Es fama que Dalí pintó una crucifixión en picado, como si viera desde los ojos de Dios. Herzog tampoco hubiera tirado el cuello hacia atrás, pero habría pintado su cuadro de frente y en plano medio, como subido a los hombros de alguno, para permitir que Jesús (que es Dios) le viera la cara.
Werner también es amor.
De caminar sobre hielo es el diario del viaje a pie que Herzog hizo de Alemania a Francia para ver a Lotte Esiner, entonces gravemente enferma. Es un tributo a la amistad, un hechizo para salvar una vida y una obra maestra de la literatura. Quien quiera leer el libro como un testimonio sabrá decir: en los años setenta había bosques en Francia y Alemania, alguna vez se proyectaron en Estrasburgo películas de Helvio Soto, un hombre de Baviera podía no entender el dialecto de otra zona. Pero esto es nada, la mera confirmación de su historicidad. Lo que conmueve en Herzog es una convicción que supo volver sensible: el cine pide mucho –no siempre sangre, aunque también- pero a cambio ofrece revelaciones que no existen en otro lado. Es un dios antiguo, sacrificial. Sredni Vashtar. También el diario exige un tributo: “Los dedos están tan congelados que escribir requiere un gran esfuerzo”. El cansancio es el mérito de la voluntad. Ya en Francia, Herzog anota: “En la escuela de Savières pensé en ir en auto hasta París, qué sentido tiene esto. ¿Pero haber llegado tan lejos a pie para después ir en coche? Mejor haber saboreado el sinsentido, si lo es, hasta las heces”.
Todo pasa por los pies, y primero que nada el pensamiento. Esa idea, sí, dame un segundo: la tengo en la punta de la suela. También lo que se puede percibir depende de la manera en que se mueve un cuerpo. Herzog escribe: “Solo el que camina ve los ratones”. Y también: “Hay tantos perros, desde el auto uno no los nota, tampoco los olores del fuego, los árboles que suspiran”. Quien puede ver a los animales merece la Tierra. Hay más todavía: “Nunca vi tanta confianza como la que me expresaban las caras de esas ovejas en la nieve” / “Al mirar por la ventana había un cuervo sobre el techo de enfrente, sin moverse y con la cabeza inclinada en la lluvia. Mucho más tarde seguía en el mismo lugar, inmóvil y congelándose, solitario y silencioso con sus pensamientos de cuervo. Me corrió por dentro un sentimiento fraternal y la soledad llenó mi pecho” / “Con los ratones es posible trabar amistad”.
Qué libro increíble.
*

*
En un momento de su venenosa y divertidísima novela corta Un guión para Artkino, Fogwill se burla de ciertas especulaciones cinematográficas proponiendo como descubrimiento genial la toma subjetiva con pestañeo. Copio un fragmento: “Mañana pediré a Silvia que haga las gestiones en la Sociedad de Autores para que ellos registren a nombre de nuestra cooperativa de trabajo la idea técnica del parpadeo, destinada a generar un efecto de mirada de protagonista en el curso del filme. Lo he llamado Efecto de Realismo Palpebral de Fogwill, y quien quiera utilizarlo en el curso de los próximos diez años deberá pagar un derecho a nuestra sección de la Sociedad de Escritores. Concluido el plazo, mi Efecto Palpebral pasará a dominio público y cualquier artista del filme podrá recurrir a su empleo gratuitamente”. Pues bien, un par de días después de terminar el libro vi un reportaje a Raúl Ruiz en la televisión chilena. Una fiesta, por supuesto. Ruiz tiene para cada cosa un relato, y para cada relato un desvío. En un momento, el entrevistador le pregunta por una película perdida o nunca hecha llamada El tuerto. Ruiz pone cara de “Ah, claro” y dice que era una investigación sobre la toma subjetiva. Qué genio hermoso. Nunca había pensado que Ruiz y Fogwill tuvieran conexiones, pero ahora que encuentro algunas no me sorprendo. Los tentáculos de Borges son infinitos. En la también divertidísima Help a él Fogwill escribe: “Además, es un texto modular: si lo leés salteando dos renglones por vez, se forma un cuento sobre otra pelea de borrachos. Si leés el segundo renglón y todos los renglones múltiplos de cinco, verás que es la visión de una corrida de toros narrada por un hombre que nunca antes había visto un toro, por ejemplo, un esquimal, o un nativo de Ghana. Si leés los últimos renglones de cada página de atrás hacia adelante, vas a descubrir la obra de Jünger”. Se trata de una invención muy ruiciana. Basta leer “Las seis funciones del plano”, el ensayo (otra ficción) en el que Ruiz escribe: “¿Qué pasaría si se hace un film de manera tal que al llegar al final se puedan remontar sus planos en el orden inverso de manera que la inversión sea una especie de respuesta al film proyectado al derecho?”. Y poco después levanta la apuesta con esta tarea: “Hacer un film de unos diez minutos compuesto de planos en los que predomine la función centrífuga, pero de tal manera que, pasado en orden inverso, se descubra al final una segunda historia. O la misma (palíndromo narrativo). O que ambas se complementen creando una tercera”.
