El cuento de las comadrejas (tres parrafadas), por José Miccio

En el final de El cuento de las comadrejas, los personajes de Oscar Martínez (alguna vez director de cine) y de Marcos Mundstock (alguna vez guionista) se preguntan cómo blanquear una guita que acaba de llegarles. Barajan tres posibilidades: una que no recuerdo, el narcotráfico y la política. La defensa cerrada del gobierno nacional a la que Campanella se entregó vía Twitter durante estos años cierra perfectamente con esta tilinguería: el macrismo es el lugar en el que los que piensan que la política es caca o apenas una tarea de técnicos con horario de oficina pueden moverse con comodidad. Su lenguaje aséptico los arropa: vecino en lugar de ciudadano, gente en lugar de pueblo, diálogo en lugar de discusión, y todas las trivialidades que uno pueda concebir, bañadas siempre en palabrerío moral. No por nada el de Macri es el gobierno más bruto de los últimos cuarenta años. Bruto al modo cheto. Banal, arrogante, autocentrado y beneficiario de un humor obsecuente que insiste en presentar su odio de clase como incorrección política. Basta pensar en sus funcionarios de cultura y en sus intelectuales orgánicos: Lombardi, Avelluto, Lopérfido, Rozitchner, Andahazi, Birmajer y una runfla de periodistas que tienen de enemigos a grupos concentrados como los villeros, los manteros, los movimientos sociales y los trapitos. El seisietochismo kirchnerista fue basura. La catástrofe de Cambiemos convirtió al boludo de Forster en Fooucault. Pero más allá de todo esto, que es tirar con esfuerzo de un hilo que asoma apenas, el de Campanella no es un cine para el macrismo. El cine para el macrismo es el de Cohn y Duprat. Blanco, cheto, idiota, vano y clasista. Cuando el tiempo pase, la expresión cultural de estos años habrá que buscarla en películas como El ciudadano ilustre, Mi obra maestra y 4×4, además de en algunas cuentas de Twitter. Lo demás será lo que ya es: pura inversión en meme futuro. Campanella es una entre tantas personalidades públicas comprometidas con el gobierno. Tiene llegada a cierta clase media, funciona como amplificador de todos los lugares comunes (corrupción, Venezuela, autoritarismo) y es un tipo campechano que no tiene que hacer esfuerzos para mostrase a la altura de sus seguidores. Pero de todo esto, en El cuento de las comadrejas hay poco y nada. La película corre en paralelo a la actividad tuítero-política de su director. Que los tres protagonistas masculinos (Luis Brandoni y los ya mencionados Mundstock y Martínez) sean defensores o militantes del macrismo no hace más que reforzar este corte entre la pantalla y la vida. Está todo ahí, listo para el circo antipopular, pero no hay función porque resulta que el maestro de ceremonias se pasó la vida contando historias en las que una comunidad chica se defiende de (y a veces cede a) los garcas que se la quieren llevar puesta con la excusa de la modernidad y el progreso. Repaso rápido: el restaurante familiar de El hijo de la novia contra el eficientismo mercantil de un italiano globalizado, el club de Luna de Avellaneda contra el desgraciado que quiere entregárselo a unos empresarios, los loosers afianzados al terruño de Metegol contra el equipo de galácticos producidos en serie. Familia, barrio, pueblo: en el cine, Campanella es peronista. Tal vez la guita que Martínez y Mundstock quieren blanquear metiéndola en política haga referencia a los aportantes truchos de Vidal.

