Nessun dorma, algunas palabras alrededor (no necesariamente sobre) The Greatest Showman, por Marcos Rodríguez

Hace poco vi una cosa que se había estrenado y que lleva el título de The Greatest Showman, un musical. No voy a hablar de la música, las actuaciones o las coreografías porque la película es mala pero no es eso lo que me interesa. La cosa trata de un huérfano neoyorkino que a fuerza de fantasía y emprendedurismo, y después de algunos subterfugios, termina por inventar el circo.

En un momento de la trama, cuando el huerfanito devenido millonario populachero decide que lo que quiere ahora es convertirse en alguien respetable y respetado, por alguna razón un tanto estrambótica pega viaje a Inglaterra y se presenta ante la reina Victoria, junto con su elenco colorido. Mientras están en esa audiencia, se encuentran con una cantante de ópera interpretada por Rebecca Ferguson. Ella procede de un país nórdico y dona absolutamente todas sus ganancias a la caridad, ah, y aparece mucho vestida de blanco bien, bien iluminada, para que venga con aureola incluida. Después de un par de breves vueltas de argumento, el empresario interpretado por Hugh Jackman se la lleva a Estados Unidos para que haga un tour, y se dispone a escucharla cantar por primera vez en un escenario de Nueva York. La mujer canta (no sé si será la voz de Ferguson o no, poco importa) y todo el mundo queda embelesado, incluyendo al propio Jackman, iniciando así una subtrama de infidelidad matrimonial que, de forma improbable, no llega a concretarse porque todo es muy puritano acá y él será ambicioso pero es un buen tipo.

La canción que canta la Ferguson (o quien sea) es una de las más “bonitas” de la película, pero inmediatamente me sonó chocante. Toda The Greatest Showman tiene un sonido moderno, pop, que raya el R&B, una cosa muy que suena a “lo que a los chicos les gusta hoy en día”. Todo bien. Pero una y otra vez en los diálogos se insiste con que esta figura nórdica, blancuzca y estilizada, es una cantante de ópera. Ópera. Porque es fina. Porque es la que va a traerle legitimidad al huerfanito devenido empresario. Porque ahora que produce ópera sus suegros sí lo van a querer. Ópera. La mujer se sube al escenario. Empieza a sonar la orquesta. Y lo que canta la mujer ni siquiera se esfuerza por parecer un aria. Es una canción melódica, un poco más lírica que las demás de la película, pero en ningún momento más que una balada romanticona que no se diferencia demasiado de todo lo que veníamos escuchando hasta ese momento.

Ahora bien, ¿por qué tanto escándalo por una canción más dentro del chorizo de canciones que es The Greatest Showman? No se trata de un prurito realista o historicista. Tampoco me interesa hacer una defensa de la ópera, que puede gustarte más o menos, pero en definitiva no tiene nada que ver con el cine. El punto es otro.

The Greatest Showman está plagada de lo que algunos llamarían errores históricos, y otros llamarían ridiculeces. Un ejemplo. Estamos, se supone, a mediados del siglo XIX. No sé si hay alguna precisión, pero por de pronto cuando van a visitar a la reina Victoria, la piba está bastante joven así que más o menos podemos pensar de qué época se trata. Digamos, época victoriana. Todo empieza con un pibe pobre que se enamora de una chica bien, que vive en una mansión mientras él vive en la calle, sin domicilio fijo (aunque al parecer el correo era tremendamente eficiente en aquellas épocas, porque el pibe de la calle, que se la pasa cambiando de ciudad y no tiene residencia, recibe su correspondencia amorosa con toda puntualidad). Cuando el chico crece, aunque no tiene un mango, va a tocar el timbre de la puerta millonaria del padre de su novia y el padre (un hombre malo, malo y muy clasista) se queda ahí parado mirando cómo se va su hija y le dice “Va a volver”…

Hay otro considerablemente más irritante. Una y otra vez se habla en los diálogos del gran problema que tiene la hija mayor de Jackman, que ahora que son gente guituda empezó a tomar clases de ballet y las demás nenas bien se burlan de ella porque no es realmente de su clase. Eso le genera traumas al papá y por eso se va a ver ópera. Al final de todo, cuando ya aprendió su lección y se da cuenta de que lo importante es ver crecer a sus nenas, Jackman abandona todo lo que ha construido, se monta a un elefante y va hasta un tremendo teatro neoyorkino, con escalinata de mármol y fachada neoclásica, para ver lo que parecería ser la muestrita de fin de curso de las clases de ballet de la nena.

Ya sabemos (por el cine y esas cosas) que al parecer en la cultura de Estados Unidos es muy importante no solo que las nenas aprendan ballet, sino que los padres estén presentes en las muestras. Cuando Hollywood quiere demostrar que alguien es un mal padre (la mayor parte de las veces, porque está demasiado absorbido por su trabajo y se olvida de prestarle atención a su familia), filma un plano detalle de la silla vacía en medio de la asamblea en donde todos los padres que sí son buenos se hicieron un ratito para ver bailar a las nenas. Corte a la mirada de decepción de la hija, que espía desde atrás del telón para ver si llegó papá.

showman 2

Lo común del lugar no me importa, pero sí la exageración del contexto. Si hoy las muestras de una clase de ballet (en la que participan, al parecer, seis o siete nenas) gracias si se hacen en un salón de colegio, ¿por qué habrían de haberse organizado en tremendo teatro a mediados del siglo XIX, cuando los niños apenas si tenían algún derecho a exigir la mínima atención sobre sí?

No se trata, de nuevo, del quejido por la falta de fidelidad histórica. Cada película, además, construye su propio verosímil. Pero la escena del ballet es clave, no porque sea importante o porque resulte particularmente poco fiel a la historia, sino porque me permitió entender algo que era evidente: lo que se quiere contar es una historia pensada hoy en día. Hay trajes más elaborados pero la capa de tela es muy delgada. Habrá ambientación de época, pero los personajes actúan y reaccionan siguiendo una lógica que es exclusivamente la de hoy: la lógica del individuo liberado (disgregado), no la de la trama bastante más opresiva de hace casi dos siglos. Por eso hay teatros enormes a disposición de muestras de seis nenas. Por eso un padre se queda parado impotente mientras se le escapa la nena con un muerto de hambre. Por eso la ópera suena a balada pop.

Lo curioso es que todo esto ocurre, no simplemente en cualquier película mala de esas por las que fluyen muchos millones de dólares pero poco cine, sino precisamente en una película que se supone que viene a cantar y a defender “lo diferente”. La subtrama de los bichos raros que habitan el circo, y su defensa en pie de igualdad de derechos hasta tiene canción propia (que estuvo nominada a los Oscar) en la cual la mujer barbuda (y gorda) nos viene a explicar que ella también es una persona y que ser diferente le da una identidad. Pero cuidado, que nadie se duerma, una película ambientada hace más de un siglo pero incapaz de concebir un comportamiento diferente al de las personas que la están haciendo, un musical incapaz de incluir música que no sea la que nos viene a vender es esencialmente incapaz de concebir algo verdaderamente diferente. El canto igualitario que entona esta cosa blanda y progre no es la loa y la incorporación de lo diferente, sino apenas la entronización de lo homogéneo. Los raros no son distintos pero con los mismos derechos, son solo iguales. Nada es diferente. Todo se celebra en un gran baile en el que supuestamente hay malos de cartón pintado que quieren negarnos nuestros derechos, pero eso es algo viejo y sin peso. Ahora lo que hay es un ritmo copado, en el cual entran todos y todos son aceptados porque todos actúan igual, se comportan igual y quieren lo mismo, lo único. Nada.

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