Sobre El Ángel, de Luis Ortega, por José Miccio

El ángel tiene una atractiva reconstrucción de época, canciones de rock, pulso narrativo, buenos actores, primerísimos primeros planos, colores, un montón de sobrencuadres y un personaje en el centro de la escena que merece esta y diez historias más. El ángel es el mainstream al que puede aspirar el cine argentino en su versión más competente. El ángel es una buena película, lista para ganar en todos lados.

Ahí esta el detalle.

Primero la indudable virtud. Carlos Robledo Puch (Carlitos, Charly, el Ángel, “no me digas Rubio”) convertido en mito. Es decir, vuelto materia pura del cine. No se puede decir nada sobre por qué Carlos es como es. No hay motivos en la clase, ni en la sexualidad, ni en la ambición. Es opaco y bello. Al principio habla del destino, un modo simple de recusar la Historia, que puede entrar en todos lados menos en él. El ángel de Ortega viene de ninguna parte, como el actor en el que encarna. El solapamiento entre personaje y persona es un acierto rotundo. Una aparición tan a contramano de las crónicas como la de este Carlos Robledo Puch necesita de una aparición como la de Lorenzo Ferro, un riesgo resuelto en triunfo. Hay dos cosas que Ortega señala mucho. La primera es que Carlos no tiene criterios de propiedad. Si sus socios lo cagan, no le importa. Si se afana una moto, la tira o la regala. Si ve a un miserable durmiendo la mona, le abrocha un prendedor que vale un platal. Si un ricachón lo deja dando vueltas por su casa y le pide que no robe, no roba. Está fuera de la ley pero también de los criterios que los que están fuera de la ley comparten con los integrados. Lo primero que le dice el chorro José Peralta (Daniel Fanego, excelente) después del asalto a la armería es que hay que hacer cálculos, reducir riesgos, actuar bien. En resumen, ser razonables. Su amigo Ramón (Chino Darín, tremenda y felizmente fotogénico) se pasa toda la película poniéndolo en vereda: que cómo se le ocurre volver a la joyería para abrir una caja fuerte cuando el botín ya está en los bolsos, que cómo anda dejando por ahí cosas que pueden deschavarlos, que cómo no manoteó algo en la casa del marica rico. Carlos está siempre fuera de medida. Hace de más o de menos. No calcula. Por todo esto su expresión mejor es el baile. Un movimiento antiutiltario, un tiempo en pausa, un puro derroche de energía que bien puede ser lo que tienen en común todas las aventuras estéticas.

Carlos es un desviado no por puto (como dice el periodismo) sino por un doble incumplimiento: el de no gastar a pesar de tener guita y el de no coger a pesar de tener chances. Esta es la segunda cosa que señala Ortega, con igual insistencia que la anterior pero con más confianza en las imágenes. Lo mejor de la película pasa por acá. La mamá de Ramón (Ana, en la piel hermosa de Mercedes Morán) se le tira un lance. Carlos la mira con su carita de siempre y le dice que el que le gusta es su marido. Segundo de sorpresa. “Decile”, contesta Ana entonces. Pero Carlos no dice nada. Prefiere mirar, como en la excelente escena en el baño, en la que el pibe mea y el tipo se droga.

Carlos es una máquina deseante que no garcha. Sus polvos son el baile y los asaltos. Es todo sublimación, aunque la palabra no le hace justicia a la plenitud con la que vive cada cosa que está en lugar de otra. Un ejemplo es la escena de las motos. La piba que anda con Ramón le agarra el bulto y él le pide que apriete fuerte. La piba que anda con Carlos quiere hacer lo mismo y encuentra un arma. Revólver por pija: es una sustitución bien simple. Pero lo fundamental en este aspecto tiene más episodios y florituras. Se trata obviamente del vínculo que Carlos tiene con Ramón. Primero, en la escuela, le sopla la nuca con el soplete y recibe como respuesta una trompada que disfruta. Más adelante, tirado en la cama, se entrega a la fantasía de bailar con Ramón una canción de Palito en Sábados Circulares. Después, en el asalto a la joyería, Carlos se pone unos aros y se declara la Evita de ese Perón. Por último, cuando ya no da para más, y Ramón ya lo llamó “mi esposa”, y se abrazaron, y bailaron de verdad, es decir, cuando ya no hay mucho que poner entre sexo y deseo, Carlos estrella el auto en el que va con Ramón contra uno que viene de frente. ¡Crash! La consumación solo es posible para Carlos poniendo a Tánatos en el lugar de Eros. No la pequeña muerte sino la muerte. En el barrio diríamos que finalmente se la ponen.

