Armando a Bo (con pedazos de Ferreyra y Torres Ríos), por Marcos Vieytes

1. El encanto con que José A. Ferreyra filmaba lo cotidiano no tiene nombre, así que lo bautizaremos. No me refiero solo ni fundamentalmente a las fabulosas imágenes de la construcción en Puente Alsina (1935), sino a otra construcción que Ferreyra llevó a cabo valiéndose de lo documental, la plástica y el folletín, a simple vista el más endeble de los materiales. Dos imágenes pueden ayudarme a describir la intimidad creada por ese hombre: en una vemos a un obrero sacando del río a la hija del patrón. En la otra, improvisa una ducha para que ella se bañe. El cine de Armando Bo ya está presente en ambas. Los dos usaron la cámara para espiritualizar sensualmente la realidad física. La potencia documental de sus imágenes no importa porque informen, sino porque el contexto que aparece en ellas sublima imperfectamente -y esta imperfección es esencial- eso que muestran, ya se trate del trabajo, los cuerpos, la naturaleza o sus relaciones.

Puente Alsina es hermosa porque no es solamente un folletín ni exactamente un documento. En uno de los diálogos se deja oír una palabra que se dejaba oír seguido en los tangos: confidencia. Enumero la serie de elementos que materializan eso que quiere ser un estado del espíritu antes que del ánimo, como la saudade luso-galaica, en la película de Ferreyra: las expresiones «fe en sí mismo» y «conversación con el alma», un tango cantado en el contracampo de un atardecer con predominio del agua y del aire filmado a través de unos sauces, la hospitalidad de un hombre que sirve café, una mujer abrigada y (tra)vestida con un traje, el primer plano de la cafetera y los pocillos sobre el mantel, una cruz a contraluz en el cuadrante de una ventana, un hombre que mira dormir a una mujer. Todo eso constituye la utopía filmada por Ferreyra y sexualmente prolongada por Bo, ternura de Torres Ríos mediante, hasta el lirismo sensual de Favio.

Otra imagen une los mundos de Ferreyra y Bo: la mujer en el umbral. Delia Durruty funciona en Puente Alsina como Libertad Lamarque en Besos brujos e Isabel Sarli en La tentación desnuda: la mujer (perdida en la civilización) y la selva. Me viene a la mente un verso de Borges falsamente apócrifo: «Aristóteles y las rosas». La combinación de sus diferencias, no absurdas como en el surrealismo, es inusualmente erótica. Por eso choca tanto que, contra ese teatro de tópicos que quieren ser arquetipos en Puente Alsina, Ferreyra desarrolle un conflicto político sin mayores cuidados. El héroe espiritual de esta película, faceta en la que brilla el director, termina siéndolo también en sentido mundano porque desbarata una huelga y se enamora de la hija del patrón. Valen la pena un par de precisiones -circunstanciales, pues están basadas en la copia disponible- que unas cuantas reseñas de la película omiten: en principio, el protagonista aclara que si no está a favor de esa huelga se debe a las condiciones en que la llevan a cabo, instigada por un personaje sospechoso, a falta de otra información que no sea la provista por la charla mantenida con el obrero al que manipula, y de la que extraigo un fragmento:

Obrero: Pero es una empresa argentina.

Instigador: El dinero no tiene patria.

Todo indica que para Ferreyra sí lo tenía.