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Todo esto me recuerda que el kirchnerismo no pudo entender nunca por qué un tipo que filmaba películas como Metegol no era del palo. Un recolector de figuritas de la argentinidad (Diego, Sui Generis, el club, el asado, el fútbol, los caramelos media hora, los polvorones de la vieja, Pepe Biondi, Baldomero Fernández Moreno). Un fan de Capra. ¡Un populista! ¿Qué hace este tipo con los chetos? ¿No es el mismo que en Luna de Avellaneda (o la Darse cuenta de la Argentina pos 2001) hace nacer a un pibe en una fiesta de club de barrio, atendido además por Alberto Castillo? ¿No es el mismo que en Metegol enfrenta a un equipo auspiciado por decenas de empresas con nombres de multinacional contra otro auspiciado por Lencería Elsa? El culto del barrio, la oposición entre identidad cultural e interés económico, el desprecio por el capital especulativo, el sustrato conservador-populista que sostiene y que cohesiona cada giro dramático de sus películas: todo esto pertenece a una visión de mundo completamente ajena al emprendedurismo y la meritocracia que predica el gobierno que el director defiende. Puede ser una visión de mundo pedorra, cualunquista, básica hasta la náusea. Lo seguro es que no es liberal. Play al modo especulación apresurada sobre temas que también tienen que ver con Campanella aunque quede bien decir que no. Tampoco es que esta diferencia entre lo que un cineasta piensa y lo que filma sea tan rara, lo que pasa es que el catecismo progresista no acepta bien la discontinuidad que, con mayor o menor fortaleza, gobierna el vínculo entre los autores y sus obras. Por ahí andan, ahora mismo, los sacerdotes de red social, comunicando a nadie su voluntad de no ir a ver El cuento de las comadrejas porque al enemigo ni una entrada. A los puros (esa otra runfla) los guía el viejo anhelo de reconciliar lo bello con lo bueno. O también: el viejo anhelo de un mundo poshistórico. No es que sueñen con que un día el cordero duerma con el tigre. Sueñan con un mundo sin tigres. Pero como sucede siempre, la vida desborda el estrecho marco de los catecismos, cuya fuerza cohesiva es posiblemente indispensable para la acción política y definitivamente reacia a la estética en su sentido más amplio, de la ocurrencia en la conversación al poema de Vallejo (por considerar solo el lenguaje). Tantos buenos corazones y tantos buenos deseos detrás de un matrimonio imposible. Los catecismos aceptan el juego estético siempre y cuando no sobrepase sus límites. La causa exige disciplina. Toda ciudad es una ciudad asediada. No se filman violaciones en un país de violaciones. Pero el juego estético no puede ser nunca incorporado mansamente a la política porque solo existe en el desborde o en la resistencia al sentido. Es un exceso o una falta. Un bardo o una opacidad. Los catecismos están obligados a rechazarlo. Es un gasto, un desvío, un fuego fatuo. Si el juego estético es aceptado se debe o bien a un renuncio o bien (y excepcionalmente) a una sublime astucia. En el comienzo de El mundo alucinante, la gran novela de Reinaldo Arenas, quien después será fray Servando Teresa de Mier cuenta que el maestro le dio unos latigazos porque le hizo “tres rabos” a la letra o, y la letra o no lleva ninguno. Ese adorno innecesario (esa mariconería) es la cifra de una batalla. No por nada nuestro tiempo estético comienza con los juicios contra Flaubert y Baudelaire. En sus actas se lee todo el siglo XX y lo que va del XXI. No habrá ya (si es que hubo en algún tiempo no mítico) armonía entre pensamiento y acción política y pensamiento y acción estética. Cada vez que alguien dice Brecht, Bataille se ríe. Barthes deja ver mejor que nadie el trabajo de esta grieta (ay). Empieza buscando un lazo lo suficientemente firme sino para resolverla sí para arroparla en una tensión dialéctica, escribe que en Francia el talento está a la derecha y la verdad a la izquierda, pasa por Sartre, por Brecht, por Sade y llega finalmente, en Barthes por Barthes, a la conclusión inevitable: soy un mal sujeto político. Como todo aquel que de verdad quiera asumir el llamado de la estética, habría que agregar. Stop. Debido a que lo que se piensa y lo que se filma no tienen nunca la misma