2018: un repaso (primera parte), por José Miccio

Phantom Thread puso la vara tan alta que pronto quedó claro que iba a ser difícil encontrar en 2018 una película mejor. El paso de los meses confirmó la sospecha. Balón de Oro para Paul Thomas Anderson. En una escena que contiene a la película entera, Alma y Reynolds juegan al backgammon. Ella se enoja y dice que es un juego estúpido. Reynolds contesta: “Tal vez te parezca estúpido porque estás perdiendo. Pero me atrevo a decir que si salieras victoriosa lo verías de manera diferente”. Y agrega: “Necesito tu silla para mi próximo rival”. Ese salirse del tablero es lo que Alma no acepta. La pelea que da es una de las más hermosas historias que contó Hollywood en los últimos años. Alma es una mujer fuerte que no quiere serlo por fuera de la pareja sino en su interior, poniendo ella las reglas. O disputándolas. O incluso gozando las reglas del otro. Desde el comienzo, sirve el té, el agua o lo que sea levantando el recipiente para que el líquido caiga desde bien arriba. Reynolds se queja siempre de los ruidos. En algún momento ella obedece. Se cuida, trata de no molestar, se porta como una invitada. Pero Alma no es esa mina. En la escena fundamental de la película, la de los hongos, y en el máximo de su poder, levanta tanto la jarra que mueve la lámpara que tiene arriba. Tomá, Reynolds Woodcock. Sentí el agüita.

Este desafío es parte del juego. Porque es claro que los dos entienden en lo que están metidos. Reynolds sabe que lo que come es veneno. Es imposible no sacar esa conclusión. Tiene que ser así. Las miradas lo dicen (es cierto, debería escribir: lo sugieren). Lo dice también el ruido de la manteca frita (mucha), que Reynolds rechaza, y el hecho de que siga masticando mientras Alma le cuenta, y que trague lo último que le queda en la boca. Pasará el tiempo y seguiremos viendo fascinados esta cena gloriosa, con sus primeros planos infinitos, la música de Johnny Greenwood que sube como nunca antes y esa línea de diálogo –“Kiss me, my girl, before I’m sick”- que la historia guardará en su antología más exigente, junto al beso que la sigue y su continuidad en el baño, con Reynolds sentado en el inodoro y una palangana en sus brazos. Va a purgarse para estar listo otra vez. “Mi chico hambriento”, le escribe al principio Alma, en el restaurante en el que se conocen. “Tengo hambre”, es lo último que dice él.

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En febrero tocaron Los Espíritus en Mar del Plata y me dieron ganas de escribir lo mismo de siempre. Así que ahí va. Su último disco, Agua ardiente (el tercero ya), es una obra maestra de impacto inmediato. Tiene todo lo que un disco de rock tiene que tener: un sonido sensual, unos acordes y unos ritmos y un modo de cantar que te permiten salir y entrar del sentido, moverte flotando por entre las palabras, cantándolas y dejándolas en la garganta antes de que el cerebro las decodifique y las convierta en ideas. Por eso las letras son geniales. “No es mi tarea elegir / si la marea lleva o trae” -mi momento preferido- suena tan bien, es tanta la gracia con la que corren esas erres indecisas que para mí no queda lejos de San Juan de la Cruz. En “La rueda” todo el lenguaje contracultural del rock aparece concentrado en tres o cuatro frases simples que la música hace girar y girar, como la rueda horrible de la que habla la canción. Del sonido, de a poco, salen palabras que canto como si fueran revelaciones. Algunas son fotos sociales o existenciales perfectas. Otras, los lugares comunes de siempre pero trasmutados, hechos de nuevo por la gracia. El planteo de fondo es clásico en el mejor sentido de la palabra. Agua ardiente presenta un mundo horrible y un estado de ánimo capaz de resistir siempre en la derrota. La clave, por supuesto, está en el cuerpo más que en las palabras. Pero las palabras son importantes, así que acá van algunas. “Mapa vacío” dice: “Tengo el mapa vacío / no sé qué dibujar”. “Jugo” dice: “Así que calma / cuando todo se vuelva oscuro / busca los mares de ese jugo / hay dulce jugo para ti”. Es la oración kernel del rock: todo es bajón, angustia, opresión, sistema – vos cantá, vos peleá, vos amá. En versión Redondos (Oktubre): “Bombas de aquí para allá” – “Que nadie secuestre, no / tu estado de ánimo”. En versión Charly García (Películas): “Los carteles luminosos dicen bienvenidos a la ruta perdedora” – “No te dejes desanimar”. En versión Fito Páez (Ciudad de pobres corazones), inspiradísimo: “Lo que no puedo explicarme – yo lo voy a transpirar”. Y así mil veces. La historia del rock se sostiene acá, en su leyenda. Love is God.

