Giro d’Italia (segunda etapa), por José Miccio

El perrito de La ventana indiscreta, el caballo de Marnie y, por supuesto, los pájaros de su memorable película homónima: no es que no haya animales en el cine de Hitchcock. Sus bestias principales, sin embargo, eran los actores. Hitch gustaba definirlos como ganado. No había nada de oveja en los magníficos Jimmy Stewart y Cary Grant, y nada de vaca en la exquisita Grace Kelly. No eran tampoco tabulas rasas ni colores muertos a la espera del pintor, como dicen a veces los maximalistas del autorismo, siempre reacios a reconocerle méritos a cualquiera que no sea el director. Pero Hitchcock tenía esas cosas, e incluso cuando lloriqueaba porque Grace Kelly eligió a Rainiero antes que al cine insistía en hablar de los actores como de una molestia lamentablemente necesaria para la realización de una película. También Ingrid Bergman trabajó con Hitchcock. En Bajo el signo de Capricornio y en Notorious, la película que yo elegiría si un marciano me pidiera un ejemplo de esa cosa que por acá llamamos cine. Pero a decir verdad, y prestando atención solamente a lo que sucede en la pantalla, el que trató a la Bergman como ganado no fue el Gordo sino Rossellini, su director-marido. Ella respondió al desafío con unas cuantas actuaciones maravillosas en películas que, además de contar ciertas historias, sencillas y despojadas, funcionaban como puesta en abismo del movimiento de la actriz, que había dejado Hollywood por Italia.

Es fácil verlo. En Stromboli terra di Dio la Bergman (Karin) aparece en medio de un paisaje hostil desde todo punto de vista. Es difícil caminar por la roca volcánica, es difícil entender la estrictísima moral de las isleñas y es difícil vivir sin distracciones, con todo el tiempo encima, cuando ni siquiera está bien visto decorar la casa, ponerse linda, hacer cosas de mujer. La ajenidad rotunda de Karin replica en la ficción la extrañeza que significaba la presencia de la actriz en un cine tan opuesto al glamour y al relato propios de Hollywood. La desconexión es el motivo que se repite en todas las películas, y en todas tiene al menos un momento emblemático: el momento en el que algo que ocurre frente a ella la sacude. En Viaje a Italia la vemos en Pompeya, perturbada, cuando los arqueólogos sacan a la luz los cuerpos de una familia. En Europa 51 su presencia en la fábrica es tan rara como en la isla, y se traduce en una lejanía respecto del trabajo industrial muy semejante a la que siente respecto de la pesca tradicional del atún en Stromboli. En la primera, la alternancia veloz de planos entre la máquina y la cara de la actriz enfatiza su extranjería. En la otra, el agua ensangrentada que la moja cuando ella va de visita al mar, como quien va a la playa, tiene alcance de manifiesto: es el documental que mancha la ficción, los pescadores gobernando a la estrella. La vida contra la diva.

Es justo en Stromboli donde este pliegue de la vida de la actriz en la ficción tiene su escena más ilustrativa. Me refiero al momento en que el marido obliga a Karin a ver algo que no tiene para ella naturalidad (cómo un hurón mata un conejo), del mismo modo que Rossellini obliga a la Bergman a actuar fuera de todas las convenciones que ella conocía, y también nos obliga a nosotros a ser testigos de una muerte en efecto acontecida, preparada especialmente para la cámara. Bazin tenía razón al ubicar a Rossellini entre los directores del cine de la crueldad. El ejemplo del conejo lo confirma, todavía más que el de la pesca y el de la fábrica. Pero la escena clave de su sistema está en La Paura. También acá la protagonista sufre, como en Stromboli, Europa 51 y Viaje a Italia, sacudida por algo que no puede manejar, extranjera como es, al menos por un momento, de los espacios y los vínculos sociales que la ficción le propone. Sufre como ante los atunes o la excavación pompeyana mientras oye una explicación científica y mira en una pantalla los signos que informan sobre el efecto de una droga en una rata. Mar, ciudad antigua, isla, fábrica o laboratorio, un shock pone a la Bergman siempre fuera de lugar. Rossellini le dedicó unos primeros planos que son como esculturas religiosas. Tienen una fuerza increíble. Tanta como los que filmó Hitchcock en Notorious, solo que su sentido es opuesto.

