Cleopatra (1963)
Cleopatra es espectáculo del grande. Todo lo que en Julio César era apenas anotado acá es exhibido con pompa y prepotencia. El vestuario y la escenografía exigen por sí mismos determinados planos. Hay que mostrar todo. Que se vean los palacios, el piso, las paredes, las cortinas, las estatuas, los frescos, los jardines, las columnas, los increíbles vestidos de las mujeres, los barcos, las ciudades prendidas fuego, los campos de batalla, los cientos de extras. ¡Traigan otra grúa! Cleopatra es una película obscena. La obra de un Hollywood egipcio. Pantalla bien ancha, colores deslumbrantes, Elizabeth Taylor: pura voluptuosidad. El desfile africano en Roma es toda una puesta en abismo. Los sensatos republicanos sentados como en un cine ante lo que nunca vieron: un despliegue de carrozas, mujeres, atletas y soldados diseñado para dejarlos con la boca abierta. Así muchas veces. En la galera en la que Cleopatra recibe a Marco Antonio, por ejemplo, y en la que la reina programa una fiesta en honor a Baco. Ah, la exuberancia. Mankiewicz tiene mucho más que ver con todo esto que lo que queda bien suponer. No es Zanuck, por supuesto. Pero tampoco es su víctima. Es como César: un hombre entre dos mundos, criado en uno y fascinado por el otro. Una vez más: la mesura y el desborde. Como en Julio César, Como en De repente, el último verano. Como en El fantasma y la Señora Muir. Roma y Egipto. La sobriedad y el refinamiento. “Qué gente extraña”, dice al final Octavio. “El veneno huele a perfume”.
Cleopatra es una película de historia complicada, obra de un estudio en estado de megalómanía, de un productor con fama de bruto y de un cineasta fino, maestro en la construcción de personajes. Está llena de marcas de Fox, de Zanuk y de Mankiewicz. Como es fama, Zanuck se quedó con el montaje. El exquisito retrato de los protagonistas es todo de Mankiewicz. Si en la primera parte Cleopatra es una manipuladora como la Eve de All About Eve, en la segunda es una mujer entregada al amor, muy parecida a la María de La condesa descalza. Hasta en eso la película funciona perfectamente dentro de la filmografía de su director. Incluso ahí donde manda el gigantismo hay variación. Una batalla es puro despliegue. Otra se resuelve fuera de campo, por medio de maquetas. Las dos son geniales.
Cleopatra es un objeto fascinante y obtuso, enormemente rico, al que los años dotaron de modernidad. No solo por la secuencia de discusión entre Marco Antonio y Cleopatra, cuyos diálogos están montados en continuidad pero la imagen presenta por lo menos tres saltos de tiempo, señalados por el cambio de lugar y vestuario. Sobre todo por los personajes. La reina de Liz Taylor es increíble. Hasta que el huracán del melodrama sopla y voltea todo, es una especialista de la puesta en escena. Aparece una vez entre máscaras, otra jugando con barcos en la bañadera y siempre como directora de las grandes demostraciones de poder. Torpes y adolescentes, los hombres hacen política con las armas (la única escena en el Senado termina con una declaración de guerra). Ella hace política con la representación. Conoce a los suyos y a los romanos, tiene ideas y un cuerpo que puede más que flotas y legiones. Es brillante y es hermosa. Sería imbatible si no la alcanzara el amor, cuyo imperio es más poderoso que el de Roma, que se funda con su muerte y la de Antonio. Las fuentes históricas declaradas en los títulos de la película son Plutarco, Suetonio y otros autores clásicos. Las fuentes del drama son Shakespeare (Julio César, Antonio y Cleopatra) y George Bernard Shaw (César y Cleopatra). El tono con el que terminan las cosas bien puede venir de Goethe, que en la primera de sus Elegías romanas escribió: “Aunque eres un mundo, oh Roma, / sin amor ni el mundo sería mundo, ni Roma sería Roma”.
En la cabeza de Mankiewicz Cleopatra tenía dos partes y duraba unas siete horas y media. Zanuck la redujo primero a cuatro y después a tres y pico. La versión más extensa que circula hoy es la segunda. Empieza como drama histórico, se vuelve película política y de guerra y termina como melodrama exaltadísimo. Es tan buena que puede verse al mismo tiempo como una película intimista y como un circo anabolizado capaz de convertir en elogios todos esos adjetivos (prepotente, elefantiásica, exhibicionista) que utilizamos con desprecio. Igual corazón que falo. Obra maestra.