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Pantera negra presenta el clásico enfrentamiento al interior de los grupos oprimidos: buscamos la justicia y la redención de la Historia por medio de la violencia o nos dedicamos a la acción política. Como es común en los tanques de Hollywood (basta pensar en la saga de El planeta de los simios, que presenta el mismo conflicto), el desarrollo es caliente y la resolución tibia (o el desarrollo es tibio y la resolución fría, depende de nuestra temperatura). La película traduce la violencia como venganza y la acción política como ayuda social. Las dos cosas están ligadas: no puede liderar el que está enfermo de odio y no se pueden mantener las condiciones de vida en las que el odio se forma y crece. El villano muere invocando los antepasados africanos que prefirieron arrojarse al mar antes que vivir como esclavos. El héroe termina en una asamblea de la ONU. En fin. La cuestión política es discutible. La cuestión estética no tanto. La canción del final, “All the Stars”, de Kendrick Lamar y SZA, es la música negra que podría sonar en las Naciones Unidas o en algún centro de asistencia. La posta está antes, pegada en la pared del villano:

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A Quiet Place (John Krasinski) es todo clima. Unas criaturas que no sabemos de dónde vienen pero parecen haber nacido de la cruza entre el bicho de Alien, el de Depredador y los velocirraptores de Jurassic Park están terminando con la especie humana. Su debilidad: son ciegas. Su poder: tienen un oído agudísimo, así que el que quiere sobrevivir tiene que guardar silencio. Eso es todo. Una amenaza, una familia que la resiste y un obstáculo enorme, casi imposible de superar, que funciona también como desafío para la película: los personajes tienen que encontrar la manera de mantenerse con vida, los realizadores tienen que contar su historia sin recurrir en exceso a las palabras y los ruidos. Tampoco es que se jueguen la piel: negocian un término medio, propio de la industria. Así, un uso inteligente de los efectos de sonido y uno tal vez concesivo de la música incidental permiten que hagamos pie en la ficción al mismo tiempo que aceptamos la reducción de algunas de sus costumbres. Nadie va a conversar demasiado. Nadie va a hacer una fiesta. No van a sonar muchas canciones (solo “Harvest Moon”, que vale por miles). Un buen truco: una chica hipoacúsica permite que todos sepan el lenguaje de señas. La clave está en el modo en que Krasinski construye la tensión. Consigue que el peligro se haga cada vez más acuciante por medio del montaje paralelo o multiplicando los obstáculos que los personajes deben superar para mantenerse con vida. Todo esto se reúne en la memorable escena en la que la mujer tiene que dar a luz sin gritar y el bebé tiene que llorar y a la vez no. Terror concentrado: un lugar, unos pocos personajes, poca psicología. Todo lo tiene que dar el cine.

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El gran misterio es el libro número 100 de César Aira. «La mera idea de emplear la prudencia envenenaba mi libertad, que siempre quise absoluta», dice en la página 49. Bueno, eso. Gracias por la magia.

