El último párrafo de La liebre, de César Aira, es esta oración: “Juana Pitiley soltó la risa”. El final de Que le diable nous emporte, la maravilla que Jean-Claude Brisseau estrenó este año, es igual, solo hay que cambiar el nombre de Juana por el de Clara. Pasa así, como si cayera un meteorito: de pronto una mujer ríe a carcajadas y la película termina. La causa de la risa no hay que buscarla en un tropiezo o en algún artilugio verbal. Es la película entera. Durante 100 minutos Brisseau suma una capa de absurdo tras otra, hasta que al final, con un hombre y una mujer flotando abrazados en una habitación, la película no aguanta más, y estalla. La risa de Clara no es contagiosa sino liberadora: revela (por si lo necesitábamos) que nada de lo que vimos puede ser tomado en serio. Que es todo un raye. Hay tres mujeres en el centro de la escena y dos hombres un poco al costado. Una fotógrafa que monta imágenes lésbicas con imágenes de la galaxia, su pareja, una ninfómana, un viejo ubicuo que hace yoga y un ensayista borracho y enfermo de amor. Con este quinteto, un par de escenarios y un admirable sentido del plano y del ridículo, Brisseau construye la película más libre del año.
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26 de septiembre. Dos imágenes de nuestro horror cotidiano. En una, recién echada del laburo, la piba protagonista de Rosetta (Jean-Pierre y Luc Dardenne, 1999) abraza una bolsa de harina. En la otra, el parrilero Juan Carlos amenaza con cortarse el cuello si Rodríguez Larreta le quita el tráiler con el que labura desde hace 40 años. La primera imagen pertenece a la ficción. La segunda no. Juntas se leen mejor que sueltas. Aferrarse desesperadamente al trabajo: no sé si hay fotos mejores de la catástrofe social en que vivimos. Entregamos la vida a eso de lo que necesitamos liberarnos. Zapping agitprop: mientras un par de canales convierte en noticia la desesperación del parrillero, en América 24 un zócalo habla de calmar a los mercados.
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Amor de vinilo es otra comedia de cuarentones inmaduros ligados al rock. Por lo menos los hombres: un cantautor que dejó de tocar hace mucho y un fan que dirige una página dedicada a su vida y obra. La mujer está más metida en su edad: su crisis tiene que ver con la pareja y el deseo de ser madre. Entre estos tres personajes, y varios secundarios bien guionados, se mueve la historia, con soltura y sin levantar vuelo nunca. Cine de zona media, cómodo, generacional, con clases universitarias basadas en la maravillosa serie The Wire, nene dulce y lesbiana simpática. En un momento, Ethan Hawke canta “Waterloo Sunset”, una seria candidata a mejor canción de la historia de la humanidad.
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Otro libro del 2018: Los fantasmas de mi vida, de Mark Fisher. El año empezó con Los Espíritus y la leyenda del rock y terminó con su demolición en un campo vacío que tampoco es la Historia: “Más allá de la oscilación bipolar del pop entre la excitación evanescente y el hedonismo frustrado, más allá del mefistofelismo miltoniano de Jagger, más allá del carnaval negativo de Iggy, más allá de la melancolía reptiliana propia de un ‘lounge lizard’ de Roxy Music, completamente más allá del principio del placer, Joy Division fue el más schopenhahueriano de los grupos de rock, tanto es así que prácticamente nunca pertenecieron al rock. Dado que desnudaron minuciosamente el motor libidinal del rock, sería mejor decir que fueron tanto sonora como libidinalmente, anti-rock. O quizás, como ellos mismos pensaron, fueron la verdad del rock, el rock despojado de toda ilusión.»
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Una historia que pasa en los años 40 pero transcurre en el presente. Así de extraño es el tiempo en Transit, la nueva película de Christian Petzold. Marsella es el escenario principal. Ahí, en el puerto, unos personajes llegan y otros esperan para embarcar. Los que se quiere ir son los que huyen de los nazis. Los que llegan son de ahora: los inmigrantes africanos que Europa no quiere. Esto, que puede sonar a tesis y laboratorio, y que en términos políticos no está en condiciones de aspirar más que al impacto de la consigna vacua, funciona en el cine perfectamente. Petzold filma historias de fantasmas. Sus personajes son espíritus ambulantes, espectros de la Historia. La clave de sus películas es la emoción que libera su planificación rigurosísima. Parece imposible, crece sin que nos demos cuenta y cuando todo termina es difícil que la piel no esté erizada. Sucede lo mismo (este proceso, digo) en otros aspectos. El narrador en off de Transit, que aparece de la nada y se queda con nosotros hasta que al final nos enteramos de quién es, empieza como un tropiezo y termina en el hechizo. Convertir lo que se presenta como un lastre en una prueba de singularidad: ese triunfo es de las películas fuertes.
