Desde el primer plano de Madreselva (Luis César Amadori, 1938), que bien puede ser la primera obra maestra sonora espectacular del cine argentino, estamos en un set de filmación. Todo lo que vendrá después y aluda a la representación estará connotado gracias a esa primera puesta en abismo que enmarca el relato y dirige la atención a simulacros varios, como cuando un personaje dice que el evidente set de esa primera escena es un exterior. Del Carril es un ídolo de la radio que está por debutar en el cine. Lamarque atiende las mesas de la fonda de su padre titiritero. Hugo todavía es telonero de Libertad, primera gran estrella internacional del cine argentino, o segunda si contamos a Gardel. Una vez que entremos allí ya no estaremos solamente en un decorado –diseñado por Raúl Soldi- sino también en el magnífico tango «Marioneta«, que ya había sido grabado por Gardel y por Corsini. La letra de Tagini une los títeres a la infancia familiar. El olor del pasado es dulzón como el de las madreselvas que dan título al tango. Este último -con letra del mismísimo Amadori- es tan importante que dicta un giro fundamental de la trama, un cambio de continente y género musical, y una elipsis: como si fuera el punto de partida estructural del guión. Todo es perfectamente orgánico, y eso que la película amalgama comedia y melodrama. Miguel Gómez Bao -de cuyo personaje se dice que es «el idiota perfecto», y ya sabemos el maravilloso bien que los idiotas le hicieron al cine- funciona como una correa de transmisión impecable entre los géneros. La película pasa del tango a la ópera y del inmoral mundo del espectáculo al virtuoso del Arte, el Matrimonio y la Iglesia. La estrella, que hacía de Hada en el teatro de títeres, termina siendo filmada como la Virgen María, prima donna del catolicismo. Hay quienes objetan que no se hayan borrado las marcas arrabaleras, pero es la presencia de ellas -y no sólo en la protagonista- lo que enaltece la cohesión de la película a partir de materiales heterogéneos.
Además de restaurar y mantener en las mejores condiciones nuestro cine, es menester sumarle subtítulos, no sólo para entender lo que el deterioro o la precariedad de las condiciones de producción suelen dificultar, sino también para grabar más vivamente los diálogos (y que podamos capturar su relación con las imágenes para difundirlos por este y otros medios). Transcribo unas líneas de la charla entre Libertad Lamarque y su padre mientras ella acaricia la marioneta de un guerrero, justo después de que ella estuviera en el patio con Del Carril y sus sombras se besaran:
– ¿Lo querés mucho?
– ¿A quién?
– Al muñeco.
Y también esta declaración en boca de Gómez Bao:
– Es inútil, las mujeres y el Obelisco son dos cosas que no entenderé jamás.
Una mujer y el Obelisco (también reunidos por Stagnaro y Caetano en el diálogo de Pizza, birra, faso que Sesán y Anglada entablan acodados a la barra de Ugi’s) están más cerca del chiste del elefante y la hormiga que del paraguas y la máquina de coser surrealistas. Amadori y Pelay (prolífico autor teatral y musical), y John Alton antes de irse a Hollywood, los reunieron sin pagar impuestos en las burocráticas aduanas de la Cultura. La elegancia plebeya de Madreselva es marca de fábrica del cine argentino de la década del 30. Lo que en otras películas se manifiesta aisladamente, aquí está más equilibrado que nunca. La mezcla de tópicos del folletín y la comedia da por resultado un tono simultáneamente ingenuo y zumbón que se mantiene de principio a fin. En buena medida se debe a lo que Alton hace con la luz y la cámara, y al guión, que reflexiona literalmente sobre el espectáculo: lo superpone, lo duplica, lo recorre, lo atraviesa. Sospecho que muy pocas películas en la historia del cine argentino deben haber hecho del travelling de acercamiento un procedimiento tan fundamental que hasta lo usa como empalme entre escenas. Incluso hay un plano secuencia en que lo festejado por los personajes es, en realidad, el propio procedimiento. Hasta esa instancia cercana al final, la mayoría de los travellings habían terminado en Lamarque, pero éste acompaña en subjetiva su llegada a una fiesta, se abre paso entre la multitud que no deja de aplaudirlo, hasta dar finalmente con la imagen de la actriz reflejada en un espejo. Del Carril canta uno de los más hermosos temas de su repertorio, «Vendrás alguna vez«, y uno de los juegos verbales transforma el lugar común en palabra poética y puro credo cinéfilo: «Camine por donde mira».