forma, una película es siempre algo más (e incluso otra cosa) que lo que sus responsables dicen de ella. De ahí el desastre que en general producen los que quieren que el cine ilustre sus ideas. Pero de ahí también que incluso en territorios hipercontrolados las cosas se salgan de madre. Un cineasta que quiere un jardín se la pasa persiguiendo yuyos que crecen siempre a sus espaldas. En Tierra de los padres, Prividera quiso filmar la persistencia de la Historia y terminó por dedicarle una oración fúnebre. Pues bien, también Campanella es un ilustrador de ideas. Lo curioso es que las ideas que ilustra no son las que defiende en su rol de ciudadano. Debe tener bien clara esta disociación. De hecho, muchos diálogos de El cuento de las comadrejas tratan de las diferencias que existen entre la vida y las historias, y de cómo la vida y las historias se relacionan justamente a partir de ese corte. No es que la película sea La condesa descalza, claro. Pero este es uno de sus temas centrales. Basta hacer una comparación rápida con Los muchachos de antes no usaban arsénico (por si queda algún despistado: El cuento… es su remake). Campanella dedica mucha más atención que Martínez Suárez al apego de Mara Ordaz por su pasado de gloria (su referencia es, obviamente, la Gloria Swanson de El ocaso de una vida). En Los muchachos de antes…, Mecha Ortiz se ve unos segundos en la Madame Bovary de Carlos Schlieper, y no hay mucho más que eso. En El cuento de las comadrejas, Graciela Borges tiene un pseudo Oscar en el centro de la casa, repite los gestos y las palabras que hizo y dijo cuando lo recibió, tiene colgados afiches de algunas de sus películas (con títulos de melodrama como Dunas de pasión y Por siempre la otra), se ve en Zafra, Los viciosos, El jefe y Pobre mariposa, e incluso en un momento sirve de tela a las imágenes, que al proyectarse sobre ella nos permiten ver al mismo tiempo la cara joven y la cara vieja de la actriz. O sea, medio siglo de cine argentino. Campanella es en esto excepcional: en Argentina casi nadie filma como si tuviéramos una historia del cine propia, con sus estrellas, sus clásicos y sus películas secretas. “Si quería un cura gaucho lo traía a Enrique Muiño”, dice Darín ya en el final de El hijo de la novia, y es como si su aprendizaje (dejar de poner el trabajo ante todo, asumir el amor, mantener con vida la infancia y el barrio) incluyera también este tema, porque al principio dice que no ve cine argentino.

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Debería hablar más de las Comadrejas. Pruebo con la obligada síntesis argumental. En una casa enorme, con un enorme parque, viven cuatro viejos que en su tiempo trabajaron en la industria del cine. Ella era la estrella. Ellos tres, su corte. Son el director (Martínez), el guionista (Mundstock) y un actor sin talento (Brandoni), que es también esposo de la actriz. Campanella enfrenta este mundo de viejos chotos (así se los llama una vez) con el de dos treintañeros garcas, yupis caricaturescos que son capaces de todo con tal de obtener ventajas y que por supuesto dicen una y otra vez eso que son y eso que hacen, porque si hay algo que a Campanella lo pone mal es que lo que pasa en sus películas pueda no entenderse. Hay una diferencia fundamental entre los jóvenes y los viejos. Estos últimos son cínicos, se matan a ironías y tienen asuntos pendientes, pero también tienen vínculos de fidelidad y culpa, cosas ligadas de una u otra manera a una historia en común que los protege cuando se dan cuenta que necesitan protección. Los jóvenes son dos hijitos del PRO. Funcionan como emprendedores, usan ropa buena, son estilizados, tienen asumido el ultraindividualismo como única manera de vivir y desconocen por lo tanto el significado de la palabra prójimo. El que no gana es porque no sabe ganar. El que pierde es débil. Parecen un poco los jóvenes reaganianos del Hollywood de los 80. Con unos años menos, Marcos Peña estaría bárbaro en el papel de Nicolás Francella. Este personaje, por cierto, no está en la película de Martínez Suárez, lo que me habilita unas comparaciones más. Campanella es más liviano y más vistoso. En relación con lo primero, realiza una previsible concesión a nuestro tiempo: las dos mujeres muertas