Charles Bukowski inspiró al menos dos obras maestras fuera de la literatura. Una es “Polaroid de locura ordinaria”, la canción que Fito Páez grabó en Ey! La otra es esta película de Marco Ferreri: Storie di ordinaria follia, que se llama casi igual que la canción pero prefiere mantener en su nombre el relato (el original de Bukowski dice Tales) en lugar de cambiarlo por la foto, una debilidad de Páez, que poco antes de “Polaroid” había escrito para su disco con Spinetta un tema llamado “Instant-táneas”.
Todo empieza en el escenario de un teatro, ambientado con una imagen de cuento oriental. En el centro, hay un edificio con la típica arquitectura árabe (la puerta parece una vulva), y a cada lado jinetes y hombres con babuchas. El cielo, amarillo y estrellado, completa la atmósfera mágica y exótica. Es fácil pensar: Las mil y una noches. Es la referencia que tenemos más a mano para unir las palabras relatos y Oriente. Pero las historias de Bukowski y Ferreri no incluyen genios ni lámparas maravillosas, y ni siquiera es seguro que se cuenten para no morir, como hace Scherezade. Son más bien emanaciones del final: señales que envía el futuro desde lo que por supuesto no es la otra vida y que los personajes enfrentan como pueden, agarrándose con uñas que saben cortas al sexo, al alcohol, a la literatura o, cuando ya no queda nada, a imágenes de una plenitud beatífica e inalcanzable. ¿Quién es Bukowski, además del escritor de los chochos y las pollas de las traducciones de Anagrama? Ese, por supuesto. Y también un artista de la desesperación. Como sus admirados Céline y Henry Miller. El tipo que en unos minutos excepcionales de The Charles Bukowski Tapes, las cuatro horas de entrevistas registradas por Barbet Schroeder un par de años antes de la realización de Barfly, dice:
“El terror siempre está ahí. La fealdad está siempre ahí. No hay salida. Nunca hay escape, de nada en absoluto. Siempre te vas a quemar. No hay placidez o facilidad en nada. Te vas a quemar hasta la tumba. No importa cuánto sepas, no importa cuánto sientas, te vas a quemar. Hasta el último aliento. Hasta abriendo un frasco de mostaza te vas a quemar. Si abrís una lata de comida para gatos te vas a quemar. Todo se está quemando. Tratás de caminar por una habitación y beber un vaso de agua y tomarte las cosas con calma. Pero siempre hay algo quemándose, rasgándote. Es todo el universo. Todo. Mujeres, hombres, amigos, todo. Rasgaduras y lágrimas. Rasgaduras y lágrimas. Lo mejor es un buen descanso de ocho horas, si podés conseguirlo. Si no podés, te emborrachás”.
Igual de contundente, pero más sintético, como corresponde a su escritura, es en sus cuentos. En “En la cárcel con el enemigo público número uno” Bukowski escribe: “era una especie de enfermedad triste, de tristeza enferma, en que llega un momento en que ya no puedes sentirte peor. creo que sabes lo que quiero decir. creo que todo el mundo siente esto de vez en cuando. pero yo lo he sentido muy a menudo, demasiado a menudo”. En “Un 45 para pagar los gastos del mes” alguien dice: “- todo es cárcel” (otro vínculo posible con el rock argentino: en «No importa» Charly García canta: «El mundo es un patio de prisión»). “La chica más guapa de la ciudad” termina con esta oración (que es todo un párrafo, y un relato en sí misma, casi la piedra basal de un mundo siempre en derrumbe): “Y seguía avanzando la noche y yo nada podía hacer”. Ferreri capturó este abismo como pocas veces lo capturó el cine. Lo conocía bien: el Charles Serking de Ben Gazzara está perfectamente integrado en su colección de hombres hechos pedazos.
Son tres los cuentos en los que se basan Ferreri y su guionista Sergio Amidei (el tipo que escribió Roma ciudad abierta y que con Domenica d’agosto inventó para Italia, junto a Luciano Emmer, la película de episodios entrelazados): “La chica más guapa de la ciudad”, “Violación, violación” y “Los Cristos estúpidos”, todos de Erections, Eyaculations, Exhibitions, and General Tales of Ordinary Madness, que en castellano se tradujo como Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones, lo que le quitó al título su concepto fundamental: esa locura ordinaria que polemiza con el presunto carácter excepcional de las historias. A esta base se le suman algunos poemas. “Amor”, un par de veces. “The Sun Wields Mercy”, al final. Y justo al comienzo, en el escenario, una versión engordada de “Estilo”, de Ruiseñor, deséame suerte.
La versión del libro es esta (me permito unos retoques):
el estilo es la respuesta a todo / una manera nueva de abordar algo aburrido / o peligroso. / hacer algo aburrido con estilo / es preferible a hacer algo peligroso / sin estilo. / Juana de Arco tenía estilo, / Juan el Bautista, / Cristo, / Sócrates, / César, / García Lorca. / el estilo es la diferencia, / una manera de hacer, / una manera de estar hecho. / 6 garzas tranquilas en un remanso de agua / o vos saliendo desnuda del baño / sin / verme.
