Los 31 estrenos del título, menos uno, pasaron por las salas. La excepción fue La balada de Buster Scruggs, financiado por Netflix. Lo mismo hicieron con Roma, que decidieron estrenar para que pueda competir por los Oscar. Sobre todas esas películas, salvo la de Cuarón, escribí textos más o menos breves. Algunas de ellos fueron publicados en esta misma página durante el año, así que encontrarán el link a la crítica correspondiente. Del único estreno sobre el que no digo nada hay una imagen, escondida como la carta de Poe. Además de esas películas hubo otras que no fueron estrenadas en salas de nuestro país y que no fueron dirigidas por los Coen (aunque sí por el último de los Taviani, por ejemplo): puse imágenes de las diez yapas que me capturaron a primera vista. Las cinco canciones están distribuidas por ahí, resaltadas para que puedan escucharlas en Youtube. Aparecieron en las películas de este año y quedaron pegadas a sus imágenes.
15:17 – Tren a París: https://calandacritica.com/2018/03/06/1517-tren-a-paris-por-marcos-vieytes/
A Futile and Stupid Gesture (David Wain)
Ábalos, una historia de 5 hermanos: Cualquiera que se divirtió con «El gatito de Tchaikovsky» o haya sentido un escalofrío ni bien empieza “Nostalgias santiagueñas” tiene que ver esta película. Incluye una anécdota fabulosa: ya desahuciado, uno de ellos abrió los ojos en el hospital, vio al hermano a su lado, cantó un par de estrofas junto con él y murió. «En el campo le llamamos la alegría de la muerte», agrega Vitillo.
Amante doble: es un cover de Pacto de amor (Dead Ringers) sin mal gusto, o con mal gusto a la francesa. Hay cosas peores: espectadores que ven en el mal gusto -no sólo de Cronenberg- un demérito. No es el caso de Ozon, tan francés -a la manera burguesa- que parece incapaz de mal gusto alguno aunque no lo desprecie, pero inteligente como para reconocer la grandeza de Cronenberg. También hay bastante lucidez -y/o prudencia- en notar que el cine del canadiense es un modelo radical como el de Buñuel, Hitchcock y Ferreri. Los dos primeros, trampas para imitadores, también son reversionados en Amante doble: del ojo de la mujer rasgado por un hombre en Un perro andaluz a la subjetiva de una vagina, y las espirales perversas del inglés. La puesta en escena de la fantasía sexual de la protagonista con los códigos del softcore, entendido como Corín Tellado sexual, habría sido una fiesta del clisé si Ozon fuera Verhoeven. Muchas veces el sentido del humor de una película vine dado por la estructura del guión: el orden de las secuencias previa y posterior al pedido de matrimonio es un gran chiste. Angel es la película que mejor trata la relación de Ozon con el mal gusto hasta el momento.
Basada en hechos reales: Assayas destiñe Polanski.
Chavela: Una película en la que se pueden escuchar cosas como estas: «Cuando ella no consiguió ponerse malita en el escenario y morirse allí, fuimos al hospital.” / “Es una bendición del universo, del cosmos, que te hiciera mujer.” / “Limpios de haber llorado limpieza». / “José Alfredo Jiménez murió a la mañana. Chavela llegó a la noche y se quedó sentada a los pies del féretro con su tequila.»
Cold Skin (Xavier Gens)
Desobediencia / El insulto: ejemplos de lo mal que le hace al cine pretendidamente realista -con una ingenuidad que sólo puede ser hija de la soberbia- ignorar el melodrama. El momento de la película libanesa -si se le puede llamar así a una película tan transnacional como la de quien fuera asistente de dirección de Tarantino sin aprender nada en el camino- en que nos enteramos que los abogados contendientes son padre e hija es de un ridículo casi sublime. Cuando el director chileno hace correr a una de las Raqueles detrás del taxi de la otra es tan insípido que uno se pregunta qué catzo hace mirando esto en vez de Roma ciudad abierta, Un maledetto imbroglio, Los girasoles de Rusia o Rolando Rivas, taxista.
