Tinayre 60, por José Miccio

Publicada originalmente en el número 23 de la revista Cinéfilo.

1. Las películas que filmó Daniel Tinayre durante el primer lustro de los años 60 constituyen uno de los ciclos más valiosos del cine argentino. Su brillo no procede de sus temas ni de fuentes prestigiosas sino de sus historias imposibles (ver notas 2, 3, 4, 5 y 6), su feliz falta de decoro (ver notas 7, 8, 9, 10, 11 y 12 ) y un puñado de escenas memorables (ver notas 13 y 14). En 100 años de cine argentino Fernando Peña dice que estos de Tinayre son “arbitrarios disparates”, y que la realización está por encima de la dramaturgia. Tiene razón. Lo raro es que considere que se trata de defectos.

2. Las películas son cuatro (dejo de lado, aunque no del todo, La cigarra no es un bicho): La patota, El rufián, Bajo un mismo rostro y Extraña ternura. Tienen varias cosas en común: todas recurren al flashback, todas tienen epígrafes o comentarios en off que explicitan y denuncian sus moralejas simples, todas tienen argumentos tan vuelteros y planos tan abigarrados que la estructura que quiere contenerlas se ve obligada a dejar un lastre a cada paso para seguir en pie. También están llenas de multiplicaciones: mellizas, ecos, analogías, espejos, reencuadres, permutaciones. Es un mundo que insiste en permanecer siempre arbitrario. Pero no porque quiera dejar en evidencia las condiciones que lo hicieron posible sino porque no respeta los criterios de proporción, equilibrio y decoro alrededor de los cuales (porque no siempre fue dentro) se movió el cine clásico. Manierismo de Tinayre: fascinación por el artificio, presión de la forma, gratuidad. Los episodios de La cigarra no es un bicho están mejor unidos que los de El rufián y Bajo un mismo rostro por la sencilla razón de que su disparidad de tono depende de la estructura misma de la película. La peste aísla a seis parejas en un hotel alojamiento. Una se termina, otra empieza, esta no es más que sexo, aquella es para siempre. La variedad existe dentro de una categoría que la permite y ordena. Este pegamento débil pero de coherencia indudable resiste mejor que el que debe mantener juntas las secuencias de las otras dos películas: historias delirantes, construidas a partir de saltos y sorpresas, y cuyas diferentes partes tratan de adherirse a una línea argumental imposible, que se cae a pedazos cada media hora y se recompone cada vez más cachada hasta llegar a un final en el que ya nada importa, y menos que menos la verosimilitud.

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3. La patota (1960) es la más conocida de estas películas. Mirtha Legrand como profesora de filosofía violada por sus alumnos: imposible que semejante historia no tenga fama. Como siempre, Tinayre trabaja con contrastes acusados. El sonido, la imagen (a cargo de Antonio Merayo) y el argumento: todo es disputa. Paulina (Mirtha lleva en el nombre su apostolado) pertenece a la alta sociedad pero trabaja en un barrio pobre. La medalla de oro que recibe en su colación, la fiesta en la casa señorial que comparte con su padre, el verano feliz que pasa con su novio, el refinamiento de la ropa, los modales, la vajilla: todo eso es extraño al mundo de varones brutos al que llega sin necesidad. En un momento va con su novio al ballet. Al mismo tiempo sus alumnos se divierten con las imitaciones de Hitler y Cantinflas que hace uno de ellos. Paulina pone estos dos espacios en contacto. El contexto de la escuela se reduce a unos pocos elementos: una calesita, un bar, un edifico abandonado, las vías del tren. El contexto familiar está lleno de cosas pero es más pobre: pertenece a la vida vacía y a su padre. Tinayre y su guionista Eduardo Borrás (compañero en todas estas aventuras) llevan este juego hasta el límite. Por eso cuando al final le pasan el codo no borran casi nada.

4. El rufián (1961) empieza donde empezó el cine: en una feria. Y no quiere ser otra cosa que una de las tantas atracciones que muestra, ahí y en los otros escenarios en los que la trama deja que sus extravagancias sucedan: una montaña rusa, un tiro al blanco, un augurio de adivina, un falso chino, una pelea en el Luna, una sesión de espiritismo, un entretenimiento barato y popular. 1961 es el año de Tres veces Ana, Piel de verano, La mano en la trampa, Alias Gardelito, Los inundados, y Tinayre tiene clarísimo el cine que busca: lo primero que filma, de manera frontal, para que ocupemos la posición del público, es la barraca de un charlatán que ofrece una foto por veinte pesos. Cuando el tipo dispara aparece el logo de la Sono Film sobre un plano general de la feria. Lo que sigue es un delirio de tono noir lleno de sexo, anillos, bolas de cristal, horóscopos, espiritismo, hipnosis, amnesia, cartomancia y espejos rotos, todo estructurado en bloques largos, organizados por medio de ese tiempo vacío propio de los relatos populares. Diez años de cárcel, diez años de desmemoria, quince días de hotel: no hay periodo que afecte verdaderamente la conducta de los personajes porque no hay duración. Este tiempo sin sustancia obliga a que los cambios sean repentinos, no graduales, y obedezcan al azar, el accidente o la revelación. De pronto, Egle Martin es adivina. De repente, recuerda que es millonaria. Así se mueve El rufián.

