de la cultura letrada. Complemento de lo cual suele ser su desprecio por el cine como espectáculo plebeyo, masivo o popular, en cuyo caso es lisa y llanamente desprecio por el cine. El de Jarmusch es una clase de cine cuyo máximo horizonte – y, posiblemente, valor – sea la belleza (el progresismo tan bien intencionado como decorativo de poner a Detroit como fondo escénico en Sólo los amantes sobreviven es todavía más anémico que sus vampiros), y a mí me interesa mucho menos que otras fricciones. Sus películas se instalan en la cultura institucional cinéfila con automática facilidad. Lo que hace, además, me parece una herencia de la Ilustración, no sólo sin una pizca de irracionalismo religioso, sino también carente de la divertida maldad de Voltaire, o de algún otro de esa maravillosa calaña. Demasiado humanismo, demasiados buenos sentimientos para mi gusto, sin el atractivo formal y la ternura que le encuentro a un compadre suyo como Aki Kaurismaki. Es muy difícil darle bola a Jarmusch si tu experiencia como espectador de cine está marcada por Marco Ferreri. Sin llegar a ese punto, basta pensar en casi cualquier película de los directores que el propio Jarmusch ama, como Fuller o Melville, para imaginar las suyas como un carbónico desteñido.

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Fipresci elige los mejores estrenos del año, que es a grosso modo lo único que hace todos los años, y deja afuera de los internacionales a Tarantino y de los nacionales a Juana a los 12 e Hijos nuestros. Ah, ¡qué bella cosa el democrático magisterio del gusto por parte de las instituciones culturales!

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El jurado aburguesado de Cannes premia películas de directores aburguesados que critican moralmente a los aburguesados del mundo entero, mientras los críticos aburguesados critican moralmente las aburguesadas películas premiadas porque son crueles, pero nadie saca los pies del plato: ¿cuántas Shosannas hacen falta para tanto justo reunido en el mismo country?

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Moonlight, el melodrama que no se atreve a decir su nombre pero lo balbucea.

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Murió Bill Paxton. No sé cómo hizo para que se lo quiera tanto. Supongo que fue a partir de Twister, que vi en el cine Premier habiendo ya multisalas. Vaya a saber por qué, aunque ahora me enorgullece. No por las condiciones de eso que hoy es una cueva que tiene, entre otras peculiaridades, columnas clavadas entre las butacas como estalactitas, sino porque una sala cualquiera que da a la calle tiene rasgos que facilitan el recuerdo mucho más que las de los shoppings. Twister es una de esas obras maestras que abundan en los 90 (me sorprendería escucharme decirlo si no me hubiera sorprendido todavía más recordar hace poco la gran cantidad de películas de esa década que me importan, mientras hacía el ejercicio de pensar mis preferidas de este siglo), y también una screwball comedy, aunque por entonces yo no lo sabía. Antes lo había visto en Calles de fuego, Terminator, Comando, Aliens 2, Un paso en falso, Mentiras verdaderas y, seguramente, varias más en las que no le había dado bola. Tampoco es que le di mucha en la maravilla de Tornado pero lo empecé a ubicar. Unos pocos años después alquilamos una dirigida por él para mirar en el reproductor DVD del amigo Fabian Roberti (viájábamos desde Olivos a Belgrano para ir a un lugar que traían películas importadas). A Frailty le pusieron Las manos del diablo para su edición local. Cuando la vimos nos caímos de culo. Y llegó a hacer otra muy linda para Disney. Queríamos más. No pasaba un año sin que me preguntara cuándo iba a dirigir de nuevo. No sé cómo hizo Paxton para que lo quisiéramos tanto.

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Entrega de los Oscar: El último golpe de Bonnie and Clyde.