El depredador / Amor de vinilo (Juliet, Naked): «Quiero ver algo ligero», me dice el Flaco Roberti. «Me parece que no va a tener ganas de mirar La pasión de Cristo«, calculo. Me resigno a que elija él. Cuando dice que puede ser algo con monstruos me entusiasmo un poco. Pone Juliet, Naked. Una comedia romántica con Ethan Hawke. «¿Por qué odiás a Ethan Hawke?», me pregunta. No sé. Por blanco, por progre, por wasp le digo: boludeces. Lo odio porque sí. Porque es actor de Linklater, ponele. Pasiones. Mi única venganza será el habano. Durante la primera media hora me quiero tirar un corchazo. Para evitarlo, fumo como un escuerzo y le hecho el humo en la cara. A la hora de película ya le tengo simpatía. Hawke al menos se dejó la barba, y la cosa parece cine inglés hecho y derecho. Pregúntenle a Godard qué significa eso, y después les preguntan a los ingleses qué piensan de Godard. Hay unas formas inglesas del realismo que, mezcladas con los géneros, dan por resultado un híbrido curioso: mitología con sentido común. Si Jacques Becker aburguesó a los gangsters en Grisbi, ¿quién le va a impedir a un inglés –producido por el conservador Apatow- que aburguese a un rockstar? Si era por mí no la veía, pero uno hace cosas por un amigo que la razón no comprende. Y encima terminás pasándola bien. La vida es una porquería en la que no te dejan amargar en paz. «Ahora vos me hacés el aguante a mí con Depredador«, le digo con ánimo de revancha. Porque la venganza es un placer que no atiende razones ni necesita justificarse. «Es del tipo que hizo Dos tipos duros«, me contesta al toque. Y me caga otra vez. El depredador empieza rara. O sea, bien. La escenografía es trucha, pero el tipo no mueve la camarita como lo hace la legión de boludos que filman estos últimos años, el ritmo se consigue por montaje, cada plano va sumando información y construye trama, personajes y placer. Lo que podría ser clase Z es, en realidad, reconstrucción de la vieja y querida clase B, como en Carpenter. «Acá hay algo serio», pienso. Y eso que es una comedia. De acción, sí, pero comedia. Cuando la secuencia de la selva se acaba y la película cambia completamente de escenario me acomodo en el sillón. La máquina de narrar empieza a funcionar a los pedos, perfectamente lubricada, y presumo que no habrá de trabarse. Como en una película de Ruiz, a los quince minutos pasaron tantas cosas fabulosas que uno sabe que este tipo se podría pasar horas contándonos historias sin aburrirnos. Aparece un chico medio genio y medio autista (dicho esto sin la más mínima precisión clínica) y ya sabemos que el punto de vista infantil es clave. Como en Spielberg y cía. pero sin chantajes (para llegar a destino, Blake toma la línea Hawks-Carpenter). Como en Dante, en realidad, que nos regaló más de una película Divina y más de una comedia digna de ser llamada la Comedia. Un cartero toca el timbre y el pendejo le dice: «Mi papá (que es marine) mata gente para que vos puedas repartir cartas». Primero de una serie espontánea de aplausos que dejé de contabilizar en el sexto. Esto se pone bueno. Vale decir, filoso. Y así seguirá hasta el final. Diez minutos después se forma un grupo de outsiders que se llama a sí mismo «looney» (uno sólo tiene que agregar el «tunes») y a Blake le basta una secuencia para definirlos tan bien a todos que ya sabemos cabalmente quiénes son, los queremos de una, y empezamos a sufrir por su posible desaparición. No porque el verosímil nos imponga el dolor realista de la muerte, sino porque sabemos que el juego en algún momento se va a acabar. Blake lo juega tan bien que padecemos por anticipado como cuando vemos un gran partido -de fútbol, de básquet o de lo que sea- y contamos los minutos que faltan para el final. El depredador es alta cinefilia en acción. El depredador es una screwball comedy de acción. El depredador es una película que le recuerda a Hollywood todo lo que hizo bien y todo lo que hace mal. Además, tiene más y mejores líneas de diálogo que todos los estrenos del año juntos.
El hilo fantasma: https://calandacritica.com/2018/03/14/1324/
El justiciero 2: casi tan hermosa como la primera, tiene un final cósmico de western y Denzel Washington habla menos y todavía mejor de lo que dispara: «Así que los voy a matar a todos ustedes. Me decepciona poder matarlos solamente una vez». El que avisa no traiciona.