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The Honey Pot (1967)
Un hombre se hace pasar por moribundo y convoca a tres de las mujeres de su vida a Venecia para decidir cuál de ellas heredará su fortuna. Es Cecil Fox (un genial Rex Harrison, en su cuarto trabajo para Mankiewicz), hombre en los sesenta, solitario, cínico, aficionado al arte y al juego y autor de la obra que se representa ante nosotros. La obra (una comedia) no sale solo de su imaginación: está inspirada en el Volpone de Ben Jonson pero representada no en un escenario sino en la vida, por identificar como distintas dos cosas que la película confunde deliberadamente, hasta anular cualquier diferencia. Todo es teatro. Teatro y cine (los muebles están alquilados a Cinecittà, el palazzo está hipotecado, lo único que realmente pertenece a Ceci Fox son los libros). Mankiewicz jugó siempre este juego. Pero nunca lo había llevado tan lejos. Basta ver el comienzo, cuando Cecil abandona la sala en la que se representa solo para él Volpone, justo cuando está por empezar el tercer acto, y una puerta se abre después de otra, y enseguida una tercera, y los encuadres se vuelven simétricos e infinitos, y Wes Anderson tiene un orgasmo. The Honey Pot es el artificio en su máxima expresión. No hay plano que no tenga su doblez ni diálogo que no esté vuelto sobre sí mismo. Todavía más: con The Honey Pot Mankiewicz alcanza la decadencia. Es un sabor especial, mórbido y voluptuoso, fascinante como todo lo que tiene que ver con las formas enfermas. Cecil Fox actúa como si pudiera vivir no en el presente sino unos cuatrocientos años antes. Lo dice de entrada, en off, sobre un viejo mapa de Venecia: el siglo XVII es “mi siglo, mi tiempo”. Esta voluntad de anacronismo es permanente. Una veleidad de aristócrata descontento con la vulgaridad del mundo.
Por supuesto, esta torre contra el presente está condenada al fracaso. Cecil lo sabe bien. En su jardín isabelino hay un reloj de sol y sus sueños de bailarín se expresan al ritmo de “La danza de las horas” de Ponchielli. Su lucha contra el tiempo está llena de señales del tiempo. Por algo las tres mujeres le regalan relojes. Es lo de siempre en Mankiewicz: un orden (en este caso un orden de laboratorio) y unas fuerzas que lo amenazan. Cecil pone en escena una obra que finalmente no puede controlar. “Tengo aspiraciones, como todos, hasta que la vida me las desbarate”, dice alguien al comienzo.
Mankiewicz tiene el espíritu de los comediantes. Todo intento de control merece como respuesta una manifestación del desajuste esencial que nos gobierna. En este caso: un aristócrata idea una obra para su propia diversión y los criados-empleados la terminan en su beneficio. Uno es McFly, el actor que cumple el papel del Mosca de Jonson. La otra es la enfermera que acompaña a una de las mujeres, y que se revela como la única capaz de disputarle la obra a su autor. Este es el personaje fundamental. Se llama Sarah Watkins, lo interpreta Maggie Smith y tiene una habilidad que ningún otro tiene: puede cambiar. Primero aparece como una mujer inocente y melancólica, sin experiencia con los hombres; más adelante defiende el amor frente al cinismo de Cecil y finalmente se impone en un territorio que se le presentaba ajeno. Sarah se queda con todo: obra, dinero y futuro.
Mankiewicz disfruta el humor y el refinamiento de Cecil Fox, y dispara por su boca unos cuantos dardos contra su propio país. Pero es muy americano como para dejar que un aristócrata sea su representante directo en la ficción, tal como lo es el plebeyo Bogart en La condesa descalza. Por eso es genial la resolución de la película, que reúne dos cosas muy propias de su director. Primero, el desprecio por una burguesía falta de grandeza, enredada en asuntos prácticos, aburrida y sin sentido estético. Segundo, el reconocimiento de su ventaja respecto de una aristocracia que ya no tiene ninguna función histórica (y que en realidad vive de negocios). Cecil se suicida. Sarah gana e impone sus criterios: matrimonio, profesión liberal (derecho, en este caso) y hasta un plano de cierre al estilo del Hollywood más grasún, con ella y McFly, su futuro marido, en la Plaza San Marcos.
Sarah no tiene demasiada luz, entrega su inteligencia a la Norma y es definitivamente menos interesante que Cecil Fox. Pero está en movimiento. Dijo una vez, sobre el jardín isabelino, frente al galpón de herramientas, que es el único lugar que le gusta: “No tiene vida. Parece embalsamado desde hace siglos”. En este sentido, The Honey Pot presenta como comedia lo que El Gatopardo presenta como melodrama y Las novias de Drácula (esa maravilla de Terence Fisher) como historia de horror: el triunfo de la mentalidad burguesa sobre la mentalidad aristocrática, que entrega la Historia y se queda con la estética, royendo las formas, volviéndose más y más refinada, y tratando a veces de convencerse de que ganó.
