El sombrero puesto: Apuntes sobre Jean-Pierre Melville, por Marcos Vieytes

Como Robert Bresson, pero catorce años después, Jean-Pierre Melville empezó filmando a Beby en 24 horas en la vida de un payaso (1946). (Me pregunto si Fellini lo habrá incluido en esa obra maestra que es Los payasos?). Melville tuvo problemas con el sonido, por lo que (casi) no queda registro de las voces de los protagonistas. Un narrador, como en el noir, describe lo que los personajes dicen y hacen, voz que viene de un afuera que es un después y aumenta la impresión de que lo dado a ver ya es pasado. Para colmo, abre y cierra el cuento la silueta de un hombre con sombrero que anuncia el cine samurái de Melville. Gracias a este prólogo ya no podemos si no pensar el conjunto de sus películas también como un cine payaso: el ovejero alemán que asiste al ensayo de sonido en Bob le flambeur (1956) coquetea con la comedia tanto como el imán descomunal de Un flic (1972). La yapa de este corto: aparece Gardel en uno de los retratos que cuelgan en las paredes de la pieza de Beby.
Un par de perros deadpan, impávidos comediantes: el de La novela de un joven pobre (Luis Bayón Herrera, 1941) es un comensal más en la mesa de la familia patricia de esa comedia anticareta. Cuando comparte el plano con el pater familiae, lo (des)califica. Gracias a él salta a la vista la tilinguería general. Melville también incluye uno en el ensayo de robo de Bob, le flambeur. En medio del silencioso ritual en el que los ladrones planifican el crimen, ensayo que es puesta en escena, una serie de primeros planos cada vez más breves construye ese suspenso que se banca impertérrito la inclusión de la mascota -que es un gag- en pie de igualdad con hombres y herramientas. Pero además de un gag es un apunte sobre la máscara neutra como técnica actoral preferida del director.

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El debut de Melville –El silencio del mar (1949)- despertaría la admiración de Jean Cocteau, con quien filma a continuación Les enfants terribles (1950). Ambas pertenecen a lo que el propio cineasta definió alguna vez como una “etapa poética” que decidió abandonar para trabajar con los géneros. Lo cierto es que Melville siguió haciendo poesía. Esta película, espacial y temporalmente concentrada alrededor de dos franceses -tío y sobrina- obligados a hospedar a un culto oficial alemán, pero no a devolverle la palabra, sienta las bases de toda su filmografía posterior. Ya están la resistencia como decisión moral, el fatalismo de las simetrías, la exploración del espacio físico, un aprecio tal por la palabra que sólo puede llevar a los hombres al silencio, la concreta ambigüedad de la forma o, como definía Ezra Pound a la poesía, “la máxima concentración de sentido del lenguaje”. Sigue siendo una película tan incómoda, tan irreductible a toda simplificación y tan partisana como El ejército de las sombras (1969). Melville empezó filmando El silencio del mar, su primer largo, y terminó firmando el ruido ensordecedor del agua. El sonido de una ola que rompe empalma los dos primeros planos de Un flic -si no contamos la leyenda de apertura- en los que no hay agua sino cielo, o esa forma líquida del aire que es la bruma. A la ola la veremos inmediatamente después. Cuando Melville filme el contracampo terrestre, sin embargo, dejará el ruido del agua en primerísimo primer plano sonoro. Ese fragor sonoro es el «punto de vista» inicial de la película.

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La siesta del gato, ¿es una siesta igual a otras? / ¿Siente el gato (siamés, pero de Maschwitz) la música / que toca en un armonio el oficial alemán / del silencio del mar de Melville mientras duerme / con un ojo abierto en humano y el otro ceñido / a todo lo que no sea película del párpado / proyectándose en la penumbra del cerebro? / Disposición azul del ojo cuando ve cielo / azul armado con la seda diurna de la / remota luz más domingo. Disposición verde / del ojo cuando ve jardines o ve ligustros / o tupidas enredaderas enamorándose / de la muralla china. ¿De qué color será / el sueño de la siesta del gato o de cualquier / otra deriva onírica? Deambular entre / letras (donde los intersticios, entre los otros) / presentes sólo como pliegues o intermitencias / del significado. ¿Siente el gato que los crímenes / (según el fragmento subtitulado de Macbeth / que recita el oficial alemán del silencio / del mar de Melville)  permanezcan adheridos / a la voz o a los rastros de la erosión que el eco / de la voz (como posibilidad nunca dicha) / inscribe en el cuerpo (o en las declinaciones del / cuerpo) como refutación de la afonía?