El motoarrebatador: Qué película curiosa resultó ser, mucho más rica que mi prejuicio. Éste se basaba, primero, en el ruido que me hacía el título, presumible sustituto de “El motochorro” cuyo objetivo, especulaba yo, sería corroer el sentido común interviniendo el lenguaje. El avance me hizo esperar lo peor: calculé que vería una parábola de arrepentimiento en la que un “pobre negro” (en vez de un negro pobre) no sería encasillado en el lugar del villano, típico del cine de género, sino comprendido como una víctima del sistema no carente de sentimientos, aspiración que suele dar lugar a encasillamientos típicos de otra clase de género cinematográfico, el del cine con buenas intenciones que detesta los géneros pero pocas veces alcanza -por no decir nunca- el cielo de los arquetipos. Algo de buenismo, sin que el buenismo en sí mismo me moleste porque el problema es el boludismo -cuando no la calculadora hijaputez- del tratamiento moral de otras películas atentas a las injusticias sociales, subsiste en El motoarrebatador, pero la buena noticia es que Agustín Toscano está consciente de ello y esa conciencia se hace evidente en la película, de modo que pasa a ser el atractivo mayor de ella o de mi experiencia al verla. No es llamativo habiendo sido uno de los directores de Los dueños, una de las mejores comedias burguesas de la historia del cine argentino. Muy cerca -tal vez demasiado- del final de la película uno de los personajes se rebela contra sí mismo de un modo que participa también de la comedia, como casi no había sucedido hasta entonces, y con unas palabras que piden ser oídas como un comentario de esta ficción sobre sí misma. La farsa, o la olvidada y deliciosa picardía, toca la puerta de la película en el último plano gracias a unos gestos y sobre todo a un vestuario que bien podría ser pensado como juego de disfraces, porque acá las identidades no son tan estables como parecían. Tampoco la puesta en escena. El motoarrebatador es una película que le tiene ganas al género y a su autosuficiencia en sus variantes policiales y hasta terroríficas, aunque no sean más que sugeridas por posiciones de cámara (planos inclinados), elecciones musicales (cierto minimalismo carpenteriano), excitaciones audiovisuales (el contrapicado frontal para el motociclista enteramente de negro, transfigurado por el rugido del escape) y hasta la elección de algunos colores (rojos y verdes, ocasionales y nocturnos, que dan ganas de ponernos a mirar un giallo). Además de todas esas bienvenidas contaminaciones, accedemos a bastante poco habituales acentos de nuestro país, cuyo interés no consiste en constituir una esencia sino un sonido. Además, cuenta con uno de los mejores planos de la historia del cine argentino: el protagonista que rocía la casa con desodorante en pelotas y con el casco puesto.
El ornitólogo: https://calandacritica.com/2018/10/24/peliculas-siglo-xxi/
El primer hombre en la luna: las películas de Chazelle me interesan tanto como las de Ron Howard, pero de esta me llevo una imagen y una escena. La imagen es la de los planos detalle de los placas de metal atornilladas de la nave cuando se eleva: al espacio exterior en una cafetera. La escena es un acierto de guión. Armstrong es un tipo incapaz de hacer otra cosa que su trabajo. El día antes de la partida su mujer le dice que al menos se despida de los pibes. Después de dar demasiadas vueltas se sienta ante ellos, pronuncia unos palabras que se parecen a un comunicado y termina diciendo: «¿Alguna pregunta?» ¡El tipo le da una conferencia de prensa a la familia!
Figlia mia (Laura Buspuri)
Guerra fría: Con El hilo fantasma y con esta película, el año empieza y termina romántico. Hace mucho que no teníamos uno así. Son dos películas que nos hacen decir, junto con el maestro de ceremonias de Max Ophuls en La ronda: «Adoro el pasado». Pawlikowski siempre está al borde del esteticismo, pero si estetiza así está bárbaro. Otra acusación peyorativa es la de caligráfico, y parece inventada para ese movimiento de cámara que vuelve hacia atrás sólo para encuadrar meticulosamente en la esquina superior derecha del plano el nombre de un bar: “El eclipse” (y tengo que hacer el esfuerzo de no pensar en la película de Antonioni). ¿Qué problema hay con la caligrafía que osa decir su nombre cuándo tiene tan buena letra? Pareciera que a Pawlikowski nunca lo va a habitar la grandeza, ese desafuero, pero una belleza como esta nos permite valorar aún más lo sacado y lo sublime. Además, es una película en la que aparece el mundo anterior a la caída del muro, le rinde homenaje a los melos que se hacían antes, y tiene al menos tres o cuatro procedimientos fabulosos:
- Si el plano-contraplano habitual se filma hacia adentro, esto es con los personajes inclinados hacia la cámara, Pawlikowski filma una escena de plano-contraplano hacia afuera.
