Cada cuatro o cinco meses me pongo a ver películas filmadas en los países de Europa del Este cuando aún existía la URSS. No sé muy bien por qué, pero hace unos años Kiyoshi Kurosawa me ayudó a encontrar algo parecido a una respuesta. En License to live hay un pibe que entra en coma y despierta diez años después. Mientras lee diarios y mira videos del pasado que un amigo de la familia le trae para ponerlo al día el pibe pregunta por Tyson, asume que no hay vida extraterrestre, y se entera de que la URSS ya no existe más. Todo en la misma escena. Una declaración después de la otra, como si enumerase titulares. Desde la primera vez que la vi me partió la cabeza: yo también era ese pibe. De alguna manera todos lo somos: te despertás un día y un imperio ha dejado de existir. Así que cuando veo una película de aquella época y esa parte del mundo es como ver una prehistórica y reconocerme más ahí que acá. Pero también las miro porque filmaron la vida rural, que me fascina. Un poco porque dos de mis abuelos vivían en el campo (no eran dueños de uno) y entonces viajar hasta Polvaredas era ir hacia el cariño, más intenso aún en la rusticidad:
Va a perderse. Nunca más verá esa noche:
abuelo Atilio, que ya ha muerto, toma
mate en la puerta. La lluvia se asoma,
mi viejo lo acompaña. Ya no andan coches
por la calle de tierra que se embarra.
Mi abuela y mi vieja traen banquitos
para todos. Mi abuela Irma, repito
(porque también ha muerto). Brazos en jarra,
mira el farol de la esquina que el viento
de verano balancea y se pone
a repartir amargos. Ya no siento
sus voces ni el cinc de los chaparrones.
Mi vieja me acurruca y la mirada
se pierde en un charquito, demorada.
Otro poco porque el romanticismo literario ha distorsionado apasionadamente mi sensibilidad. El cine rural suele ser a cielo abierto y tiene una relación cercana con los elementos que el urbano no. Por ejemplo en Konopielka, de Witold Leszczynski, hay algo que las películas muestran cada vez menos: «la casa grande» rural en que conviven generaciones. Una clase de hogar y de comunidad que se ha perdido pero perdura en las cinematografías conectadas con sus raíces campesinas (como la italiana). Una mezcla de creencia, ternura, literalidad y erotismo primario de la que el cine fue testigo, formas de lo sagrado que podrá seguir usando para, como quería Pasolini, no comprarse la cajita feliz del progreso.
Cuando tengo ganas de ver mujeres elijo películas checas, las más sexuales de aquellos años y esa parte del mundo, pero durante estos últimos meses me puse a ver polacas. No hace falta que uno diga -basta con pensarlo- cine polaco para que inmeditamente algo o alguien te sople o más bien te grite Andrzej Wajda. Pero a mí su cine me parece un tren de cargas: interminable y pesado. Sigo mirándolo, sin la fascinación hipnótica con que puedo ver pasar un tren de cargas, con la esperanza de encontrar al menos un vagón (un plano, un raccord) que me asombre. Y a veces lo encuentro, pero no me mueve el amperímetro. Más bien, cuando veo una cargada película de Wajda espero que aparezca un vagón con las puertas abiertas que me permita atravesarlo como Trinity y Bud Spencer en una de las suyas. No dudo de la importancia histórica y política de Wajda, y admiro su capacidad de producción, su incesante voluntad de trabajo, pero hay varios directores polacos de su misma generación –Kawalerowicz (Faraón es uno de los delirios más grandiosos de la historia del cine, pero como se ha escrito tanto sobre ella me limito a invitarlos a leer acá lo único que pude agregar sobre ella), Kutz, Leszczynski- que filmaron menos y mejores películas. Lo mismo que un director previo como Aleksandr Ford y varios de los que vendrían después: Skolimowski, Polanski, Zulawski. Que Cenizas y diamantes tomó del cine yanqui a James Dean como un modelo de actuación y apariencia del protagonista lo tenía bastante claro porque no hay libro que no te lo diga. Lo sorprendente fue notar cuánto se parece a Sed de mal cuando filma al líder comunista que es el objetivo del atentado, pero la carga simbólica de los planos es tan vergonzosa que es bastante bravo pasar de Welles a Iñárritu en la misma película y hasta en la misma escena. Allí están el aristocrático caballo blanco, que Skolimowski retoma en la reciente Essential killing; la sangre roja del protagonista sobre la sábana blanca, que lo envuelve para que los colores de la bandera encandilen incluso en blanco y negro; el trago en llamas antes del brindis por los compañeros caídos; el desfile final de figuras representativas que toma lo grotesco de Fellini pero no aprende a liberarlas del significado, gran lección del maestro. Lo mismo me pasa con todas las películas de Wajda que vi hasta ahora y con la mayoría de su discípulo Kieslowski, pero tiene tantas que tal vez un día encuentre la excepción que confirme la regla. Para no sufrir más intenté con otros directores y encontré unas cuantas que le pasan el trapo. Entre una y otras leía el Diario argentino de Gombrowicz, del que transcribo los fragmentos destacados.