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Apaguen las luces y cierren todo: Jean-Pierre Melville frecuentó el set de Madame de… (Max Ophüls, 1953), y los rumores dicen que dirigió a los extras en la famosa escena del baile.

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Bob, le flambeur

Bob, le flambeur es un dandy, la inicial y menos trágica versión del criminal como artista que modelará Melville a lo largo de sus policiales, apostador que cultiva el juego como ética del azar controlado en vez de padecerlo como adicción compulsiva. Esta primera obra maestra suya, prima hermana de Mientras la ciudad duerme (The Asphalt Jungle, John Huston) y fundamento del polar francés, ya contiene a la París callejera de la Nouvelle Vague que lo adoptaría como padre, los marineros americanos de Jacques Demy, la relación paterno filial entre el veterano y el aprendiz, la delación femenina como categoría moral, el big caper como puesta en abismo de la producción cinematográfica, las relecturas manieristas de Leone y las composiciones estáticas de Johnnie To en la poco más de hora y media que le lleva contar un asalto más arquetípico que efectivo.

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Johnnie To es el cineasta contemporáneo que más y mejor comparte con Melville la afición al juego como principio ético y estético, hasta el punto de que toda su obra posterior a la creación de la Milkyway Image –su productora- a finales de 1996 es una reelaboración temática y estilística de ese principio rector. Su díptico Running out of time puede tomarse como una declaración de principios: en ambas hay un par de hombres que juegan por el simple placer de hacerlo (cualquier coincidencia con los cuchilleros de Borges o los pistoleros de Leone, que buscan en el otro la medida de sí mismos, es y no es fruto del azar) y, si en la primera el guión introduce como razón de la contienda a la enfermedad terminal de uno de los personajes, en la segunda ya no hay excusa dramática que justifique el puro placer de estar vivos, de jugar por el deseo de hacerlo sin culpa ni causa al que se entregan personajes, cineasta y espectadores.

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The Mission (Johnnie To, 1999)

The Mission es la obra maestra melvilleana de To. Exiled, la leonina (por Sergio Leone). Venganza es hija bastarda de ambas. Tiene una hora inicial impecable. El clímax lo alcanza justo antes de que empiece el tiroteo en el camping, cuando los rivales se encuentran y el duelo se demora para que las mujeres y los niños no salgan lastimados y se vayan sin saber lo que está sucediendo. La segunda mitad es, en cierto modo, autoparódica. La iluminación religiosa (y la del set) es tan delirante que molesta, pero si se la mira por segunda vez puede ser aceptada no sólo por su exceso sino porque el motivo visual de la luna se corresponde con el del tiroteo y porque el protagonista, al perder la memoria, no tiene ya conciencia de sí ni de la razón por la que está en China y en la película. Sólo una voluntad externa, sobrenatural, puede conseguir que la película continúe. Venganza es una película que, como la identidad de su protagonista, se diluye cada cinco minutos. Una película que gira sobre el vacío.

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El ejército de las sombras

Cuando a Johnny Halliday, cuyo personaje se apellida Costello como Delon en El samurái, le tienen que recordar que está donde está para vengar la muerte de su familia y pregunta qué es venganza, la propia película se está preguntando por sí misma, por su propio título y por el sentido de sus imágenes. Es una de las más largas de To, no necesariamente por su duración, sino por la extrema ralentización de sus secuencias y la menor movilidad de la cámara. Desplazamientos acotados y tiempos extendidos como nunca antes. También es la película con la más explícita escena sexual. La razón de ser de esa visibilidad se encuentra en el displacer de su desenlace, acorde a las características del género. Para muchos directores asiáticos, Hollywood es la Meca del cine. Para otros, la Francia nuevaolera. Para To, el París polar de Melville. Venganza saquea El samurai y Un flic, como entrenamiento para la remake de El círculo rojo. Pero ese proyecto está, en buena medida, condenado a la decepción y la esterilidad. Hallar a Melville, como a Leone, en To es una cosa muy diferente a que rehaga sus películas.