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El tema de Mañana me suicido (1942) no es el amor contrariado ni la confusión entre amor y matrimonio. No es ni siquiera el suicidio, por amor o lo que fuere. De haberlo sido, el título sería tan irresponsable como cruel, pero la despreocupada programación del acto que propone es ya un indicio del exagerado sentido sentimental de la fatalidad con el que juega la película. Aunque en esta comedia clásica -de excelente primera mitad y cambio de registro hacia el final- están todos esos elementos y varios más, como el preponderante papel que juega el dinero en la subvención del espectáculo y del amor, lo que más les interesa a Schlieper y el guionista Enrique González Tuñón es la eficacia dramática de los géneros populares, el contraste entre el puro placer o el dolor sin matices, que estos renuevan vez tras vez en los espectadores, y el rancio afán de legitimación a través de la Cultura que persigue la moral burguesa. En tiempos de televisión en ciernes, una línea femenina de perfumes auspicia la hora radial de Clara del Valle (Amanda Ledesma), lánguida cantante lírica que interpreta canciones en francés acompañada de un pianista que maltrata tísicamente a Chopin. El éxito de la audición es directamente proporcional a las energías de los ejecutantes. Ante la presión del sponsor (Osvaldo Miranda) y la terminante negación de la figura a cantar tangos –la música que la gente quiere escuchar, popular y chabacana según la intérprete- el publicista no tiene mejor idea que pagarle mil pesos a un suicida frustrado por deudas de juego (Alberto Vila) para que declare públicamente su imposible amor por la cancionista.
De allí en más la comedia de enredos con identidades y sentimientos que se confunden y entrecruzan queda tan bien instalada como el suceso de público que genera la farsa -mediante un radio teatro cantado- del casi fatídico amor no correspondido de la estrella y el enamorado. Pero Clara cree haber sido la causante de esa contrariedad y se enamora de Enrique, a quien sólo le interesan la fama y el dinero, hasta que sea casi demasiado tarde para darse cuenta de sus verdaderos sentimientos. Entonces la historia se disfraza de –ya que no se convierte al- melodrama y aparecen algunos de los más que fértiles problemas de la película. Porque pasamos a ser espectadores de un tira y afloje apasionante entre el ritmo veloz de la comedia y las dilataciones del folletín. El triunfo de este último implica el desaprovechamiento de las virtudes que Schlieper tenía para las idas y vueltas de los desencuentros amorosos típicos de la comedia clásica, y obliga a que la pareja principal deba encargarse de la película en función del carácter íntimo del melodrama. Pero como ni Amanda Ledesma ni Alberto Vila gozaban de la ductilidad de Mirtha Legrand, Juan Carlos Thorry, Amelia Bence o Alberto Closas, sus personajes quedan estancados en el rol más o menos estático de la soñadora crédula y el canalla adorable. Por más que el guión permita la redención de uno –gastando por amor los dineros ganados fingiéndolo- y la revelación de la otra –aceptando la realidad al compás de un tango-, las máscaras de ambos no logran convencernos de la modificación sustancial de sus personajes.
Intuyo que la película conserva un encanto tan particular e indefinible gracias al carácter elegíaco que –consciente o no- terminan imprimiéndole sus autores. Ya para ese entonces la ficción radiofónica –y con ella una determinada concepción del arte popular- entonaba su canto del cisne. Pero así como toda agonía está salpicada de instantes en los que la fuerza vital se impone fugazmente a la enfermedad, el tono ingenuamente romántico del folletín termina apareciendo casi diríamos que por voluntad propia, para adueñarse de la forma y obligarnos a suspender nuestra incredulidad característica de espectadores modernos. Como cuando visitamos la casa de una abuela y en el cajón de la mesa de luz encontramos un poemario descascarado de Amado Nervo entre prospectos, fotos amarillas, el carnet de jubilado y algún que otro billete ya fuera de circulación.
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Alma de bohemio (1949), tercera película para Alberto Castillo, primera dirigida por Julio Saraceni después de las dos iniciales a cargo de Manuel Romero: Hollywood fue popular, y también el mejor cine clásico argentino, lo que significa que fue peronista incluso antes de Perón. Como ya era presidente cuando filmaron esta película, no es solamente un vehículo para el cantor. Su personaje es el heredero de una industria, Príncipe del Caucho que va a casarse con la Reina del Nylon a instancias de quien dirige la empresa muerto ya el fundador y padre del protagonista. Desinteresado del trabajo, Castillo anda noviando de incógnito con una chica buena, tan despreocupado como canta los tangos en un café de barrio.