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«Concierto en el Colón.
¿Qué me puede importar el mejor virtuoso en relación con la disposición de mi espíritu? Mi espíritu quehoy por la tarde fue impregnado por una melodía mal tarareada, alguien que desafinaba; y que ahora en la noche, rechaza con repulsión la música servida con albóndigas en una bandeja dorada por un maitre de frac. No siempre la comida gusta más en lso restaurantes de primera categoría. Por lo demás, el arte me impresiona casi siempre con más elocuencia cuando se manifiesta de un modo imperfecto, csual y fragmentario, como si sólo así me señalara su presencia, permitiéndome intuirlo tras la torpeza de una interpretación. Prefiero a Chopin cuando me llega en la calle desde lo alto de una ventana al Chopin perfectamente ornamentado de una sala de conciertos.»
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No sé cómo me enteré de que no había solamente un Ford en la historia del cine. Lo que no sabía es que al menos una película del Ford polaco, llamado Aleksander, era tan buena como varias del estadounidense. La primera secuencia de La juventud de Chopin sienta las bases del edificio formal y temático de la película con un travelling lateral que conecta las habitaciones de un palacio y a través de él la música (el arte) y las discusiones entre oficiales y nobles (la política, de entonces pero también la del presente de la filmación, tratándose de una película polaca sobre el levantamiento de Varsovia de 1830 contra los zares, que en 1952 podía parecer subversiva para el poder soviético) como territorios visualmente contiguos y sonoramente simultáneos. Toda la estructura de la película está allí, empeñada en imbricar puntos de vista en una puesta en escena clásica, excepcionalmente geométrica. Los movimientos de cámara se deslindan de la funcionalidad narrativa para bifurcar la percepción y ofrecer un relato -paralelo a la ilustración del argumento- autónomo y abstracto. La luz, sobre todo en exteriores, rinde culto pictórico al romanticismo, pero la reunión circunstancial de elementos naturales y atrezzo aristocrático rozan la combinatoria de las primeras vanguardias del siglo pasado. Ford también se vale del Nosferatu alemán para proyectar la presencia mítica de Paganini en una aparición excepcional que le sirve para señalar la disyuntiva erótica de Chopin: una mujer de carne y hueso o la sublimación. Los primeros planos del violinista tocando, como los planos generales del Chúcaro bailando con la cabellera suelta en Donde comienzan los pantanos (de Antonio Ber Ciani, del mismo año), se anticipan al menos una década a la imagen del rockstar. Releo la sucinta biografía de Aleksander Ford en Vientos del este: Los nuevos cines en los países socialistas europeos 1955-1975 para recordar que es algo así como la figura paterna del cine polaco de posguerra, tanto en su faceta de director activo ya en la etapa muda como también en la de director de la Academia de Cine, desde donde alentó la rebeldía artística y el antiestalinismo del nuevo cine polaco. Lo que había olvidado era su final: desestimado y criticado por sus discípulos, dejó de filmar primero, abandonó Polonia después, y se suicidó en EE.UU. a los 72 años.
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«Hablo solamente de la juventud porque la característica de Argentina es una belleza joven y ‘baja’, próxima al suelo, y no se la encuentra en cantidades apreciables en las capas medias o superiores. Aquí únicamente el vulgo es distinguido. Sólo el pueblo es aristócrata. ünicamente la juventud es infalible. Es un país al revés, donde un mocoso vendedor de una revista literaria tiene más estilo que todos los colaboradores de esa revista, donde los salones -plutocráticos o intelectuales- espantan por su insipidez, donde al límite de la treintena ocurre la catástrofe, la total transformación de la juventud en una madurez por lo general poco interesante.»