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There Was a Crooked Man (1970)
La obra maestra más sorprendente de Mankiewicz (y seguramente la película de Mankiewicz preferida de los hermanos Coen, que la deben haber visto un montón de veces) es este western farsesco con guión de Robert Benton y David Newman. Una vez más, dos personajes bien distintos se enfrentan. Uno es Paris Pitman (Kirk Douglas), un ladrón simpático, entrador y asquerosamente egoísta, capaz de abandonar y matar a sus compañeros con tal de quedarse con todo el botín. El otro es Woodward Lopeman (Henry Fonda), un sheriff recto, de vocación iluminista, que cuando se hace cargo de una cárcel cambia el manejo discrecional y oscuro de su antecesor por uno inspirado en ideas de cuidado y resocialización, entre las que se incluye la apertura de una escuela, una enfermería y un comedor construidos por los mismos presos. Paris es otro de los puestistas en escena de Mankiewicz: su plan para escaparse de la cárcel es una obra escrita y dirigida por él mismo, en la que actúan sin conocer bien su papel los otros presos. También Lopeman está entregado al cumplimiento de una obra. Pero la suya es una obra de la razón, no del engaño, y se apoya en la idea de que los seres humanos son criaturas que merecen respeto, no meras piezas a manipular en beneficio propio. Paris planifica tomando como presupuesto el egoísmo de los hombres. Lopeman, tomando como presupuesto su bondad; la renguera que arrastra por haber confiado en un delincuente no lo amedrenta: apuesta de nuevo, convencido de que las personas son buenas si tienen la chance, y no te agarran el codo si les estirás la mano. Lo único que tienen en común el sheriff y el ladrón es que están sometidos (como todos, porque esa es la naturaleza de las cosas) a la indeterminación y los caprichos del mundo. Como pasa con tantos personajes de Mankiewicz, los dos construyen esforzadamente algo que no pueden controlar, y que en cualquier momento se viene abajo. Al brillante Paris lo pica una serpiente cuando ya tenía todo listo. Harto de que cada buena acción tenga como consecuencia un daño para su persona (el caos en el que resulta la inauguración del comedor es digno de Buñuel), el bueno de Lopeman termina escapándose a México con la plata afanada.
Además de sus dos protagonistas (brillantemente interpretados por Douglas y Fonda), There Was a Crooked Man presenta un conjunto extraordinario de secundarios, tal vez el mejor que Mankiewicz haya ofrecido. Los más destacados son los que comparten la celda con Paris. Un pibe rubio condenado a la horca, un chino, una maravillosa pareja de chantas que se pelea todo el tiempo como un matrimonio viejo, un ladrón de trenes guardado en la cárcel desde hace treinta y cinco años y el que termina siendo el personaje más conmovedor de todos: el delincuente de Warren Oates, que dejó rengo a Lopeman y cree que Paris es de verdad su amigo. Pero en realidad los grandes secundarios son muchos más, porque con dos pinceladas Mankiewicz consigue que se vuelvan inolvidables personajes que no aparecen más que unos minutos. El mejor ejemplo es el de la criada negra del comienzo, a la que vemos en la cocina preparándose con desgano y bronca para servir el pollo, hace una pausa teatral antes de cruzar la puerta y entra al comedor actuando el papel de negra simpática que vimos en tantas películas.
La criada que sonríe por obligación y contesta a una imagen alguna vez extendida de los negros en Hollywood es especialmente significativa porque Mankiewicz es el director de No Way Out (el drama antirracista que lanzó a la fama a Sidney Potier) y de King: A Filmed Record… Montgomery to Memphis, un documental sobre Martin Luther King realizado con Sidney Lumet y exhibido también en 1970 (circula en internet, lamentablemente sin subtítulos). Pero esta bomba no es la única que estalla en la película. Hay muchas más. Mankiewicz demuele el western clásico. No hay ya pueblo ni sujeto ético. Su Oeste es un mundo egoísta, en el que todos piensan en sí mismos, y no hay sino pícaros más o menos grandes y más o menos crueles, y en el que al final el único personaje honesto, el único que podría sostener sobre sus hombros el mundo, decide cumplir la voluntad de su adversario. El plano del (ya no) sheriff cruzando el Río Grande rumbo a México, convertido en ladrón, es tan ácido porque no solo representa una defección sino también la posibilidad de una vida abierta a los placeres. El hijo de puta de Paris coge, chupa y se caga de risa. El virtuoso Lopeman es (era) casi un sacerdote. Tal vez su historia sea, después de todo, la historia de una liberación. Como la de Viridiana.