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Los sentidos deciden y la razón los enfrenta o acompaña: ninguna película que de verdad nos importa nace de la pura especulación intelectual. Esto Ortega lo sabe bien. Por eso su tarea es construirle a su personaje una apariencia. Darle vida fuera del papel. Lo hace desde el comienzo, con esa caminata despreocupada, los brazos caídos, el ritmo lento. Así se mueve Carlos. Así habla, así roba, así mata. Entre las escenas de adrenalina y las escenas cotidianas no hay casi diferencia. En los asaltos tiene compañía. Otros ritmos. Solo, es puro vuelo y desconexión. Tres ejemplos: la secuencia de apertura en esa casa de diseño moderno, como salida de un giallo; la secuencia en la fiesta gay y la secuencia de cierre, antes de que lo detengan para siempre. Inicio, medio, fin: tres veces, en posiciones destacadas, queda en escena su propio ritmo. Carlos baila o toca el piano. Pone el tiempo en pausa cuando el tiempo apremia o se abre al placer. Ortega consigue un montón de planos sugerentes. Muchos tienen que ver con el cigarrillo, que desde hace tiempo solo aparece en el cine en películas de época. Otros con las cosas. La mayoría con el cuerpo de los actores. Un testículo. Un culo. Ojos en plano detalle. Entre todo lo que tiene, Ortega elige demorarse en la cara de Ramón y especialmente en los rulos como de querubín renacentista de Carlos, y en sus labios gruesos y bien pero bien rojos.

Todo esto está bien. Mucho más que bien. Carlos es un gran personaje. Está excelentemente rodeado.

¿Y entonces?

El primer problema de El ángel es que quiere que en cada uno de esos ojos y de esos rulos y de esos labios y de esos bailes haya ideas, y lo quiere diciéndolas. Una cautela venida seguramente del deseo de no asustar más de la cuenta deja a la película del lado de acá de la intensidad y el desborde que sin embargo amaga perseguir. Ortega le pide a las palabras que cumplan la función que no pueden cumplir los planos. Las primeras son el texto en off de presentación, que funciona como un afiche, con su imagen destacada (Carlos caminando) y su tagline: “¿Nadie considera la posibilidad de ser libre?” Las otras proceden de las canciones. Estamos en 1971. Ortega elige predominantemente rock. “El extraño de pelo largo” (La Joven Guardia), “Avenida Rivadavia” (Manal), “Cada día somos más” y “Verdes prados” (Billy Bond y La Pesada), “Sucio y desprolijo” y “Llegará la paz” (Pappo’s Blues). Es decir, canciones que mayormente le brindan un sonido denso y letras simples y contraculturales, cuya defensa de la vida no reglada refuerza cada tantos minutos lo que al comienzo Carlos dice en off.

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El rock fortalece también la representación que la película hace de la vida de una familia de clase media en apuros. No hay personajes más desdibujados que los padres de Carlos. Ella es un ama de casa vencida, dedicada nada más que a la limpieza y la cocina, con una cara siempre triste a la que las cirujías de Cecilia Roth vuelven involuntariamente ominosa (notable la diferencia con Morán, tan bella con sus dientes irregulares y sus arrugas). Él (Luis Gnecco) es un vendedor de aspiradoras que perdió toda autoridad con su hijo y no merece ni siquiera esa mezcla de cariño, lástima y desprecio que merece la madre. Son avatares de Natalio Ruiz o de cualquiera de esos personajes que el rock fatigó a menudo. Carlos niega esa vida. Se lo ve siempre en movimiento, con color en la cara. En un plano vemos que usa una aspiradora para sostener un bife contra su cara hinchada mientras lee. Frente a esta grisura extremadamente subrayada aparece como familia alternativa la de Ramón, cuyos padres ríen, usan drogas y parecen tener sexo con quien se les antoja. La casa misma, desprolija, tiene una vida que la casa pulcra de los Robledo Puch desconoce. Pero (reitero algo que ya dije) como Carlos no actúa en función de ningún objetivo, niega también esta segunda vida, y negaría una tercera si la tuviera, y así una vez y otra. Eso es Carlos: la negación absoluta. “Inútil es que trates de entender / o interpretar quizás sus actos” canta Roque Narvaja en “El extraño de pelo largo”, que suena al principio y al final, para dejar en claro el criterio con el que fue construido el personaje.