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Un filósofo, otro Aira de este año, es magistral. Veloz y divertida como siempre, llena de vueltas y peripecias, la novelita es también tremendamente melancólica. Dice por ahí: “Si algo revelaba el espectáculo del mundo era el dolor, que se extendía por los poliedros que componían la realidad como un pigmento helado”.
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Con Cold War Pawilowski sigue el camino de Ida (en tu cara, Piglia). Por lo menos en apariencia: blanco y negro, pantalla casi cuadrada, cosas de Polonia. Pero es muy distinta. Una historia de amor llena de música. En una palabra: un melodrama. (A propósito, ya que estamos por acá: a los que insisten en decir que el melo es una tragedia degradada hay que contestarles que no, que la tragedia es un melo engolado, y no darles más bola). Al comienzo hay un plano que muestra un caserón rodeado por dos caminos circulares. Es una simetría perfecta. Encima en blanco y negro. Entonces llegan dos camiones, y en lugar de ir uno a cada lado van los dos hacia el mismo. Esa pequeña falta de balance explica por qué Paawiloski triunfa en un territorio que parece condenado al academicismo. Un plano de los dos protagonistas en el pasto recuerda a Tarkovski y es suficiente como para confirmar que estamos ante una película de verdad. La historia de los amantes es también el movimiento de la música, que va de las canciones folklóricas polacas al jazz, al rock y a proyectos comerciales aculturados. El actor se llama Thomasz Kot. Ella, descomunal, tiene la fotogenia de las grandes actrices de los sesenta. Su nombre es Joanna Kulig. No es menos que la Bardot.
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4 de noviembre. Treinta años del estreno de They Live, una obra maestra en la que Carpenter hizo todas las magias posibles. Por decir algunas: inventó un espacio tan anarco y clase B que Ken Loach y Roger Corman podrían cruzarse y tomar algo. Permitió la catarsis antirreganiana y anticapitalista más excitante que alguna vez se haya filmado. Nos recordó de entrada lo que solemos olvidar: “Regla de oro: el que tiene el oro hace las reglas”. Terminó la película con un chiste bajo, como Marechal su Adán Buenosayres. Filmó una de las mejores peleas a piñas de la historia. Dejó un ars poetica pulp maravillosa:
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El Festival de Mar del Plata empezó con abucheos al una vez ministro de cultura Pablo Avelluto y terminó con una entrega de premios sin micrófono para que nadie con conocimiento de causa osara decir algo en contra de su gestión o de la debacle cultural a la que nos lleva el macrismo. Menos días, menos salas, menos películas: Cambiemos es una máquina de hacer recortes. Cuando sus funcionarios escuchan la palabra cultura buscan sus tijeras. El Ástor de Oro lo ganó Entre dos aguas, el último y mejor Isaki Lacuesta. Sus personajes son tan buenos que sostienen incluso los trucos que el director hace para que no nos olvidemos de él, a fin de cuentas un artista. Se trata de Israel y de Cheito, los hermanos gitanos que ya habían aparecido en La leyenda del tiempo. Israel acaba de salir de la cárcel, su esposa lo echó de casa, busca y busca pero no tiene de dónde agarrarse, ni siquiera la religión. Cheito trabaja en la armada, está en pareja con una mina de fierro, sin dudas siente que encontró un camino, por más gris que sea. Los dos tiene tres hijas. Comparten circunstancias pero los caminos que sus futuros anuncian son diferentes. Ya cerca del final, Israel dice que lo que le ofrece la vida es droga, cárcel o muerte. Cheito vuelve a embarcarse. Sus historias no son muy distintas de las de tantos jóvenes de acá a la vuelta. El chorro y el cana, por ejemplo, esa pareja sociológica que nuestra hipocresía quiere separar de una vez y para siempre. El daño que produce el macrismo se observa también en historias chicas como estas, que ojalá el cine argentino tenga ganas de contar. Al fin y al cabo, sus políticas de ajuste empujan a nuestros Israeles y Cheitos a opciones parecidas, e israeliza y cheitiza a quienes están agarrados con engrudo viejo del sistema. Es un hacedor de vidas precarias. Y más todavía: un gobierno interesado en convencernos de que las vidas precarias son responsabilidad de quienes las sufren. El jurado del festival dejó una carta sobre la censura que sufrió, muy atinada. Sin querer, la elección de la película de Lacuesta dijo también algunas cosas.