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Me puse a ver una película de Wojciech Has que no fuera El manuscrito de Zaragoza. Pensé que no iba a terminarla y acá estoy, entregado a Lalka. Mientras la miraba no podía dejar de pensar en El gatopardo, aunque la de Has esté filmada desde el punto de vista de la burguesía ascendente. Supongo que los aristócratas no caían nada bien entonces porque esto fue filmado del lado soviético y porque, supongo, Has no tenía la noble genealogía de Visconti. Lalka es la historia de “un comerciante sentimental”, como le dice al protagonista -sin el sacarmo con que Buñuel había filmado una línea de similar en Ensayo de un crimen– su más fiel ladero, un viejo que se encarga de los asuntos de la tienda de aquel desde el principio y con el que la película también termina. Nuestro héroe está de viaje en uno y otro momento. Cuando aparece por primera vez no hay plano de establecimiento que lo introduzca. Tampoco presenta physique du rol romántico alguno, por más que el suicidio llegue a tentarlo. No es atractivo pero es alto, macizo, serio. Algo melancólico, cosa rara para el arquetipo del comerciante, pero nada lánguido. Así como el verdadero objetivo de sus ambiciones no es el dinero sino la trascendencia -incluso más que la legitimación social- que espera comprar con él, encarnada en la voluptuosa hija de un conde ya sin banca, tan robusta como él, pero algo retacona y generosa de busto, que el protagonista se obstina en idealizar pese a tan rotundas evidencias físicas. Blanco y rubio objeto del deseo, o más bien ensueño, que lo conducirá al desengaño. El otro polo femenino de la película es pelirrojo: la encontramos rezándole a un cristo horizontal cuya pelvis queda a la altura de la cara de la suplicante en la iglesia. Algo menos de diez minutos después, y tan sólo un par de cortes mediante, se sienta casi desnuda en la cama de una precaria habitación de arrabal a la que se ha dejado conducir el protagonista como la que unas cuantas compatriotas ocuparon pocas décadas después en La Boca y San Fernando para que el tango las salvara apenas genéricamente del anonimato.

Después del primer travelling a la altura del piso, que en esta película es a la altura del barro, ya me había comprado su (de)cadencia. Terminé acunado en travellings y planos secuencia abigarrados, ya sea que me desplazaran por el interior de palacios y de almacenes, o a través de barrios bajos vitriólicos y de celulíticos basurales. La parábola del travelling sobre el que se despliegan los títulos, como la mayoría de los posteriores, es fuertemente simbólica, pero su mensaje se desconcentra en la pura percepción del procedimiento. Lalka es una película que se mira desde la posición de un hombre sentado. Hay algunos planos americanos, pero no son mayoría, y nunca superamos esa altura. De allí para abajo, hasta tocar el suelo pringoso o apoyar la cabeza en las vías del tren. Entonces la mirada se ensucia como las manos del protagonista, que al final de la película usa guantes no se sabe bien si para ocultar una posible quemadura o la vanidad herida porque sólo un campesino pudo rescatarlo del colapso. Como respuesta a la absorbente gravedad de la ciénaga, en cierta escena una lámina de no sé qué aleación levita sin hilos a la vista en un plano sin cortes. ¿Ciencia o magia? Sucede en medio de una conversación entre un inventor en busca de inversores y un capitalista. El objeto se desplaza desde la mano viva de este último hasta otra, adorno esculpido, que reposa sobre una mesa. La ausencia de planos y contraplanos evidencia el escaso montaje tradicional, que por eso mismo luce cuando aparece durante una carrera de caballos en la que el resultado importa menos que la reacción de una mujer observada por su pretendiente a través de unos binoculares.