*
Hay dos reflexiones sobre estética en las novelitas de Fogwill que me parecen brillantes, y que van perfecto para el cine. Copio primero la de Help a él. “Era Wagner. Reconocí los tiempos fuertes de sus compases: ¿qué me importaba ahora no oír, si sobre ellos podía rearmar la melodía? Para cada compás recordaba el armazón de su armonía y al mismo tiempo podía imaginar otras combinaciones. De las doscientas cuarenta mil y pico de armonías posibles para un compás de seis, no menos de tres mil son legítimas; de ellas, unas cien podrán ser justificadamente wagnerianas, y cincuenta son plausibles para un fragmento de Tristán. Sin embargo, Wagner había elegido una. ¿Por qué? ¿Qué es Wagner? Wagner, pienso ahora, es convencer al mundo de que sólo esa combinación es la que corresponde para cada compás wagneriano” Y ahora, la de Un guión para Artkino: “Ocurre algo semejante con el lector de la novela: él ignora la cantidad de relatos que fueron escritos y descartados antes de optar por el párrafo que los sintetiza, y sin embargo, al leer ese párrafo, si ha surgido de una pluma educada y tocada por los dones del arte, recibe todo aquello que el autor descartó en un supremo esfuerzo de síntesis, y sus posteriores comentarios lo sorprenden porque detalles omitidos por economía y períodos del tiempo que el relato obvia para mejor manejo de la tensión dramática, son imaginados por el lector tal como los describió y narró el autor en esas páginas que jamás fueron impresas”. Los narradores de Fogwill son siempre turbios, así que nada de lo que se dice en sus novelas se puede tomar como declaración del autor. Está perfecto. El juego se llama mascarada, ficción, humor, literatura. Por eso, recortar un fragmento es hacer hablar al libro un idioma que puede no ser el suyo. Citar es hacer trampa. O lo que tal vez sea lo mismo: citar es leer.
*

*
Si uno presta atención es fácil darse cuenta de que vivimos envueltos en casualidades. Y si uno presta mucha atención no parece haber otro destino que la paranoia, el elogio del azar o la mística.
Me explico.
En los últimos diez días (si no cuento mal) me pasaron estas cosas. 1) Leí casi al mismo tiempo El síndrome de Rasputín de Ricardo Romero e Historia del pelo de Alan Pauls. Son novelas, están escritas en castellano y pertenecen a autores argentinos. Que es lo mismo que decir: no tienen nada importante en común. La de Romero es divertida, querible y decontractè. La de Pauls es fina, cancherita, pueril y afrancesada. Deben ser las únicas obras literarias en el universo en las que se hace referencia a Piero. 2) Vinieron a casa varios ex alumnos a ver Historias extraordinarias. Dos de ellos, novios felices, me cuentan en la previa que estuvieron unos días en Alberti, pueblo de la provincia de Buenos Aires vecino a Chivilcoy del que yo no había escuchado hablar nunca. Un rato después, viendo la película de Llinás, los pibes gritan: “¡Es Alberti!” 3) El sábado a la mañana leí La comemadre de Roque Larraquy, y a la tarde unas páginas de Genios destrozados de Daniel Guebel, cuyo primer capítulo está dedicado a Rembrandt y el segundo a un pintor argentino apócrifo y comunista que termina participando de orgías en una institución oftalmológica soviética. Lo que me resultó más notable de este segundo capítulo es la palabra exoftálmica, que un rato antes busqué en el diccionario online de la Real Academia porque aparece también en La comemadre. 4) Ayer revisé La noche de enfrente y hoy escuché algunos discos de Roxy Music. ¡Sorpresa! En la letra de “Do the Strand” Ferry incluye la palabra rododendro, que tan importante es en la película de Ruiz.