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Terror, volumen uno: retorno al FMI. Volumen dos: Hereditary, la opera prima de Ari Aster. Cine de brujos y diablos jodidos, lento, climático, con contraplanos demorados, un uso preciso de la profundidad de campo y una malicia admirable, que hace la diferencia. La escena en la que una chica de no más de doce muere decapitada en la ruta y su hermano, que conducía el auto, se va a la cama porque no le da el cuero para hablar combina morbo y angustia como no muchas veces. Lo que importa es el Mal: su astucia, su crueldad, su voluntad de mando. La destrucción de una familia permite que lo que está en juego se sienta en la piel.

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El Mundial de Rusia fue el Mundial de Edden Hazard. Todavía no sé si el belga es un crack al que no le había prestado suficiente atención o el problema es del Chelsea, que lo traiciona obligándolo a no ser más que un buen futbolista, al estilo del brasileño William. Si es esto último tenemos (salvando las distancias siderales) una historia contraria a la de Messi: una selección que le da a su jugador estrella la libertad que no le da su club. Francia fue un buen campeón. En cierto momento, la simpatía que generaban los croatas indignó a los Iluminados, que después de advertirnos que la pelota nos alejaba de lo realmente importante se encargaron de avisarnos que eran nazis. Ajeno a todo, y partidario evidente de la ética de la convicción, el Pollo Vignolo no pegó una en todo el campeonato. En la final, se despachó con esta obra maestra: “Hay un hombre tirado. Me parece que es Rebić. Rebić está en todos los líos. Ah no, es Perisić. Rebić anda por acá”. A Ionesco no se le hubiera ocurrido un parlamento tan absurdo, tan sintácticamente perfecto. Te doy hasta que el Pollo pegue un nombre, una remera que diga.

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Una canción de cuna para licántropos, un melodrama de madre abnegada, una reflexión sobre los vínculos nunca armoniosos entre naturaleza y cultura: eso y mucho más es As boas maneiras, la gran película de Juliana Rojas y Marco Dutra, los mismos directores de Trabalhar cansa. La historia hace coincidir en su superficie espacios, tecnologías, tradiciones y grupos sociales que solemos considerar alejados o enemigos: la santería, el cristianismo y la medicina, el shopping, los edificios modernos y la casa chorizo, el barrio y el centro, el hit y la canción tradicional, la leyenda y la escuela, la oralidad y la escritura, la negra y la blanca, la pobre y la rica, el teatro y la historieta. Es notable cómo todos estos elementos encuentran su lugar en la película sin dejar huellas perniciosas del programa que los reúne. Basta pensar en esa mujer que aprendió de chica a caminar erguida, a no hacer ruido al tomar la sopa y demás buenos modales, y lleva en su vientre un lobizón. En otro contexto, podría no ser más que la respuesta a una consigna: “Busque una imagen capaz de ilustrar estos pares conceptuales: cultura y naturaleza, educación e instinto”. En la película de Rojas y Dutra es todo poder de fuego y síntesis conceptual. Una molotov y un ideograma. Play al modo comparación. Lo que diferencia esta y otras imágenes de As boas maneiras de cualquiera de las ideas ilustradas de Rojo, por poner un ejemplo bien a la mano, es que los planos de la película brasileña no están ahí para ser decodificados y escurrirse en las ideas sino para relacionarse con otros, para permitirnos desatender aquello en función de lo cual podrían estar, y que si después de todo hallamos no podrá ya separarse de la materia que nos permite entenderlo, que lo atrapa y lo somete. Las ideas sobre la relación entre naturaleza y cultura que se desprenden de la mujer fina que lleva una bestia en su vientre están atadas para siempre a esa imagen. No son sustituibles por otra. Un plano existe cuando sobrevive a la idea que lo hizo nacer (si es que había alguna), así como una metáfora existe cuando el referente (si lo tiene) no está en condiciones de agotarla. Eso y no otra cosa es lo que sucede en todo matrimonio feliz entre guión y puesta en escena. De ahí este juego. De un lado, los ilustradores como Naishtat y Cleber Mendonça Filho, cuya O som ao redor fue tan festejada como Rojo, por las mismas malas razones. Del otro lado, Christian Perzold, tal vez el más brillante de todos los cineastas que viven en este barrio. En la zona media, Lucrecia Martel, nuestra María La Paz, que sabe en qué dirección caminar pero no puede dejar de tirar pasos hacia la otra. Stop (ya era hora). Además de la burguesa embarazada, hay otros ideogramas en As boas maneiras, igual de poderosos. La cabeza de un animal salvaje en la pared de un departamento enorme en un edificio de lujo, por ejemplo. O uno más complejo: la transformación del chico en lobo en un shopping del centro de San Pablo. La cuestión parece ser esta: por más cultura que sumemos, por más modales y escuela, hay algo en nosotros que no pertenece al orden de lo aprendido. Pero una vez más: del mosquito digamos lo que se nos ocurra. El cine está en el ámbar. As boas maneiras se consagra al melodrama y sin negar nunca su condición salvaje nos pone decididamente del lado del lobo. Es eso lo que la vuelve grande.

