Un héroe de nuestro tiempo: el Agente Ethan, por Marcos Vieytes

(Hay versiones de este texto publicadas en El Amante y Subjetiva de nadie)

¿Qué relación puede haber entre un soldado confederado, un joven japonés que ha vivido diez años menos que los que declara su documento, una adicta norteamericana en proceso de rehabilitación y un ensimismado luthier parisino? La misma que hay entre un western doloso de Ford, la obra maestra secreta de Kiyoshi Kurosawa, una de las últimas películas del director de El silencio de los inocentes, y la más singular artesanía de Claude Sautet: un mismo tipo de personaje al que bautizamos como Agente Ethan e intentamos caracterizar a lo largo de este texto.

El Agente Ethan responde a la manera en que el cine ha conformado el rol de cierto tipo de héroe[1] a través del tiempo, las películas y los directores. La denominación proviene del nombre con que fue bautizado el personaje de John Wayne en Más corazón que odio (The Searchers, 1956), pero son varios los avatares del mismo –aunque aquí sólo veremos tres- que pueden ayudarnos a caracterizar algunos de sus atributos y funciones. ¿Por qué llamar “agente” a esta clase de personajes? Porque “agente” significa literalmente “que hace” o “que conduce” y esa es la función principal que cumple en el original y en diversas representaciones del modelo que se han filmado desde entonces. Ethan Edwards llegaba al hogar de su hermano y su aparición no sólo afectaba la vida de todos ellos, sino también la nuestra, espectadores de una película que empieza y termina gracias a él, o tal vez sea más sugerente decir que por su culpa. No hay película sin el Agente Ethan, que es como decir que no hay espectador sin su impulso, su acción, su ausencia previa y posterior. “Agente” también remite a la dualidad indiscernible del espía, figura afín al rol que desempeña el espectador cinematográfico como ente que se desdobla cada vez que mira sin ser visto o descubierto, que se resguarda en la ficción como aquel en una de las máscaras de su identidad.

La presencia del Agente Ethan altera el curso de los acontecimientos a la vez que enmarca el relato de los mismos, indicándolo sin identificar al autor. Está simultáneamente dentro y fuera de la película: es gozne, bisagra, eje, marco, umbral o frontera que pone al espectador en situación incómoda, híbrida, dual. Gracias al Agente Ethan hay una aventura concreta, unos conflictos más o menos estándares que activan la función encantadora del cine, pero también una cuña que impide el cierre perfecto de la puerta. En lugar de ser sólo un personaje determinado en un relato específico, es tanto un representante del autor en la ficción que nos recuerda el carácter artificial de la representación a la que nos entregamos y la arbitrariedad de su organización, así como del espectador en tanto espía, incluido y excluido del espectáculo al que justifica con su presencia física pasiva y su activo aunque momentáneo retiro social. Es aquí donde el término agente debe tomarse en su acepción de “representante”, sujeto de naturaleza ambigua que tanto comercia con los intereses ajenos como con los propios. Por eso es que no cualquier héroe solitario ni cualquier protagonista de ficción es un Agente Ethan, sino sólo aquel que cumple tanto con la capacidad de involucrarnos emocionalmente (asignada al clasicismo) como con la (prerrogativa moderna) de distanciarnos críticamente del relato, provocando tanto atracción como desconfianza. Si Ethan Edwards fuera sólo Ethan Edwards –o si John Wayne fuera sólo John Wayne, pongamos por caso, en un documental ortodoxo, suponiendo que tal cosa exista- no podría ser un Agente Ethan, pero como es a la vez un personaje y la conciencia de serlo por obra y gracia de la puesta en escena autorreferente de Ford[2], opera al mismo tiempo como garante y fisura de la fábula, de la película, del cine y de nosotros mismos durante la proyección.