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La epilepsia como el rito de pasaje a un estado alternativo de la conciencia, el protagonismo de un taxidermista solitario y una cámara subjetiva que filma una agonía anónima después de negarse a mostrar su causa obligándonos a concentrarnos en la muerte misma hacen que, en esta como en las más ambiciosas películas del (cine de) género, el motivo del robo como núcleo narrativo adquiera estatura metafísica sin dejar de ser por ello un hecho concreto y terrenal, cotidiano hasta lo indecible a la vez que misterioso. “¿Y el muerto, el increíble?” dice un verso del poema de Borges «La noche que en el sur lo velaron» al que Bielinsky le pone imágenes en dicha secuencia, así como antes lo había hecho voluntariamente con el cuento «La espera» en su corto de graduación de 1983. El gran tema del big caper es la distancia insalvable que hay entre el pensamiento y el acto, expresada en la que hay entre la perfección ideal del robo planeado por el cerebro de la banda de asaltantes y su siempre imperfecta realización. Por eso funciona también como metáfora precisa del proceso creativo en general y, en particular, de la propia realización cinematográfica. En eso, Jean-Pierre Melville es insuperable y Bielinsky, nuestro Melville. Lo imprevisible acaba arruinando el golpe y poniendo en su sitio el desmesurado afán de esos criminales típicos del subgénero que no son otra cosa que alter egos del artista, soñadores tan peligrosa o ingenuamente talentosos como para creer que la voluntad de su sueño desterrará el azar. En eso John Huston es insuperable y Bielinsky, nuestro Huston. El aura, con su prodigiosa secuencia del robo imaginario que recuerda al ensayo de Bob le Flambeur y con aquella otra del robo real que remite a Mientras la ciudad duerme (The Asphalt Jungle, modelo de la de Melville), brilla eterna como un diamante cuyos reflejos iluminan un futuro que no fue. Pero nadie nos quitará la espléndida posibilidad de proyectarlo en nuestra mente. A fin de cuentas, lo que importa no es el caper sino el big. El bigger than life de ese sueño llamado cine capaz de robarle soberanía a la muerte.

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23755275_1555925687790263_8902357842225887135_nAnticipándose a las derivas del primer Wenders o el Herzog de La balada de Bruno S., Dos hombres en Manhattan (1959) es también un documental sobre esa ciudad, pero más que nada sobre el territorio mítico del noir que Hollywood edificó sobre el geográfico, así como Bob, le Flambeur lo era sobre París. Película-viaje pues, o película-ensayo, exploración que anticipa la que habrá de retomar cuatro años más tarde en El guardaespaldas (L’ainé des Ferchaux), ya para entonces escudado tras las máscaras de Belmondo y Charles Danel. Porque si esta película tiene algo singular es que está protagonizada por el propio Melville, quien apenas había representado papeles ínfimos para Cocteau y Pierre Kast. Con mucho jazz, e iluminación tan escasa pero significativa como en la mejor Clase B, en poco más de ochenta trasnochados minutos e interiores filmados en sus estudios parisinos, cuenta la búsqueda emprendida por un periodista del desaparecido delegado de Francia en la ONU, y la del propio Melville en pos de su puesta en escena definitiva.

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Las leyendas, epigramas de resonancias míticas que aparecen al comienzo de la mayoría de las películas de Melville, funcionan como textos sagrados apócrifos: sentencias donde la palabra parece revestirse a través de la escritura de una pureza que la oral no tiene, para revelarse finalmente tan ambigua como aquella. Allí está la falsa cita del Bushido fraguada por el propio director en El samurái y esta otra, fatal como todas las suyas, con la que comienza Morir matando (Le doulos, 1963): “Hay que escoger: ¿morir o mentir?” El “doulos” es Belmondo, informante de la policía, pero también su sombrero, habida cuenta del doble significado del término, según se nos informa antes de los títulos. Y si miente o no -o a quién, cuándo y por qué lo hace- es lo que no sabremos casi hasta el final, en el que un flashback transforma a la película que hemos estado viendo hasta entonces en un reflejo, un doble de sí misma, una elipsis, un agujero negro, un remolino que nos traga irremediablemente.