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Libro del año: El hijo judío. Guebel dice en un momento: “La Carta al padre de Franz Kafka es uno de mis libros favoritos; si en el curso de un incendio tuviera que optar entre el rescate de este manual de autodenigración y reproches y el Ulises, dejaría entre las llamas a la novela pirotécnica de Joyce y me quemaría los dedos para salvar la pequeña pieza del judío de Praga. Pero esta elección (el alma por sobre el exhibicionismo) no me ciega al conocimiento de que en esa Carta alienta un soplo perverso”. Guebel es más venenoso en la emisión de Campo de batalla (su programa de televisión) dedicada a la novela total, en la que define Ulises como un “gélido motivo de satisfacción para académicos especialistas en hermenéutica”, y en lugar de a Kafka le opone a Sterne. El derecho autoatribuido a impugnar y a burlarse de aquello que pide honra y asegura respeto es una de las cosas que define a un lector de verdad, y obviamente a un cinéfilo. Quien cuestiona solo lo cuestionable no merece confianza. Es un cultor de la obediencia o un historiador del arte. En los libros de Guebel la ligan los que uno puede esperar que la liguen, esto es, los escritores que creen en una literatura de buenos sentimientos con el prójimo y con el mundo, como Osvaldo Soriano o incluso Cortázar. Pero también (y esta es la clave) otros que no aceptan bien el boludeo. En Mis escritores muertos Guebel habla de Gombrowicz como de “un escritor lleno de intenciones y carente de gracia”. En Derrumbe define a Ian McEwan como “un autor que sigo con interés y cuya obra detesto de manera cordial”. En el primero de los dos relatos que conforman Las mujeres que amé (“Una herida que no para de sangrar”), cuyo narrador es una de esas primeras personas enfermas que mezclan barbaridades con iluminaciones, alguien sin autoridad dice: “A mí me gustan los escritores buenos, los escritores de verdad, tipo Vargas Llosa, Auster, Murakami, Bolaño”. En “El hijo del sol” (el relato que le da nombre al tomo II de Genios destrizados) John Keats es “un minúsculo y beodo poeta inglés que escribía poemas a las urnas griegas”. En El día feliz de Charlie Feiling Guebel califica Pálido fuego de “rebuscada y tilinga”. Lo interesante de todos estos juicios es que existan de esta manera, como injurias, y que tengan como objeto a escritores consagrados. Después, más que batallas por el dominio del campo y qué sé yo, lo que hay es alcohol y algarabía verbal. De hecho, la opción por el alma (Kafka) en lugar del exhibicionismo (Joyce) es absurda en Guebel, un escritor que de La perla del emperador a El absoluto llenó sus libros de pirotecnia. Más lógica es la segunda rivalidad, porque el Tristram Shandy es otra forma del desborde y la exhibición. En cuanto a Pálido fuego, bueno, que Guebel diga lo que quiera, pero mal que le pese hay en en él un espíritu nabokoviano: un gusto similar por los juegos, por la interpretación como máquina de producir ficciones y por la risa que espera al final de toda exégesis. “Una herida que no para de sangrar”, que trata de un escritor que especula sobre otro, está contada en un registro similar al de Pálido fuego, y su narrador (insoportable) no está lejos de Charles Kinbote.

