Medio romántico: La sentencia, por Marcos Vieytes

Este jueves a las 19 en el Malba empieza la primera retrospectiva completa de Hugo del Carril con la proyección de La sentencia (1964). Si hace un puñado de años Fernando Martín Peña sorprendió con la rehabilitación de la magnífica Amorina, una de las películas del director menos valoradas por la crítica en su momento, esta retrospectiva nos permitirá hacer lo propio con unas cuantas más, entre ellas El negro que tenía el alma blanca y La sentencia. Las razones de su valía son estéticas y políticas, impulsos que se anudan en su obra desde la concepción. La aparente preeminencia del primero de los polos contribuyó a que se reconociera el valor de sus melodramas –Más allá del olvido, La Quintrala– prácticamente sin discusión. Del otro lado, Las aguas bajan turbias ganó merecido reconocimiento a su potencia no solamente debido a la repercusión internacional -George Sadoul se refirió a ella en su historia del cine mundial y en 1952 el festival de Venecia le otorgó un diploma de honor- sino también porque los obstáculos de Raúl Apold a su realización vendrían a tranquilizar a quienes prefieren pensar que el peronismo de Hugo Del Carril no era otra cosa que un compromiso impuesto, una concesión incómoda del artista al poder, como ese marco oficialista con que empieza y termina. A unas y a otra bien podemos llamarlas clásicas. Pero Amorina, La sentencia y Culpable, por citar sólo tres, no se dejan clasificar fácilmente en un determinado género. Tampoco han sido tan claramente construidas alrededor de, por ejemplo, la deriva, un desplazamiento que la modernidad volvería tópico reconocible, como Una cita con la vida.

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En el tramo final de La sentencia un picado con ganas de cenital descubre un cuerpo convulso entre la multitud. Un año después de Il demonio (Brunello Rondi, 1962), aparecen varios primeros planos de la cara invertida de una mujer con un pañuelo en la boca, y sostenida por un puñado de hombres. La cosa sucede en el patio de una casa chorizo con planta alta, que habríamos llamado conventillo si la película hubiera estado ambientada a principios del siglo XX. Un par de veces antes, sus habitantes aparecieron tomando cerveza juntos, bromeando y mirando televisión afuera. Lo que le pasa a esa mujer -epilepsia que puede parecer agresión- es algo dado a dos miradas distintas: la de Bettina, protagonista absoluta de la película, y la nuestra. El impacto que la escena tiene en ella es brutal. Se queda paralizada al verla, y la película también asume su punto de vista en un par de primeros planos de la amiga en medio del ataque filmados desde la ubicación de Bettina.

 

El ataque de epilepsia podría hacernos pensar en la figura de la histérica. No según la tópica vulgata machista, sino como esa parte del cuerpo social que se retuerce por falta de -y cito textualmente al guión- «libertad». Ese cuerpo de mujer, aparentemente tironeado por hombres, ocupa el centro del plano en la escena, del mismo modo que Bettina ocupa el centro de la película como personaje que no puede dar cuenta de sí misma en el relato, aunque su presencia se impone a todas las demás, y cuya existencia depende de quienes lo sostengan: su esposo, su suegra, su amiga y su cuñado. Hay un quinto testigo que no se refiere directamente a ella. También, un fiscal, un defensor y tres jueces. Porque La sentencia es un juicio, pero el personaje legalmente enjuiciado no es Bettina, a quien tampoco se condena moralmente. Lo que hay es un crimen, y una intención absolutoria general parecida a un indulto, que hacen de esta película una de las más vigentes de Hugo del Carril (me pregunto, escéptico, si hay otro director clásico cuyas películas gocen de la misma actualidad política potencialmente polémica).

La extracción social del aparente protagonista masculino, aquel con quien se familiariza nuestro punto de vista durante la mayor parte del tiempo, es una de las operaciones políticas más fabulosas y menos complacientes de la película. Primero, porque es un pibe de barrio y, a través de su ingenuidad, comprendida y hasta genéricamente defendida por la película, Del Carril expone el complejo represivo y el potencial represor de ese arquetipo social y geográfico, groseramente idealizado entre nosotros y hasta no hace mucho por directores como Juan José Campanella. El Hilario de Emilio Alfaro no se encuentra demasiado lejos de Ricardo Darín o Pablo Rago en El secreto de sus ojos. Con el agravante de que proviene de una casa que hoy llamaríamos progresista. Tras la muerte del padre en un accidente de trabajo, a la madre no le pagaron indemnización alguna debido a la militancia política de su esposo. Ambientada como está La sentencia en el presente de la filmación, sólo ocho años después del golpe militar que mató a centenares de civiles en el bombardeo a la Plaza de Mayo y derrocó al gobierno constitucional, no cuesta pensar que ese hogar decapitado pudo haber sido peronista.