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License to live

License to Live o el Agente Ethan como aparición

La palabra “aparición” puede hacernos pensar tanto en lo fantasmal como en la idea de intermitencia. Nada más acorde con un personaje que se hace presente en dos órdenes distintos, que está de un lado y del otro de la vida en sociedad, la mejor manera de ser todas las cosas y ninguna a la vez. License to Live (Kiyoshi Kurosawa, 1998) no es una película de terror, pero su director hizo varias de ellas y en este drama familiar -con trazos de comedia a la Buster Keaton y melancólicas atmósferas dignas de su admirado Val Lewton- se vale de varios recursos del género para caracterizar a su protagonista, un chico que despierta después de haber permanecido en coma durante diez años. Que se valga de este punto de partida para revisar Más corazón que odio no sorprende, así como tampoco que muchos de sus recursos pertenezcan a los de las películas con fantasmas: el pálido aspecto de Ethan Edwards debido al polvo acumulado en el camino –viaje desde y hacia ninguna parte, errar en el desierto sin Tierra Prometida a la vista, como no fuera la del Paraíso Perdido de la casa de una mujer que nunca fue suya- lo homologa fácilmente a un espectro, un zombi, un muerto en vida tal y como el cine de terror con alta densidad política nos acostumbró a imaginarlos desde George Romero a esta parte (sin desestimar ese lúcido antecedente que es White Zombi, de Victor Halperin).

¿Estamos seguros de que Kiyoshi Kurosawa haya filmado conscientemente otra versión de Más corazón que odio? ¿Es necesario que así sea para que el Agente Ethan funcione? La respuesta a esta última es negativa, pero antes de justificarla volvamos a la primera, no sin antes aclarar que License to Live no es una remake (a menos que concibamos la remake como un rehacer que descompone y recompone las partes -o trasviste las prendas- del original transformándose y transformándolo en otra cosa) sino una revisión de la película de Ford. Si el hecho de que Kurosawa termine la suya con un personaje tomándose el brazo izquierdo de idéntica manera a la de Wayne en Más corazón que odio puede soslayarse como nada más que un motivo visual irrelevante, nada menos que un fetichismo de la imagen, no pasa lo mismo con una estructura dramática que se abre con la recuperación de la conciencia de un personaje y se cierra con la muerte del mismo, y cuyo solo afán entre una y otra instancia consiste en reunir a la familia (el cine) alrededor de un típico rancho estadounidense con corral y caballo incluidos (signos clásicos del western) que la familia regenteó durante la niñez del protagonista y ahora yace abandonado bajo un montón de basura (versión de las ruinas que la modernidad cinematográfica transformó en emblema) con la que suelen comerciar los padres sustitutos de su cine.

En el medio, entre renacimiento y muerte de personaje y película, el peregrino esfuerzo de un chico que trata de reunir a su familia dividida y se revela como el intento, siempre condenado al fracaso físico pero no imaginario, de recuperar el tiempo perdido. Pues la familia a la que pretende juntar no es la misma que final, parcial y momentáneamente reúne sino la que dejó de existir cuando perdió el conocimiento, secuestrado por una circunstancia más ajena a su voluntad que otra cosa, como Ethan Edwards por la derrota en la Guerra de Secesión que sugiere su uniforme de confederado[3]. No es la familia lo que busca sino el hogar de la niñez perdida, tanto más en su caso cuanto no vivida y encima olvidada, postrada, suspendida en la inconsciencia del coma. Tampoco es una de las menores paradojas trágicas del Agente –cuyo antónimo es paciente- Ethan que, así como se constituye en sujeto activo del argumento y activador de nuestra mirada, sea también objeto pasivo de un destino que lo condena a victorias pírricas, ciclos insuperables, empresas inútiles, exilios tan aparentemente románticos como tortuosos, cumplimiento de una ley –en su caso no escrita- incluso más inexorable todavía que la de la sociedad a la que (no) pertenece y en la que a veces se (des)envuelve.

Su ambivalencia es la del outsider, que no es el otro del espectador sino un par suyo que habita el lado de afuera, al fin y al cabo uno mismo mirándose no sólo desde otro lado sino desde el otro lado, alienándose en el acto de mirar. Para ser el otro de aquella ficción, Ethan Edwards debió haber sido alguien totalmente ajeno a la familia de la película o, más aún, a la sociedad cuyo punto de vista organiza la mirada (como por ejemplo un indio[4]), pero le basta con no haber formado familia propia y regresar al seno de la de su hermano para ser un otro lo suficientemente familiar como para que se lo reconozca parte, lo suficientemente extraño como para perturbar al núcleo con su presencia. La medida en que nos relacionamos –acercándonos o alejándonos según el caso- con el Agente Ethan dice mucho sobre la índole de nuestras propias relaciones con nosotros mismos y las comunidades –familia, país, religión- que nos afectan, pues su figura es la encarnación abstracta de la identidad, una gran X fílmica –enigma y/o cruz- que nos representa tanto como nos expulsa, que nos seduce con la promesa de un tesoro -la unidad- que nunca está exactamente donde creíamos o no es lo que pensábamos que era. Lo que el Agente Ethan delata es la construcción social de toda identidad y especialmente la del outsider, tanto más trágica cuanto se supone absoluta, pero también lo fantasmático de la comunitaria: la casa a la que llegan los personajes al final de Más corazón que odio no es la misma que la del comienzo ni los inquilinos de aquella habitan esta, así como en License to Live la precariedad ontológica del protagonista adquiere proporciones globales cuando descubrimos que mientras dormía dejó de existir la URSS. Si un país, una potencia, un imperio, un vasto sistema de creencias político, económico y militar tan relevante como ese desaparece en un parpadeo del protagonista, ¿qué puede afirmarse de todo lo demás y cómo puede él mismo ser capaz de afirmarse dentro de un contexto tan inestable, por no decir vacío?