O sea.
Pasé más de cuarenta años sin encontrar a Piero en un libro de aspiraciones literarias, sin escuchar hablar de Alberti y sin toparme con esa palabra de oculistas o con esa flor sonora. En unos pocos días me encuentro frente a sus apariciones dobles, como si quisieran no solo declarar su existencia sino también verosimilizarla. Tengo derecho a decir: ¡qué casualidad! O que todo es un argumento de ciencia ficción, o una típica conversación de fumones, o un tributo más al prestigio de la paranoia. O sino puedo pensar: hay un orden, una clave, una matriz de la cual estas apariciones dobles son señales dispersas. Llamamos casualidad a las fallas de un sistema. Y milagro a sus concesiones.
*
Terminé hace un rato La soledad del lector de David Markson. Es un collage, un assemblage, un tacho de basura, un libro discontinuo, no lineal, por usar palabras de su propio autor, que se tira bomba en la pileta de la autorreferencialidad. También escribe: “¿Una novela de referencias y alusiones intelectuales, por así decir, pero sin casi nada de novela?” / “¿O es que de alguna extraña manera está pensando en una autobiografía?” / “¿O tal vez la ausencia de progresión narrativa más ese esquematismo de circuitos cruzados la conviertan en un especie de poema?” Yo soy más básico, así que diría que se trata de un libro armado con series y buscaría una asociación con la música de Schoenberg, o incluso con el cine de Godard, que siempre queda bien ponerlo cerca del compositor austríaco. Algunas series son: misoginia, muertes (“Antes de encender el honro para suicidarse, Sylvia Plath dejó leche y pan con manteca en el cuarto donde dormían sus dos hijos” / “Alfonsina Storni se ahogó en Mar del Plata. Habiendo enviado por correo su manuscrito final esa mañana” / Y así), frases en alemán, frases en latín, errores en grandes obras (“En El anticuario, de Walter Scott, hay dos martes en una semana” / “En el libro XVI de La Ilíada, Apolo le arranca la armadura a Patroclo, lo cual lleva a la muerte de este último. Poco más de doscientos versos después, Héctor aparece sacándole la misma armadura al cadáver de Patroclo”), construcción del personaje, citas sin atribución, Anna Ajmátova, escritores y artistas antisemitas (entre los que no está Nietzsche). Markson escribe en un momento (no sé si escribe o cita, y no sé si hay diferencia, ya que todo viene tan posestructuralista): “¿Por qué Kafka, por una vez, no lo llamó judío y terminó con la cuestión?” Es una mala pregunta, y no va bien con varias frases que Markson destaca con justicia y que separan la representación de aquello que se supone representan, tal como Kafka hizo con la literatura. Matisse, sobre la piel verde: “No estoy pintando una mujer. Estoy pintando un cuadro”. Picasso, sobre la falta de parecido de Gertrude Stein con su retrato: “No importa, se parecerá”. Baudelaire, sobre el universo entero: “La poesía no se escribe con ideas, Degas, se escribe con palabras”. En fin. Hay poco cine en el libro. De hecho, una entrada dice: “¿El protagonista es capaz de nombrar una sola película que le haya interesado más que el libro número trescientos en la lista de mejores libros que leyó?” Yo seguro. Me acordé de La ruptura cuando leí: “Mientras peleaba con su mujer, borracho, una vez Paul Verlaine arrojó a su hijo de tres meses contra una pared”. Puede que Chabrol haya tenido en cuenta ese episodio para la tremenda primera escena de su película, que combina lo horrible (¡la cabeza del pibe contra el mueble!) y lo ridículo (¡esos sartenazos!) como pocas veces más.