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Mi momento preferido de Hasta el último hombre es aquel en que los oficiales interrogan al protagonista sobre las razones de la guerra y el tipo les dice: “No tengo respuestas a preguntas tan trascendentales”. Es una de las declaraciones más honestas de la película. Su aparente simplicidad es la misma que la del personaje, uno de los mejores representantes del estatuto dual del espectador, testigo y actor: aquel de la batalla, nosotros de la película. Alguien puede pensar que, a diferencia de su personaje, Mel Gibson sí tiene la obligación de saber las respuestas a esas cuestiones, pero tampoco funciona así la cosa. Es un director de cine, no un historiador ni un sociólogo. Lo que ese personaje dice es lo que cualquiera de nosotros, espectadores de cine, podríamos decir. No vamos al cine a que nos revelen la verdad, sino a ver películas. Y a verlas, primordial y literalmente, con los ojos como uno de los sentidos, no con los ojos como metáfora del entendimiento. Vamos a sentirlas, no a juzgar si está bien o mal lo que sentimos, o lo que nos quieren hacer sentir.

El plano bifronte de Hasta el último hombre. El momento en que la mirada fuera de campo y las palabras de la madre abren una dimensión temporal simultánea en la linealidad narrativa de la película donde convivirán pasado y presente así como padre e hijo:

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Qué bueno es ver una película de un tipo al que le gustan los encuadres y la estructura. Fragmentado no es ninguna maravilla, pero sí un hermoso juguete, capaz incluso de rasguñar la emoción. Posiblemente con otros actores habría corrido el riesgo de ser insufrible, pero pensar eso implicaría menospreciar un guión que le da el tiempo necesario a las escenas y los planos, para que personajes y espectadores los habitemos. El casting también es un mérito. Desde Expiación, deseo y pecado, me gusta mucho ver a McAvoy en pantalla, y la piba de La bruja, medio argentina, sigue sumando puntos.

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Néstor Frenkel, finalmente, hizo una película de terror. Decí que suena Beto Orlando. Lo más importante de la primera escena de La ciénaga no es lo que se ve sino lo que se escucha, lugar común marteliano: el chirrido de las sillas que arrastran los zombis, burgueses salteños borrachos al lado de la estancada pileta de natación. Dieciseis años después Frenkel usa ese ruido en Los ganadores con tanta potencia como Martel, pero sin redundancia simbólica. Acá pueden leer mi crítica de Los ganadores.

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La poesía está acá: The Void, de Jeremy Gillespie y Steven Kostanski. Inspired by some true Carpenters (and others masters of the beyond). Película de dirección de arte que no alcanza las magnitudes de Carpenter (¿cuántos lo consiguen?), pero ¿qué son Bava, Argento y Fulci sino carpinteros de la luz?

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La mayoría de las películas de terror solo tienen, como mucho, media hora interesante. La morgue (The Autopsy of Jane Doe) es muy buena en los dos primeros actos, uno más que la mayoría, y la miramos hasta el final porque el impulso narrativo mantiene el interés. Lo que cuenta, además, es un enigma que puede ser absoluto, de modo que no podría ser contado o medido, si tenemos en cuenta la naturaleza científica de la disección. ¿Qué relato se oculta en ese cuerpo vivo que ahora sólo parece ser nada más que un cadáver? ¿Vendrá la metafísica en auxilio poético de esos investigadores, que también somos nosotros, o no será más que una variante del policial, un whodunit abstracto? Está Brian Cox.

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Cuando vi la película anterior de Assayas percibí que le tenía ganas a lo sobrenatural, y Personal shopper lo confirma. Me molesta intuir que detrás de ello hay unas ideas más importantes que la puesta en escena. Su dimensión simbólica estorba o, si se quiere, propicia la interpretación. Las desapariciones ocupan un lugar central en al menos sus dos últimas películas, pero supongo que en varias más. Las mujeres-diosas salvarán el cine de Assayas. No sé como hace para ser tan insulso un pajero de su calibre. ¿No derrama? ¿Limpia la leche antes de que la tome la camara? Verhoeven tendría que darse una vuelta por ahí a enchastrar un poco la cosa. Assayas es el Pancho Dotto del cine contemporáneo, con perdón de los Panchos, y yo prefiero chori con criolla y chimichurri.