Esa cada vez más áspera dialéctica vital entre individuo y comunidad, esa fricción entre conformismo y disconformidad que atraviesa el cuerpo del Agente Ethan -cansado como el de John Wayne en Más corazón que odio, desalineado como el de Hidetoshi Nishijima en License to Live, contaminado como el de Anne Hathaway en Rachel Getting Married (Jonathan Demme, 2008), tensamente impasible como el de Stéphane en Un corazón en invierno (Claude Sautet, 1992)- y la estructura de las diversas películas que lo despliegan se corresponde con la del cine mismo entre el valor concreto del registro y el abstracto de la puesta en escena que según Bazin lo caracteriza y constituye, entre el íntimo sueño diurno que activan sus imágenes en cada espectador y el inconsciente colectivo que reflejan directa o indirectamente, entre el tiempo “salvado” por la instancia de filmación y el “perdido” por quien asiste a la proyección pública de lo filmado, y que enfatiza lo espectral de la condición humana a través de un producto capaz de simular realidad física y hasta proyectar sentidos más allá de la vida material de quienes le dieron origen.

 Rachel Getting Married o el Agente Ethan como retorno de lo reprimido

En Rachel Getting Married asistimos a una boda que, como su título indica, prácticamente dura lo que ella, vale decir que casi no deja de suceder paralela a nuestro transcurrir como espectadores. La dimensión social de una película que concentra su metraje en la realización de un casamiento, esa sanción institucional del amor, no está dada solamente por la elección del tema, sino también -y sobre todo- por la del punto de vista del director, quien se toma en serio la ceremonia y todo lo que la rodea –sin idealizarla ni parodiarla- mientras desliza en el espectador la posibilidad de verla como representación de una escena todavía mayor: la de unos EE.UU. tolerantes, ecuménicos, esperanzadamente reunidos alrededor de Obama, candidato a presidente mientras se rodaba. No aparece en pantalla -ni siquiera a través de las imágenes de un televisor o algún retrato- y no hay siquiera una línea de diálogo que lo mencione, pero su presencia, la inminencia de su venida y asunción, para decirlo en términos religiosos, gravita en la película a tal punto que nos parece estar asistiendo a una convención demócrata antes que a un casamiento.

Si la amarga huella que dejaron en Ford la Segunda Guerra Mundial y la de Corea[5] puede suponerse detrás del fatigado uniforme de Ethan Edwards y del tono general de Más corazón que odio; si la incertidumbre política posterior a la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética encarnan en la figura del joven desorientado de License to live y repercuten en la puesta en escena fantasmal de Kiyoshi Kurosawa; detrás de Rachel Getting Married no parece haber otro contexto sociopolítico que el de los meses previos a la última elección presidencial estadounidense ni otro tono que el optimista. Con todo, un detalle no menor quiebra todo tipo de lectura unívoca, y ese detalle es nada menos que el Agente Ethan, presente a través de la hermana de la Raquel del título y verdadera protagonista de la ficción, quien retorna a la casa familiar para participar de la boda de la titular y marcharse inmediatamente después, no sin antes desatar unos conflictos cuya puesta en escena responde como puede a la del sólido sistema simbólico del cine de John Cassavetes, poética de inmediatez física, locura creativa y movilidad altamente contemplada.