*

*
Entre las series de Markson hay una dedicada al béisbol. De hecho, la primera frase que subrayé, sin saber a quién pertenecía, resultó ser de Babe Ruth: “Me agarraron las termitas, señor Mack”. Hay unas cuantas grandes películas de béisbol. Una es Bull Durham. Como ocurre con el básquet en Los blancos no la saben meter (maravilloso título argentino para White Men Can´t Jump) Ron Shelton filma amorosamente el deporte en sus zonas menos espectaculares: la calle en una y las ligas menores en la otra. Es algo importante porque tiene que ver con lo que dice la voz en off al final, a través de unas palabras de Whitman: “El béisbol es nuestro juego. El juego americano. Reparará nuestras pérdidas, nos bendecirá”. Dos películas contemporáneas a esta de Shelton podrían decir lo mismo. Me refiero a las notables Eight Men Out (John Sayles, 1988) y Field of Dreams (Phil Alden Robinson, 1989), que tratan de una estafa en las ligas mayores pero sobre todo de la pasión por el juego, que existe siempre en estado amateur. Diego lo dijo mejor que nadie: “La pelota no se mancha”. O sea. Tenemos a Whitman. Solo nos faltan cineastas capaces de honrar el juego que más amamos, el juego argentino.
*
Lo que pasa con el fútbol pasa con cualquier deporte que tenga algo parecido al potrero. Incluso el automovilismo. Se ve perfectamente en Senna (Asif Kapadia, 2010), una película notable que no se parece en nada a eso que acostumbramos llamar documental de creación, engoladísimo nombre para lo que es cada día más un género de infracciones previsibles y una tarea universitaria. A veces lo olvidamos, pero reconocer la grandeza que no responde a más criterios que los propios es tan importante como reconocer la gloria de aquello que la encuentra sin buscarla. No es otra la tarea de la cinefilia. El productor de Senna es Kevin McDonald, que hace documentales de este tipo, aunque ninguno de los que yo vi (Touching the Void, One Day In September) le salió tan bien. Capaz que porque no tenía a Senna como protagonista y a Prost como adversario. Todo en la película funciona. Las entrevistas son excelentes, el material de archivo es excelente, el montaje es excelente y la historia que todo esto tan excelente construye es además muy emocionante, y esa es la clave del asunto (“¡se cuidan todos de la emoción como de cagar en la cama!”, escribió una vez Céline sobre los escritores franceses). No hay muchos planos más bellos y conmovedores que ese en el que Senna, afectado por un espasmo muscular después de ganar el gran premio de Brasil, hace ondear una bandera verdeamarilla y levanta el trofeo ante su gente. La gran virtud de la película está en respetar la singularidad de su protagonista y conseguir un modo adecuado de comunicarla y rendirle homenaje. Por supuesto, es un himno a Senna. Pero lo que importa es que consigue hacernos pensar que el tipo no merecía otra cosa que un himno. En la coda, Senna dice que el rival que más recuerda es uno de su época como piloto de karting, cuando no había guita y las carreras eran por lo tanto de verdad. El volante no se mancha.
*

*
Entre los antisemitas de Markson está obviamente Céline, un escritor tan grande que con su sola presencia en un epígrafe es capaz de hacer interesante una película que no lo es. Me refiero a La grande belleza, que arranca con unas palabras de Viaje al fin de la noche. Copio algunas: “Viajar es realmente útil, hace trabajar la imaginación. Todo lo demás es desilusión y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. Esa es su fuerza. Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas: todo es inventado. Es una novela, nada más que una historia ficticia. Lo dice Littré, y él nunca se equivoca”. A la media hora, incómodo con la misantropía cool de Sorrentino, me encontré pensando sólo en Céline. En que la furia exige una pureza, y que los reformadores o los moralistas sin buena voluntad no pueden entender a los desesperados por la sencilla razón de que necesitan un desprecio productivo, un asidero, algo que señalar y en que hacer pie. Necesitan al Cantet de L’atelier o a Haneke. En cambio, Céline y los furiosos puros no dan coartadas: arrasan con todo lo que está a su paso y dejan frente a nosotros una devastación esencial, también histórica pero no reversible ni politizable en el sentido banal en que usamos tan a menudo esta palabra. En Viaje al fin de la noche la Primera Guerra no es la causa del desastre sino la luz que permite mirarlo mejor que nunca. Taxi Driver está cerca. Basta pensar en su protagonista. Travis es un primitivo. No duerme, trabaja doce o catorce horas, está sobrestimulado de pastillas, alcohol, laburo y porno, no escucha música, no come bien, incluso sus ideas sobre la mugre social son básicas y están expresadas en un lenguaje