Kirk 51, por Calanda

En 1951, Kirk Douglas protagonizó tres largometrajes: uno para William Wyler, uno para Raoul Walsh y uno para Billy Wilder. Porque lo amamos (¿y cómo no amar al tipo que alguna vez se describió como «el único hombre que tiene el agujero del culo en la cara»?), escribimos sobre las tres películas.

La antesala de infierno

No es demasiado difícil percibir la obra de teatro que se esconde detrás de La antesala del infierno (Detective Story, William Wyler, 1951): la concentración de tiempo y espacio, la temática seria, los azares un tanto forzados que comprimen todas las peripecias de esta trama complicada en unas pocas horas en una comisaría de Nueva York. Los momentos de histrionismo y moralismo bien podrían ser los de cualquier película del Hollywood clásico más desencajado, pero el manejo del tiempo no miente: esto fue un escenario antes de ser una película. El efecto que genera esa concentración, sin embargo, no solo es muy particular, sino que es profundamente cinematográfico: el tiempo mismo capturado. Entramos en esta comisaría junto con la jovencita nerviosa a la que están arrestando por primera vez y con ella descubrimos un espacio en el que vamos a habitar durante prácticamente toda la película: un primer piso, lleno de escritorios con distribución extraña, con personajes que van y vienen, casos diferentes que entran y salen, breves notas de humor, ocasionales explosiones de tensión, toda una marea de las cosas que pasan “en la vida misma”. La intención realista es evidente: vamos a espiar lo que pasa en un día como cualquiera de hoy en día (en el ’51) en una comisaría de Nueva York que casi tiene dirección (¿existirá realmente?, capaz que existe). Como si el neorrealismo le hubiera inoculado su veneno al sistema de estudios: tampoco vamos a salir a filmar a la calle (aunque son hermosos los planos de la ciudad en la secuencia de créditos, tan geométricos) pero buscamos el espacio artificial adonde entra directamente la calle: una comisaría. Todo es milimétrico pero su cálculo busca producir la marea de hechos que no tienen una lógica, que se acumulan simplemente porque sí, que cruzan lo terrible con lo banal, lo tenso con lo cómico. No falta nada y el timing es perfecto (sin un bache, sin un paso en falso) pero lo que termina por producir es ese efecto para nada ajeno a lo mejor del Hollywood clásico (con Ford, por supuesto, a la cabeza) de tiempo sin tiempo, de ocio narrativo engarzado en la férrea cadena de una narración que (prácticamente) no para nunca. Hay desde ya una historia que se cuenta con tres actos, protagonista y antagonista, todo en torno al gigante Kirk Douglas, que acá se pone unos anteojitos redondos, es callejero y neoyorquino y sabe pegar una piña (como siempre) mejor que nadie. Esa historia es, sobre todo, una fábula moral: el guardián impoluto de la ley que se las tiene que ver con lo relativo, lo sucio y lo personal cuando la investigación de un doctor que (al parecer) se dedicaría a realizar abortos clandestinos (aunque la palabra no se menciona ni una sola vez) descubre que el caso roza el pasado de su esposa, la mujer virginal y perfecta que no logra engendrar su hijo y que, parece, cojió con un tipo antes de conocerlo. La gran caída del imposiblemente carismático Kirk puede sonar un tanto absurda hoy, que somos todos tan liberales y cancheros, y tal vez un poco sobreactuada, pero una mirada posmoderna (que sería la nuestra) no puede evitar sentir que ese drama central en realidad es poco más que una excusa para trazar todo ese mosaico de historias y deliciosos personajes secundarios que entran y salen por delante y detrás de la trama central, la verdadera carne de ese esqueleto dramático que habrá sido en su momento controversial, serio y adulto. Junto con las grandes revelaciones que le esperan a Douglas conviven una joven inocente dispuesta a inmolarse por amor, una mujer que le pregunta a un detective si ellos también usan los intercomunicadores de muñeca que aparecen en las historietas de Dick Tracy, una señora bien que está convencida de que una conspiración de hombres la está acosando en cada momento (y el policía que la boludea y la tranquiliza al mismo tiempo), el gestito con la patita y sin mirar con el que un policía frena la puerta rebatible cada vez que alguien entra o sale, el recuerdo doloroso del hijo de uno de los detectives que murió en la Segunda Guerra Mundial (en esos momentos, hace unos años nomás), las traiciones entre chorros, el tipo que barre el piso de la comisaría y se queja de que siempre le están pidiendo cosas prestadas y nunca se las devuelven, unos cuantos planos en profundidad de campo con personajes dispuestos a diferente distancia de la cámara que huelen mucho a Welles (o Toland), el taxi como telo provisorio, la ciudad como ruido de fondo, la nobleza y la burocracia y un flujo continuo de cosas que nunca terminan de pasar en una ciudad (y una película) que se anima a una horizontalidad que nunca había visto en una película clásica y que, sin embargo, no parece nada fuera de lugar. (Marcos Rodríguez)