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Más corazón que odio

Quizás el mejor momento de Más corazón que odio no sea el del principio o el del final, con las puertas recortando el paisaje y expatriando al protagonista con harto evidente maestría (virtuosismo ostensible que desagradaba tanto a Lindsay Anderson), sino el de un desayuno multitudinario en el que Ward Bond descubre las miradas que se cruzan Ethan Edwards y su cuñada, confirmando en silencio la reprimida relación que los une (esa gesticulación significativa pero mínima de Ford que conmovía a Daney). La mera presencia del Agente Ethan siempre ocasiona que algo oculto reaparezca, aunque más no sea a la vista del espectador o de un personaje secundario, poniendo en peligro no ya la paz y la armonía de la comunidad sino su mismísima existencia tal como se la (re)conoce. Puede ser un sentimiento del pasado, un accidente o cualquier otra cosa, pero está ligado a la naturaleza misma del Agente Ethan, como bien lo demuestra en License to Live acaso el más inocente de los personajes que lo encarnan, quien no ha hecho otra cosa que entrar en coma. Ni siquiera tuvo tiempo de hacer nada reprochable o de saber algo turbio que los demás quieran olvidar. El hecho mismo de volver a ser después de no haber sido -de vivir la experiencia de la muerte en vida y regresar cuando todos ya se habían habituados a su pasiva presencia- lo separa indefectiblemente de los suyos. Es el portador de un conocimiento inexpresable y terrible: el de la comatosa condición general de los vivos. Más que revelar un trauma o herida, el Agente Ethan es la personificación del trauma, la herida misma por la que sangra la comunidad, razón por la cual esta procura tenerlo siempre lejos a pesar de la inocultable fascinación que le genera. Más que hacer algo diferente para ser, tan sólo siendo lo que es el Agente Ethan ya hace la diferencia[6].

Que Demme escoja rodar Rachel Getting Married como algo parecido a un psicodrama no significa que de rienda suelta al histrionismo de los actores o fomente performances histéricas y situaciones cuya truculencia suele agotarse en una especie de exhibicionismo moral. Si bien no elude los tópicos comunes a este tipo de películas, al desplegarlos como si fueran las fórmulas de un género revela la conciencia que tiene del cliché como reverso o Mr. Hyde del arquetipo, y nos ahorra el patético espectáculo del cine concebido como sustituto trascendente del psicoanálisis personal o colectivo. Con todo, Más corazón que odio es una de las películas más psicológicas de Ford, con uno de los protagonistas más retorcidos y trastornados de su obra, razón por la que fascina a los modernos tanto como distancia a no pocos clasicistas, que prefieren los relatos cristalinos o los retratos costumbristas prodigiosamente tersos de la década del ’30 como Judge Priest o Steamboat Round the Bend, casi experimentales en su devenir sin tensiones, sobresaltos, desesperación ni espectacularidad.

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El casamiento de Raquel

Ese mismo par de modelos -o más bien dos percepciones distintas pero complementarias del cine y de la vida- se hacen presentes en Rachel Getting Married, como si Demme pretendiera realizar por todos los medios una síntesis satisfactoria sabiendo de antemano que, al escoger una estructura como la de Más corazón que odio cuyo centro es el Agente Ethan, nunca va a conseguirlo del todo. Podemos disfrutar del tiempo compartido por ese grupo familiar de un progresismo fuertemente idealizado, pero estamos siempre sujetos a la discordante figura que abre y cierra la ficción, a un trauma central irresoluble que la misma película designa, sin la más mínima inocencia, con el nombre de Ethan y marca al personaje de Anne Hathaway tanto como su venida ensombrece la representación pública del matrimonio que su hermana había planeado al detalle. El abrazo de ambas es uno de los últimos gestos que se graban significativamente en la memoria del espectador, pero sugiere una tregua más que una fusión, un entendimiento acelerado por la inminencia de la partida, un reconocimiento del vínculo sanguíneo que los une tanto como los separa.