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Movilizaciones multitudinarias y tratamiento parlamentario. Interrupción voluntaria del embarazo.

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Un asunto de mujeres (Claude Chabrol, 1988)

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Agosto. Cine argentino a mitad de precio en el mes en que se estrenan los tanques. Una política para los poderosos. Como todas las del macrismo. En Mi obra maestra Duprat (esta vez sin Cohn en la dirección) regresa al mundo de la pintura, que ya había tratado en El artista, y hace algo curioso: costumbrismo de arte contemporáneo. Le sale horrible. Brandoni vuela desde la vieja serie de televisión El buscavidas, se pone su traje más choto y aterriza en un atelier en el que pinta obras de Gorriarena. Francella recupera sus muletillas cómicas y deja de hacerse el actor serio, lo que lo hace menos insoportable. Hay una foto de Base-Moi pegada en el atelier seguramente por la chica que es amante de Brandoni y le dice cualquier verdura cuando lo visita en el hospital con su novio joven, porque nos encanta reír de esas cosas. Una enseñanza que no necesitamos pero podemos recordar al ver películas como esta: cuando nada funciona, ni quienes merecen las burlas las merecen. Es el caso del payamédico y del militante español de ONG. En el mundo de Duprat los que quieren hacer el bien tienen que ser obligatoriamente estúpidos porque los personajes que interesan son los garcas. Está bien: solo los puritanos quieren películas edificantes. El problema es que los garcas de Duprat solo pueden destacarse de un fondo pinrarrajeado malamente por estereotipos que nada más pueden estar en la cabeza de un cheto que piensa que la autoironía lo habilita por sí misma al desprecio. Ese es el juego desde El artista. Dos cosas más y listo. Primero, para justificar la guita que puso Jujuy, Duprat filma unas postales del cerro de los siete colores, indignas del lugar. Segundo, después de que Campanella inventara un plano secuencia de joystick en El secreto de sus ojos, y de que Trapero decidiera filmar en continuidad el intento de suicidio del joven Puccio en El clan, Duprat filma a Brandoni borracho por el medio de la calle y una camioneta que lo hace volar. El mainstream argentino se pone a prueba en las continuidades truchas.

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La última película de Trapero es mejor que la anterior porque es más convincentemente mala. Quiero decir: ahí donde en El clan todo caía en el pozo ciego del mainstream de calidad, en La quietud chapotea en el ridículo, que tiene siempre más vida. La última media hora es increíble: una revelación detrás de otra, con la pobre Graciela Borges aguantando unos trapos imposibles. Si Trapero hubiera acelerado, convertía La quietud en una versión slapstick de La historia oficial, lo que hubiera dado como resultado una película cargada de futuro. Pero no. Prefirió la seriedad y el respeto por sus temas, lo que impide que se hunda con orgullo. Lo mejor es la cena después del velorio del viejo, con brindis turbios, Joaquín Furriel hablando de la calidad de las heladeras, que pueden guardar bien el cadáver, y la Borges gobernando todo desde la cabecera, como vieja chota y altiva. Antes, hay momentos pensados para impresionar. Los mas obvios son los que tienen que ver con el sexo, y sobre todo la paja incestuosa entre las dos hermanas, con sus bombachitas color pastel. El plano secuencia del velorio es complejo, traperiano y tiene tanta emoción como un informe meteorológico.