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Along the Great Divide

Along the Great Divide (Raoul Walsh, 1951) es un western más o menos clásico: los héroes —y la heroína— se destacan por la perseverancia a prueba de balas que los caracteriza y por ese lacónico profesionalismo que los impele a cumplir con su deber a pesar de lo que dicte el corazón, tanto como a respetar a todo adversario que despliegue el mismo carácter. Una secuencia que enfrenta a los tres hombres por la tenencia de un rifle explica fácilmente la deuda de muchos pistoleros del cine de género contemporáneo apuntándose a la cabeza sin bajar las armas ni dejar de admirarse mutuamente. Que la ley importe un poco menos que el desarrollo de un exigente código individual es la notable lección que esta película —particularmente cuando Merrick se quita, decepcionado, la placa de sheriff— casi setenta años después de su estreno.

No resulta raro que si la cuestión de la ley, y la conveniencia o pertinencia de su estricto cumplimiento, ande dando vueltas en forma continua por la película el núcleo dramático que constituye a los personajes y explica el crimen que da origen al conflicto sea su relación con el padre: Merrick (Kirk Douglas) se acusa de haberlo perdido por no cumplir estrictamente la ley; Ann (Virginia Mayo) traiciona al hombre que ama —y que además es el representante de la ley— por defender a su padre; y el hijo mayor del terrateniente va más allá de toda ley para obtener el favor paterno. Padre y Ley se alimentan entre sí para crear una figura que oscila entre lo temible y lo impersonal, entre la ternura y la tiranía, y que genera unas actitudes también dispares como respuesta a tan ambivalente carácter.

La familiaridad dramática entre los personajes se hace evidente por la canción que, más tarde o más temprano, terminan por entonar unos y otros a lo largo de la película y que al sheriff le recuerda el padre ausente, quien también representaba a la ley cuando lo lincharon unos vengadores desaforados similares a estos que deciden ejercer la «justicia por mano propia». Cuando digo que todos cantan —o silban— esa canción es necesario remarcar que eso incluye a la única mujer del grupo —quien ocupa un espacio dramático autónomo y tiene la misma importancia que los protagonistas— pero no al asesino, Caín resentido ante la ya total imposibilidad de diálogo con el padre y espejo trágico de su intransigencia.

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Along the Great Divide comienza con un viejo ganadero (Walter “Pop” Brennan después de Río rojo y antes de Río Bravo) a punto de ser linchado por los hombres del terrateniente, quien dice haberlo sorprendido robando algunas de sus vacas y lo acusa, además, de asesinar a su hijo preferido. La oportuna llegada de Merrick (Kirk Douglas), quien interrumpe su almuerzo y el de sus asistentes para cumplir con el deber, evitará el asesinato y dará la excusa argumental de la película: el arduo traslado del reo hasta la ciudad de Santa Loma donde deberá ser juzgado a pesar de la oposición del terrateniente, de su hijo mayor Dan, de sus matones y de la presencia cada vez más hostil del desierto.

Los signos de este último —viento, dunas y sed— nos trasladan en más de una ocasión a los exóticos parajes que inventaba Hollywood para sus películas de aventuras, dándole algo de sustento a la no tan peregrina traducción del título que recibiera en algunos países (Los aventureros), habida cuenta de que también fue comercializada como The travellers. Esa percepción de géneros que se cruzan logra acentuarse todavía más durante los diez minutos finales, en los que asistimos a un juicio (todo un subgénero en sí mismo) rudimentario que enfrenta la lógica del cowboy solitario, nuestro «vago y mal entretenido» gaucho, con el funcionamiento del poder judicial cuya injusta resolución evidencia el cercano fallecimiento de la moral de caballería propia de muchos westerns, para dar paso al advenimiento inevitable de una concepción institucional de la ley no exenta de crueldad, burocracia y arbitrariedades tan o más incomprensibles que la ejecutada hasta entonces por los individuos. (Marcos Vieytes)