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En The Favourite dos mujeres pelean por los favores de otra, que es nada menos que la reina de Inglaterra. Son Emma Stone y Rachel Weisz, la arribista y la monja negra, obviamente brillantes y hermosas. Como si estuviera celoso de sus propios personajes, el griego Lanthimos (¡yo soy el rey, yo soy el rey!) se esfuerza por llevar la atención hacia sí mismo y mueve la cámara, compone simetrías, usa gran angular, mete ralentis hasta en una carrera de patos, arma montajes paralelos de salita verde y cierra todo con un triple encadenado que tiene olor a importancia. Hace una década, Lanthimos empezó detrás de Haneke, Ahora, parece presentarse en público como un Greenaway apto para Hollywood. Es un chanta. El humor negro de The Favourite no atrofia la platería porque es platería también él.
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Con Burning, Lee Chang-dong vuelve después de demasiado tiempo. Mantiene intacto su talento para la creación de planos robustos y para la integración de sus historias en una trama social compleja, que intenta esta vez incluir todo lo que podamos imaginar: la relación entre la ciudad y el campo, entre las dos Coreas, entre ricos y pobres, entre hombres y mujeres, entre el mundo y Donald Trump. Una agenda que solo puede cubrirse con pequeños apuntes que Lee distribuye con más o menos gracia pero siempre elegantemente, lo que en este caso es un problema. A tal punto es así, que un ruido evidente como el pasaje de la danza bosquimana de la chica de buen corazón al baile de música electrónica de los jóvenes burgueses aburridos (un bostezo es el embrague) gana interés por contraste. El plano que cifra toda la obra de Lee es ese que muestra al chico con aspiraciones de escritor (menciona a Faulkner como su preferido, dice que Corea está llena de Gatsbys) frente a una ventana que da a Seúl, con un travelling en retroceso que lo sitúa socialmente. Así hace Lee sus películas. A eso aspira: a una ficción metida en la ciudad, en el país y en el mundo. Esta vez lo consigue a medias. O tal vez sea mejor decir: esta vez lo consigue a costa de dejar todo el tiempo en evidencia que quiere conseguirlo. Lee se queda a mitad de camino no porque falle sino porque logra lo que es claro que quiere, sin desvíos ni turbulencias. Burning está lejos de las magistrales Oasis y Poetry, más desbordadas, más melodramáticas, más rídículas incluso, y resulta una hermana menor de Peppermint Candy, mucho más furiosa. De todos modos, que no se malentienda: hay más cine acá que en la mayoría de las películas que circulan por los festivales. Basta ver el comienzo, la hermosa escena de sexo y el último plano secuencia, lleno de frío y frustración. Mejor equivocarse con Lee que acertar con Lanthimos.
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Un epígrafe en el que alguien pide rock para su tumba, una canción de King Crimson en los títulos (“Starless”), una remera de Mötley Crüe, una de Sabbath, acordes de guitarra distorsionados en la banda de sonido, una divertida mención a los Carpenters y fundamentalmente un racimo de imágenes psicodélicas como salidas de algún disco de Grateful Dead intervenido por Charles Mason. Mandy es la película rockera del año. ¿Quién podía protagonizarla sino Nicholas Cage, el rey del trip, el pogo y el headbanging? Hay una historia. O mejor dicho: unos huesos flacos que resisten ese nombre generoso. Un grupo de quemados secuestra y luego prende fuego a la Mandy del título ante los ojos de su pareja (Cage, claro), que una vez liberado de sus ataduras se acerca al cadáver pompeyano, lo resquebraja al tratar de acariciarlo y termina contemplando cómo el viento se lleva las cenizas de su amada. Entonces pasa lo que es obvio que va a pasar: Cage va a la justicia y hace la denuncia porque no se puede contestar crueldad con crueldad, y porque promover la revancha es abyecto… No, mentira. Busca unas armas muy de video juego medieval y sale a cazar a los asesinos. Mandy es una historia de venganza como hay miles. Lo que importa es obviamente el modo en que Cosmatos la cuenta. Todo es lento, psicotrópico, con imágenes y voces pasadas por filtros de todo tipo. Un mal viaje de ácido que se traduce en un buen viaje de cine. Acá todo se vuelve fucsia, allá un tigre ruge contra la luna. El raccord es de chicle. La violencia es caricatura. La escena en la que Cage recibe un chorro interminable de sangre en la jeta y pasa del asco a la carcajada enferma es el resumen de la película. Energía desbocada, grotesco, psicodelia. Cine como falopa.