En definitiva, el Agente Ethan es un doble agente, una vía de doble mano y sentido que tanto nos lleva dentro de la ficción como nos trae de vuelta a la realidad exterior a ella cada vez que aparece. Como la paradoja, que vincula significados contrarios en una misma fórmula, su presencia impide las definiciones fáciles, la resolución tranquilizadora, la catarsis final compensatoria que nos deja marcharnos del cine recompuestos. La paradoja es un lenguaje dentro del lenguaje que suspende su función meramente utilitaria y pone en duda la supuesta claridad del mismo. Por eso no extraña que Ford haya optado por ella en el momento más auto reflexivo, retórico y manierista de su carrera y de ese cine que convenimos en simplificar como clásico. Si el Agente Ethan, paradoja fílmica, trasciende la noción tradicional de la imagen cinematográfica dando a entender esa misma cosa que se supone que es a primera vista (reproducción literal de la realidad física), pero también otra (signo de un sentido particular dado por la organización a posteriori de las imágenes) entonces estamos en el terreno de la poesía, descrita por Ezra Pound como “la máxima concentración de sentido del lenguaje”, y que en el cine parece estar ligada a la dinámica virtuosa producida por la cohabitación de ciertos códigos comunes con otros inéditos, de modo tal que el espectador oscile continuamente entre el reconocimiento y la extrañeza, la identificación y la distancia, la observación y la distracción, la transgresión y el cumplimiento, el sueño y la vigilia, el yo y el nosotros.

Un corazón en invierno o el celibato del héroe

Aquí la cuestión no pasa por coger o no coger sino, a lo más, por no dejar que a uno lo cojan o atrapen, por evitar que lo (d)esposen. A la soledad del Agente Ethan no la refuta el sexo, el encuentro de los cuerpos, eso denominado como genitalidad. De todas las encarnaciones que aparecen en estas cuatro películas, dos de ellas cogen durante el lapso temporal de las películas (una de ellas fuera del campo y otra en cámara, pero vista sólo parcial y velozmente) y no hay nada que permita –más bien bastante evidencia para impedir- afirmar la virginidad de aquellos otros que no tienen actividad sexual dentro o fuera del encuadre. Uno es el propio Ethan Edwards (¿se lo imaginan a John Wayne casto después de tantos años de carrera militar y vida mercenaria?) y el otro se llama Stéphane, hombre de poco más de cuarenta años cuya escasa expresividad afectiva y cierto grado de diletantismo no son obstáculos sino más bien estímulo para que despliegue una forma particular de seducción que, según lo permite deducir la propia voz en off escuchada al principio, no ha desconocido el éxito de la correspondencia por más que se niegue perversamente a recoger el fruto de su siembra. Así que el Agente Ethan no es ni casto ni virgen, sino célibe, soltero. Vale decir, según el diccionario, “suelto, libre, que no ha tomado estado de matrimonio”. Lo menos relevante de la definición, al menos en un principio, es la naturaleza legal o la fisiología del personaje. El punto neurálgico radica en el “estado” o, más bien, en la inestabilidad sexual –en un sentido amplio, erótico, amoroso- del Agente Ethan, incapaz de entregarse o atarse a marco social o vínculo alguno, todo él materia dramática cuyo estado líquido no oculta su inexorable devenir gaseoso, pero jamás sólido por más que ocupe el cuerpo macizo de un John Wayne o exhiba parcialmente la delgada, flaca, ósea desnudez de Anne Hathaway durante la violencia desesperada de un coito clandestino y en apariencia circunstancial que funciona casi como una refutación del valor ceremonial de la boda a cuyas espaldas sucede.

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Un corazón en invierno

Incluso el joven resucitado de License to Live tiene sexo, fuera de campo ya que estamos en la película de un director tan pudoroso como Kiyoshi Kurosawa (hasta sus fabulosos pinku eigas o películas eróticas iniciales favorecen cualquier cosa menos la excitación, y allí está la inimaginable, anticlimática y última escena sexual de Kandagawa Wars para probarlo), pero con una elipsis visual que en vez de distraernos enfatiza aquello que intuimos mientras la acción se suspende, el protagonista desaparece y no hay nada más que demora en el plano. La cosa sucede así: esa figura paterna sustituta recurrente de su filmografía, cuyo rol cumple aquí Koji Yakusho, arrastra al muchacho hacia una casa de masajes. En el plano siguiente observamos al hombre que condujo a nuestro héroe sentado contra la barra de un bar despoblado y diminuto, tomando un trago en actitud de espera (que es la nuestra ante una película que no nos muestra lo que se supone que debería; que es la nuestra ante el cine, que suspende o suplanta funciones como las de beber, comer o coger), hasta que por fin vemos reaparecer al muchacho con la misma desgarbada forma de andar que mantiene a lo largo de toda la película. Entonces se da el siguiente diálogo entre ambos mientras uno de ellos fuma, el otro bebe y ninguno de los dos se mira hasta el final del intercambio:

– ¿Cómo te fue? Es divertido ¿no?