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Cadenas de roca

Un periodista que trabajó en Nueva York y conoce la falopa de las notas de tapa llega a un pueblo de Nuevo México y se conchaba en el diario local. No quiere retirarse ni nada por el estilo: quiere volver a la ciudad que lo echó y mirar desde arriba a los que le soltaron la mano. La oportunidad se la da un accidente: mientras va a cubrir una cacería de serpientes de cascabel, encuentra que en un pueblo llamado Escudero un hombre quedó atrapado en una montaña en la que supo haber viviendas indias, y que los habitantes originarios llaman La Montaña de los Siete Buitres. En ese nombre, que es ya un título, Chuck (así se llama el personaje de Kirk) escucha la chance que esperaba. Escribe una primera nota llena de purpurina: una maldición india, un hombre bueno y una lucha por rescatarlo de la montaña y de las fuerzas que lo mantienen atrapado. Tiene éxito. Así que como la historia necesita que el tipo siga ahí, enterrado durante algunos días para que los capítulos sumen personajes y emoción, Chuck mueve todos los hilos posibles y consigue dejar al pobre hombre adentro, a la espera de un rescate largo y absolutamente innecesario. Todo termina para el culo, obviamente. Cadenas de roca (Ace in the Hole, Billy Wilder, 1951) es una sátira impiadosa sobre el periodismo. Como Sweet Smell of Success, la obra maestra que Alexander Mackendrick dirigió unos años después. Pero igual que en esta última, su grandeza no pasa solo por la exposición que hace de las miserias de una actividad llena de gente dispuesta a cagarse en todos con tal de obtener una historia que venda diarios sino también por convertir a los hijos de puta de sus protagonistas en personajes fascinantes. Un buen cineasta no puede pedirles a los buenos sentimientos y a las buenas causas que justifiquen sus películas. Tiene que pedírselo al cine. Y como el cine es un dios oscuro y caprichoso, no otorga nada sin pedir algo a cambio. Si querés una representación poderosa de las minorías, dame aventura. Si querés lucha de clases, dame picaresca. Si querés crítica social, dame uno o dos demonios capaces de prender fuego la pantalla. Romero escuchó y el cine le dio Knightriders. Monicelli escuchó y el cine le dio I compagni. Wilder escuchó y el cine le dio un montón de películas maravillosas.

Cadenas de roca tiene a uno de sus personajes más jodidos. Chuck es una lacra, no hay vueltas. Ambicioso hasta el delirio, egoísta, violento con la mujer del hombre enterrado, es también demasiado inteligente y demasiado bicho como para no resultar oscuramente fascinante. “Si no hay noticias, salgo a morder a un perro”, dice al principio. Y si hay noticias, pero además quiero una historia, mantengo a un hombre atrapado en una montaña, podría agregar. Todos siguen a Chuck. El sheriff corrupto que tiene de mascota a una serpiente, la mina que se quiere ir del pueblo (no lo dije antes: se trata de Alburqueque), el contratista que acepta hacer el rescate largo sabiendo que puede sacar al tipo en unas cuantas horas y también el fotógrafo del diario chico, que más por admiración que por interés lo acompaña en todas. Este personaje secundario, jovencito y con cara inocentona, bien puede funcionar como embrague entre nuestro mundo y el de la pantalla. No es un garca como los otros, pero se mantiene cerca de Chuck, encantado con su sed de vivir y con su periodismo aprendido en la calle y cursado en todos los niveles, de canillita a redactor estrella. Hacia un lado y otro del fotógrafo se distribuyen los personajes: aquellos que están dispuestos a joder a quien haya que joder para conseguir lo que quieren y el tipo que soporta todo el edificio moral de la película: el director del diario del pueblo, un hombre simple, guiado por un único mandamiento que tiene colgado en su oficina y en la redacción: Tell the Truth. (Detalle hermoso: el mensaje está bordado. En las manos de una mujer están los fundamentos).

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Esto en cuanto a los personajes en relieve. Porque en el fondo hay uno más, sin nombre propio: la masa (no le cabe otro nombre) dispuesta a jugar el juego del sensacionalismo y a convertir una tragedia en un parque de diversiones. Primero, frente a la montaña, se estacionan autos y se arman carpas. Después aparecen los negocios de comida rápida y finalmente, juegos y música de feria. El dinero circula. En cinco días, todo se convierte en circo. Wilder filma varios travellings de grúa, complejos y notables, para mostrar el escenario completo. Eso le interesa. El teatro que componen el periodista inescrupuloso y los lectores a los que sus notas persiguen y que de alguna manera lo sostienen.

Como todo lo que se ajusta a criterios hipodérmicos, esta relación de estímulos y respuestas, con la homogeneidad social que presupone, explica mucho y no describe nada, por lo que su pertinencia sociológica es nula. Pero Wilder es un director de cine, no un sociólogo, así que su trabajo no es ilustrar una tesis sino filmar planos y secuencias que conmuevan tanto a los ojos como a la barriga. El mejor ejemplo es el memorable calvario de Chuck, que en los últimos minutos, herido de gravedad, intenta corregir el desastre, entrega la información exclusiva a cambio de nada y cae muerto a los pies del honesto director del diario chico. Por supuesto, Cadenas de roca es una historia moral: muestra el desastre al que puede llevar la ambición y todas las otras cosas que ya sabemos. Pero es sobre todo un mapa desolador del mundo. La bondad existe pero es débil: alcanza solo para una autoridad civil en Alburqueque. Lo demás es infierno, y es en el infierno donde se hace la historia. (José Miccio)

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