2. Empecé a ver películas de Leopoldo Torres Ríos. Si las había visto, fue cuando yo era chico. Y sus películas están llenas de ellos. Siempre me llamó la atención su desaparición en las películas argentinas posteriores. Es una sensación que no responde a recuento ni análisis alguno. Siendo un poco más preciso, me recuerdo diciendo que lo que había desaparecido de la pantalla era la alegría de los pibes, una determinada manera de mostrar la infancia. Seguramente Pelota de trapo (1948) y Pantalones cortos (1949) ya figuraban en mi recuerdo como referencia no identificada de esas impresiones (¿Tendrá algo que ver con esto el que hayan sido filmadas durante el primer peronismo? Bien podríamos pensar el golpe de Estado del 55 y, sobre todo, el bombardeo previo a los civiles en Plaza de Mayo no ya como la pérdida definitiva de la inocencia nacional, sino como el asesinato concreto de los chicos que viajaban en el bondi escolar). Apenas después que Vittorio De Sica, Torres Ríos filma a los nenes como pocos o como ninguno entre nosotros. Y los nenes de Torres Ríos juegan, se divierten, son bocones y se pelean. No hay película en la que uno de ellos no rompa un vidrio de un piedrazo o le pegue a alguien. La idea de riesgo que manejamos ahora no incluye travesuras como esas. Los chicos de sus películas también mueren por imperativo melodramático, siempre a causa de alguna enfermedad. La agresión de esos chicos es parte de un desarrollo sano que con el paso del tiempo habrá de canalizarse a través del deporte. De este semillero nace la identidad cinematográfica de Armando Bo, protagonista de algunas de ellas y deportista antes que cineasta.

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Aquello que amamos (Leopoldo Torres Ríos, 1959)

Bo, creador y productor de Pelota de trapo, es un pibe de barrio transformado en realizador cuya moral no inhibe el deseo. El sexo que explotará más tarde en su cine es una metamorfosis de las ganas de seguir jugando a la pelota con los amigos, nadar en un arroyo, remontar un barrilete, pegarle una piña a un adversario o revolear una piedra. Los chicos de las películas de Torres Ríos juegan en la calle, que no es una del centro sino periférica, empedrada y luminosa, siempre lindante con campitos, esos «espacios donde se desvanecían las leyes que avanzaban desde el centro, sus divisiones racionales del tiempo, sus cuadrículas, sus frenos, sus modales contenidos, rigurosos, sus sacos y corbatas. El goce de lo desprolijo, lo espontáneo, los juegos de la vida sin demasiados intermediarios entre uno y el mundo circundante» campeaba en ese resto rural no pavimentado, según Juan Mario Molina y Vedia en Potrero. Tan importante y festiva es la calle que la cámara suele estar al ras del piso, desde donde se agrandan las figuras de los chicos que hacen equilibrio sobre el cordón de las veredas, flanqueados por las líneas de las fachadas: geometría que guía la mirada hacia un cielo infinito y brillante, acaso reflejo del cristiano que al interior de las casas preside el crucifijo.

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Aquello que amamos (Leopoldo Torres Ríos, 1959)

Hace unos años salí de ver La manzana (Samira Makhmalbaf, 1998) con la indeleble imagen de unos nenes caminando sobre las vías. A decir verdad, con la imagen de mi temor -que también puede llamarse suspenso- de que esos nenes sufrieran un accidente. Poco antes había visto La piel dura (L’argent de poche, Francois Truffaut, 1976), y llegué a la conclusión de que una película sobre la infancia sólo se completa cuando especula con la posibilidad de la muerte de los chicos. En la de Torres Ríos, esa especulación ocurre sobre unas vías tanto como cuando el protagonista sube al tejado de la casa de la nena que le gusta para poder verla. Ambas situaciones ya estaban en Aniki-Bobo (1942), donde Manoel de Oliveira coquetea abiertamente con el goce accidental. La posibilidad de la muerte está íntimamente conectada en las películas de Torres Ríos al despertar de la conciencia del protagonista, paralelo a su vagabundeo nocturno. No hay sentido trágico sin pensamiento de la muerte. Víctor Erice, que también filmó a unas nenas coqueteando con ella, tanto en El espíritu de la colmena (1973) como en El sur (1983), lo lleva hasta el extremo en Alumbramiento (2002), donde un bebé nace y, si podemos suponer que es incapaz de racionalizar su casi inmediato final por complicaciones posteriores al parto, nosotros lo hacemos por él.