*
Lo primero que llama la atención en la película es la ciudad. Después de Nueva York en Ciao maschio, Ferreri se mete con Los Ángeles, como para que no lo acusen de preferir una costa sobre otra en el clásico de las ciudades yanquis. La diferencia es que en Nueva York (que acá aparece brevemente) ve el futuro trabajando y en Los Ángeles, una realidad casi fuera del tiempo, por más que un grafiti pida por la libertad de Puerto Rico y se vean muchas latas de Budweiser. La ciudad es un muestrario de soledades. Habitaciones chicas, hombres y mujeres que pasan mucho tiempo ahí o en algún bar, canciones o locutores de radio sonando (como se dice) de fondo. Es casi imposible que el plano de unos cuantos personajes en una barra no recuerde a Hooper. Pero a Ferreri el esteticismo melancólico no le interesa. Es más agresivo porque es más vital. Los Ángeles es Lost Angels, como dice Serking. Una ciudad de vencidos, dementes, malditos y desesperados. Una ciudad monstruosa y por eso mismo bella, tan propia del escritor como del cineasta. Bukorreri o Ferreroski: a ese monstruo genial pertenece la película.
Como el cine de Ferreri, la literatura de Bukowski abunda en criaturas demolidas pero vitales. Se acercan unas a otras como pueden, a veces en modo animal, y tienen con la cultura una relación tan profunda como cualquiera pero reacia a las mediaciones más elaboradas. No hay coqueteo, por ejemplo. No hay circunloquios. Los códigos son de baja intensidad. El extremo opuesto de Henry James. Basta pensar en el manierismo enfermizo (quiero decir, en la belleza) de novelas como Lo que Masie sabía o La copa dorada. Me detengo un segundo en esta última. Cada uno de sus capítulos es una conversación. No es que se trate de una novela dialogada pero el núcleo de la narración es siempre un intercambio entre dos personajes mediado por el minucioso trabajo del narrador. El capítulo XIV tiene en el centro a Charlotte y Fanny, dos de los tantos personajes femeninos inolvidables de James, y su primer plano se desprende de una fiesta soberbia. Lo notable es el código que subyace al diálogo, tan claro en sus límites pero al mismo tiempo tan maleable. El mundo victoriano tiene el aspecto de un laboratorio de la moral. En esto, su siempre mentada hipocresía es apenas una manera de considerar el asunto (y de las más pobres). Visto desde el mismo lugar pero con otro acento, el mundo victoriano es el imperio de la cultura en su más clara expresión. Bukowski no modaliza. Le basta con los verbos de siempre: dije, preguntó. No hay casi nada más. James comenta los diálogos y gestos con frases como “bella serenidad” “casi escandalizada solemnidad” o “tranquila audacia”, Son las manieras de un código monumental. Lo más notable de este código, hoy por hoy, no es su carácter represivo sino su irrealismo; por eso además de condenarlo (esa obligación) es posible admirar sus perversiones, sus pliegues, su cortesía. En una palabra, su estética. El mundo victoriano es mucho más que un periodo histórico de límites imprecisos. Es nuestro Japón. Un imperio de los signos. Ahí están los modos en que se saluda y habla, sus bailes, sus vestidos, sus paseos y sobre todo el refinamiento sentimental y una voluptuosidad del dolor que desconocemos, acostumbrados como estamos a correr fuera de su alcance.
Vuelvo a Ferreri.
La historia de “La chica más guapa de la ciudad” teje todo en la película. Hay un episodio antes (“Violación, violación”), un primer entremés en el que Serking pasa un tiempo con los desclasados (hay algunas imágenes seguramente documentales, filmadas con teleobjetivo, de linyeras borrachos) y otro igual de breve, basado en “Los Cristos estúpidos”, en el que va a Nueva York a trabajar en una revista y termina yéndose enseguida. La estructura es al mismo tiempo firme y gomosa. Amidei lo hizo de nuevo.
Ferreri llena los vacíos de Bukowski con algunos gestos. Se ve perfectamente en lo que hace con “Violación, violación”. En el cuento, el narrador sigue a una mujer, se mete en su casa y un segundo después se le tira encima. En la película pasa esto mismo, pero hay varios contactos preparatorios. Primero, en la parada de colectivos, Serking apoya la cabeza en la mano de la mujer y la mujer le acaricia la oreja; después, durante el viaje, le guiña un ojo, le saca la lengua y ella se ríe; por último, antes de entrar a la casa, ella lo mira y le muestra una lengua no burlona sino deseante, en primerísimo primer plano. En menos palabras: Ferreri subraya el consentimiento, que en el cuento es extremadamente borroso. “Me gusta que me violen”, dice la mujer. Y enseguida bardea a los hombres por cobardes, y pide más, y también cinturonazos. Pero en Bukowski todo esto sucede después, no antes. Cuando en la película de Ferreri llegan estas frases, no quedan dudas de que lo que pasó se llama sexo.