- Un personaje se desplaza como en puntas de pie entre bambalinas para no hacer ruido porque la representación teatral sigue su curso y gracias a ello Pawlikowski filma algo que podríamos llamar falsa cámara lenta.
- Una mujer se aburre en la barra de un bar, mientras su amante habla con un tipo, hasta que empieza a sonar un rockabilly y la steady se mueve hacia la izquierda para seguirla como si fuera un travelling lateral bien asentado sobre las vías. Todo lo que la llegada del rock significó para una generación está ahí: se siente su transporte. Así empieza otro de los más hermosos planos secuencia del año.
- Una declaración de principios contra la metáfora.
- Variaciones sobre una canción popular que pasa a ser formateada por el estalinismo primero, y versionada como un jazz lento después.
Reinando sobre todo está Zula (Joanna Kulig), una mina que se lleva el mundo puesto, diosa rea que se casa con un tano para probar Occidente (no podía elegir mejor, así como Pawlikowski cita un plano de I vampiri, de Riccardo Freda, con fotografía de Mario Bava), se va un rato a París pero no le cuadra el caretaje, y se vuelve a la Polonia comunista porque Polonia es su mundo y en él, por muy chico que sea, es una reina. Entonces el protagonista, que ofrenda su vida a la grandeza impura de esa mujer y a su vitalismo inaccesible y finalmente fatal, encarna la mismísima puesta en escena.
L’atelier: tiene un sólo momento extraordinario y no es suyo: imágenes de archivo de los 70 muestran cuando un buque recién construido es botado al mar. Toda la gente de la ciudad se ha reunido para festejar el acontecimiento y la ola que levanta se lleva puesto un poste de luz. Hay otro plano más, también de archivo, en el que un grupo de obreros avanza hacia la cámara, sonriente y orgulloso de sí mismo. El resto de la película hace lo imposible para evitar el goce. Es una película reformatorio o, tal vez peor aún, una película plan de estudios: película francesa progresista anti-Barthes y anti-Bataille. Pero un personaje parecido a un beatnik se le va de las manos, como les pasa a todas las películas con buenas intenciones. Por mucho que los controlen en pro del bien común y la propuesta edificante, el verdadero espectador sabe que son ellos quienes tienen la razón estética, que es una pasión. L’atelier es otra película síntoma de estos tiempos que han convertido al pelmazo de Von Trier en el único capaz de causar Cannes algo parecido a lo que en los 70 hizo Marco Ferreri de verdad, lo que habla peor de Cannes que de Von Trier. Con escandalizadores como los de ahora, imagínense la ingenuidad de los escandalizados y la estatura de los escándalos.
La balada de Buster Scruggs: https://calandacritica.com/2018/12/01/el-que-no-dispara-vuela-la-balada-de-buster-scruggs-por-marcos-vieytes/
La forma del agua: La última película de Guillermo del Toro es insufrible. Una de esas películas románticas que da por sentada la imbecilidad del enamorado. Sus imágenes no pertenecen al cine, sino al diseño, y el discurso mata el romance y la aventura. Todas las posiciones políticas «correctas», que en las ficciones aparecen cada vez menos como discursos políticos y más como reglas de etiqueta, entorpecen la historia y los sentidos. Por lo menos, la percepción de lo físico. Chupados por el empalagoso mundo digital, hasta los cuerpos desaparecen. La criatura de la laguna negra, poema de Jack Arnold, se revuelve en su tumba de algas. Si quieren ver una buena película cariñosa no miren La forma del agua sino la checa Po strnisti bos (o un solo plano submarino de Nazareno Cruz y el lobo): en nuestro país solían estrenar películas de Jiri Menzel y su espíritu jodón, pícaro, rural y hedonista, sopla en esta película de Jan Sverak. Hace unos veinte años vimos Kolya, del mismo director, y acá también hay nenes. El punto de vista de uno de ellos, que pasa varios meses en la casa de sus abuelos campesinos durante la ocupación alemana de Checoslovaquia, es el de la película. Si algún fanático de Guillermo Del Toro le pone objeciones a mi sugerencia de reemplazo, esta película también tiene fantasía, aunque ya sabemos que no hay mejor fantasía que la de saber contar una buena historia y construir emociones materiales.