imposible, contra los negros, contra las mujeres y contra las putas. La cabeza de Travis no es tanto la de un facho como la de un bruto y un psicótico. Guarda plata muerta porque no tiene nada para hacer, la escritura le resulta complicada, compra armas, entra en una clara disociación que los espejos ilustran y la pastilla disolviéndose en el vaso convierte en símbolo. Su habitación es un cubil. Tiene la tele sobre un cajón de verduras, las cosas amontonadas, las plantas están ahí porque Cibyl Shepperd no las quiso. Puede que Travis se haya destacado en la guerra por ser así, y no que sea así por causa de la guerra. El ángel, el infierno, la cruz en la cabeza de la bala. Travis está hecho pedazos. América no está mucho mejor. Nada lo muestra tan bien como la cita de Whitman que usan los políticos en la campaña electoral. A pesar de las palabras ya no hay “nosotros”. Algo está podrido en América. Acá está Céline. Acá y en el Glauber de Tierra en trance. La grande belleza no merece su epígrafe. Es La dolce vita sin angustia y sin Fellini. O sea, nada. Y además, las palabras de Céline coinciden solo en parte con la película que adornan. Por un lado, porque la cuestión de lo enteramente imaginario tiene en el cine un estatuto diferente del que tiene en la literatura, al menos por el hecho de que cuando vemos el Coliseo podemos reconocerlo inmediatamente, sea digital o no. Sorrentino tiene que hacer un trabajo por onirizar la ciudad que es propio del cine, no de la literatura (tengo que reconocerle en este punto algunos méritos). Por otro lado, Céline dice que su viaje es de la vida a la muerte, pero como en la película hay un viaje hacia la escritura, es decir, un viaje en el que el personaje de Toni Servillo recupera tanto la imagen de aquella isla de juventud como la posibilidad de retornar a la ficción después de cuarenta años, entonces el viaje de Sorrentino es más bien de la muerte a la vida. O del periodismo a la novela, que es casi lo mismo.
*
Céline escribió en Viaje al fin de la noche una de las mejores cosas que alguien haya escrito sobre el cine. (La traducción es de Carlos Manzano. Mis investigaciones lexicográficas me revelaron que chucháis significa tetas).
Se estaba bien en aquel cine, cómodo y cálido. Órganos voluminosos de lo más tierno, como en una basílica, pero con calefacción, órganos como muslos. Ni un momento perdido. Te sumerges de lleno en el perdón tibio. Habría bastado con dejarse llevar para pensar que el mundo acababa tal vez de convertirse por fin a la indulgencia. Ya casi estabas en ella.
Entonces los sueños suben en la noche para ir a abrasarse en el espejismo de la luz en movimiento. No está del todo vivo lo que sucede en las pantallas, queda dentro un gran espacio confuso, para los pobres, para los sueños y para los muertos. Tienes que atiborrarte rápido de sueños para atravesar la vida que te aguarda fuera a la salida del cine, resistir unos días más esa atrocidad de cosas y hombres. Eliges, de entre los sueños, los que más te reaniman el alma. Para mí eran, lo confieso, los de cochinadas. No hay que ser orgulloso, le sacas, a un milagro, lo que puedes retener. Una rubia con unos chucháis y una nuca inolvidables creyó oportuno venir a romper el silencio de la pantalla con una canción sobre su soledad. Habría sido capaz de llorar con ella.
¡Eso es lo bueno! ¡Qué ánimos te da! El valor, lo sentía ya, me iba a durar dos días por lo menos. No esperé siquiera a que volviesen a iluminar la sala. Estaba listo para todas las resoluciones del sueño, ahora que había absorbido un poco de ese admirable delirio del alma.
De regreso al Laugh Calvin, el portero, pese a haberlo saludado yo, no se dignó darme las buenas noches, como los de nuestros pagos, pero ahora me la sudaba su desprecio. Una vida interior intensa se basta a sí misma y podría fundir veinte años de hielo. Eso es.
En mi habitación, apenas había cerrado los ojos, cuando la rubia del cine vino a cantarme de nuevo y al instante, para mí solo ahora, toda la melodía de su angustia. Yo la ayudaba, por así decir, a dormirme y lo conseguí bastante bien… Ya no estaba del todo solo… Es imposible dormir solo…
*

*
Hoy en la biblioteca leí en un viejo volumen de historia del arte una fábula digna de Sam Fuller. Su protagonista es el arquitecto Bramante. La transcribo al rioplatense. “Bramante le dijo a San Pedro: ‘Quiero mejorar el camino, áspero y difícil, para ir de la tierra al cielo. Voy a construir uno que sea menos empinado y las almas de los débiles y los viejos puedan subir por él a caballo. Después quiero destruir este Paraíso y hacer otro mejor, con habitaciones más bellas y más alegres para los beatos. Y si estos proyectos no le agradan, me voy a otra parte. Seguro que Plutón los recibirá bien’”.