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First Reformed, de Paul Schrader. Ecología, protestantismo, encuadres de rigor dreyerobressoniano. El mayor mérito de la película es su anacronismo. Parece de hace cuarenta años. De cuando el cine yanqui se le animaba a estos temas. El problema es que, a diferencia de sus dos héroes, Schrader no fue tocado por la gracia.

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El nuevo disco de Pels se llama Destellos del futuro. ¿Qué decir? Por lo menos seis cosas. 1) Que tiene alto poder melódico. 2) Que lo que en Gospels era laberinto y arabesco acá se vuelve línea y corazón. 3) Que la nitidez de la voz y de los instrumentos (¡las guitarras de «Camaleón»!) es casi inverosímil. 4) Que los arreglos son tan notablemente sofisticados que pegan la vuelta y conquistan la sencillez. 5) Que la aparición de Litto Nebbia en «Cortina para un programa de televisión» es tan o más hermosa que la que le regaló hace un par de años a Los reyes del falsete en «Los niños». 6) Que unos versos de “Día del padre” dicen: «Suelto los perros de noche / por si alguna vez / entre la niebla te aparecés».

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El retiro de Manu Ginobili pone fin a un tiempo de emociones deportivas que difícilmente volvamos a sentir. Empieza con el doble contra Serbia en las Olimpiadas de Atenas y termina en los partidos de las últimas dos temporadas de la NBA, sobre los que flotaba la sensación de que podían ser los últimos. Antes, el Mundial de Indianápolis. En el medio, decenas de episodios. Uno de los más memorables transcurre en Mar del Plata, en 2011, cuando la ciudad fue sede del torneo clasificatorio para los Juegos Olímpicos de Londres. Tengo tatuados unos cuantos partidos de la selección. Contra Grecia en Atenas, contra Brasil en Río, contra Lituania en Pekín, contra España en Saitama. Pero ninguno como la semifinal contra Puerto Rico, que definía el pasaje a Londres. Todavía -ay- veo volar la bola de Barea en el último segundo. El mundo en pausa. El estallido. Resultado: 81-79. Lo recuerdo bien: me sentí como un pibe que ve a sus ídolos en situación de riesgo, y cuando me acosté, todavía sentía la emoción de las horas previas, el sueño infantil de querer ser yo también basquetbolista. Es algo parecido a lo que me pasa con ciertas ficciones, que aun siendo grande, con una vida que no se va a modificar en sentido drástico si no es por alguna catástrofe, termino de ver con felicidad y extiendo un rato en mis sueños. La gente de bien y la edad adulta nos ayudan a reconciliarnos con nosotros mismos. Los artistas como Manu hacen un trabajo más importante: nos liberan de la identidad y por eso tienen siempre algo que ver con la infancia. Debe ser la razón por la cual nos gusta decirles magos.

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29 de agosto. Cumpleaños de Michael Jackson. Sesenta. Era un genio el tipo. Un genio trash. Como Elvis. Encarnaba el espectáculo en su máxima expresión y también la enfermedad que lo vuelve inmanejable y turbio. Sistema y virus: eso era Michael. En los 80 fue el puto amo. En los 90 se convirtió en una criatura extraña, un mutante como no hubo otro. Ay, “Heal the Word”. Ay, “Earth Song”. Cuando Michael se ponía en plan vocero de ONG era insoportable. Pero cuando se ponía paranoico era bien pero bien raro. Basta ver el video de “Scream”: una pesadilla de ocio y riqueza situada en una nave espacial que no toca nunca la Tierra y en la que un inodoro es lo único que recuerda a eso que llamamos necesidad. Michael y su hermana Janeth van y vienen por pasillos y paredes de plata inmaculada mientras piden que los medios y la justicia y el mundo los dejen en paz. Al lado de esto, el espectáculo autoconsciente que Marilyn Manson nos proponía por aquellos años era un juego de chicos con aspiraciones de riqueza que habían leído a Guy Debord. Hace un tiempo, Caja Negra editó un libro de ensayos sobre Michael (Jacksonismo se llama) en el que aparece mucho (incluso en el título) la palabra síntoma, como para dejarnos tranquilos. La bestia Jackson puesta en caja. Un síntoma de la Posmodenidad, de la Restauración Conservadora, de Pepsi, de Reagan, del Mal que se nos ocurra. Pero no. Ni a palos. Michael excede aquello que nos gustaría que expresara. Es excepción, no regla. Y si a pesar de todo insistiéramos en verlo como un síntoma lo sería de nuestro modo de existir y producir subjetividad en el pop y el capitalismo, no del pop y el capitalismo, algo más bien banal, para lo que Rick Astley (tan simpático) también sirve.