El arquetipo del niño bien parece tener al menos dos manifestaciones: una negativa, que se corresponde con la prepotencia de los patoteros de principios de siglo; y una más o menos positiva en tanto tipo que sólo quiere divertirse y hace del ocio y el despilfarro algo que hubiera podido ser con mejor desarrollo, o más voluntad, una ética del hedonismo. El Castillo de Alma de bohemio está más cerca de la segunda posición. Como esto es una película peronista, hay una tercera: la del tarambana que finalmente madura y se hace responsable. Claro que, por las particulares características del peronismo, ningún capitalista en su (¿sano’) juicio diría que un final donde el director de la empresa cede su paquete accionario a los trabajadores es síntoma de responsabilidad. «Tuve un amanecer inflacionista: aumentar los sueldos un cincuenta por ciento y dar participación en las ganancias a los empleados», le habíamos escuchado decir.
La gracia de Castillo -ese plebeyo de gracia real que se aflojaba la corbata porque no aguantaba el cuello duro ni a quienes lo ostentaban, precursor de Presley según Antonio Carrizo- y el absurdo verosímil de la comedia, cercano al de la screwball o comedia alocada, impiden que todo esto pueda ser tomado en serio, salvo por la oligarquía nacional de entonces. En el éxito de la película y en la descomunal popularidad del cantor debieron ver síntomas del peronismo con el mismo horror del industrial que colapsa en La diva del teléfono blanco, de Dino Risi, luego de la broma brutal de Gassman.
«Ahora mandamos los realizadores», dice Castillo en otro momento, y uno supone que para entonces el país ya estaba tapizado con uno de los más famosos lemas del general: «Mejor que prometer es realizar». Los realizadores de esta película, que incluye a los guionistas y al cantor, la hacen vehículo del ideario peronista con un entusiasmo que le permite sobrevivir mejor que la mayor parte de los dramas de la época, más o menos oficialistas. A decir verdad, la película no sólo sobrevive: triunfa. Porque en ella se despliegan formas y maneras del espectáculo popular precedentes y por venir. Las canciones, menos que en otras películas por el estilo, continúan la tradición de la cabalgata musical. En una peculiar variante argentina de la buddy movie o película de compañeros, el dúo cómico se consolida con el señorito y el mucamo. Sobre este último recae la potencia homosexual del vínculo resuelta en gag o disimulada en el infalible apareamiento del segundo con la más fea. El segundo, en este caso, es Fidel Pintos (y también la más fea). Su mayordomo responde al arquetipo del sirviente alienado en versión más payasesca que satírica: porteros y mayordomos más patronales que el patrón, constante del cine italiano que Tarantino retoma en su Django. En su baboso trato con una de las sirvientas despliega las rutinas de las relaciones entre los capocómicos y las vedettes, se trate de la variante en que predomina el juego de poder abusivo o la fantasía sexual.
Esta vez los estereotipos cómicos acerca de las nacionalidades incluyen un sesgo político positivo: el mozo «gallego» es republicano. Hay por lo menos tres alusiones al fútbol (Atlanta, San Lorenzo y River), y una línea de diálogo da cuenta de una crítica cultural de entonces: «En los tangos la música es una divinidad y la letra, una calamidad». Quien lo dice es casi una caricatura de poeta y en seguida se arma una batahola de western en medio del bar que desestima la apreciación o desvía nuestra atención de ella, pero no importa porque ya ha sido postulada. También hay construcciones geográficas: la gente bien vive en el centro, viaja a Punta del Este o se toma unos meses en Córdoba, y la familia obrera vive en un barrio del sur que propicia un número musical distinto a los otros, subjetivo (y revisionista). Si los demás ocurren sin alterar el tiempo y el espacio de la acción, ya sea en el café previsto para tal fin o en el comedor de la casa de una familia trabajadora que cuenta con piano, la representación de éste sucede a un esfumado con niebla y representa la fantasía de una pareja que, caminando por las calles de San Telmo, se transporta al siglo pasado «de rejas mazorqueras» (sin el más mínimo matiz peyorativo) cuando escuchan los tambores de una murga justo después de que el Castillo diga: «Ahora me explico por qué las revoluciones no vienen porque sí».