Palabra de Werner Herzog a propósito de Morir matando: «Mi película favorita en este aspecto es una de Jean-Pierre Melville. Un gángster de poca monta tiene que encontrarse con unos rivales y va a revisar en secreto el pequeño ático donde tendrá lugar el encuentro. Prueba distintas ubicaciones e imagina dónde se metería si lo apuntaran con un revólver. El único lugar lógico es un armario. Prueba quedarse allí parado, con las manos levantadas. Esconde el revólver en el techo del armario, a pocos centímetros del lugar donde llega su mano derecha levantada. Pero cuando sale del edificio es visto por un gángster rival, que enseguida intenta averiguar qué estaba haciendo allí. Va probando distintas posiciones hasta que encuentra el revólver. De pronto el espacio y la orientación pasan a ser los protagonistas de la película al igual que en otras producciones de Melville».

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Cuando Bob, le flambeur interrumpe el “creía que…” de su aprendiz con el lacónico “no creas en nada” que le devuelve desde el auto, no sólo está abortando una frase sino toda posibilidad de fe, pero inaugura esa lista de sentencias concisas y elocuentes de su obra que llega hasta el “yo no pienso” con que el inspector de policía de El samurái (1968) le contesta a uno de los subordinados cuando le preguntan qué opinión le merece Jeff Costello, alias Alain Delon, el más solitario y callado de todos los antihéroes de Melville. El silencio de este hombre no es el silencio de un hombre, sino el del mito, el de un samurái que ha cambiado su kabuto, su espada y su armadura por la pistola, el impermeable y el Stetson, caballero andante cuya cruzada carece de Dios y para quien su Tierra Santa son autos ajenos, un cuarto apenas amueblado, un canario que canta su pena y un espejo que le devuelve la misma imagen imperturbable, impenetrable, de siempre: el triunfo definitivo de la máscara, del enigma sobre la explicación.

En el fabuloso interrogatorio de El samurái hay un personaje circunstancial que bien podría ser un alter ego de Delon, el antihéroe del título. Ese personaje es testigo de la llegada de Jeff Costello al departamento de la puta de lujo que éste ama, si un samurái fuese capaz de tal cosa o al menos de admitirlo, y aquel usa una vez a la semana en horario fijo inamovible. Este personaje es El Burgués por excelencia. Obligado a testificar, oculta todo el tiempo su incomodidad ante la posibilidad del escándalo, y revela su naturalizada condición delatora inherente a la moral de la clase a la que pertenece al menos en abstracto, cuando reconstruye con precisión de contador público la imagen diseminada del asesino entre varios culpables posibles. Pero hay un momento en que pierde la compostura, si cabe describir de ese modo el casi imperceptible reacomodamiento del cuerpo en la silla al momento en que el inspector le pregunta por temperatura de la cama recién ocupada de su amante.

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El samurái

Vuelvo a encontrar el mismo movimiento de hombros, el mismo tipo de traje y corbata, vale decir el mismo uniforme ontológico, en el protagonista de Pasaje al acto (Francis Girod, 1996). Esta vez El Burgués es Daniel Auteuil, último gran actor clásico del cine francés, siempre con la misma máscara neutra, mirada vidriosa, rictus hierático que en Un corazón en invierno (Claude Sautet, 1992) o en Caché (Michael Haneke, 2005). Que en Pasaje al acto ese epítome del burgués sea un psicoanalista parece justo. Que el laconismo característico del personaje tejido por Auteuil en tantas películas de autor y policiales coincidan con las del héroe del cine clásico estadounidense no es tan sorprendente como parece (en la comedia ensaya otras variantes, como ese otro actor popular actual con el que tiene puntos de contacto, François Cluzet). Daniel Auteuil, entonces, como lugar de encuentro o posible síntesis del Burgués y el Samurái.