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Corrida cambiaria. Macri hace lo que mejor sabe: balbucear dos palabras, cagar al pueblo, guardarse. El pozo es infinito. En Pizza, birra, faso dos de los protagonistas comen una pizza en Ugis; cuando salen, dos pibes se comen los bordes que dejaron. En Gente bien (Romero, 1939), la madre soltera busca trabajo como niñera o secretaria en casas y oficinas que no la aceptan por tener un hijo; al final de la secuencia, ya derrotada, se cruza con una mendiga y le da una moneda. En Las aguas bajan turbias (Del Carril, 1952) un mensú tira un paquete de harina contra el piso, harto de la explotación, y mientras su mujer lo consuela uno de sus hijos se lleva la harina a la boca. En la reciente Lazzaro felice (Alice Rohrwacher, 2018) un tipo le sacude unas naranjas a un pibe para que se vaya y una nena las levanta para comer. A medida que el pozo es más hondo todo se vuelve más urgente. Eso cuando bajamos. Cuando vamos hacia arriba cada nuevo escalón se vuelve más obsceno. Una piraña se come a otra, y siempre hay una piraña más grande. Qué Macri detrás de Macri mueve las piezas. Ni a los suyos respeta el así llamado mercado. Si fugamos, ganamos pero oscila el gobierno que nos permite todo. Fuguemos. La fiesta es siempre hoy. No hay que olvidar nunca esta voracidad.

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En Mar del Plata, existe un festival llamado Funcinema. Es una gloria chica, local. Durante siete meses, un grupo de cinéfilos quemados (los únicos que existen) busca comedias de todo el mundo, las discute, las selecciona, las subtitula y cuando llega el momento de exhibirlas, corta las entradas, las presenta, acomoda al público en la sala y puede que le convide bizcochos. Si Mar del Plata no convierte este festival hermoso en una de sus fechas centrales merece la vida cultural que tiene (nula) y el intendente que la gobierna (de mierda). Ganó la competencia de cortos un excelente falso documental de Lucas Fuica, The Record, sobre un tipo de unos cuarenta años, fan de Michael Jackson, que quiere realizar la caminata lunar más veloz de la historia. También estuvo en el programa Todo el año es Navidad, la última comedia de no ficción de Néstor Frenkel.

Tal vez sea bueno intentar una definición. Para Frenkel, la comedia no es un modo de tratar con las cosas del mundo sino su misma naturaleza. Por eso todo procedimiento (un corte, un travelling, un plano largo) está autorizado: imposible que haya agresión o burla donde no hay más que absurdo, adelante y detrás de cámara, y por supuesto en cada uno de los espectadores. La clave está en los personajes. Son ridículos, son frikis, dan miedo a veces. Pero no son tan distintos de cualquiera de nosotros. De hecho, lo único que necesitamos para ser parte de una película de Frenkel es que el tipo nos elija. Remix de la lengua de estos tiempos: los Papá Noel de Todo el año es Navidad -el que cree en los duendes, el pintor de brocha gorda, el que dice tener miles de seguidoras en Facebook, el profesor de lucha grecorromana, el militante social- son hijos sanos de la cultura, no su desvío. La comedia se hace, pero antes de hacerse se encuentra. Esa es la filosofía de Frenkel.

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