– Más o menos, pero una vez está bien.

– Ya veo ¿así que más o menos?

– Sí, con una vez alcanza.

Esta última declaración, pronunciada sin el más mínimo atisbo de alteración en el registro de la voz, clausura toda posible reincidencia y suena como el lapidario, repetitivo y mecánico “preferiría no hacerlo” de Bartleby, el escribiente de Melville (Herman, no Jean-Pierre), quien se rehusaba una y otra vez a todo tipo de tarea sin proponer nada a cambio, sin pretender otra cosa en la vida que continuar absteniéndose. En la introducción a un librito titulado Cómo se escribe un diario íntimo que El Ateneo editó en 1996, el prologuista define la política del célibe con una terminología orgánica y corporal que no es del todo ajena a la religiosa y metafísica: “Decir que no, ayunar, abstenerse, llegar incluso a la anorexia con tal de rechazar lo existente, el tipo de intercambios y de relaciones que propone, las formas de vida que reproduce. Ser más extranjero que un extranjero (…) Devenir clandestino del célibe, personaje fuera de la ley que se recorta contra el fondo de una vida (…) intolerable, invivible. El soltero no tiene nada ante él y tampoco nada detrás (…) Tiene su úlcera, su anemia, su cansancio: es el agotado”. Todas y cada una de estas características son aplicables por igual, o apenas con ligeras variaciones, a las diversas formas del Agente Ethan que hemos visto aparecer en las películas analizadas hasta aquí. Pero terminan de plasmarse en la figura más opaca, elusiva de todas: el Stéphane de Daniel Auteuil en Un corazón en invierno que Claude Sautet comenzara a forjar en su polar Max y los chatarreros, con Michel Piccolí como el teniente de policía Max.

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Un corazón en invierno

La diferencia de Stéphane con aquel antihéroe fatalmente cerrado sobre sí mismo, cruzado más oscuro y socialmente peligroso que cualquiera, salvo el propio Ethan Edwards, de los observados hasta este momento quizás estribe únicamente en que este no es policía y por lo tanto no tendrá nunca la tentación de usar un revolver para darle al universo la forma que su imaginación estima que debiera tener. Pero así como Max era un monacal aficionado a la relojería, Stéphane es algo así como un cirujano de violines, el más exquisito y eficiente profesional del rubro, y su oficio también es un eco del que Sautet ejerciera aún después de comenzar a dirigir como “zurcidor de guiones”, según lo definiera elogiosamente Truffaut. Trabajo muchas veces anónimo, pues gran parte de la autoría de los diálogos que arreglara este auxilio mecánico de libretistas, autopartista y chatarrero cinematográfico (trabajador de la basura como el personaje de Koji Yakusho en License to Live), no era públicamente acreditada. Ese destino suyo rima con el deambular existencial de sus héroes, siempre a bordo de automóviles que cumplen la misma función que el caballo para Ethan Edwards, tabernáculos (templos preparados para la adoración errante, portátil) dedicados a la ensoñación fúnebre, y en los que Eros o la mujer no encuentran otro lugar que el de pasajero acompañante silencioso.

Stéphane demuestra que el Agente Ethan no sólo es un ser destinado a no reproducir la vida, fundamentalmente estéril, sino también a quitarla cómo lo hacía el propio Ethan Edwards en Más corazón que odio, aunque de un modo ligeramente distinto que acentúa la función abstracta de esta clase de personajes. Dos situaciones de naturaleza ceremonial, y las respectivas decisiones tomadas por Stéphane en tales trances, definen al Agente Ethan como ser-para-la-muerte, inválido amoroso detenido eternamente en la encrucijada de la inacción. En la primera de ellas rechaza a Emanuelle Beart, que se le ofrece en cuerpo y alma, con una fingida indiferencia inversamente proporcional a la brutalidad del protagonista de la letra de un tango de Discépolo como Confesión. Trueca el maltrato físico por la crueldad psicológica de la no respuesta, de la no reacción al reclamo sentimental, cifrada en esos ojos inmóviles de Auteuil que recuerdan la mirada del axolotl cortazariano. En la otra, será el único que acepte y se atreva a practicar la eutanasia al maestro que ha sido lo más parecido a una figura paterna que se le conoce. Célibe y verdugo, entonces, como los sacerdotes “que no debían contaminarse con mujeres” para calificar como ejecutores del cíclico sacrificio ritual, finalmente útiles pese a todos sus esfuerzos en sentido contrario.