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Egle Martin en Extraña ternura

5. Bajo un mismo rostro (1962) compila los lugares comunes de la ideología cristiana y familiarista más desagradable pero en lugar de convertirlos en objeto de tesis los ofrece como folletín reventado, aturdidos (vaciados) por su propia sobreexposición. Su falta de vergüenza es emocionante, igual que la coherencia débil de su historia. Un cambio de dirección acá, otro allá, un momento en el que ya nada importa y el cine sigue adelante. Mirtha Legrand es Inés (o sea Agnes, el cordero), modelo que deviene por amor en puta fina. Su melliza Silvia es Isabel (Sor Elisabet), monja de clausura, devota de la Virgen de los Dolores. Las dos (hermanas también en la ficción) se entregan enteras: una al hombre que la explota, la otra a Dios. En un momento Isabel le dice a Inés: “Si tiene límites ya no es amor”, y la convence sin querer de que prostituirse y mantener a su hombre es un sacrificio feliz. Todo es binario, empezando obviamente por las actrices. Buenos Aires se opone al ambiente sacro del convento, el jazz que acompaña toda la historia de Inés a la música religiosa, los cambios de vestuario de la modelo al hábito persistente de la monja. El sentido del ritmo y la imaginación visual de Tinayre tienen acá algunos de sus ejemplos mejores.

6. Extraña ternura (1964) es la más rigurosa del conjunto, y por eso la más fácilmente admirable. Varios personajes cuentan a la policía la historia de un pibe que no aparece. Son una cantante de cabaret, un director teatral y un dramaturgo que es además el padrino del muchacho (y también su amante, según se sugiere unas cuantas veces). Sobre el final, confirmada ya la muerte, hay dos testimonios breves que completan la historia. La resolución es negrísima: ninguno de los que hablan largo cometió un delito pero todos son culpables. Como cierre, entre travellings alucinados, Tinayre cita Mamma Roma. El vínculo es extraño pero coherente: también esta es la historia de un sacrificado.

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7. En un punto, todo esto es cualquiera. Capricho, pegatina, vale todo: ese conjunto de pecados que los espíritus serios le tiran encima al cine desde hace décadas. Pero la verdad es que está bien metido en la Historia. En los 60 argentinos Favio hacía cine de Favio y Torre Nilsson, Kohon, Kuhn, Ludueña, Becher, Fisherman, Solanas, Birri, Vallejo hacían de un modo u otro cine moderno. Tinayre, que seguramente los odiaba a todos, seguía una línea opuesta pero históricamente afín. En efecto, hubo (por lo menos) dos formas de cuestionar el clasicismo: una modernidad que jamás dejó de reconocer su valor e influencia, y que tiene su expresión más conocida en la fórmula clásico=moderno que alguien escribe en un pizarrón de Banda aparte, y un antimodernismo salvaje, incluso oprobioso, que encontró su lugar en el corazón del exploit y los subgéneros, como el giallo y el western spaghetti. El sonido de Leone responde al universo clásico tanto como el sonido de Resnais. Suzuki es tan importante como Oshima. Ojalá sea ya un lugar común: no se entiende verdaderamente el cine moderno (y menos que menos el de nuestros días) sin la presencia de su hermano mal hablado. El nombre de la productora de Tarantino viene de Godard. Buena parte de sus héroes, del exploit.