En Canción de Navidad Dickens escribe: “Cualquier expresión muy marcada que aparezca en el rostro de un primer actor durante una escena del máximo interés y en el que están fijas muchas miradas será inconscientemente imitada por los espectadores”. Si vale para el teatro vale todavía más para el cine. Lo mismo que hace la Bergman ante este estímulo o aquel hacemos nosotros ante su actuación. La paura lo muestra mejor que todas las otras películas: el cine es la pantalla del laboratorio, Ingrid la rata y los espectadores, Ingrid. Porque también nosotros tenemos que expiar el espectáculo. En el aire, esto es moralismo y nada más. En el cine, es una experiencia única. Y es que Rossellini es el extraordinario cineasta que es no porque tenga razón sino porque hizo películas sublimes, es decir, películas donde las razones ya no funcionan como tales, y es inútil cambiar planos por ideas. Lo que siente Karin en el volcán, al final de Stromboli: eso mismo produjo Rossellini. Un temblor, una vida nueva. Que Dios exista es lo de menos.

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De todas estas películas la más famosa es la menos notable. Viaje a Italia está llena de explicaciones turísticas -verosímilmente incorporadas, eso sí, además de heterodoxas, ya que la Bergman es una extranjera en Nápoles- y situaciones altamente alusivas, como las muchas embarazadas que caminan por la ciudad y la pareja desenterrada en Pompeya justo después de que el matrimonio diga la palabra divorcio. Las escenas en el museo, en las ruinas de la Sibila y en el osario son variaciones de la escena de la excavación. Las dos primeras tienen una carga sexual que perturba a la inglesita. La otra le ofrece el sacudimiento de la muerte, pero también un contraste entre ese malestar y el consuelo que encuentra la mujer que la acompaña y que eligió un muerto anónimo para cuidar y recordar a su hermano, caído en la guerra y enterrado en Grecia. Es un momento extraordinario. Difícil no pensar que en la mujer hay una esperanza (pero no un cálculo): que allá en Grecia alguien se ocupe de un muerto lejano, así como ella se ocupa de los huesos de otra época. Si el personaje de la Bergman recorre los atractivos históricos de Nápoles, el de su marido, más frívolo, pasa por reuniones, bares y paseos para matar el aburrimiento, incluso unos días en Capri y un encuentro con una prostituta, tristísimo. Solo un milagro puede mantenerlos juntos y devolverles la gracia del amor, y Rossellini lo filma al final, en la procesión popular que obliga al auto a detenerse y los arrastra luego en la multitud, hasta que se abrazan, se disculpan y se dicen «Te amo». Cuánta gloria hay en estos minutos finales. Qué emocionantes son… Caramba: empecé el párrafo queriendo ponerle un pero a la película y ahora que lo terminé la admiro más.

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Una asociación, antes de dejar en paz a Rossellini. El secreto de vivir (Mr. Deeds Goes to Town) de Frank Capra está muy cerca de Europa 51. Son dos películas radicales, cada una a su manera, y tratan sobre lo mismo: la imposibilidad de ser bueno en un mundo en el que la bondad es peligrosa. Rossellini es oscuro. Pero Capra lo es todavía más porque existe en un universo que para permitirle expresar su pesadumbre le pide a cambio coartadas, y las coartadas, cuando son tan evidentes, acrecientan el efecto de lo que quieren cubrir. Hay unos planos inolvidables en El secreto de vivir que muestran a Gary Cooper en el hospital, al borde de la cama, con la mirada perdida, internado porque quien ayuda al prójimo a costa de su patrimonio no es bueno sino loco. Después sale, pero nada borra esa tristeza. Rossellini puede terminar con Ingrid Bergman en el hospicio y un puñado de fieles afuera, que lloran por ella y entre lágrimas dicen la palabra «Santa»: es europeo, moderno y está más preparado para ver en un calvario, un premio.

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Mr. Deeds Goes to Town (Capra, 1936). Europa 51 (Rossellini, 1951). Las rejas son acá y allá las mismas.

Es hermoso, y uno de los grandes triunfos de la cinefilia, que dos películas que pensábamos completamente ajenas entre sí se nos revelen afines. No importa que después una lectura atenta (o rigurosa, por usar ese adjetivo malhadado) las vuelva a alejar. Si el roce es verdadero las renueva para siempre.

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Dos de Emmer.