El nene insomne de Pantalones cortos se escapa cuando su padre le anuncia que va a casarse de nuevo. Pasada la medianoche empieza un viaje que lo lleva desde el barrio (seguramente Barracas, donde creció el director y le gustaba filmar) al centro de la ciudad, que es un viaje físico pero sobre todo un descubrimiento interior. El esquema es potencialmente melodramático, no así la realización, porque a la cámara de Torres Ríos le fascinaba mostrar lo que está más acá y no más allá de las apariencias. La construcción simbólica del folletín era una coartada, importante en tanto vehículo de arquetipos, pero comparte relevancia con la descripción física -la maravillosa luz solar de sus mañanas y tardes- y la expresión espiritual, si el término sirviera para indicar algo más que el ánimo como interioridad circunstancial. Hay un encuentro magnífico durante esa fantástica noche: el nene toma mate y conversa con dos linyeras que bien podrían funcionar como apariciones sobrenaturales o criaturas mitológicas por más que no sean presentados como tales. El viaje de este Ulises parte desde y llega hasta una sola y misma cosa: la diosa.

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Pantalones cortos (Leopoldo Torres Ríos, 1949)

Al principio el protagonista se sube a una silla para besar el retrato de su madre muerta. Más tarde lo vemos mirando durante el día la ventana de la casa de una nena y subiéndose al techo en uno de sus sueños, abierto y cerrado por un efecto de remolino que Armando Bo usará algo más de una década después como acceso al flashback en Pelota de cuero. Finalmente, Torres Ríos transfiere la mirada del chico a la de los parroquianos del bar que, desde la planta baja, no sacan los ojos de la vitrolera que está en el primer piso, mientras suena «Sin embargo no estoy triste», con letra del propio Torres Ríos. En todas ellas, los personajes ascienden con el cuerpo o la mirada a ese «cielo que se le ha perdido» del tango, lo mismo que «la cercanía de Dios, escapada de su alma», figuras poéticas del «pasado que vuelve, aunque nunca podrá volver». La eternidad de la película de Torres Ríos se cifra en la paradoja de sus versos (el protagonista de Aquello que amamos es escritor).

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Pelota de cuero (Armando Bo, 1963)

3. Lo primero que sorprende en Pelota de cuero es el color, inspirado en las tapas de la revista El Gráfico. Su director de fotografía, Julio C. Lavera, hizo más de cincuenta películas, entre ellas …Y el demonio creó a los hombres. Pelota de cuero es otra película más en la que un personaje entra solo y en plano general a una cancha de fútbol vacía. Que pase en La Raulito (Lautaro Murúa, 1975) no sorprende tanto como que también suceda en Invasión (Hugo Santiago, 1969). Hay que seguir inventariando las películas en las que el motivo aparece. El tamaño de la soledad expuesto en ellas es evidente (Adrián Caetano la vuelve a manifestar con pareja intensidad sobre el final del tercer capítulo de Uruguayos campeones). La muerte anda rondando las gradas, que se revelan como anfiteatro trágico. Uno supone que filmando una película de explotación que cuenta con estrellas del fútbol y de la canción como Rattin y Rivero alguien no puede hacer lo que hace Armando Bo, incluso sabiendo que el fútbol y el tango forman parte, especialmente en la ciudad y muy especialmente en la Boca, de ese seleccionado de La Pasión llamado Melodrama y signado por la fatalidad. Haciéndolo va incluso más allá que Leopoldo Torres Ríos en Pelota de trapo (1948).

El plano del tren que se dirige a la Bombonera no sólo es uno de esos en los que la locomoción de la máquina prolonga la cinética fílmica. También es uno de esos «valores de producción» que los chicos de Súper 8 persiguen con el mismo entusiasmo con que Bo y Lavera debieron apostarse para capturarlo, porque transportaba el sueño del par de pibes que se imaginan llegando a la Primera del xeneixe. La deliberación metafórica de muchas de las imágenes de Armando Bo es tan obvia que la neutraliza, descubriendo la magnífica literalidad de cuerpos, objetos, naturaleza y actos, así como del propio procedimiento cinematográfico. Si el mundo y las imágenes continúan volviéndose cada vez menos materiales y físicas, no sólo seguirá acrecentándose su valor sino que se volverá esencial. Entre varias singularidades más de Pelota de cuero, que incluyen el primer papel importante de Víctor Bo haciendo de Armando en su juventud, hay un prodigioso duelo de barriletes. Ese acto físico, cotidiano hasta no hace mucho, ha sido registrado por la cámara para el tiempo en que nadie sepa ya cómo se hacía ni qué diablos era.