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La balada de Buster Scruggs, la última de los Coen, es una película de episodios. El primero y el último son geniales. Los cuatro del medio, excelentes. Es cierto: tienen altibajos, alternan buenas y malas y todo el consabido blablá. Pero qué importa. Mejor estriado que liso. Los Coen son maestros del ritmo. Pueden estirar el tiempo como en el episodio de la caravana o apretarlo como en el de la diligencia, que además se diferencian por el espacio: uno trascurre en la llanura enorme y el otro en un coche chico, con cinco personajes apretados. Plano general y primer plano. Cielo y techo. Las diferentes historias les permiten a los Coen probar recursos de toda clase. Incluso la reducción de palabras a lo mínimo indispensable, como en el episodio del buscador de oro interpretado por Tom Waits, solo en el medio de un paisaje paradisíaco y paródico (¡esas maripositas!). En los otros cinco casi todos hablan hasta por los codos. El tercero incluye un monólogo teatral recitado por un pibe sin piernas ni brazos. Los Coen son dialoguistas eximios, por arriba de casi todos y por debajo de Tarantino, con quien tienen algunas cosas en común. Una es obviamente el western. La diferencia es que el Oeste de Tarantino es un Oeste pensado en contra de los mitos de fundación. El de los Coen no tiene esa carga: es un destilado de western musical y western italiano cómico. Es decir, de trash y de grela. Pasa desde hace tiempo que se confunden las cosas. La misma Volver al futuro III le debe más a Leone que a Boetticher. Un Hollywood italianizado: Los 8 más odiados, Django Unchained, ahora esta Balada. Basta ver el juego exterior-interior del primer episodio: arranca en Monument Valley y para cuando aparecen esos planos de taberna con gordos sucios ya sabemos que estamos en un territorio que pertenece solo al cine. En fin, que la película es una fiesta. Demasiado tiempo nos quedamos pegados a esa idea ridícula de los Coen como tipos que se ríen de sus personajes. Como si el Dude no fuera uno de ellos. Como si su segunda película no fuera Educando a Arizona. Como si Sin lugar para los débiles no reescribiera Fargo casi punto por punto. En la misma Balada parecen contestar:
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En su notable colección de cine, Cuenco de Plata editó en noviembre Fassbinder por Fassbinder, 500 páginas que recopilan entrevistas al director alemán. Algo en la página 88 me llevó a revisar Desconfiar de las imágenes, el libro de Harun Faroki editado en 2013 por Caja Negra. Tomé este apunte en tres pasos. 1) En el ensayo «Una diva con anteojos», sobre Fassbinder, Farocki dice que muchos de sus compañeros de militancia juvenil se quemaban las pestañas leyendo a Adorno pero que al cine solo le pedían reposo. En sus palabras: «Quedaban tan cansados del pensamiento y el lenguaje político (‘esfuerzo del concepto’) que lo único que podían hacer después era mirar un western italiano (‘subestimación de la imagen’)». 2) En Fassbinder las cosas son distintas. Después de contar con detalle sus primeros años en el teatro, cuenta por qué quiso hacer una película: «Me hice amigo de Uli (Lommel) y una vez fuimos juntos al cine, donde vimos una película que se llamaba TOTE AMIGO, con Lou Castel y Gian Maria Volonté en los protagónicos, y la película nos partió la cabeza. La vimos en el Arri y nos fuimos al Pequeño Bungalow, donde nos pasamos un buen rato jugando a los flippers sin decir palabra, después de un tiempo nos miramos y en este momento supimos de qué se trataba, y ahí ninguno de los dos sabe ya quién fue el que lo dijo: tenemos que hacer una película como esa». 3) Tote Amigo (las mayúsculas anteriores son del original) es Quien sabe?, la obra maestra de Damiano Damiani, conocida también como El Chuncho, A Bullet for the General y Yo soy la revolución. En otras palabras: Tote Amigo es un western italiano. Si le hacemos caso a la cita parece que además de dos horas extraordinarias le debemos la carrera de unos de los grandes cineastas de la historia. Conclusión: Fassbinder vio Quien sabe?, se fue a jugar unos flippers y se convirtió en director de cine. Farocki, más culto, prefirió hablar de «subestimación de la imagen».
