Lo que no se puede decir
Los que saben, por supuesto, ya lo sabían, pero yo tuve que esperar a que un festival de cine decidiera dedicarle un foco para finalmente descubrir a Paulo Rocha, el secreto portugués mejor guardado. Y eso que los portugueses vienen ventilando sus secretos desde hace rato: focos, directores, Semanas de Cine, grandes estrellas del mundo cinéfilo que nos han obligado a los del círculo (pequeño, siempre tan pequeño) a interesarnos por un país por el que uno no sabía (y creo que sigue sin saber) prácticamente nada. Algunos años y algunas obsesiones después, mi conclusión sobre Portugal es la siguiente: una conjunción de fenómenos histórico/estéticos (decadente, todo tan decadente) ha producido algo así como una tierra de magia cinematográfica, en la que asumo que no existe ningún tipo de cine comercial realmente rentable, en la que asumo que se deben producir también películas malas, pero que evidentemente produce directores (y productores, y actores y directores de fotografía) de diferentes generaciones que no hacen más que sorprendernos. Una y otra vez. Difícil cansarse de Portugal.
Dentro de ese panorama, está Rocha. Los que saben lo sabían. Yo lo descubrí ahora y descubrir a Rocha es como encontrar la pieza que faltaba en ese rompecabezas cinematográfico que es Portugal. Una pieza que, por otro lado, no explica nada, pero sirve para armar el dibujo general. Rocha, dicen los textos de catálogo, fue asistente de director de Manoel de Oliveira. Después dirigió algunas pocas películas, poco vistas pero muy influyentes (dicen los que saben) y después murió. Gran parte de la maravilla que uno descubrió en los directores portugueses contemporáneos (pienso principalmente en Joao Pedro Rodrigues, una de las cosas más interesantes que le viene pasando al cine en estos años) viene del cine de Paulo Rocha. Morir como un hombre y El ornitólogo ya estaban, de alguna forma, en La raíz del corazón. Uno creía que la sombra de De Oliveira se extendía sobre todo Portugal, pero la sombra de Rocha no es menos fundamental.
La primera película de Rocha, Os verdes anos, es hermosa. Hay algo de época, por supuesto, un aire de esos nuevos cines de los ’60 que al parecer esta película fundó en Portugal. La modernidad de este primer Rocha, curiosamente, parece venir de un cierto espíritu de realismo como de novela del siglo XIX, con narrador y todo, con Lisboa como personaje máximo y último. Las cosas más hermosas de Os verdes anos son los paseos por la ciudad e Isabel Ruth, jovencísima, sólida, bella y rarísima con sus ángulos como de escultura modernista. Todo está bien en esta película y sospecho que roza lo inolvidable.
Dos cosas me llaman la atención de esta película, tal vez porque uno vio primero lo que vino después y ya no puede no verlo prefigurado. Lo primero es la fuerza de ciertas imágenes de Rocha y la atención que pone en armar estas imágenes potentes, que parecen perforar la sucesión que constituye la película, agujerear el sentido narrativo para establecer un sentido plástico, no diría pictórico sino casi de ideograma (no podemos no haber visto primero las películas japonesas de Rocha, lástima). Esto se vuelve explícito en la imagen final de la película: un plano que en realidad son varios, un congelado que en realidad son los actores y la escenografía quietos artificialmente en una pose, vistos desde diferentes ángulos; una imagen que resume, significa, explota los elementos plásticos del plano para crear cine.
El otro elemento que me llama la atención de Os verdes anos es la música. La música, siempre la música. Una guitarra lo impregna todo. Una canción define el título y una de las cosas más bellas (y simples) que haya visto en cine. La música es fundamental en el cine de Rocha. No solo en películas como O rio do ouro, que parece casi un musical de la desgracia, sino ya desde Os verdes anos. No solo es difícil olvidar la canción “Os verdes anos”, que aparece e impregna con su aroma de guitarra melancólica todos los pasajes de la película, sino que hay un recurso más llamativo todavía: la cantidad (la cantidad) de escenas en las que los personajes hablan, charlan y pasean pero nosotros escuchamos únicamente música. Os verdes anos es una película de personajes, pero sospecho (no lo medí) que los vemos más moverse con música en la banda sonora que lo que los escuchamos hablar. Esto no es porque lo que tengan para decir no sea importante; Rocha ama a sus personajes y ama incluso su locura. La música no está puesta para tapar un bache, sino que, al contrario, revela algo esencial. Algo que no está en las palabras. Parte del secreto del cine de Rocha es que se despliega en pantalla como una canción: la narración importa menos que ese sentido que flota como perfume, que no podemos precisar, que empapa todas las imágenes que pone en pantalla y las arrastra consigo a un reino cargado de sentido. Un sentido máximo, a menudo lírico, que está mucho más allá de lo que vemos y que solo puede existir a través de lo que vemos.
Cercano Oriente
En alguna entrevista el propio Rocha dijo que ya desde Os verdes anos una de sus influencias fundamentales había sido el cine japonés. Hay que ponerle mucha voluntad para encontrar una marca explícita de esa influencia en esta primera película, pero es evidente que la cuestión japonesa fue central en su vida. Al parecer, por cuestiones biográficas pero, sobre todo, por cuestiones de obsesión. Fueron eternos los años que tuvo que dedicarle al esfuerzo de filmar lo que se podría llamar muy superficialmente una biografía de Wenceslao de Moraes, empresa desquiciada, desconcertante y desquiciante que finalmente concretó al estrenar A ilha dos amores, película japo/portuguesa, filmada acá y allá, hablada en este y otro idioma y, sobre todo, narrada mezclando tradiciones narrativas opuestas.