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Segunda película de Melville sobre la segunda guerra mundial, primera y única sobre la resistencia, movimiento del que formara parte y para el acuñara su nombre de guerra que luego sería artístico, bomba política para el progresismo cultural del momento, obras maestra de la historia del cine, y última colaboración con Lino Ventura, uno de sus tres actores favoritos (Belmondo y Delon son los otros). A su lado, Simone Signoret, protagonista de una caricia conmovedora y de un final desolador. A Jean-Pierre Melville le había encantado A todo riesgo (Classe tous risques, Claude Sautet, 1960), con esa voz en off final de lirismo breve, objetivo y devastador. Estoy convencido de que sin ella no existiría el final de El ejército de las sombras (entre ambas está la de La 317eme section, de Pierre Schoendoerffer) tal como lo conocemos, con placas que cumplen con elocuencia lacónica la misma función que la voz en off de aquella. Estrenada poco después del Mayo francés, el homenaje explícito de Melville a De Gaulle que es El ejército de las sombras (1969) le valió el inmediato repudio de Cahiers du cinema, la crítica de cine más influyente del mundo. Casi treinta años después, le dedicaron un número de desagravio. Los resistentes de esta película no dejan de ser los samuráis de las épicas sordas, anónimas, sofisticadas y trágicas de sus películas policiales, primos hermanos de los héroes borgeanos de Invasión (Hugo Santiago), filmada ese mismo año en nuestro país. Ya no hay nada sagrado en este mundo, dice Ventura en un momento, pero se equivoca. El ejército de las sombras permanece para nosotros, alta en el cielo, como Lo que el viento se llevó para Melville.

Ojo con perder el sombrero, en El ejército de las sombras o en Juan Moreira (Leonardo Favio, 1973).

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En un artículo publicado por el diario La Prensa el 28 de abril de 1929 y recogido en Textos recobrados, Borges ensayaba una definición del cine oponiendo dos términos que por entonces se usaban para denominarlo. En lugar de “cinematógrafo”, que para él era “grafía del movimiento (…) en sus énfasis de rapidez, de solemnidad, de tumulto, (…) operación propia de los orígenes cuya sola materia fue la velocidad, peculiar de (la) vanguardia”, prefiere ese “biógrafo (…) que nos descubre destinos, el presentador de almas al alma”. No muchos años después, Robert Bresson comienza su andadura en el cine y, para cuando publique esa especie de credo suyo expresado en epigramas que lleva por título Notas sobre el cinematógrafo, usará el término otrora despreciado por Borges pero con resonancias de sentido similares a las que este concebía para el cine. Llegados a este punto, no está de más permitirle la entrada en escena a Jean-Pierre Melville, cuyo cine tiene relación con el de Bresson no sólo debido a que ambos comienzan sus carreras filmando cortometrajes que tienen como protagonista a un clown francés llamado Beby, sino sobre todo por el metafísico laconismo de las formas que cultiva. No parece haber vínculo alguno entre aquel famoso payaso y Hugo Santiago, así como no parece que lo hubiera entre Santiago y Melville al menos en el plano personal, pero sí lo hay entre el director de Invasión y Bresson, con quien colaboró como asistente de dirección en Procès de Jeanne d’Arc (1962). De modo que Santiago viene a ser algo así como un eslabón físico entre Borges y Bresson, emparentados sin saberlo hasta entonces si no religiosa, al menos estéticamente. Pero así como Santiago conecta a Bresson con Borges, Invasión hace que los compadritos de Borges y los delincuentes de Melville sean un solo ejército de las sombras defendiendo ese paraíso de los creyentes que es el cine.

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Un flic

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Del ascetismo sádico de Bresson al escepticismo aséptico de Jarmusch. Schhh, schhh, silencio alfombrado del confort fílmico, anonimato del no lugar cinéfilo ¿Séptico dijo? Cámara séptica de Jarmusch resbalando sobre arquitecturas de cristal. Travellings circulares alrededor de Baumann y de Virilio. ¿Jarmusch es un Wenders cool? Ah, no, cool era Tarantino, el de la cinefilia literal (el versículo bíblico de Pulp Fiction es tan apócrifo como el fragmento del Bushido de El samirái). Tarantino’s fist talking vs. Jim’s fucking silence. El uno habla hasta por los codos mientras el otro calla a los gritos. Cayo largo de las traducciones interminables, toda cosa vuelta signo, llave, contraseña, espejo de imágenes despojadas del original. ¿Anda Jean-Pierre Melville por acá? “Melville es un fabricador de aire acondicionado” (Sergio Leone). Películas envasadas al vacío / hoteles solos / soledad intrascendente de un samurai secular. ¡Suerte que los cuerpos supuran sopor, por más asfixia envuelta en celofán de celuloide! Aki Kaurismaki explota el potencial cómico del manierismo melvilleano. Jim Jarmusch, el esnob.