El caso de “La chica más guapa de la ciudad” es diferente porque no se trata de un cuento violento sino de un cuento dulce. Muy dulce, siempre y cuando entendamos la palabra bukowskianamente. Ferreri pone a Ornella Muti en el papel de Cass, y Ornella Muti está perfecta. Es una actriz excelente y el papel le queda justo: difícil no pensar que se trata de la chica más linda del lugar en el que esté. En el cuento, el narrador señala que hay algo más que belleza en la muchacha, pero nunca dice qué. Ferreri sí: “Bonita no es la palabra, devastadora iría mejor”. Cass es un personaje extraordinario. Bukowski hace que se pase un alfiler de gancho por la boca, que se hunda dos alfileres debajo de los ojos, que se corte el cuello con una botella y finalmente que se suicide. Ferreri hace lo mismo pero cambia los dos alfileres por algo de mayor impacto: su Cass se cierra la concha con el mismo gancho con que antes se atravesó la boca. La angustia en Ferreri no se expresa con personajes que reptan por las paredes sino con acciones de alto impacto.
El ejemplo más notable es el de Gazzara queriendo volver al útero de una mujer, empujando como un chico, y poniéndose a llorar enseguida, uno de los momentos más dolorosos jamás filmados. Y por decir otros dos, que obviamente forman pareja: Depardieu se la corta en La última mujer y Muti se la cierra en esta Historias de locura ordinaria. Si los personajes de Ferreri tuvieran que tocarse una parte del cuerpo para indicar el espíritu, podrían elegr los genitales además del pecho.“Take my soul with your cock”, le dice Cass a Serking. “Cogeme hasta el alma”. O algo así. “Besame, haceme olvidar”, le pide él después, justo antes de descubrir que tiene el cuello marcado porque se pasó una botella rota. Así es todo. Unos les piden a otros lo que no pueden recibir y les ofrecen lo que no pueden dar. En menos palabras: el de Ferreri es un mundo caído y lleno de amor.
Coda
En “Lo suficientemente loco”, el último cuento de Hijo de Satanás (su libro de 1990), Bukowski recurre a unas mascaritas simples para hablar de la película de Ferreri. Ferreri se convierte en Luigi Bellini, Ben Gazzara en Ben Garabaldi, Ornella Muti en Eva Mutton e Historias de locura común en Canciones del suicida. Dice de entrada: “Yo iba muy poco al cine porque me bastaba a mí mismo para asesinar mi tiempo, no necesitaba ayuda extra”. Después se queja porque le dan vino blanco caliente, bardea como hace siempre que está en contextos que presume respetables y deja algunas de sus semblanzas perfectas. Por ejemplo, la de Ferreri: “… era muy bajo y muy ancho, y tenía un bonito rostro, humano e interesante”. La mejor es la de Ben Gazzara: “No era malo. No era una maravilla, pero no era malo. Tenía unos ojos suplicantes, como los de un hombre estreñido sentado en un orinal y esforzándose en cagar. Me gustaban sus ojos. Pero le quitabas eso y era demasiado agradable”. Bukowski tiene razón en algo que dice luego, sobre su actuación: “Garabaldi le daba continuamente al vino, pero no bebía como si lo necesitase y nunca se emborrachaba. El objetivo del vino es emborracharte y hacerte olvidar”. Sobre la película, en cambio, se equivoca fiero. Pero es muy divertido, así que ahí va:
“La película era tan mala que tuve que desahogarme. Empecé a gritarles cosas a los actores, dándoles indicaciones. Pero no me obedecían. Seguí intentándolo.
Al final un tipo me gritó:
—¿POR QUÉ NO TE CALLAS DE UNA PUÑETERA VEZ?
—¡SOY CHINASKI! —respondí a gritos—. ¡Y SI HAY ALGUIEN QUE TENGA DERECHO A GRITARLE A ESTA PELÍCULA SOY YO!
La película continuó y Garabaldi no llegó a emborracharse. Al final está en una playa y está abrazado a las piernas de aquella jovencita en bañador. Las olas rompen a sus espaldas y el viento despeina los cabellos de Garabaldi. Comienza a recitar una poesía sobre la bomba atómica que escribí hace un par de décadas. Sigue hablando sobre cuán despiadados y estúpidos hemos sido al crear el monstruo atómico. Deduce que ya nos hemos hecho esto antes a nosotros mismos en un pasado olvidado hace ya mucho tiempo, que más de una vez hemos mandado a la mierda nuestras oportunidades, y ¿no aprenderemos nunca? Entonces levanta la mirada hacia las piernas de la chica mientras rompen las olas y las gaviotas revolotean.
—¡A LA MIERDA TODOS! —grité, y la película terminó coronada por un murmullo de aplausos.”
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