Difícil entender lo que ocurre en A ilha dos amores, difícil soportar sus casi tres horas, también difícil olvidar los destellos de extrañeza, desasosiego y belleza a los que llega. Por suerte, como tardó casi 16 años de obsesión en llevar adelante esta película, en algún momento (tal vez después de concretada la ficción) filmó también un documental sobre Moraes, otra locura pero más legible. A ilha de Moraes no solo es una película hermosa en sí, funciona también como complemente de A ilha dos amores porque repone toda la información que la otra dosifica en medio de parlamentos mirados a cámara, cruza entre museo occidental y kabuki, ficción y declamación, y ficción dentro de la ficción. Lejos de ser un documental ortodoxo, A ilha de Moraes contiene no solo planos hermosos, sino momentos rarísimos, como uno en el cual el propio Rocha (flaco, desgarbado) filma a través de una ventana una cascada idílica y después, por paneo y zoom, se nos muestra sentado en la habitación que da a esa ventana y explica que esa fue la casa a la que se retiró Moraes cuando murió su primer gran amor, donde encontró el lado místico de la relación japonesa con la naturaleza, todo esto dicho por el propio Rocha (un portugués) en japonés.
No sería del todo preciso decir que A ilha dos amores (amores/moraes) cuenta la vida de Wenceslao de Moraes, marino portugués que se enamoró de Japón y murió ahí, tras escribir unos cuantos libros que acercaron el Japón a Portugal. Uno más bien tiene la sensación de que A ilha dos amores está compuesta por una sucesión de escenas heterogéneas, que podrían llegar a estar dispuestas siguiendo un vago hilo narrativo (una cierta cronología de una parte de la vida de Moraes) pero que ni siquiera responden a una única forma de entender la narración y que, en todo caso, se articulan con ella apenas como excusa para exponer en el tiempo en el que se les concede el plano un cierto espíritu, digamos, de haiku: momento fugaz, sentido delineado, descripción y metáfora identificados en un trazo único.
El cine de Rocha, en todo caso, no está influido por el cine japonés sino, en todo caso, por la cultura japonesa de una forma más amplia y radical. Lo japonés no es un contenido (exclusivamente), tampoco es una forma de generar extrañamiento (exclusivamente), sino que habilita una contaminación extraña del cine (arte de lo real) gracias a la cual el plano se vuelve signo palpitante y efímero de un sentido que nunca termina de articularse.
Lo que dura una canción
Más allá de la admiración profunda (si bien reciente) por las películas de Paulo Rocha, confieso que la que más me parte la cabeza es, probablemente, la más desbocada, la más melo, la más desquiciada por el desquicio que alcanza su propia forma cuando acompaña a sus personajes ya sin retorno. Estrenada en 1998, O rio do ouro fue el mayor éxito de taquilla y de crítica de Rocha (según dijeron en su presentación) y con razón: no solo es una obra maestra de la puta madre, sino que alcanza un equilibrio dificilísimo entre libertad formal y narración popular, articulado en buena parte gracias a las canciones melancólicas de lavanderas, ríos y amores desgraciados. El deseo, el amor, el río, las penas de los pobres, de las viejas, las traiciones, todo un imaginario de pueblo chico y tradiciones largas, cruzado con un modernismo cinematográfico libre de manierismos y dispuesto a cruzar las barreras de lo verosímil, del buen gusto y de la cordura.
El centro de O rio do ouro es, por supuesto, Isabel Ruth, pero fundamentalmente lo son las canciones (que Ruth canta junto con un coro amplio de voces), canciones que suenan a viejas aunque fueron compuestas para la película. Cada nueva canción perfora el corazón y apuntala las nuevas vueltas de la trama hasta desencajarla de sus goznes realistas y arrastrarnos más allá de lo que prometía una película que empezó naturalista y termina vaya uno a saber exactamente dónde.
Algo hay en las canciones porque el propio Rocha las rescata en Se eu fosse ladrao… roubava, película póstuma, de título precioso, que más que película es casi una antología del cine entero de Paulo Rocha. Hay una ficción que sostiene todo: historia familiar de principio de siglo, la tentación de Brasil como promesa de fortunas incalculables para el hijo varón, las señoras del pueblo, Ruth (siempre Ruth) más áspera que nunca. Pero esta ficción se ve interrumpida a intervalos (inexplicables) por fragmentos de las demás películas de Rocha, que poco tienen que ver con la trama o los temas tratados, aunque tal vez algo tengan que ver con el tono. Los fragmentos son diversos, su criterio es caprichoso, pero inexorablemente incluyen los momentos musicales del cine de Rocha, que son, al final, los que mejor lo definen y los que más recordamos.
Musical en Rocha, por supuesto, es siempre melancolía, sabiduría decadente, anhelo que nunca podrá resolverse y conciencia inexorable de que hasta la belleza de esta pena que nos sostiene habrá también de acabarse cuando los compases se acaben.
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