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Sleuth (1972)
La última película de Mankiewicz es otro viaje al corazón del juego y la representación. Un escenario, solamente dos actores, una obra de teatro (de Anthony Shaffer) como punto de partida: de este desafío nació una (otra) obra maestra. Estamos en Inglaterra. Andrew Wyke (Lawrence Olivier) es un exitoso escritor de novelas policiales. Culto, fino, elitista, sueña con vivir en los años 30, cuando, según dice, todavía no había televisión. No es tan exagerado en su anacronismo como el Cecil Fox de The Honey Pot, pero siente exactamente lo mismo: un desprecio por el mundo que lo lleva al aislamiento y a juegos intelectuales como las novelas de enigma. Milo Tindle (Michael Caine) es un peluquero de origen italiano. Un tipo que se hizo a sí mismo, no un heredero. El enfrentamiento entre los dos hombres (el motivo inicial es una mujer, pero pronto queda en segundo plano) vuelve a poner en escena uno de los grandes temas de Mankiewicz: las formas en las que se elaboran en la cultura las relaciones de clase. Dragonwyck, Carta a tres esposas, Cinco dedos, La condesa descalza, The Honey Pot: en todas estas películas hay un análisis finísimo del vínculo entre criados y señores, campesinos y nobles, empleados y dueños. En Sleuth es casi el único tema que importa. Alcanza a todos los aspectos. La ropa, la historia familiar, la concepción del tiempo, el sexo y fundamentalmente el lenguaje. Las maneras elegantes y aparatosas de Andrew contrastan con el inestable modo de hablar de Milo, que cada tantas palabras denuncia su origen plebeyo. Primero se corrige, después (en su mayor crisis) se abandona a su acento, del cual finalmente hace alarde.
Mankiewicz (que siguió el libreto de Shaffer pero le agregó varias cosas, por ejemplo todo este asunto lingüístico) extrae de esta galería de marcadores sociales una verdadera batalla en tres actos. En el primero, Andrew humilla a Milo. Lo engaña, lo convence de ponerse un disfraz, lo trata de advenedizo, de empleaducho, de exhibir como un trofeo su pecho peludo y bronceado. Le dice: “No sos como yo”. En el segundo, Milo aparece disfrazado como un investigador, interroga a Andrew, lo acusa de asesinato y se descubre para que el otro entienda que fue burlado. En el tercero, de vuelta en su rol, Milo levanta la apuesta. Le hace creer a Andrew que asesinó a su amante, que antes de matarla se la cogió, y que la mujer le dijo que el exitoso escritor, el refinado señor Wyke, es impotente. Milo contesta farsa con farsa, humillación con humillación. Las cosas se cargan tanto que terminan en el desastre: un hombre muerto y el otro convertido en asesino.
Todo plan es el anuncio de una falla. Alguien (dos personajes en este caso) trata de convertir la vida en una obra y la obra es finalmente desbaratada por la vida. Es un argumento habitual en Mankiewicz. Sus últimas cuatro películas lo tratan de manera progresivamente más oscura. En Cleopatra los planes políticos de la reina chocan de frente contra el amor. En The Honey Pot los planes de Cecil son interceptados por la enfermera, que los conduce a un final que no estaba en el libreto. En There Was a Crooked Man los planes de Paris son arruinados ya no por una pasión o una voluntad sino por una serpiente. En Sleuth no queda nada. Ni melodrama que haga de la caída algo sublime, ni sustitución de clases, ni burla del destino. La casa de Andrew está llena de juegos (también esto es contribución de Mankiewicz). Un laberinto en el parque, un crucigrama en la pared del baño, un rompecabezas completamente blanco, un pool, disfraces, un montón de autómatas y hasta “un complicadísimo juego de la cuarta dinastía” que todavía no entiende bien. En el final, con todo convertido en ruinas, un muerto mantiene apretados los botones que hacen que los muñecos se muevan y se rían de su dueño. La vida que desbarata los planes ya no le deja lugar a la vida (Octavio y el Imperio, la enfermera Sarah y la vida burguesa, el sheriff Lopeman y los placeres) sino a una puesta en escena que funciona para nadie. Un mundo en el que los seres humanos han salido de escena. Así termina la filmografía de un genio.
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