La reconciliación: Linklater del amague desobediente que se va en amague y termina en un lugar todavía más cobarde que el inicial, La reconciliación es el carbónico desteñido de una de Hal Ashby que nos quiere meter Cranston por Nicholson. Perrito faldero del imperio de sí mismo disfrazado de humanismo. Prefiero el más liso y llano cine militar a la civilidad de mierda de esta película. Gracias a Dios tengo una novela de Kerouac en el baño.
Llámame por tu nombre: Mi plano secuencia preferido del año está en esta película: los protagonistas llegan en bicicleta hasta la plaza de un pueblo con un monumento en el medio, protegido por un enrejado circular. El más joven de los dos desea al otro, extranjero para más datos, y busca la manera de expresarlo. Durante cinco minutos no habrá corte y la cámara seguirá la situación desde el punto de vista del pibe. Del lado del monumento donde permanece la cámara, el muchacho intenta hacerle saber al otro lo que quiere. Del otro lado, el “americano” lo escucha primero y repregunta. Socrático, lo ayuda a parir el deseo y hacerse cargo de él. Asunto clave de la película, que desde el principio adhiere el punto de vista al del pibe como para que nadie puede acusar al adulto de corruptor. Cuando el plano secuencia termine todo estará claro sin necesidad de énfasis. Cerca del final de la película hay una de esas escenas, filmada como lo hiciera el guionista James Ivory en Un amor en Florencia y Maurice, en la que los amantes se preguntan entre risas quién fue el primero en mandarle señales amorosas al otro. Entonces recuerdan los masajes durante un partido de vóley que vimos más de una hora antes. El dato nos invita a revisar la película, sólo para encontrar que no fue precisamente ésa la primera vez señal. Más importante aún, tendremos que revisar también quién la emitió.
Los vagos / Los corroboradores: Las vi anoche en la computadora. El pibe del grupo que da título a la primera lleva puesta una camiseta que dice Italia: imposible no pensar en Los inútiles. Después aparece un libro de Primo Levi en un plano muy deliberado que poco y nada tiene que ver con lo que vemos, salvo porque uno de los personajes es judío. En la escena de sexo tuve que hacerme la paja. No sé hace cuánto tiempo -seguramente años- que no me pasaba con una película argentina. La luz de la luna veraniego y la del alumbrado público misionero de esta película serán inolvidables, cálidas pese al digital. Una versión de «¿Dónde estará mi primavera?» hace lo suyo. Los corroboradores usa estrategias borgeanas, típicas del afrancesado modernismo tardío del cine «independiente» porteño, pero sin ínfulas ni gorilismo. Al fin y al cabo es un falso documental sobre «el círculo rojo». Incluye grabaciones de Gardel cantando en francés.
Mandy (Panos Cosmatos)
Pequeña gran vida (Downsizing): Si me dicen que en el mismo plano de una película van a estar Udo Kier y Christoph Waltz, la miro sin dudarlo ni un segundo. No importa que esté Matt Damon haciendo de hombre medio(cre) americano en una de Alexander Payne. Igualmente, no importan Damon ni Payne, aunque este último es un guionista que suele saber -demasiado bien- lo que hace. La yapa es Cantinflas. Durante al menos una hora Downsizing es una fiesta por aquello que Agnes Varda le hacía decir a Michel Piccoli en Las 101 noches de Simón Cine: «el cambio de escala es la magia del cine». Y no se la puede ver sin recordar maravillas como El increíble hombre menguante o Querida, encogí a los niños. En la segunda mitad el malo de Payne se pone bueno y es peor, aunque hay un salto de eje tramposo que es una delicia.
