Linaje de brujas, por Marcos Rodríguez

Después del prólogo moral y estético que se imprime al inicio de La quintrala, un preámbulo de blasones, retratos y voz en off nos guía a través de la prosapia de héroes, santos y brujas que conduce finalmente a Catalina de los Ríos y Lisperguer. Algo corre descontrolado en la sangre de esa familia.

Bettina, el personaje de La sentencia, también proviene, a través de los vericuetos de la obra de Del Carril, de esa misma familia. A las dos las conocemos en pleno acto de azotamiento: a La Quintrala la vemos de lejos, con el látigo en mano, desatar su furia sobre algún pobre inocente; a Bettina la vemos recibiendo una golpiza abajo de un puente del conurbano. La violencia las rodea, pero una la ejerce y la otra la padece. ¿Cuál es la diferencia? La posición social. Los De los Ríos y Lisperguer no solo tienen sangre añeja y nombre largo, sino al parecer una buena fortuna que se despliega en un caserón y un ejército de criados. Bettina, en cambio, no tiene familia, ni hablar de plata, que ni la tiene ni la busca. Estas dos mujeres, por arriba y por abajo, son criaturas guiadas por el deseo (sexual), desbocadas y orgullosas, incapaces de seguir más que a su propia libertad. A Catalina la cosa le sale un poco menos cara en este mundo, pero al parecer su cabeza cuelga eternamente sobre el infierno.

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Se podría pensar que es otra película de Del Carril la que articula a estas dos mujeres. En esa obra extraña, brillante y terriblemente fatalista que es Culpable se nos cuentan dos historias. La primera es la de un ladrón proletario y carismático que está a punto de terminar sus días enfrentando a la policía en un caserón vacío. Antes del instante fatal, una presencia (¿su conciencia?, ¿un ángel?, ¿un artefacto moral/narrativo?) se manifiesta para demostrarle hasta qué grado él es culpable de sus crímenes. Pero justo cuando acaba de demostrarle el abismo de su ignominia, le suelta como al pasar un dato fundamental: su vida, la del personaje huérfano interpretado por Del Carril, tomó el camino que tomó por un error del correo: la carta en la que su madre porteña le contaba a su novio rosarino de su embarazo nunca llegó a destino y, por tanto, cuando su madre murió el pequeño Del Carril quedó huérfano. Si, en cambio, esa carta hubiera llegado, otra habría sido la historia: su padre lo habría reconocido y Del Carril (con otro nombre) hubiera terminado como el hijo millonario del dueño de una fábrica. La conciencia le ofrece entonces la posibilidad de vivir su vida como podría haber sido, y es entonces que se nos cuenta la segunda historia, que con la primera sólo tiene en común el elenco, la ambición, la muerte de un niño y una idea de culpabilidad metafísica que se traspasa de una historia a otra a través de la esencia misma del alma de Del Carril. La cosa termina mal y lo curioso es esto: a pesar de la insistencia con que la voz en off (la conciencia) nos habla de la libre elección y la culpa que nace de esta, en el fondo las dos historias son lo mismo. No habrá determinismo, pero tampoco hay muchas alternativas. Arriba como abajo, la cosa termina negra. La guita corre de unas manos a otras (robada en la primera historia, estafada con guante blanco en la segunda), las armas están a la orden del día, la infidelidad es una trampa en la que el personaje cae siempre. Cambian los modales, los chorros son los mismos; es decir, todos.

Si, huérfano o millonario, Del Carril termina condenado, aristócrata o puta de barrio, Bettina y Catalina tampoco la tienen mejor. La Quintrala puede empuñar un látigo, pero no puede contenerse a sí misma. Tampoco quiere. Bettina, nos dice la voz sabia del abogado Del Carril, es la que quiso libertad y no la tuvo. “Yo voy a hacer lo que quiero”, le dice Bettina a su marido. La Quintrala dice más o menos lo mismo con la mirada desafiante que le lanza a su padre.