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¿Cuáles eran las posibilidades de entendimiento entre esa Argentina intelectual, estetizante y filosofante, y yo? A mí lo que me fascinaba del país era lo bajo, a ellos lo alto. A mí me hechizaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París. Para mí la inconfesable y silenciosa juventud del país era una vibrante confirmación de mis propios estados anímicos, y por eso la Argentina me llevó como una melodía, omás bien como el presentimiento de melodía. Ellos no veían ahí ninguna belleza. (…) Esta élite argentina hacía pensar más bien en una juventud mansa y estudiosa cuya única ambición consistía en aprender lo más rápidamente posible la madurez de los mayores. ¡Ah, dejar de ser jóvenes! ¡Ah, tener una literatura madura! ¡Ah, igualar a Francia, a Inglaterra! «
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Kazimier Kutz es cosa seria. Nikt nie wola es demasiado hermosa. Cuando la protagonista sonríe tomada de perfil por la cámara, veo a Keira Knightley. Ethan Edwards también aparece en todas partes, y su aparición ya me molesta tanto como el vuelo del moscardón, pero la mosca en la espalda del comensal vestido con una camisa blanca arrugada distingue un plano transfigurado por la luz del día (y me recuerda la mosca que Pasolini incluye en las placas de títulos de Mamma Roma, pariente de la de Antonio Machado). En la pieza del protagonista de Nikt nie wola veo la teatralidad lumínica de la pieza del primer Aniceto de Favio, así como la delimitación de un espacio fílmico preciso –incluso pictórico- mediante el marco del encuadre. El montaje previo al final de la película abandona toda progresión narrativa más o menos convencional. Una sucesión de planos breves -en su mayoría planos detalle- montados en función de efectos sonoros extraños, obligan a ser mirados desde una doble perspectiva: si queremos encontrarle significado tenemos que pensar en ellos como una forma de exteriorizar los procesos mentales del protagonista en crisis. Si no, como la inserción en el relato de un corto de vanguardia. El sentido o la gracia, por supuesto, se pierde entre ambas miradas.

En La perla de la corona, sobre una huelga de mineros contra el cierre arbitrario de su fuente de trabajo a principios de siglo, pueden verse recursos igualmente fabulosos: planos frontales y folclóricos sin profundidad de campo ni espacial, sobreencuadres geométricos, terrenos en contrapicado que achatan a las multitudes y buscan trascender el límite físico del suelo para filmar a quienes resisten debajo, y un uso expresionista del color que transforma a los mineros en criaturas infernales. Pocas películas narrativamente robustas han sido capaces de estos niveles de abstracción. Cuenta la historia de una huelga minera que en 1934 se plantea como una lucha por la independencia económica de Polonia, ya separada de Prusia pero sometida a sus capitalistas. Lo fabuloso es que la película es entre otras cosas una tela donde el blanco, el negro y el rojo le disputan la primacía al argumento. El grupo de obreros recién salidos de la mina son una mancha negra que va al encuentro de la mancha blanca compuesta por sus mujeres. La esposa del protagonista es pura claridad, vestuario blanco flameante como el del cuadro con motivo virginal femenino que preside la cama y pelo rubio, a menudo realzada por los marcos de las ventanas pintados de rojo, retratos de la diosa como los que por entonces y entre nosotros filmaban Favio en Nazareno Cruz y el lobo y su hermano en El fantástico mundo de la María Montiel. Desde su opera prima de 1960, Kutz cambiaba continuamente de escala visual: a cenitales de la tierra resquebrajada le siguen espléndidos primeros planos que tanto pueden ser frontales como pasolinianos alla Mascagni. El expresionismo de la banda sonora transforma a la fábrica en un monstruo majestuoso: cada vez que sube y baja el montacargas resopla un dragón, pero enmudece la única vez que va cargado con los cuerpos de los huelguistas desmayados. La luz roja de la mina contrasta con la negrura progresiva de los cuerpos de los obreros zombificados por el maquillaje. El contrapunto entre los interiores subterráneos y la superficie solar son también los que Kutz dispone entre la lucha obrera y la resistencia activa de sus familias, entre el polvo asfixiante y el agua purificadora. Los colores son materias que literalizan símbolos, como en la escena del trabajador reprimido con mierda, y se abren a la contradicción con el comunismo: el rojo de la protesta minera se extiende a la iglesia, en la que la policía al servicio del capitalismo extranjero también entra a reprimir. El templo católico es tan sagrado como la fábrica que los obreros defienden del capital descentralizado dispuesto a inundar la mina aún productiva para irse a donde más le convenga, despreocupándose de la comunidad ya explotada. Uno de los grandes aciertos es el sentido del humor: la picardía campesina nunca permite que las víctimas den lástima. Hasta la composición es juguetona, confirmando que las simetrías de Wes Anderson también nacieron en Europa del Este (hay quienes señalaron con precisión la similitud entre sus planos y los de Jiri Menzel) y serían infinitamente más graciosas (quiero decir que estarían dotadas de gracia) si la rigidez de Kubrick no pesara tanto sobre los cineastas estadounidenses. La Guerra fría de Pawlikowski recogió el legado de la canción como resistencia antifascista que nació cinematográficamente con Canciones prohibidas, la película que puso nuevamente en marcha al cine polaco en la inmediata posguerra, y que acá se manifiesta en al menos dos escenas: un viejo parece ir de casa en casa trocando sus canciones de protesta por un plato de sopa y transmitiéndole oralmente sus tradiciones a los nenes de la casa en la primera. En la segunda, los mineros se las ingenian para fabricar instrumentos con lo que tienen a mano y arman una orquesta bajo tierra. Después le cantan la canción protestona y grosera a los patrones en la cara.