Revenge (Coralie Fargeat)
Soft Matter (Jim Hickcox)
The Post: Los archivos del Pentágono: Predispuesto a lo peor, como siempre que Spielberg se pone serio, ni siquiera me dio motivos para sostener la animadversión, mucho menos el interés. The Post me importa menos que ver un partido de canasta, claro que no sé jugar a la canasta. En caso contrario, no dejaría la baraja ni aunque me lo pidiera Lincoln, mucho menos por ver a estos adalides de la prensa libre, avatares de Butch Cassidy y Sundance Kid. Los EE.UU. tienen una tradición de teatro comunitario, otra de esas actividades populares cuyo prolijo sostenimiento institucional, burgués a la anglosajona, contribuye admirablemente a tan poderoso funcionamiento social. Una versión de ello me ha llegado mediante las representaciones de dramas bíblicos llamados “dramas” que los Testigos de Jehová cultivan en todas partes del mundo de muy norteamericana manera. En The Post, Streep y -especialmente- Hanks me recordaron a los incontables amateurs de esos dramas prefijados por el playback y ceñidos a una ortodoxia «edificante». Cine teatro de divulgación como las novelas condensadas del Reader’s Digest adaptadas por Hallmark, populistas salvo para los liberales vernáculos. Hablar de política después de ver The Post suena tan desubicado como pedirle precisión histórica o densidad dramática a esos “dramas” bíblicos: lo que hacen es sostener una creencia. El problema es que Spielberg no es ni siquiera De Mille porque él ya no cree -si alguna vez lo hizo- literalmente en la Biblia. Quince minutos antes del final me pregunté qué hacía mirando esas imágenes. Con la parábola de redención institucional ya consumada, apagué el televisor y me fui a dormir, no sin antes notar la adaptación a estos tiempos de la heroicidad mediante el cambio de género. Gracias a Dios, Meryl Streep no hace otra cosa que divertirse, incluso en fábulas civilmente responsables como esta, así que no molesta cuando desparrama morisquetas como una mona para las focas amaestradas que Spielberg supone en la platea. Hanks es, desde hace rato, candidato firme para destronar a Richard Gere como campeón de la flaccidez en primer plano, con el agravante de que es el representante de la honestidad moral de “América”.
Todo el año es navidad: https://calandacritica.com/2018/11/08/todo-el-ano-es-navidad-por-marcos-vieytes/
Tokyo Night Sky Is Always the Densest Shade of Blue (Yuya Ishii)
Tout de suite mantenant (Pascal Bonitzer)
Transit: Transit me dejó frío, como una obra conceptual. Por conceptual no quiero decir solamente que es una película que tiene todo decidido de antemano, sino también que es un teatro teórico cuyas operaciones formales podrían llegar a interesarme a posteriori porque adivino ideas detrás de ellas, que no se encarnan como para despertarme reacciones emocionales intensas, o densas, durante la proyección porque no son drama sino filosofía. Como tampoco se encarna en Paula Beer el arquetipo de la diosa (que en esa “donna e’ mobile” bien pudiera materializar “el amor en fuga”, el deseo como principio opuesto al fascismo como fijación reaccionaria presta a materializarse una y otra vez), no por culpa de la actriz sino a causa de la matriz teórica de la película. Los arquetipos sostienen prácticamente todo el cine narrativo, pero en los géneros no pretenden ser más que eso –porque saben que un arquetipo puede ser todas las cosas para con todos- y acá parecen cargar con la responsabilidad de transmitir un diagnóstico del presente, una tesis si se quiere: “el fascismo nos rodea”.
La palabra fascismo funciona en Transit de modo tan impreciso como cuando los gorilas le dicen nazi a Perón, pero con menos espontaneidad porque Petzold no es un director sensible al exabrupto. Como su ficción no aspira a la precisión política coyuntural y conoce el peligro potencialmente alegórico de su relato, hasta cierto punto lo relativiza: todo lo que vimos está contado por un barman que nos transmite la confesión de un cliente al que le presta su oreja mientras el tipo ahoga sus penas en alcohol. El recurso, además de astuto, es pesimista: de un lado o del otro del mostrador (del cine) sólo hay impotencia. La historia -poco importa ya si verdadera o falsa- no es más que un cuento contado por un idiota o por un borracho -poco importa la diferencia- y oída por alguien que, después de tantas lamentaciones similares, escucha el relato del horror que se despliega delante suyo como quien oye llover (anoche una mujer de unos cincuenta años con estudios universitarios que acude a las proyecciones que coordino me dice sin la más mínima ironía: “Yo voy a votar a Macri de nuevo porque cumplió. Prometió ‘Pobreza Cero’ y los está exterminando a todos”).