8. Así que dos son los caminos. El que abren Godard y Antonioni (y muchos más) en Europa y el que abre Hitchcock en Estados Unidos. No se dice nunca, o no con el énfasis requerido, pero Psicosis es tan importante como Sin aliento y La aventura, solo que su camino lleva a la crisis de la narración clásica por otras vías que la de los cineastas modernos, y sin abandonarla nunca totalmente. Lo que Hitchcock demuele es la honestidad con la que el cine clásico engañaba a sus espectadores. Poco después, en Cálmate, dulce Carlota, Robert Aldrich (otro director fundamental) permite que el personaje de Joseph Cotten ponga en riesgo su propio plan solo para que nosotros creamos durante un rato en algo que la película nos revelará muy pronto falso. Las reglas del juego importan menos que el juego. No es algo que comience a principios de los 60. Ese nido de víboras llamado Vértigo es anterior. Por no hablar del falso flashback de Pánico en la escena. “Ya sabe que en esta historia hice algo que nunca debí permitirme”: el modo en que habla Hitchcock de este truco en el libro de entrevistas con Truffaut señala el peso del contrato violado. Pero Psicosis es más radical. Una bomba puesta en el corazón del cine clásico por un católico libertino. Hitchcock le rezaría a Dios por las noches. Pero cuando filmaba era el diablo. Por eso su nombre define todo. Por eso nadie lo quiere lejos. El asesinato de Marion a los cuarenta minutos de película es tan drástico como la desaparición de Anna en La aventura. Antonioni resta y vacía. Hitchcock suma y pegotea. Psicosis avanza de manera modular, como una ópera bizarra. Es el segundo (el último) Citizen Kane de Hollywood. Todo –montaje, personajes, sonido, estructura narrativa– se vuelve gomoso, y cierto cine de vocación popular entra en un periodo manierista (la palabra, que ya usé, no aspira al rigor, pero es mejor que posmoderno). Los argumentos tramposos e imposibles de Darío Argento vienen de acá, así como unas cuantas películas de David Fincher, e incluso alguna de Raúl Ruiz (Genealogías de un crimen, por ejemplo). La figura que marca como ninguna otra la afinidad histórica entre las dos vertientes del cine de los sesenta es la de Brian De Palma, que se mueve de la godardiana Greetings a los juegos hitchcockianos (que ya había probado en Murder à a la mode) en pocos años, y que ya metido en su maravilloso laberinto de reescrituras no duda en decir que el cine miente a 24 imágenes por segundo, inversión perfecta de la famosa frase de El soldadito. La relación entre el cine moderno y Hitchcock no se fue nunca de la conciencia de De Palma. En el documental que le dedicaron Noah Baumbach y Jake Paltrow dice que Vértigo es una película brechtiana.

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Mirtha Legrand y José Cibrián en La patota

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9. Ese suelo pisa Tinayre, que siempre estuvo atento (incluso muy atento) a lo que pasaba afuera para llevar adelante sus ficciones. Para La vendedora de fantasías vio La mujer del cuadro de Fritz Lang. Para Deshonra, Caged de John Cromwell. Para estas películas, fundamentalmente a Hitchcock, a quien seguía siempre. Todo pasa por la violencia, la desnudez, los temas escabrosos, el sexo. Ese es, por aquellos años, el mundo de Tinayre. O mejor dicho: ese fue siempre su mundo, pero en los años 60 las posibilidades de desplegarlo eran mayores. Basta ver cómo muestra las piernas de la compañera de cuarto de Mirtha en La vendedora de fantasías y cómo muestra a las modelos dando vueltas por el camarín en Bajo un mismo rostro. O el modo en que resuelve la violación de la preadolescente en Danza del fuego y la de la profesora en La patota. O prestar atención a los libros. En La vendedora de fantasías Mirtha lee policiales con nombres como El caso de la viuda estrangulada y El esqueleto electrocutado. En La cigarra no es un bicho lee La mujer frígida de Wilhem Steckel. Hay un espíritu exploit en Tinayre, mucho más amoroso y cinematográfico que el de Emilio Vieyra y el que pronto empezarán a practicar Olivera y Ayala con Hotel alojamiento, aprovechando el éxito de (justamente) La cigarra no es un bicho. Lo que a Tinayre le importa más que nada es coquetear con el escándalo y jugar con las formas como un esteta. Esto último es lo que lo distingue de los otros mercachifles. Tinayre es un virtuoso, y como es también un sensualista sus excesos lo protegen del academicismo, que prefiere siempre el medio tono, incluso en la ruptura.

10. Tinayre también conocía el cine europeo tradicionalmente asociado a la modernidad, no siempre con buenos motivos. Hay al menos dos referencias poco solemnes en sus películas. La primera está en La cigarra no es un bicho: la Legrand le sugiere a Ángel Magaña que use como título de una crónica periodística Peste bubónica mon amour. La segunda es más notable. Se trata del plano de Extraña ternura (ya mencionado) que cita al Ettore-Cristo de Mamma Roma. Hay una tercera referencia: Amelia Bence dijo alguna vez que después de ver Los amantes Tinayre le dijo que quería que ella fuese la Jeanne Moreau argentina.