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El cineasta que puso en boca de uno de los personajes de La calesita, encarnado por él mismo, la frase «donde manda la conciencia» como precepto político y poético, y que elaboró sus películas teniendo en vista el horizonte del «compromiso», no hacía más que valerse de los procedimientos clásicos del cine para entretejer las conductas conscientes de los personajes y de los realizadores. Pero con ello abría, a conciencia, un fuera de campo, si no metafísico, tan elocuente que cualquier diagnóstico y tratamiento potencialmente deterministas sobre el funcionamiento del imaginario individual y colectivo se vieran desbordados por el despliegue formal. Del Carril -y también, posiblemente, Borrás- era un maestro del desglose o decoupage, esa calculada organización de la puesta en escena que incluye posiciones de cámara, efectos lumínicos y sonoros, montaje, pero su visión de mundo es tal que no fija ni clausura el sentido de la representación, por más que conduzca fuertemente la percepción de los espectadores. La sentencia, con su prefijada estructura discursiva, es una de las mejores pruebas de ello. A diferencia de otras películas de juicio, tan propensas a la primacía de la palabra, no reduce su materia prima a la lógica del significado. Lo que parece una formal película de tesis progresista, lo suficientemente lúcida como para prefigurar -inconscientemente- una figura legal cincuenta años antes de que aparezca, permanece abierta a la desfiguración. La sentencia no es un informe, es un ensayo.

«Una casa, un país, una región (…) se comunican desde dentro con mundos originarios. El mundo originario puede caracterizarse por la artificialidad del decorado (…) tanto como por la autenticidad de una zona preservada (un verdadero desierto, un bosque virgen), (…) sinfondo hecho de materias no formadas, esbozos o pedazos, atravesado por funciones no formales, actos o dinamismos enérgicos que no remiten siquiera a sujetos constituidos. En él los personajes son como animales (…), no es que tengan esa forma o ese comportamiento, sino que sus actos son previos a toda diferenciación entre el hombre y el animal. (…) La pulsión es la energía que se apodera de pedazos en el mundo originario. (…) Las pulsiones no carecen, ciertamente, de inteligencia, (…) y el mundo originario tampoco carece de una ley que le dé consistencia. (..) Es también el conjunto que lo reúne todo, no en una organización, sino que hace converger todas las partes en un inmenso campo de basuras o en una ciénaga, y todas las pulsiones en una gran pulsión de muerte. Así pues, el mundo originario es a un tiempo comienzo radical y fin absoluto. (…) Es el naturalismo. El naturalismo no se opone al realismo. Por el contrario, acentúa sus rasgos prolongándolos en un surrealismo particular. (…) El mundo originario no existe ni opera sino en el fondo de un medio real, (…) cuya violencia y crueldad revela. (…) Los autores naturalistas merecen el nombre nietzcheano de ‘médicos de la civilización’. Ellos hacen el diagnóstico de la civilización». (2)

La sentencia empieza con Hilario, un muchacho que camina sin rumbo fijo por una calle de tierra. Los primeros planos de Emilio Alfaro, esmirriado en su traje, combinan la vulnerabilidad de Jacques Perrin con la malevolencia de Jean-Louis Trintignant. Pasa un tren y su sonido lo decide a dónde ir. En la escena aparentemente circunstancial que llama su atención, y guía sus pasos descendentes hasta el Viaducto, un hombre golpea a una mujer. Un disparo a cámara cierra el flashforward sin palabras donde se presenta el mundo originario de sexo y muerte bajo el paso a nivel. Los títulos se imprimen sobre el plano general de un juzgado, recinto iluminado y amplio de la ley. Aunque todo lo que veamos sea estrictamente ilustración de testimonios con valor legal, salvo ese prólogo -luego retomado- que aparece por primera vez como único segmento sin marco de toda la película, las puertas del juzgado se cierran delante nuestro antes de que accedamos a él. Lo que suceda adentro, donde los hechos son dichos, no ha sido lo primero que vimos ni tendrá la inmediatez de la pulsión cuando se repita y complete. Sus consecuencias, definitivas para casi todos los personajes, fatales para uno, tampoco serán clausuradas por el veredicto. Y ese muchacho, primer personaje que vemos, es menos protagonista de lo que parece.

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Virginia Lago se come una película en la que voracidad y bucolismo se dan literalmente la mano para parir un encadenado batracio, digno del príncipe de cuento de hadas frustrado al que juzga en La sentencia. Bettina es un personaje elevado al cuadrado, en tanto es el único de los principales que no tiene voz en el juicio, que allí no se dice a sí mismo. Lo que debiera ser una disminución, la potencia. Chiquita y, según ella misma dice, fea, sus proporciones son descomunales. Cuatro años después de La patota, la protagonista es víctima de una. No hay en Bettina, sin embargo, otra indefensión que la derivada de la diferencia de fuerzas físicas entre cinco tipos y ella. Esa primera escena en la que un muchacho la encierra casi desnuda en una casa en construcción, para que la barra la espíe, no sólo da cuenta de una encerrona que es destino. También explota, sin la amoralidad exploit de Tinayre, el erotismo de la agresión sexual, e introduce a un personaje con el que Del Carril identifica las virtudes de una cultura en retirada: el criollo, hombre viejo de pañuelo al cuello, faja, camisa, bombacha y alpargatas, que disuelve la patota y libera a Bettina. Su repentina, breve y única aparición en plano general no resulta exagerada. Como en el resto de la película y en otras de Hugo del Carril, el realismo de base es contaminado por espesores simbólicos que lo ornamentan o corroen. Acaso ese «problema del realismo» que obsesionaba a Luchino Visconti. En un suburbio como el de la película, donde la ciudad le está ganando terreno al campo, el gaucho se integra sin énfasis a la escena, como cuidador o vecino ligeramente anacrónico, y también es alter ego circunstancial del abogado defensor encarnado por Del Carril en el presente de la ficción.