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Carne (Armando Bo, 1968)

Edmundo Rivero, que canta una vez acompañado de guitarras y en otra hace playback con un vinilo de «Cuando me entrés a fallar» en el Wincofon de un boliche de La Boca, la descose. Y en Carne (1968) hay lugar para el más grande. Justo antes de que Isabel se acerque a la puerta de la casa, pone a Gardel en el combinado para que lo escuche su abuelo. Con el cambio de plano dejamos de ver la fuente del sonido y, a pesar de que nos alejamos de ella, seguimos escuchando «Arrabal amargo» al mismo volumen. El movimiento de la mujer, vuelta silueta y acercándose al umbral que separa la sombra de la luz, intensifican el sonido. Después vendrá un paneo en subjetiva de la cancha de tierra asentada y de las casas de la villa, y tendremos una emoción gardeliana que se renueva y anticipa en un lustro a las del cine a colores de Leonardo Favio.

4. Sabaleros (Armando Bo, 1958) es la obra de un poeta, por momentos también la de un místico (hay un diablo, un cristo y una bruja). Las imágenes de Bo siguen siendo de otra dimensión. Son sublimes de un modo que incluso ni las de Favio, mucho más fluidas. Es uno de los más grandes y no hacen faltas coartadas culturales irónicas para percibirlo. «Me gusta lo desparejo» dice en un momento la magnífica «Milonga del 900», y el verso de Manzi da una clave para saber el cine de Bo. La disparidad es fundamental para que en sus películas ocurra lo extraordinario por fricción e intermitencia (el sentido didáctico del intervalo es tan operativo en su cine como en el de Godard). La belleza estática, en la que abundó más que nadie, evidentemente no le alcanzaba. Sin importar quién fuera el director de fotografía, ha filmado la mayor cantidad de hermosos planos autónomos que yo haya visto en el cine nacional. Como siempre estaba en busca de algo más, creaba las condiciones para que la experiencia aconteciera frente a la cámara, lo menos a salvo posible del riesgo y lo fortuito. En Fango (2012), José Celestino Campusano ha vuelto a reunir el duelo criollo y la potencia animal con los mismos caballos de fuerza que Bo.

Nunca sabremos exactamente qué es “el hecho cinematográfico”, si es que todavía pensamos que tal cosa existe después del pase a retiro del celuloide, la digitalización y la enseñanza cinematográfica institucionalizada. Para mí no puede ser otra cosa que una mezcla rara de azar y voluntad, ficción y documental, historia y mito, exteriores y estudios, todo eso que abunda imprevista y simultáneamente en las películas de Bo. En cualquiera de ellas hay más hallazgos poéticos, argentinos por añadidura, que en filmografías enteras de Autores y Movimientos. Para muestra basta prácticamente cualquier plano de …Y el demonio creó a los hombres (1960), con sus pantallas divididas por la ritualidad melodramática, hombres y mujeres acariciándose, cazadores apaleando manadas de lobos y leones marinos a metros de la cámara y cielos que parecen dibujados. Además, esta línea de diálogo: “Vivimos como bestias, pero… amamos como las bestias.” Por si fuera poco, se atreve a definir de la poesía: «Un olor a esto». Sarli se la dice a su pretendiente en la costa del río, y así queda perfectamente explicado el cine de Bo: una definición sensual que no pasa por el sentido de la vista como metáfora de la racionalidad desencarnada.