Parigi è sempre Parigi (1951) es maravillosa. Trata de una jornada de italianos en París, así como Domenica d’agosto trataba de una jornada de italianos en la playa. Lo más notable es el ritmo. Toda la primera parte se concentra en el contingente de turistas y el guía que les presenta las atracciones de París a una velocidad imposible. El amontonamiento de datos propio del mercado turístico aparece burlado por un ritmo frenético, tal como muestra especialmente el fragmento dedicado al Louvre, resuelto en pocos segundos. Pero Emmer no les echa en cara a sus personajes el hecho de pasar por cien lugares a los pedos o el uso de la palabra conocer para contar ese ir y venir enloquecido. No está interesado en corregirlos. Por el contrario. Su interés pasa por retratarlos en situaciones que se salen del orden propio del turismo, y que permiten observar el carácter italiano, o lo que la comedia quiere que el carácter italiano sea. Al apresuramiento turístico, Emmer contrapone otros recorridos. Uno amoroso, otro plenamente cómico. Cada uno con su guía. El primer movimiento lleva al beso del final, en la estación. El segundo a una serie de aventuras fallidas.

La ragazza in vetrina (1961) confirma que Emmer es un gran cineasta popular, de la raza de los grandes americanos y Renoir. La primera parte de la película narra con brío la llegada a Holanda de unos jóvenes italianos, su primer día de trabajo en la mina y el accidente que deja a tres obreros encerrados en un derrumbe. La segunda parte, inaugurada por medio de una transición veloz y gloriosa, es un fin de semana de recreo antes del retorno de Vincenzo (el joven minero interpretado por Bernard Fresson) a su país. La chica de la vidriera a la que hace referencia el título (Marina Vlady) es una puta holandesa que lo aloja en su casa cuando pierde el tren y pasa con él el domingo. Las putas de Emmer (hay otra, que anda con Lino Ventura) son las putas dulces del cine popular, jóvenes lindas y sensibles, absolutamente ajenas al cinismo, que se comportan como novias celosas en las horas que comparten con los hombres porque quieren, sin atender el negocio. La estructura libre, como de apuntes, le da aire permanente a la película. Emmer aprovecha esa libertad para agregar pinceladas acá y allá, desde la mujer religiosa que colecta monedas en la calle a los jóvenes que se divierten y los laburantes de distintos países que convierten a Ámsterdam en una Babel amable, en la que la comunicación existe porque existe la buena voluntad.

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Y dos de Laura con Patroni Griffi.

Divina creatura (1975). Stamp y Mastroianni se aferran a Laura Antonelli como si lo único que tuviera sentido fuera esa mujer y la conciencia de que hay otro que la quiere. Mientras los miraba (y a ella, claro) pensaba que si Bolognini es un sub Visconti (cosa que no es), Patroni Griffi es un sub Bolognini. Tanta secreción termina por resultar interesante porque en la decadencia no hay nada mejor que un hijo bobo. En fin. Estos dos aristócratas de lujo, rodeados de objetos que sobrecargan el plano, y de cortinas, paredes y alfombras rojas, son unos brutos refinados. Tan anómicos que al final, cuando la mujer se va y ellos tienen que decidir qué hacer con su noia, toman opciones dignas de estudio durckeimiano: uno se suicida y el otro se hace facho. “Ya encontrará cómo satisfacer su bestialidad”, dice uno antes de que veamos a Mastroianni probándose el uniforme negro frente al espejo.

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Diez años después.

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La gabbia (1985). Morricone se luce en el score ochentoso y el erotismo adulto y cargado de la película resulta el antídoto perfecto para las tonterías soft de aquellos años. Hay gran cine en el modo en el que Tony Musante se mete en la boca la teta de una piba y en las escenas en el departamento de París, con él atado a la cama. La única objeción seria que se le puede hacer a la película es que a Musante no se le ve ni siquiera el culo, algo inaceptable si tenemos en cuenta que se la pasa en bolas. La Antonelli está genial y afortunadamente es menos tímida.