En Bárbara, la película de Petzold que más me emociona, hay una larga escena en la que los protagonistas conversan sobre La lección de anatomía de Rembrandt. Analizan el cuadro sólo para encontrarse con algo que está o parece estar más allá de la capacidad de análisis. Es la clave de lectura autoconsciente más honesta de su cine. Petzold sabe que su mirada es irremediablemente analítica, vale decir que disecciona una mirada –¿la científica, política y sociológica de Farocki, la cinefilia moderna institucionalizada?- para resucitarla a través de la ficción. No son pocas las veces en que lo consigue integral o fragmentariamente, pero el resucitado no deja de ser siempre un zombi. Y nunca más zombi que en Transit, acaso el más acicalado muerto vivo de su filmografía hasta el momento. La imagen se me ocurrió porque la película los menciona.
En una de las dos charlas mantenidas dentro del consulado estadounidense un personaje dice -palabras más palabras menos- que ya no está dispuesto a vivir para escribir después de los campos, y las tablas de la ley francesa con la abyección como pecado máximo parece aleccionar a los bárbaros. O sea, el cine –o la literatura- son menos importantes que la vida. Todos sabemos que para un cineasta -o para un escritor- el orden de valores válido es exactamente el opuesto. Petzold también lo sabe y por eso contradice la primera entrevista con otra que abre la posibilidad a una escritura que no podría ser sino kafkiana a juzgar por la variación de “Ante la ley” que irrumpe entonces por montaje: metonimia en lugar de metáfora. Al final suena “Road to Nowhere” como sonaba «Go West» por los Pet Shop Boys en Mountains May Depart. Talking Heads también aparece este año en la remera del pibe de Llámame por tu nombre.
Tres anuncios para un crimen: Otra comedia negra del director de Escondidos en Brujas y Siete psicópatas. Lástima que se termina. Me hizo sentir como el oyente de uno de esos tipos a los que podemos escuchar durante horas sin preocuparnos por lo que dice ni cansarnos. Su nihilismo sentimental se merece la época dorada de los melodramas. Bendita sea la manipulación emocional de los contadores de historias, por muy tramposa que se nos revele. Benditos sean los escritores que les dan letra a Rockwell, Harrelson o McDormand. Y bendito sea ese plano secuencia que, en la mitad de la película, sirve para presentar, al pasar y como quien no quiere la cosa, a Clarke Peters (no sería nadie para mí si no hubiera visto The Wire). La única verdad es la realidad (del cine): los carteles que cuentan son los de la primera película de los Coen, Simplemente sangre.
Una mujer fantástica: tiene más carteles que Tres anuncios para un crimen.
Un couteau dans le coeur (Yann Gonzalez)
Una questione privata (Paolo Taviani)
Visages, Villages: la veo como si mi abuela Irma (de Elisa casi no me acuerdo) volviera a estar conmigo durante una hora y media y yo volviera a ser nieto. Lloro sin tristeza siempre que miro una película de Varda. El final con/sin Godard es otra eslabón de una cadena a la que me refiero acá.
Western: Es una película alemana y no es un western. No transcurre en los Estados Unidos del Siglo XIX, pero hay un caballo, algunas armas y un solitario en una situación fronteriza. Da gusto mirar al protagonista, un tipo de más o menos sesenta años que no había hecho prácticamente ninguna película antes y vaya a saber si hará otra después, sentado en un porche con medio cuerpo en la sombra y un cigarrillo en la mano. La cuadrilla de alemanes que viaja a Bulgaria a construir una represa son una versión descafeinada de los conquistadores del viejo oeste, y los búlgaros son los indios, por no decir los buenos salvajes. Parte del encanto reside en ese navegar entre reflejos de un género, pero lo que emociona –puede que hasta las lágrimas en algún momento- es la forma en que ese tipo va conociendo a los extranjeros sin saber su idioma. La película gana cuando filma el silencio tallado a cuchillo en la cara de su protagonista y crea las condiciones dramáticas para un entendimiento –efímero, precario, incluso idealizado- que si no prescinde por completo de las palabras se arregla con nada más que un puñado de ellas. La directora corre todo el tiempo el riesgo de tirar abajo de un manotazo el castillo de naipes que levanta, pero tuvo el tino de no introducir ninguna estridencia dramática irreversible. Si la pensamos desde la perspectiva original del género, Western no hace otra cosa que capar la épica. Si nos olvidamos por un momento de ella, podemos quedarnos con la manera en que filma a los personajes -a sus cuerpos- merodeándose hasta quererse, acaso tan superficial y amablemente como cuando nos sentimos parte de ese otro lugar –que no es un sitio, sino una versión relajada de uno mismo- en el que estamos momentáneamente de vacaciones.