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…Y el demonio creó a los hombres (Armando Bo, 1960)

En esta misma película hay una escena en la que Isabel se desnuda mientras su marido no deja de leer a Sartre. La imagen como acontecimiento físico en uno de los planos, y la cultura letrada en el contracampo. Cuerpo en movimiento de un lado y mirada perpleja, por no decir impotente, en el otro. Gozosa bufonada de Bo, y lo bufonesco es una de las más lúcidas inflexiones festivas del arte. …Y el demonio creó a los hombres está separada en dos, aunque en ambas haya pasiones, cuerpos y movimientos fuera de quicio, más allá de todo cálculo. Tanto en Punta del Este como en los alrededores de Plaza San Martín guardan las formas cuanto pueden. Por lo menos hasta que Crónica: Firme junto al pueblo dé a conocer los estallidos en sus portadas, como al principio de La tentación desnuda (1966). En la Isla de los Lobos, en cambio, suceden a cielo abierto y no hay prensa que los difunda. Es otro de esos paraísos salvajes de Bo donde el simulacro social no está reglado, igualmente incapaz de evitar un asesinato que no llega a ocurrir en la isla, al menos entre seres humanos.

La película es justamente famosa -y va a serlo cada vez más- por los planos en que matan lobos marinos sin truco de ningún tipo ni montaje. Esa matanza es otra muestra más de la primarización de nuestra economía que atraviesa todas las películas de Bo y brilla en Carne. Sus películas anudan la explotación económica -en los latifundios de El trueno entre las hojas (1957), por ejemplo, que destruyen el sentido del mundo de igual manera que en Apocalypto (Mel Gibson, 2006)- con las modalidades de producción de este cine independiente que sería llamado «de explotación». La estructura bipartita de …Y el demonio creó a los hombres permite correspondencias fabulosas, como los estudiantes ascendiendo por las escalinatas de la Facultad de Arquitectura con los lobos marinos lanzándose al mar desde los acantilados. Isabel nos lleva de la civilización a la barbarie a través de su delirio posterior al crimen y la caída de las máscaras sociales, encubridoras del incesto como mecanismo de concentración del capital, y su personaje anticipa las mujeres alienadas que vendrían a partir de la generación del 60. Por eso es tan importante la figura de Mario Casado, íncubo de Fussli cuando salta la verja del country. Compadrito de melodrama tanguero desplazado en el tiempo y el espacio, lo único que sabemos de él es que fue deportista, debe ser bueno en la cama porque ninguna mujer se le resiste, y aprovecha su rendimiento sexual para vivir de las amantes que colecciona entre la aristocracia porteña. Su desaparición física no aniquila su función.

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La tentación desnuda (Armando Bo, 1966)

La naturaleza atlética de ese hombre se prolonga en el lobero enamorado de Sarli encarnado por el propio Bo, deportista en la vida real cuyo ascenso social se debió al casamiento con Teresa Machinandiarena. Su personaje está doblado, pero la voz de Bo aparece doblando la de un lanchero justo en la transición entre uno y otro mundo. El plano sonoro es puro exceso en la Isla de los lobos, con alguna escena desbordada que al jazz (fugaz y concreta coincidencia con el cine independiente estadounidense cuando filma cámara en mano, y en plano inclinado, a Isabel caminando por el centro porteño desde un auto) le suma el ruido ensordecedor de los animales, confundido con el del mar y los prolongados gritos de Bo llamando a Isabel que camina en trance hacia el acantilado. Tanto en esta película como en Nazareno Cruz y el lobo (1975) hay italianos que cantan o repiten mantras ensimismados, gritos perdidos en la inmensidad y coros degradados de la santería popular. El caserón urbano de la protagonista es uno de esos espacios habituales del terror y el melodrama, con siniestro mandato materno cuya voz en off suena cuatro veces en la cabeza de la protagonista. Hay un parlamento que primero deslumbra por ese desborde que sólo el melodrama es capaz de regalarnos, y luego instala uno de los dilemas centrales del cine, justo en el mismo año en que los franceses parían la abyección. Lo escuchamos de boca de Bo, inmediatamente después del apaleamiento y faena de un lobo marino ante la mirada horrorizada de Isabel: «Venga, acostúmbrese a ver esto y poco a poco le parecerá todo normal».