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Un corazón en invierno

El corazón de Stéphane está conservado en formol tanto como su figura frecuentemente aparece detrás del blíndex de una cancha de squash, la vidriera del bar, las ventanillas de los colectivos, los parabrisas de un auto: defensas que levanta para preservar su aséptica transparencia de pecera. Como Ethan Edwards, terminará mirando la realidad (que para esta clase de personajes siempre está en otra parte) desde afuera, sólo que Sautet envasa la intemperie ontológica de ese hombre en el interior de un café desde el que ve alejarse la amistad y el amor, acentuando todavía más su soledad, su turbio malestar nunca lo suficientemente incivil como para cultivar el cinismo original, por el contraste entre su retraimiento y el ámbito bullicioso y cálido que lo rodea pero no lo atraviesa. Mucho antes de ese desenlace, más precisamente al inicio de la película y en el mismo café, hay una breve escena en la que una amiga del protagonista le regala como al pasar una edición de Lermontov que es relegada velozmente en la atención de personaje y espectador por el desenvolvimiento de la escena. No se alcanza a ver con claridad la cubierta del libro ni se habla jamás de él, pero fuera de alguna que otra obra teatral y unos poemas que lo ubican como sucesor de Pushkin en la literatura rusa, Mijail Y. Lermontov, que murió de un pistoletazo recibido en un duelo a sus veintiseis años, pasó a la historia por un notable relato en espiral que participa del cuento y de la nouvelle, además de funcionar como eslabón entre el romanticismo de los poetas líricos y la novela de Tolstoi y Dostoievski. En un pasaje de su obra más representativa, que bien podríamos leer como si de un manuscrito del Agente Ethan se tratara, el narrador se refiere a sí mismo de la siguiente manera: “Me convertí en un lisiado moral; la mitad de mi alma no existía, se secó, se evaporó, murió; la corté y la arrojé de mí, mientras la otra se movía y vivía a disposición de todos, sin que nadie se diese cuenta de esto, porque nadie conocía la existencia de la otra mitad desaparecida; pero ahora despertó usted en mí el recuerdo de ella, y le he leído su epitafio”. La novela a la que pertenece el fragmento es de 1841, año de la muerte de su autor, y se llama Un héroe de nuestro tiempo.

*

[1] O el del antihéroe: el cine es arte del doble y este recurso es uno de los que mejor exponen su ambivalencia. La naturaleza ejemplar del Agente Ethan opera acá de modo inverso al habitual. Sus acciones y apariencia no exhiben en principio lo que la ley dicta que debe hacerse sino lo contrario, pero no “todo” lo contrario ni “exactamente” lo contrario, sino más bien aquello que, aunque en teoría no debe hacerse, tiene que hacerse para que el orden social continúe más o menos estable o incluso progrese.

[2] A tal punto es así que los famosos planos de apertura y cierre de Más corazón que odio reelaboran los que filmara para Straight Shooting en 1917, año de su debut como director. Todo este movimiento reflexivo interior –al que no es ajeno The Quiet Man– acabaría por materializarse verbal y visualmente en The Man Who Shot Liberty Valance.

[3] Santos Zunzunegui ha señalado que Ethan Edwards tal vez también regresa derrotado de las guerras mexicanas contra Francia, en la que, tras la rendición de Robert E. Lee en 1865, muchos sureños lucharon para ganar dinero a las órdenes del emperador Maximiliano hasta su muerte en 1867, precisamente un año antes del comienzo de la ficción de Más corazón que odio.

[4] Ford también se ocupa de cuestionar esa supuesta otredad absoluta en El ocaso de los cheyennes y en el terrible final del personaje de Running Wolf en Dos cabalgan juntos, uno de los más tristes de toda su filmografía.

[5] Según lo expone Carlos Losilla en La invención de Hollywood, esto se debió a su presencia en el frente de batalla y, sobre todo, a la injerencia del gobierno a la hora de montar el material que había rodado para la película de propaganda que se conocería como December 7th.

[6] Como Zinedine Zidane en la cancha-película de Zidane, un portrait du 21e siècle, una de las más abstractas y acaso involuntarias versiones del Agente Ethan.

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