Las palabras que dicen y blasonan y blasonan a Carlos son una cosa. Debilitan la película pero no atacan su corazón. El problema fundamental está en lo que les sucede a las fuentes cinematográficas que invoca Ortega cuando entran en El ángel. Los primerísimos primeros planos del testículo de Daniel Fanego y del culo de Carlos con calzoncillo rojo, por ejemplo, o el primer plano del morocho sin dientes en el bar donde pasan la pelea de Monzón y Benvenutti, o el del viejo y la oveja en el jardín, o el de Carlos apuntándole a su madre, o ese otro en el que mira el auto en llamas, todos esos momentos destacados, verdaderas extravagancias para el cine argentino industrial, no alcanzan a mover la película hacia los territorios a los que alude, por más que traigan a la memoria a Pasolini, a Buñuel, a Bellocchio y al mejor Saura. El problema de base es ese. El ángel es un dispositivo pensado para que el barro que invoca llame la atención pero manche poco. El ejemplo más notable está al final, en esos planos que muestran a Carlos saltando una pared y a un policía disparándole, una cita de Juan Moreira que pone a Ortega frente a la historia entera del cine argentino, y que si por un lado muestra su coraje, por el otro lo obliga a comparecer ante un cineasta que escapó siempre de eso que afecta a El ángel.

Favio filmó esa obra maestra del manierismo popular que es Juan Moreira después de tres películas (también maravillosas) que no aspiraban a ser masivas. Ortega (previo paso por la televisión, en donde probó esto que ahora lleva al cine) pega un salto en un punto parecido: de varias películas chicas, de circulación en festivales, a esta apuesta por un cine de contacto, de tema argentino, con ganas de mucho. No hablo de los resultados (sería injusto: es difícil que alguien consiga alguna vez lo que logró Favio) sino del tratamiento. Favio no dudó en sobrepasar cualquier límite en busca de la emoción sublime. Ortega amaga y se contiene.

Una última cosa.

Si ponemos El ángel en relación con lo que el cine argentino propone generalmente en este nivel de producción y lanzamiento, la película se destaca mucho. Por poner un ejemplo bien a la mano. La operación de Ortega es similar a la de Trapero en El clan, no solo por su tema, tomado de la historia criminal argentina, sino por el intento de hacer lo que podemos llamar cine mainstream de autor. Estrellas, historias de alto impacto, escenas espectaculares. Las diferencias, sin embargo, son notables. Trapero trata de ser serio, de poner las cosas en su contexto, de pensar en la transición democrática, de evitar que sus asesinos tengan encanto. Ortega hace justo lo contrario. Pone el cine antes que la crónica, la ficción antes que los hechos, el mito antes que la Historia. Ese es su mayor acierto. Seguro recibirá algunos reproches: que no presta atención a las víctimas, que estetiza la crueldad, que glamouriza a un asesino. Todo ese catecismo rancio, que conocemos bien y contra el cual nadie pelea, no sea cosa que los Justos les nieguen el saludo. Trapero ve a los Puccio y piensa en la banalidad del mal. Ortega ve a Robledo Puch y piensa en el mal fascinante. En este punto El ángel es un tesoro. El tema es que si en lugar de poner la vara baja de Trapero ponemos la vara alta del cine que Ortega trae a su película las cosas son bien distintas. Porque en relación con los monstruos que invoca, y a quienes sin dudas ama, Ortega hace lo que Ramón hace con Carlos: los calma, les pone límites, les lima el filo para que entren en una vida que no es gris pero sí es razonable. El gran problema de El ángel es que no está a la altura de Carlos. El ángel es la película de Ramón.

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