En La tentación desnuda (1966), Armando Bo se distrae cada vez más de la estructura argumental, y los tiempos de planos y escenas se extienden tanto que ya no obedecen a la economía narrativa. Vestida o desnuda, Isabel Sarli deja de ser personaje para revelarse ídolo. El culto desbarata la representación y sólo queda lugar para el éxtasis contemplativo o la acción ritual. El tiempo del demorado encuentro sexual entre el hombre, retirado del mundo para consagrarse a la adoración de la Virgen, y la tentadora es tan extenso como el de Le déjeuner sur l’herbe (Jean Renoir, 1959), porque no es el de los personajes -que ya no son tales- sino el de la cámara con los espectadores a través de la naturaleza. La progresión dramática se paraliza y la graduación de la escala de planos estalla. La repetición intenta detener el transcurso, como lo harán mucho más eficazmente los loops de Favio. En Juan Moreira (Leonardo Favio, 1973), Edgardo Suárez se acerca a una moza en la feria y le dice: «La felicito por los patitos» con toda la picardía en la cara. Es uno de los momentos eufóricos del cine nacional con buen oído. Siete años antes, Isabel Sarli jugaba con unos patitos en La tentación desnuda, segundos antes de piropear a Bo, que estaba tocando el arpa, diciéndole: «Lo felicito por el concierto». Los sonidos del ambiente, armonizados por la flauta de Pan en la película Renoir, dejan lugar a la exaltación del bolero «Amor, amor, amor», con su estribillo repetitivo como una plegaria. El género latino de la pasión reemplaza al órgano y el arpa religiosos del eremita de Bo, San Antonio del delta.

5. «Cuando fui a calificar Pelota de cuero me atacaron diciendo que lo que cantaban los hinchas de Boca era la marcha peronista y que la bandera argentina estaba insultada, porque los hinchas de Racing, cuando pierden, meten la bandera dentro de una bolsa. Yo filmé la realidad y me lo cortaron. Me hicieron problemas, me metieron la película en categoría B porque decían que era una vergüenza que yo pusiera la bandera en una bolsa. ¡Y era la bandera de Racing! (…) Entonces (expliqué) todo el asunto, pero igual me la calificaron B. Estando anunciado el estreno en el cine Monumental, me sacaron todas las fotografías, todos los afiches, todo. Y yo empecé un recurso de amparo. (…) Finalmente un señor Bonamino me la aprobó, pero tuve que cortar la escena de la bandera y en lugar de la marcha de Boca, poner murmullo de público. Yo creo que cada película mía ha sido un drama diferente. Antes decían que explotaba a los chicos, después, que explotaba a Isabel. ¡Pero siempre que explotaba algo! Aunque creo que esto pasó porque yo me cagué en todos y siempre filmé lo que sentía. Por eso hoy tengo el honor de no estar en la Sociedad de Directores. No estoy ni en la Sociedad de Productores, ni en la Sociedad de Actores, ni en Argentores. No estoy en ninguna sociedad. Yo soy un auténtico resentido. Resentido con causa. Cuando estuve detenido por pelear con la censura, no hubo ninguno de los miembros de esas sociedades -que se las daban de amigos- que saliera al cruce por lo menos para decir: ‘Armando Bo está equivocado, pero es una persona decente’. Al contrario. Siempre sufrí contra el vacío total del gremio cinematográfico. Y me iré a otro mundo y diré que en el cine argentino no dejo a ningún amigo, porque todos se portaron muy mal conmigo: productores, directores, todos. Y lo digo con absoluta convicción. (…) No sé si mis películas trascenderán o no. No sé si Isabel Sarli trascenderá o no a otras épocas, pero todo lo mío siempre fue producto de la sinceridad. Mientras yo filmaba Pelota de cuero Isabel hizo Setenta veces siete con Torre Nilsson. A él, yo le había producido Días de odio. Cuando Babsy me pidió el cuento “Emma Sunz”, de Borges, yo lo busqué y lo contraté. Pero la película caminó tan poco, que no le podía pagar a Borges. Entonces, por medio de un abogado, me hizo juicio para cobrarme, pero no podía pagarle. Borges venía a mi oficina a cobrar. Y a mí me partía el alma, porque yo no tenía ni un puto mango para darle. Pero al final, con intereses y en cuotas, le pagué.»

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