La yapa de Kutz: en su primera película, una en episodios sobre la segunda guerra mundial, me encontré con un antepasado del perro blanco de Fuller. Esto me recuerda que en la historia del Ovejero alemán entrenado para asesinar esclavos negros en el sur de EE.UU. había una lateral referencia a los campos de concentración. Cuando la protagonista va a sacarlo de la perrera no sólo mira el lugar en el que ejecutan a los animales, desplazamiento de las cámaras de gas y de los hornos de cremación, sino que al salir ve pasar un tren apenas separado de ella por un alambrado común y corriente que, sin embargo, actualiza lo siniestro. Pero Füller no busca el efecto artístico evidente sino que todo está integrado a la lógica narrativa sintética de la narración y la estética económica de la clase B. Del mismo modo que Aldrich disimula la última cena de sus 12 del patíbulo filmándola de costado.
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Un austríaco que encontré en casa de Pocho Oddone. Arquitecto. Reclama ciudades planificadas, interiores racionalmente estéticos, funcionales, etcétera. Dije que la humanidad tiene preocupaciones mayores que la estética. Dije también que un refinamiento excesivo del sentimiento de lo bello podría traernos problemas bastante graves. Explicarle a un burgués mediocre que su armario con luna, su cómoda y sus cortinitas son de pésimo gusto es acabar de asquearle la vida. Nos seria más útil en medio de nuestra pobreza una capacidad universal para descubrir belleza en todas las cosas, inlcusive en un adefesio.
No comprendió. Creído. Europeo. Pedante. Educado. Moderno. Arquitecto.
(…)
¡Dios, permíteme vomitar la forma humana!
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Escucho a Chopin sentado en el sillón, con las luces del baño y del monitor de la computadora encendidas, y tengo ganas de llorar como la protagonista de algún tango y la de más de un folletín. Pienso también en coleccionistas de bellezas, mecenas, pudientes musas ilustres, soñadors e impotentes. Es el segundo movimiento del concierto Nro. 1 en mi menor, dice la contratapa del RCA Víctor. También, que lo toca Rubinstein. Eso a mí no me dice nada, pero soy capaz de imaginar la existencia de singularidades en la ejecución que ignoro. No me desvela esa ignorancia sino cuando pienso que me impide ubicar con precisión qué procedimientos me hacen sentir lo que siento. Acaso no haya pretensión más absurda que esa. Entonces me limito a decir que me recuerda la adolescencia, La dama de las camelias, mi compañero de banco de la secundaria, el fútbol, la poesía, los últimos años de Atilio en casa de mis viejos, a la que lo trajeron con mi abula Irma cuando ya no podía mantener la media cuadra de campo con galpón, huerta, taller y gallinero, mis ganas de Europa aún no saciadas, mis primeras pajas en el baño, la radio escondida bajo la almohada una vez que me mandaban a dormir cuando daban las diez, mi hermano menor que dormía en la cucheta de arriba. La enumeración ya nada tiene que ver con el rondó final del concierto, pero tampoco es un adagio. Lo que ha sido hoy sigue siendo, continúa. En sus enérgicas volutas me reflejo, prolongación de humo sagrado y amoroso.