no fueron asesinadas por los hombres sino que sufrieron un accidente, y además introduce una historia de amor entre la actriz y su esposo que es totalmente ajena al universo de Martínez Suárez. En relación con lo segundo, ya desde la escenografía el cambio es notorio. La casa de Campanella es mucho más lujosa (basta pensar en la escalera, que en Martínez Suárez es de humilde madera y no ocupa el centro del ambiente), está atiborrada de objetos y tiene un altar en el que brilla el premio que ganó Mara (la única extranjera, a excepción de Sofía Loren, según aclara ella misma). Salvo por una escena en el cementerio, breve y sin personajes de contexto, Martínez Suárez mantiene la unidad de espacio, y también una cronológía estricta. Campanella mueve la acción hacia un bar cool y unas oficinas ultramodernas, y presenta además dos flashbacks en blanco y negro que desarrollan la historia de Mara y su esposo. Pero la diferencia fundamental entre las dos películas es que Martínez Suárez es un director mucho más sensible al plano y al sonido que Campanella. Por eso, y no solo porque se mantiene (casi) siempre en el mismo escenario, su película es más opresiva. Se mueve despacio, trabaja con gran inteligencia la profundidad de campo y hace que los personajes se entretengan, además de con las bochas, con citas de la Biblia y juegos de palabras, lo que los vuelve más maliciosos. Campanella es siempre más torpe. Por poner solo un ejemplo. En las dos películas, los animales funcionan simbólicamente. A Martínez Suárez le alcanzan las imágenes. Campanella necesita también palabras. “Un bichito se come a otro bichito, y así es la historia del mundo”, dice al comienzo (aproximadamente) Martínez. Con semejante parlamento, además de decir lo que ya es evidente, el director amaga con sumar otra pieza a películas como 4×4 o Relatos Salvajes, que no imaginan otro vinculo social que no sea de degradación y guerra, y que por no tener el coraje de ofrecer su asco como exceso terminan atrapadas por la moralina pequeñoburguesa que las define y liquida. Pero en realidad, ese parlamento de Martínez no es la cifra de la película, como sí lo es el plano del chimango que atrapa al grillo en 4×4. La propia historia lo desmiente, porque los viejos son bichos que no se dejan comer, o en todo caso gallinas (con ínfulas, si se quiere) que se comen a las comadrejas, y para hacerlo acuerdan entre sí. Este mundo en el que los viejos les ganan a estos jóvenes de mierda y a su amoralidad triunfadora, aprenden a quererse de nuevo y se quedan con lo que les pertenece y guarda su historia es una negación del país en el que vivimos, no su representación. En clave de comedia negra, es lo de siempre en Campanella: los agentes inmobiliarios son una hipérbole de sus villanos fríos (el Fanego de Luna de Avellaneda, el empresario de Metegol) y los cuatro viejos una versión pretendidamente maliciosa de sus habituales antihéroes. La avaricia contra la identidad. El capital especulativo contra el pueblo, el barrio o la familia (en este caso, sin lazos de sangre). No hay nada en El cuento de las comadrejas que no tenga relación con el resto de la filmografía de su director. Por si a alguien todavía le interesan estas cosas y aprecia este lenguaje: Campanella es un autor. Muy mediocre, es cierto. Pero coherente como el que más. La apropiación que hace de Los muchachos de antes no usaban arsénico es absoluta. Pensemos en el tema campanelliano por excelencia: hay unos valores vagos que una no menos vaga modernidad desprecia y ataca. Y pensemos en su historia modelo: esos valores están ligados a un pasado bueno que en algún momento los protagonistas olvidan y en algún momento reencuentran. Todo está acá. Con enorme énfasis. El cuento de las comadrejas es la película de un tipo que entiende que su carrera es también una obra. En 1975, Martínez Suárez llena su historia de sugerencias que permiten abrir el encierro hacia su propio tiempo. En 2019, Campanella mira hacia el pasado casi como su Mara Ordaz: el encierro es hacia el presente, como si supiera que cualquier cosa que active el vínculo entre la pantalla y la vida fuera del cine será escudriñada hasta hacer que diga sus tweets.

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