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Ermanno Olmi filmó unas cuantas películas notables. Por ejemplo, Il tempo si è fermato, la primera, hermosísima, y más libre que las dos que la siguieron, Il posto e I fidanzati, también excelentes pero atrapadas (sobre todo Il posto) por obligaciones sociológicas que las conducen al énfasis. Il tempo si è fermato sucede en las montañas, en casa de los guardas de un dique en construcción. Son un viejo bien curtido y un joven que quiere aprovechar el mes de aislamiento para preparar una materia. No hay más que esto. Olmi filma lo que quiere, como si el cine fuera así de fácil. No tiene que demostrar nada ni seguir una historia. Ni siquiera hay conflictos. Apenas unos apuntes de montaña y algunos desacuerdos menores, provenientes de la edad. A diferencia de lo que pasa en las otras dos películas, acá el trabajo no agrede. Todavía más: regala tiempo libre no alienado, porque no es burocrático ni fabril. El viejo tiene un pulóver con la imagen de un ciervo. Olmi debutó como un sabio.

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Cine del grande.

Estoy mirando La aventura después de quince años. Puse pausa porque me perdí y estoy seguro de que por perderme estoy más cerca que nunca de Antonioni. El conjunto de claves es sencillo: desaparición inexplicada, vacío, movimiento sin dirección, falta de progresión narrativa, desasimiento. Después de tantos años, y con tanto escrito, es fácil visitar la película como un turista. Pero verla es de verdad una experiencia dura. Oscilo entre la fascinación y el tedio, como debe pasarles a tantos, y pienso en la resistencia que aún ofrece a las interpretaciones, en su opacidad gloriosa e inocente. Cuán rota está la relación entre el espacio y las acciones, todavía me sorprendo. Es un lugar común, una frase para repetir en el final de una materia. Pero esa desconexión se siente en la piel, y por eso vale la pena decirla. La aventura, justamente, ese viaje de conquista y autorrealización es imposible, como es imposible que la relación entre los protagonistas crezca, sometida como está a la intemperie, a la sucesión, a un momento y a otro, sin que el segundo guarde memoria del primero o el primero permita proyectar el segundo. Es un mundo sin perdón y sin promesa. Nunca vi algo así. A veces me desconcentro, me digo que no entiendo nada y le pido a Antonioni que me dé lo que no quiere dar, alguna explicación, alguna consecuencia, algún clímax. Y no. Entonces tengo que regresar como puedo, a los tumbos. Una vez me digo que no hay nada religioso en Antonioni, que esa es una de sus claves, y en seguida viene la escena de las campanas para refutar o confirmar la idea. Otra vez pienso en Hitchcock, me convenzo de que las parejas que aparecen funcionan igual que las de La ventana indiscreta, y que todo se trata del matrimonio a fin de cuentas, que hay que tomar en serio el asunto, pero la idea se derrumba y me veo haciendo el ridículo, intentando darles a esos hombres que miran con sed a la Vitti una dimensión social o algo parecido al sentido. Qué notable, cómo no hay profundidad pero parece que también la superficie se debilitara e impidiera sacar conclusiones solemnes de la isla, la historia larga de esos peñascos, la vasija que se hace pedazos contra la roca. Me queda media hora. Estoy perdido y encantado. Sigo ya.

Ahora faltan apenas seis minutos. Sandro ya le tiró la tinta al joven dibujante y nos dejó así una nota psicológica: la pequeña maldad del que a los veintitrés quería hacer lo que no hizo, por falta de talento o por conveniencia. Claudia (la Vitti, más fría que la muerte) acaba de decir unas palabras importantísimas: “Todo se ha vuelto horriblemente fácil, incluso librarse del dolor”. La película no se estabiliza pero permite comentarios sobre sus personajes. Sobre el estado de su espíritu, básicamente. Un negocio de aberturas cinéfilo debería hacer publicidad con la Vitti:

Acaba de terminar. Los restos de la fiesta, la otra mujer, los billetes como pequeño recuerdo. Afuera, los dos lloran por separado. Ella le acaricia la cabeza. El último plano es maravilloso. Me quedan dos certezas. Primero, que la película es genial. Segundo, que es muy fácil desbarrancar a partir de ella, hacer un cine pernicioso, lleno de tics, sobresignificado, profundo en el peor sentido de esta palabra complicada. El mismo Antonioni lo hizo, porque como todo inventor moderno tenía un pie en lo sublime y otro en el ridículo, y a veces se hundía feo. Hay una escena magnífica, que una brisa podría destruir, y en la que la idea de “espacios vacíos” está tematizada: esa del pueblito deshabitado donde las casas devuelven el sonido como eco. No vive nadie ahí. Tampoco La aventura se habita.

Continuará (próxima etapa: poliziottesco).