Lo que sucede porque sí es su transformación o toma de conciencia, mediante un procedimiento de la comedia de enredos. Por lo menos desde el Siglo de Oro español y desde Shakespeare bastan un disfraz, un golpe en la cabeza o un juego de rol aparentemente ingenuo, deux ex machina peronista en este caso, para ser otro como por arte de magia. Su arbitrariedad lo hace tan inestable como libre, tan políticamente endeble como felizmente cinematográfico.
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Los primeros veinte minutos de El honorable inquilino (1951) confirman la propensión de Schlieper a disponer de la coincidencia de un grupo de personajes en un mismo lugar y su interacción veloz y precisa. Las líneas que ellos trazan en el espacio y las combinaciones físicas y verbales del conjunto son lo más parecido a una evidencia fílmica de la felicidad como acción pura, como puro presente, también como un estado abstracto y prácticamente incorpóreo, o en el que los cuerpos no pesan y se desplazan precisamente regulados por una voluntad que se oculta con tanta eficacia que los movimientos nos parecen espontáneos. Creo que muy pocos han filmado la alegría –siempre vinculada al grupo, vale decir al mundo (aunque también al “grupo” en tanto engaño, disfraz, ficción)- como él. En Mi mujer está loca se instala un grupo de psiquiatras (como los rusos de Ninotchka) en una casa capitalina para estudiar el caso de la protagonista, una mujer reprimida que, después de sufrir un golpe en la cabeza, es poseída súbitamente por el espíritu de su madre, tía o abuela, cabaretera para más datos. Los que se instalan en la casa de El honorable inquilino son los integrantes de una banda que piensa robar el banco que está en frente. Las casas de las comedias de Schlieper son palacetes porteños, casas burguesas de familias “bien” con pretensiones aristocráticas que así resultan “ocupadas”. Y es justamente esa ocupación vocinglera la que insufla vida a espacios y vínculos muertos agotados, vetustos, pretenciosos, huecos hasta entonces. La comedia okupando el melodrama, usado por Alberto Closas en esta última para engatusar a Olga Zubarry en un claro efecto paródico, lo que entre otras cosas constituye una reivindicación del actor cómico nacional frente al actor declamatorio. No recuerdo nada más cercano a ese espíritu de aventura comunitario, de vitalidad compartida, en la cultura nacional que el vivido por los personajes de Adán Buenosayres.
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La sonrisa de Mariano Mores le contagia su alegría a la puesta en escena de La voz de mi ciudad (Tulio Demicheli, 1953) incluso cuando no está en primer plano. Y si de sonrisas se trata, hacen una prueba para un comercial de televisión imitando los estándares yanquis de publicidad. Mores y su música son el centro de atención, pero el personaje de Diana Maggi es tan o más interesante, gloriosa cada vez que pone las manos en jarra. «Eso de ser mujer y estar sola no me asusta», dice y aunque intuimos que el imperativo del romance la hará elegir a un hombre, para más datos el adecuado, su pragmática independencia es la otra fuente de entusiasmo de la película de Tulio Demicheli. Con el peso musical de la película sobre las espaldas de Mores, la película asume que por su falta de recursos interpretativos como actor, la suerte de su rol de galán dependerá de Maggi. «Resolveremos esto sin romanticismos», dice Gómez Cou, y las palabras le caben al modo en que la película tramita las convenciones de la relación amorosa. La pareja también es una sociedad económica y ella es la empresaria. La primera instancia musical es de una ternura infalible: Mores le pone imágenes a las notas del bandoneón traduciendo la música en palabras, que es una forma de hacer explícito el trabajo de musicalización cinematográfica convencional y de bajar a tierra la abstracción compositiva, anclarla a una serie de emociones elementales. Hay por lo menos otras tres en que la ejecución musical se tradujo en distinciones de procedimientos. Un ensayo de la orquesta clandestina y un festejo de carnaval en el que todos los músicos tocan con las caras pintadas como negros que permiten el lucimiento del montaje, y un travelling de retroceso para cerrar un concierto con sobreencuadre y todo. La primera me hizo pensar que no sólo hace falta restaurar esta película sino también intervenir la banda sonora para que escuchemos la entrada de cada instrumento por separado en coincidencia con el cambio de planos. Si en la sala los espectadores deben haberse levantado de las butacas llevados por la euforia de «Muchachita porteña«, imagínense lo que sería en óptimas condiciones. Pero me puse a escribir todo esto a causa de este plano y contraplano estelar, con Juan D’Arienzo y Francisco Canaro gruñéndose de un lado a otro del corte.