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11. Una curiosidad. En su crónica del festival de Mar del Plata de 1959 Homero Alsina Thevenet cuenta que Tinayre objetó los desnudos de Isabel Sarli en Sabaleros y El trueno entre las hojas diciendo que no favorecían la imagen de nuestro cine. Armando Bo le contestó que seguiría haciéndolos, y le echó en cara el éxito internacional de sus películas. Poco después, a partir de La patota, Tinayre empezaría a incluir en sus historias tetas, culos y un montón de temas relacionados con el sexo (insatisfacción, homosexualidad, ninfomanía). Alsina Thevenet no esquivó el bulto: en 1962, en su crítica de El rufián, escribió: “… en algún lugar del cine argentino, Armando Bó se muere de risa”.

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Espejos y duplicaciones:

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12. El hotel alojamiento de La cigarra no es un bicho le regala a Tinayre los espejos que Tinayre buscó siempre. Los personajes van a curtir, el director va a filmar sus reflejos. Es un capricho, un rasgo de estilo o como quede mejor llamarlo. Dicho con una hipérbole: en Tinayre hay más espejos que en Sirk. Algunos ejemplos entre muchos otros posibles. López Lagar rompe el espejo donde se refleja Mecha Ortiz en Camino del infierno (una película codirigida con Luis Saslavsky). La presentación de la madrastra de Lautaro Murúa en En la ardiente oscuridad es en un espejo de placard. El espejo retrovisor del auto que conduce Carlos Estrada en El rufián le ofrece primeros planos de su patrona, como si fuera una versión en escala de la pantalla de cine. La primera vez que vemos a Egle Martin en Extraña ternura la vemos en el espejo de su camarín. En un momento genial de La patota, uno de los violadores, que tiene las uñas de su víctima grabadas en el cuello, se ve en el espejo roto de la escuela, también arañado, como si el reflejo no fuera el de su cara sino el de su culpa, o como si el mundo entero hubiera sido marcado por la mujer violada. Hay decenas de ejemplos más. Incluso un negatoscopio en Danza del fuego. Los espejos son un recurso fundamental para la composición manierista de los planos y de las escenas. En este sentido, cumplen una función similar a las escaleras y las ventanas, también abundantísimas, y forman parte de un conjunto mayor gobernado por la duplicación y la puesta en abismo. En el juego folletinesco de Bajo un mismo rostro el reflejo está ya en las mellizas Legrand, y a partir de ahí se multiplica hasta el delirio. En Extraña ternura Diulio Mrazio hace de Diulio Marzio, el escenario teatral es también una maqueta y (detalle hermoso y tal vez casual) Cibrián le regala a su protegido unos gemelos.

13. Tinayre filmó en los 60 dos debuts heterosexuales. O mejor dicho: los narró, porque están resueltos por medio de elipsis. El más simple es el de Inés en Bajo un mismo rostro. Antes, en un desfile, la vemos con un vestido de bodas; la cámara espera a que suba una escalera para mostrarle las piernas y las ligas que pidió quedarse. Después, la encontramos en la cama hablando sobre el amor romántico mientras su primer hombre se termina de vestir. Dice: “Lo único que tenía lo guardé para vos”. Es ya su esposa. El sexo señala el inicio de la caída de Inés, que llega muy hondo y tiene su clímax y redención en una secuencia larga y fabulosa, de lo mejor que Tinayre filmó en su vida. Empieza en el subte, incluye un temporal que es menos un fenómeno climático que del espíritu, cambia de dirección cuando un hombre bueno se cruza en el camino de la mujer (no es el azar, es la gracia) y concluye cuando ella, en un bar donde alguna vez levantó tipos, se reconoce en otra y vuelve por fin a sí misma. Muy diferente es el debut del pibe Fabián (virgen de mujer, seguro que no de hombre) en Extraña ternura. Como en Bajo un mismo rostro, el sexo es parte de un engaño. Pero acá es también un don. Egle Martin (Olga) domina la escena. No es para menos. Habla y se mueve como una loba y como una madre. Calienta y cuida. Excita y alimenta. Todo en ella es carnal, como muestran sus números en el cabaret, sus curvas y la pequeña y hermosa escena en la que practica el texto de su prueba teatral con el pibe, en un pastizal, al lado de una construcción enorme que, cuando Tinayre por fin abre el plano, resulta ser un frigorífico. Olga decide el ritmo: no tan rápido (los besos), no tan lento (el cierre del vestido). Fabián la mira como lo que es: una diosa que premia y que da miedo. No hay nada sórdido en la escena. El hotel del puerto, las palabras de la mujer, la torpeza con la que Fabián intenta desnudarla, el cuerpo esculpido en contraluz, infinitamente más valioso que las estatuas que Cibrián tiene en su casa. “Hasta tu cara es distinta”, le dice ella al otro día, falluta y orgullosa. Tinayre trabaja en dos niveles. Por un lado, permite que haya ternura en sus personajes (el título es muy justo, y no refiere solo a la homosexualidad). Por otro, no deja de advertir que más vale no tomarse nada en serio: la elipsis del sexo está enmarcada por planos de angelitos.