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El círculo rojo tiene uno de los seleccionados europeos más impresionante de todos los tiempos: Delon, Volonté y Montand sin un gesto de más, con toda su fotogenia en manos (en el ojo iluminado) de Henri Decae, cámara del cineasta desde su debut como director, pero también fotógrafo de las operas primas de Chabrol y Truffaut. Si el gesto en Melville es un imperativo moral a la vez que estético, en tanto lenguaje corporal y también acto de lealtad, aquí asistimos a una coreografía de signos mínimos, algunos de ellos ni siquiera mostrados en plano detalle y otros eternizados en una pose casi estatuaria, pero cargados de sentido y fatalidad. Corey (que acaba de cumplir su condena según la Ley), Jansen (que huye de ella fugándose del presidio) y Vogel (que intenta ahogarla en alcohol) se juntan para robar una joyería -el más abstracto de los botines- y protagonizar la secuencia más elegante, morosa y helada de su entera filmografía. Alrededor de ellos, el financista que nunca se ensucia las manos, los funcionarios conscientes de la hipocresía constitutiva del sistema y el comisario como doble de los héroes, acosado por la soledad última del sobreviviente.

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Un flic

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Un flic clausura la filmografía de Jean-Pierre Melville, McGuffin exquisito que se disfraza de policial para hacernos parte de un juego que excede las convenciones del género y alcanza el más hermoso paraíso de juguetería, una entera secuencia de atraco a un tren en movimiento y fuga en helicóptero en la que se vale de un escalextric filmado sin la más mínima intención de disimular, sino todo lo contrario, su artificial naturaleza. Entonces uno sabe que los detalles del golpe y el resultado del mismo son lo que menos importa. Sólo cuenta el placer del juego como lugar de encuentro con otro dispuesto a compartir con uno las mismas reglas durante un rato, y como suspensión de la conciencia irreversible del transcurso. Un flic es la más extrema, la más incomprendida y la más genial de sus películas. Aquella en la que suelta amarras y navega más allá de todo horizonte conocido o por conocer. Otra vez Delon, pero esta vez del otro lado del espejo, como despiadado representante de la ley que persigue a Richard Creena y su banda juguetona de artistas del hurto, capaces de planear un robo en el Louvre, efectuarlo con precisión quirúrgica y enterrar el botín sin usufructuar un solo billete, por el puro placer de escapar del tiempo (running out of time) juntos pero sin excesos, sin alardes, sin festejo. El que se da todos esos lujos es Melville, desde los más originales planos-contraplanos para definir la inhumanidad de ciertos personajes, pasando por el uso de backprojectings a esa altura innecesarios, hasta valerse de la más explícita utilería para filmar la secuencia ritual límite de su cine, parodia y homenaje simultáneos a la del robo de El círculo rojo, triunfo de la abstracción más concreta, elogio del procedimiento cinematográfico y apología del realismo como artificio material. No hay película de Melville en la que el tiempo se contraiga y expanda con tanta maestría. Melville la rompe en dos escenas (y en cada plano): una es la del tren, en la que estira el tiempo hasta el ridículo. Y ridículo no quiere decir vergüenza sino diversión. El tren de juguete y el helicóptero real, así como el imán de dibujo animado, lo confirman. Melville también era comediante, y había empezado haciendo una película sobre un payaso. Todo lo que había sido dilatación en aquella es contracción y síntesis en la segunda. La policía llega al departamento de un gangster para arrestarlo y vean lo que pasa puerta por medio. Y en segundos. Que son la eternidad. Se estrenó como Crónica negra, Historia de un policía y títulos así. Tendrían que haberla llamado Un cana. Porque el cine francés no afrancesado cultivaba el lunfardo. 