*
En Diario en público de Vittorini encuentro un montón de cosas que estoy seguro de haber dicho alguna vez, pero nunca con tanta claridad. La idea de que la verdad no puede existir antes de la libertad tiene la contundencia y la sencillez expresiva del pensamiento maduro, y es una sentencia firme contra los custodios de la Cultura. Vittorini puso en cuestión los lugares comunes de su propio espacio político y fue claro respecto de las miserias de la doctrina. Llamó la atención sobre la superficialidad que acecha al compromiso sartreano, describió la pobreza intelectual del catecismo del PCI, supo analizar por fuera de las consignas la relación entre capitalismo y liberalismo y tuvo la grandeza artística necesaria como para encontrar un tono adecuado, ni solemne ni miserable ni chupamedias, para escribir sobre el pueblo, tal como muestran El simplón y Coloquio en Sicilia. Dice una vez: “Es alienante, a la larga, una práctica política que obligue a todo fenómeno cognoscitivo a adoptar como valor esencial un significado político”. Tiene razón, por supuesto. En un momento Vittorini dice que hay dos tipos de escritores: los que nos hacen decir: “Es cierto, es así”, y los que nos hacen decir: “Claro, no lo sabíamos, no se nos hubiera ocurrido que pudiera ser de esta manera”. Vittorini pertenece al segundo grupo. Como Pavese y Fortini, los otros italianos de los Straub.
*
Repasé unas páginas de El espectador emancipado. El título del libro debe haber hecho pensar a más de uno que se trataba de otro embate del altomodernismo vulgar (ese que repite consignas de tercera mano como si fueran revelaciones y siente escalofríos cada vez que alguien arranca un comentario con un «Godard dice»). Pero se trata en realidad de una crítica de uno de sus fundamentos: la modorra o impericia del espectador, por alienación o la razón que sea. Y es que, como corresponde a todo trabajo intelectual, los ensayos de Rancière se desenvuelven en polémica permanente con la opinión común, pero no tanto con la opinión común de los espectadores no ilustrados, como es ley y trampa, sino con la de sus críticos presuntos. En este sentido, El espectador emancipado (como Las distancias del cine, que reitera varias de sus ideas) es un antídoto contra el ruido blanco de los doctos, ese conjunto de frases rimbombantes que ensucian todo lo que tocan, incluso el arte excelente. Que los doctos llenen sus textos de citas de Rancière es penoso pero previsible. Lo grande está siempre en peligro, y sus enemigos mayores son los que se consideran sus guardianes. De ellos, los gorrudos del saber, habla Mario Levrero en París: “Aquello parecía ser el trabajo de un hombre que quisiera tener una verdad importante para decir, pero no tiene ninguna, y trata de disimular su fracaso entre fárragos anecdóticos y palabrería hueca, intentando evitar que el lector caiga en la cuenta de la vaciedad de sus palabras; así, la ironía, dirigida no se sabía bien contra quienes, trataba de hacer cómplice al lector, no se sabía bien tampoco con qué finalidad”.
*

*
En Anatomía de un instante, su libro sobre el intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981, Javier Cercas define a Adolfo Suárez como un héroe de la retirada. O mejor dicho, menciona que Enzemberger lo incluye en esa categoría junto a Gorbachov y Jaruzelski. A Santiago Carrillo el epíteto le va mejor que a nadie. Estos héroes son conocidos por el cine ya que responden a Ethan Edwards, y en la historia política deben abundar también, así como en las vidas pequeñas, las nuestras, que, si hay suerte, conocen a alguien que ha dado todo por conseguir para los otros algo en lo que no tiene lugar. Clint al final de Crimen verdadero. Cruise al final de Guerra de los mundos. Wayne al final de Un tiro en la noche. En algún sentido, la tarea docente, bien cumplida, no es otra cosa que eso.
[…] Películas y canciones de rock (Hey Ho! Let’s Go!) […]
Me gustaMe gusta