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Una alumna me entrega un trabajo hermoso sobre las vanguardias. La antología de un movimiento apócrifo, peruano, de los 30, llamado permutismo. El manifiesto dice: “La belleza artística se produce con la incomprensión sorpresiva, y luego con la reflexión”. A los diecisiete años ya sabe lo que hay que saber. Unos días antes, otra chica del mismo curso me dijo, filosófica: “La veo Kafka a la vida”. En medio del ataque del gobierno y la prensa oficial contra los docentes. En medio de Vidal, Macri, Finocchiaro y demás dirigentes de la derecha bruta. Y en medio también de un sistema burocrático a veces asfixiante, y de unas cuantas tonterías pedagógicas que pretenden limar los poderes de la literatura, todavía hay espacio para cosas como estas, revelaciones puede que pequeñas pero de efectos indeterminados, que es para lo que las aulas existen, su razón primera y última.
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Volvió Von Trier ¿Y qué? Nada. The House That Jack Built es otra bomba de humo. A esta altura del partido el problema del danés es que nadie puede tomarlo en serio, así que lo que pretende ser jugado y provocador llega a destino como chiquilinada. Esta vez se hace cargo de todas las objeciones que se le presentan habitualmente a sus películas: la violencia, el sadismo, la representación de las mujeres. Contesta desde el off, desde el punto de vista de un asesino en serie (Mat Dillon) interesado en el arte, mientras conversa con un tal Verge que, más adelante sabremos, es nada menos que Virgilio, en la piel y la voz de Bruno Ganz. Un maldito y un humanista: ese contrapunto estético sostiene la película pero no la cámara, que sigue con Parkinson. Entre todas las referencias culturales que aparecen -el tigre y el cordero de Blake, Glen Gould, Goethe, Albert Speer, el Stuka, la arquitectura medieval, la pintura, David Bowie, Bob Dylan- está el propio Von Trier, que tiene un ego del tamaño de Rusia y en una escena monta imágenes de varias de sus películas mientras en off el asesino explica que el cielo y el infierno son la misma cosa. El epílogo (oh, perdón, la catábasis) incluye unas cuantas imágenes de fácil memoria, y tiene mucho de comedia. Problema vontrieriano: solo las películas tímidas les conceden a los criterios básicos de estética y moralidad el derecho de juzgarlas. O peor aún: justifican su existencia en la triste misión de robustecerlos. Pero así como la obediencia a esos criterios promueve el cálculo y la timidez, la mera provocación no puede deponerlos. Demasiado preocupado por lo que los Justos digan de él, Von Trier no va a estar nunca más allá del bien y del mal, que es lo que parece buscar desde hace ya mucho. Seguirá haciendo películas que dependen de la norma que quiere combatir y a la que le debe su existencia.