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La primera sorpresa que tuve al ver Noche de brujas (John Carpenter, 1978) en pantalla grande por primera vez fue notar hasta qué punto estaba aquí el germen de La cosa. Recordaba los títulos de la película de Howard Hawks en el televisor, pero no que justo en el plano anterior Michael Myers asesinaba a un ovejero alemán, cuerpo residente del virus en la película que Carpenter filmaría cuatro años después. Lo más fabuloso de la noche, sin embargo, fue la revelación del vínculo sustentable que puede ser establecido entre Halloween y El samurái (Jean-Pierre Melville, 1967), dos películas cuya puesta en escena tensa la matriz narrativa industrial con su manierismo hasta encontrarse con la modernidad. Comparten al menos siete procedimientos relevantes: a) el uso del motivo musical electrónico minimalista en relación inversamente proporcional a la demora de los personajes: comparar la escena inicial en que Alain Delon intenta arrancar el auto robado, valiéndose de un manojo interminable de llaves, con la entrada de Jamie Lee Curtis a la casa de la amiga donde encuentra los tres cadáveres; b) la visibilidad del montaje como procedimiento válido por sí mismo, potencialmente metafísico cuando Myers desaparece ante la vista de Lee Curtis, pero no ante la nuestra, mientras ella mira el patio de la casa vecina con la ropa colgada, absurdo en la interminable sucesión de puertas, atrezzo garante de la continuidad en el clasicismo, que se abren y cierran durante el interrogatorio de El samurái; c) encuadres vacíos y morosos cuyo espacio-tiempo no necesariamente añade información útil para el desenvolvimiento argumental, sino que abren la percepción a su autonomía; d) el silencio de Michael Myers y Jeff Costello como pertenencia de ambos a un orden que no es el de la palabra, además del rictus y la palidez de las máscaras, literal en el primero, técnica de la neutralidad en el segundo;

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El samurái
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Noche de brujas (John Carpenter, 1978)

e) escenas en que se teoriza sobre la constitución estrictamente visual del personaje: cuando Michael Myers aparece disfrazado de fantasma y el solo aditamento de los anteojos lo hace pasar ante la chica que lo espera por el novio asesinado, y cuando Melville filma la ronda de reconocimiento en la que un testigo arma con sombrero, impermeable y cara, desordenados previamente por el comisario, un identikit material que articula el arquetipo encarnado por Delon; f) el sentido del humor, que en Noche de brujas(1978) participa abiertamente de la comedia y encuentra su clímax, junto con el terrorífico, en una virtuosa operación cuyo riesgo de anular simultáneamente ambos registros coquetea con la insatisfacción de las expectativas propio del cine moderno, y que El samurái expresa en escenas como la mencionada del interrogatorio, circunspectas ironías verbales, ola dilatación y repetición de procedimientos hasta llevarlo al borde del ridículo, traspasado finalmente en Un flic (1972); g) el continuo desdoblamiento del verosímil físico y mítico al que se entregan ambos directores, disponiendo incongruencias que funcionan como trampantojos para conducir a la mirada más allá de la representación, lo que da como resultado un tipo de personaje específico encarnado en la nena que atiende el teléfono sin dejar de mirar una película de terror, o en la propia Lee Curtis cuando responde a la profesora mientras sigue atenta al auto estacionado fuera del colegio que mira a través de la ventana, espectador modelo promovido por estas películas distanciadas, síntesis virtuosa del clasicismo y la modernidad la de Carpenter, derivación abstracta del estilo la de Melville.

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A Melville jamás se le veía en público sin el sombrero americano, los anteojos oscuros, el impermeable y ese enorme Cadillac suyo que uno supone el mismo que Roger Duchesne conducía por las calles de París en Bob, le Flambeur. Así también lo vemos llegar a los estudios que tenía en la calle Jenner, donde oficia como anfitrión formal de este capítulo de Cinéastes de notre temps – Jean-Pierre Melville: Portrait en neuf poses. De los varios personajes representados por Melville, se imponen los de productor (paseándonos por unos estudios preñados de sombras son más humanos que los estadounidenses), guionista (más orgulloso de iniciarnos en su obsesivo ritual metodológico de escritura que de interpretar su obra), cinéfilo y actor.

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24 horas en la vida de un payaso

 

 

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