Lo curioso es que Bettina tenga muchas de las características de ese antihéroe nacional que es el gaucho matrero: a ninguno de los dos los domina el miedo, ni carecen de sentimientos, por muy desesperados que estén. Son inestables y nómades, carnales y sensibles, bastardos y huérfanos de una organización social que no cuenta con ellos salvo cuando los necesita como carne de cañón, pero que tampoco puede reducirlos a la función exclusivamente utilitaria que les ha a sido asignada. Bettina es capaz de herir con la palabra tan profundamente como el montonero con su puñal: en dos ocasiones les dice maricones a sus atacantes. Sus expresiones son independientes y atinadas: «No tengo familia y estoy muy bien así, sola» / «Sos muy bueno, lástima que hacés tan mal el amor» / «Me parece que sos medio romántico, que le dicen. No hablés pavadas. Cuando tengas ganas, venís a verme y chau» / «Un día de estos no aguanto más y me meto con vos en la cama». En una sociedad conservadora y en un orden de representación clásico, aunque tardío, como los que hace sesenta años dieron a luz a esta película, esas palabras no se correspondían con la idea de una mujer liberada, sino con aquello que Bettina, aunque suele coger por dinero, niega ser ante el único hombre que desea. Y a lo que Del Carril le quita todo estigma, se trate del eufemismo usado para descalificar la independencia de una mujer o del concreto trabajo sexual, al que reconoce como tal a través del personaje de Beba Bidart. Cuando Bettina compara el reformatorio con la casa de su familia política, y cuando advierte el sentido de la oferta matrimonial, Del Carril disemina la prostibularia dinámica económica en el resto de relaciones y estratos sociales.

La lucidez precoz y moderna de Bettina choca con la virginidad de Hilario. No cuesta ver en ambos personajes la expresión partida del monstruo de dos cabezas que es la obra de Hugo del Carril, en la que se dan cita la conciencia del funcionamiento materialista del mundo y un formidable anhelo de pureza, potencialmente monstruoso. La reunión de ambos suele darse en la intensa pero imperfecta brevedad de la pasión, tan sensual y melancólica como en las películas de Leonardo Favio. De allí que la energía sexual sea la fuerza vital de su cine, potencia melodramática, vale decir trágica y lírica. Y que en La sentencia Del Carril no sólo filme los primeros -si no únicos- desnudos parciales de su cine, así como unos besos en los que la piel se pliega ante la presión de bocas y manos, siguiendo un impulso de pasional desfiguración, sino también que se asome públicamente a lo que el lenguaje cubre, como prueba este diálogo entre los jueces y una prostituta:

– ¿Qué le gustaba a ella?

– ¿Hay que decirlo?

– Sí, dígalo.

– Hacer el amor.

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El intercambio está henchido del mismo deseo acumulado que Bellocchio derramaría veinte años después en el tribunal de El diablo en el cuerpo. A Del Carril no lo animaba el mismo ánimo iconoclasta, había nacido casi treinta años antes y la Argentina de los 60 no era la Italia de los 80, pero en boca de Beba Bidart, el eufemismo es un gag cuyo ridículo destapa la represión legalizada. Personajes y película no sólo hacen el amor. También cogen. En la primera de las tres escenas sexuales, una adolescente desvirga al protagonista. Cuando Virginia Lago deja caer la pollera, y por extensión la bombacha, en un primer plano a sus pies, una melodía paraguaya suena en la guitarra de uno de los inquilinos. Dos años antes, Julio Luján, cantor del litoral, les daba el acompañamiento a las miradas de la pareja en Esta tierra es mía, y Del Carril conectaba su puesta en escena con la erótica de Armando Bo, heredera de la del Soffici de Prisioneros de la tierra y el Del Carril de Las aguas bajan turbias. El segundo encuentro ocurre fuera del mundo, en los exteriores interiorizados de la intimidad: noche a la luz de la luna, que es un reflector, muchos árboles, alfombra de pasto y la protagonista que se baña desnuda en un arroyo, como Fernanda Mistral en Barrio gris (Mario Soffici, 1954). Esa fugaz Arcadia suburbana, que uno supone cercana al Viaducto donde ella trabaja y el barro del tango se subleva, incluye un beso apasionado hasta la distorsión y unos de los mejores fundidos encadenados del cine de Hugo del Carril, metamorfosis fabulosa, contrahecha y romántica.

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(1) La imagen-movimiento, de Gilles Deleuze.

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