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Balance rápido sobre el cine argentino de este año para La internacional Cinéfila. Animal, La quietud y Mi obra maestra son películas lamentables. Está bien decirlo. Pero también es muy fácil. La alarma suena más claramente en otros dos títulos, menos rutilantes. Rojo es una tabla más puesta en la reconstrucción del cine argentino declamatorio y alegorizante de los años 80. Muere, monstruo, muere es lo mismo pero adaptada a los nuevos tiempos: en vez de invocar espíritus que no pueden traernos más que olor, reclama un lugar en las góndolas del autorismo de alto impacto; ahí está, arrimándose a Raygadas, para satisfacer el culto a la indignación y a la belleza hinchada que los festivales practican, cada día más. De otra manera: Rojo es una respuesta reaccionaria al hartazgo que produjo la reiteración de tópicos del NCA (su poquedad, su juvenilismo, su sensibilidad pequeñoburguesa). Muere, monstruo, muere es un intento por moverse al costado y capturar otros lugares comunes, de mayor proyección. Un Doria tuneado y un Lynch sin misterio. ¿Qué tienen en común estas dos películas, tan diferentes? Su voluntad de ser bien aceptadas y bien entendidas. Vienen con planos esmerados y con un manual de instrucciones para asignarles un sentido preciso, olvidarlos y dedicarse entonces a los temas que importan, y ante los cuales el cine debe bajar el cuello. El papel histórico de la clase media argentina, el patriarcado: guay del que se permita dudar del valor de estas ficciones tullidas. / Hay alternativas, por supuesto. Están en los márgenes del mundo respetable al que estas películas aspiran. En el documental patafísico de Todo el año es Navidad. En la merienda del nene muerto de Aterrados. En el cancionero de Te quiero tanto que no sé. Incluso en el mainstream turbio de El ángel. Mejor estas imperfecciones que las certezas mustias de los que vinieron al mundo a cantarnos la posta. / El destino de las películas que aspiran al consenso es documentar una época en su lenguaje más básico. El de las que juegan sus cartas sin hacer tantos cálculos permanece indeterminado, porque el destino es justamente lo que su libertad viene a discutir.
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25 de diciembre. Un cuento de Navidad. Herzog dice que ama al tipo que cruzó el Sahara marcha atrás en un 2CV y al que se comió su propia bicicleta. Debe amar también a los cinéfilos, que no son tan diferentes. 2018 dibuja para mí un arco perfecto. Empieza en Córdoba, con los muchachos de La Vida Útil y del Cine Club Municipal Hugo Del Carril, que organizaron un Mundial de la Cinefilia, y termina hace un par de días, en Pelispedia, con Desenterrando Sad Hill, el documental de Guillermo de Oliveira sobre la reconstrucción del cementerio de El bueno, el malo y el feo. Los textos, las conversaciones, los programas dobles y las trasnoches a las diez de Córdoba continúan en España, sin ningún salto de continuidad. En un momento, uno de los impulsores del retorno de Sad Hill se pregunta por qué alguien viene de Francia con una azada y una pala sólo para ayudar. Se responde: no tiene explicación. Esa pasión sin objeto, y el gusto por compartir el tiempo, es la cinefilia. Una comunidad intermitente. Para alguien ateo, como es mi caso, la mesa abierta del dios que eligió al pueblo contra los poderosos, la opción por el llano y un saber plebeyo. Una Navidad y unas Pascuas propias. En el documental español, alguien dice que basta con saber que Clint Eastwood pisó esas piedras para querer desenterrarlas, y más adelante se ve cómo los que esperan volver a ver la obra maestra de Leone en el lugar en el que se filmó su ultima escena reciben la aparición en la pantalla de un Clint octogenario como si fuera una señal del cielo. Otro completa con las palabras que debían decirse: “Fue como si se presentara Dios”. Un poco así pasan las cosas. Una de las historias más hermosas de la Biblia (Lucas 24: 13-35) cuenta que tres días después de su crucifixión Jesús apareció en el camino de Emaús, junto a dos de sus discípulos, pero hizo que no pudieran reconocerlo. Los acompañó. Se sentó a la mesa con ellos, partió el pan, lo bendijo y corrió el velo; cuando sus amigos pudieron saber con quién habían hablado, él ya no estaba. Es la lógica del sentido. Te acompaña cuando no podés encontrarlo y cuando entendés, ya no está ahí. Deleuze estudió su funcionamiento en las Alicias de Carroll. Pipo Cipollati encontró la pregunta justa en “Tomá matate”: “¿Me sobra un ojal / o me falta un botón?”. Es siempre así. Quien quiera la plenitud, que espere a la muerte. Debe ser por eso que hay tanta emoción en los planos torpes que registran el trabajo en Sad Hill. Valen más que todos los de Von Trier, que todos los de Paul Schrader. ¿Qué piden las oraciones? Una compañía, algo que nos dé hogar. Para muchos el cine es eso. Al mismo tiempo pasión inútil y esperanza de un resguardo. Una comunión entre intemperies. En el camino de Emáus, el ofrecimiento de los discípulos a quien no saben que es Jesús es también un ruego: “Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y el día ya ha declinado”.