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El otro hermano, de Caetano: cine negro político. El otro hermano, de Caetano: identificación imposible (facho o burgués pequeño, pequeño). El otro hermano, de Caetano: pesimismo de Peckinpah sin sublimación espectacular ni idealismo romántico. El otro hermano, de Caetano: western negro sin salida. El único punto de fuga es Brasil, hoy, así que imagínense. El otro hermano: Caetano, más políticamente moderno que los modernistas, sigue filmando, a contratiempo, películas que son malestares.

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Frantz es un melodrama clásico aggiornado por un par de relatos dentro del relato que explotan las posibilidades del flashback como simulacro y por las alternancias entre blanco y negro y color. El uso de este último procedimiento no está lejos de la manera en que Dolan manipuló el marco en Mommy. Ambos proponen una relación directa entre los personajes y el dispositivo, que al menos una vez entra en relación física con ellos, por reacción o prolongación, y se vuelve cuerpo (como la leve oscilación de la cámara en la subjetiva final de César y Rosalie. A propósito de Sautet, el violín no era un receptáculo simbólico tan rico desde Un corazón en invierno). Entre otros hallazgos, Ozon consigue materializar el yo lírico de un poema, pero sabe que solo pueden ser visibles sus efectos. Su otoño es el de Paul Verlaine, por lo tanto motivo objetivamente poético. Un cuadro de Manet aparece dos veces y es dos cuadros distintos si uno comprende lo que la protagonista no puede o no quiere comprender. La Iglesia, como es natural a ella, no aporta a la verdad, y entonces será una mujer quien deba cumplir funciones de sacerdotisa. Frantz no solo es varios duelos sino también una película sobre el sentido y las funciones de la confesión fuera de la institución religiosa. Con una empezaba Remordimiento (Broken Lullaby), la película de Lubitsch que le sirvió de inspiración.

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Estrenaron El valle del amor, con Huppert y Depardieu, dos monstruos del cine, pero ni por ellos vale la pena verla. (Este mismo señor filmó a Marion Cotillard desnuda hace ya muchos años, pero creo que ni así me convencería de verla, y eso que Cotillard es el Espíritu Santo en una de Arnaud Desplechin y yo le creo, por más que el apellido de Marion esté más cerca de la carnicería de Armando Bo que de las abstracciones teológicas). Si los aman, consigan Loulou, de Maurice Pialat, un tipo con las pelotas bien puestas, que hacía cine en pelotas, y que te dejaba en pelotas.

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Una película que a los 15 minutos repite una de las mejores líneas de diálogo de este siglo no puede ser mala. Y resultó ser, nomás, uno de los mejores estrenos del año. Huye (Get Out) honra la tradición de cine estadounidense que se vale de los géneros, vale decir de la imaginación, por muy realistas que parezcan algunos, para ocuparse de políticas varias sin transformarlo en un mero vehículo discursivo. Heredera de la ciencia ficción de los 50, es cine sobre la alienación en el más pedestre de los casos, como el de la narrativa cinematográfica estadounidense en tanto maquinaria de representación social, y simulacros lindantes con lo fantástico, lo extraño, lo insólito, lo maravilloso en el mejor (Don Siegel, Jack Arnold). Una manera que algunos encontraron dentro de la industria para hablar de lucha de clases y conflictos raciales sin someterse al determinismo ideológico. Get Out empieza y ya se sitúa lo más cerca que puede estar una película yanqui actual de las farsas materialistas de Buñuel o, si resulta exagerado, de algunos de sus epígonos europeos contemporáneos (el Ozon de Sitcom). La progresión dramática está bien dosificada, los encuadres han sido pensados, la dimensión simbólica de lo que aparece en ellos es precisa y funcional a la narración, la ironía no se desdibuja en relativismo y el crescendo dramático no le esquiva el bulto a la violencia de la representación como representación de la violencia social de base.

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Ethan Edwards siempre vuelve (y se pone cada pilchas): Mal de pierres, o Un momento de amor.

Continuará…

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