Una de las cosas más interesantes de las películas de Del Carril es que, a pesar de toda la parafernalia moral y progresista que las envuelve (en forma de placas, voces off o hasta personajes defensores como el abogado que interpreta el propio Del Carril), el discurso moral condenatorio que marca a sus personajes y el discurso social/progresista que viene a envolverlos como un manto de piedad explicativa nunca terminan de definir o explicarlos del todo. Sí, el ladrón huérfano de Culpable terminó siendo quien fue porque fue huérfano, creció en la calle y desde abajo vio las injusticias de los ricos y se metió en el crimen (en principio, como venganza, después por pura ambición). Pero metido en un contexto de ricos, el tipo no termina menos chorro y asesino. Sí, Bettina es otra pobre huérfana que escapa de las instituciones para vivir como trola en un conventillo, pero en cuanto se le ofrece la oportunidad de una vida respetable, o por lo menos una vida con un poco más de comodidad, igual elige la calle. Algo explican las circunstancias, pero no todo. La Quintrala es una malcriada que siempre tuvo lo que quiso y que, de entrada nomás, ni siquiera alcanza a confesarse para pedir perdón por sus pecados (es decir, va a padecer sufrimientos eternos), pero cuando aparece en cuadro se lo devora, cuando se enfrenta a la ley del padre se levanta con dignidad enorme y hasta alcanza a mostrarse frente a nosotros como un alma desesperada. Las explicaciones y definiciones están bien a la mano, pero no alcanzan.

El pecado de Catalina, como el de Bettina, es el orgullo (su exigencia de libertad incondicional), pero sobre todo es un pecado de pasión. Si Bettina y Catalina hacen lo que hacen, la mayor parte de las veces lo hacen porque tienen ganas de cojer. Bettina sin ceremonias o rodeos, Catalina con apenas unas convenciones más, y algún que otro galanteo. Esa es su verdadera carga, que ellas viven como la esencia misma de su libertad. No importa si el objeto de su deseo es un cura al que todos llaman santo en vida, no importa si el objeto de su deseo es el hermano del hombre con el que se casó hace una semana. No importa nada, todo lo que importa es la pasión, esa pulsión irrefrenable que las arrastra más allá y contra todo.

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Y, sin embargo, la propia voz de Del Carril nos pide desde dentro de la ficción de La sentencia que seamos justos (y entendemos que quiere decir “indulgentes”) con Bettina, la que quiso libertad y no la tuvo. Bettina está muerta para cuando empieza la película, víctima de su marido. ¿A quién le pide justicia para Bettina? El tribunal no puede hacer nada, pero sí puede hacerlo el espectador, que está viendo la historia de estos personajes frente a sus ojos. Del Carril crea un personaje irredento, y nos llama a la compasión.

Es que tanto Bettina como Catalina, esas brujas que hechizan con sus ojos, son personajes conmovedores por lo melodramático, figuras enormes que se justifican en su deseo de libertad sin límites. La Quintrala y la trolita son criaturas que nos devoran, gigantes cinematográficos que se consumen y nos consumen. Capaz que terminan ardiendo en el Infierno, pero en la pantalla están salvadas.

Nada puede detener ese deseo de libertad que corre por el cine de Del Carril, ni siquiera su propio discurso. Hay algo en esos personajes que no encaja, que no puede acomodarse a los límites que les impone la sociedad en la que viven. Pero no es su culpa. El personaje que no encaja siempre es conmovedor. Pero, a diferencia del negro que tenía el alma blanca en El negro que tenía el alma blanca, las brujas eligen no adaptarse.

Todo lo que quiere el pobre Del Carril negro es llegar, entrar en ese ascenso social que lo va a liberar de esa jaula del espectáculo que le permitió, por lo menos, cierta dignidad. Pero el precio de esa alma blanca es la enajenación: nunca podrá ser lo que es ni, al final, llegar siquiera a la parte superior de la escalera.

Los personajes que no encajan tienen dos opciones: o se doblan o pelean. Ninguna de las dos opciones termina demasiado bien.

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