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Egle Martin en El rufián

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14. La secuencia con la que termina El rufián es tan evidentemente notable que hasta quienes piensan que estas películas no merecen atención están en condiciones de admirarla. Larga, tensa, brutal, oscura, trágica: se pueden sumar los adjetivos. (Lúgubre, antológica). También se puede decir: Lang. Otros brillos son menos obvios. Por ejemplo, una escena decisiva de La patota que Tinayre resuelve con dos o tres recursos simples: el movimiento de los actores, el decorado, el pelo suelto de la Legrand. Se trata de la conversación entre padre e hija en el departamento de esta última. Comienza con la llegada de José Cibrián y concluye con Mirtha llorando frente al espejo, frágil e invencible. Es el momento más alto en el camino de autoafirmación de Paulina. Ya se alejó del novio, ya desoyó la confesión de uno de sus alumnos y puso en cuestión así el sistema de justicia al que su padre perteneció hasta no hace tanto. Ahora enfrenta a la figura que la define y atormenta (“Siempre me había mirado como si yo fuera una culpa, un delito”, dice en su relato en off, cerca del comienzo). A la ley, que es lo que Cibrián encarna, Paulina opone el perdón. Es una santa herida, algo que la remake de Santiago Mitre desatendió absolutamente. En la discusión, el padre le habla del código: esa es la palabra que dice todo lo que Paulina niega. Hay algo en ella que pertenece al orden de la revelación, esa luz que, según dice, está en todos los seres, y que en otro momento llama amor. En este punto, la película es la historia de aquello que desbarata todo sistema, toda norma. El viento, quizás, de la canción de Lucio Milena que se escucha en los títulos. “No me perdonabas ni una falta”, le dice Paulina a su padre. Y para hacerlo tiene que estar donde está: lejos de su casa de rica, en una habitación humilde, con apenas decorado. En resumen: un lugar anti Tinayre, que prefiere lo lleno, no importa si es aula, feria, mansión, convento o cabaret. Paulina (lo dije ya) opone al código el perdón. O mejor: la fe que lo sostiene. Las ordenadísimas clases que da sobre psicología no alcanzan a explicar lo que ella hace ni lo que ocurre en sus alumnos cuando la escuchan. Los temas están todos, bien señalados: conciencia, memoria, amor, instinto, voluntad. Pero en el aula, como parte de un programa de estudios, abarcables por gráficos y por definiciones, son otro código, y como tal no pueden dar cuenta de lo que de verdad importa.

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15. Vuelta al punto uno y conclusión. En su nota sobre El rufián (ya mencionada), Alsina Thevenet dice lo mismo que dice Peña cuarenta años después en 100 años de cine. Básicamente, que la película es vueltera y caprichosa. De nuevo: es cierto, y lo mismo se puede decir de las otras tres. Lo que no queda claro es por qué esos serían defectos, y menos que menos hoy, cuando Aira mata Piglia y el western spaguetti no nos resulta menos legítimo que el americano. No es culpa del cuco posmo: es consecuencia de la modernidad no juiciosa (esa para la que de nada nos sirve Daney). Hitchcock es una de sus fuentes principales. Tinayre trató de seguirlo, sin alcanzar nunca (es obvio) su grandeza pero con la energía suficiente como para mantenerse en pie todavía hoy, por fuera de la fórmula clásico=moderno. Esta exterioridad determina en parte la opinión que pesa sobre sus películas de los 60, y también su olvido. Porque nada –ni el foco que le dedicó hace un par de años el festival de Mar del Plata, ni el reestreno de La Mary, ni una semana en Filmoteca, ni la remake de La patota, ni algún comentario elogioso de Lucrecia Martel- parece conmover el juicio más común: que Tinayre no era más que un director hábil y que mandaba demasiada fruta. Pero la verdad es que estas películas ridículas están vivas. Hace medio siglo se opusieron al nuevo cine. Hoy bien podrían impulsarlo.

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