El mendigo poeta: Basilio Martín Patino, por Marcos Vieytes

«A la veracidad de los documentos se opone la emotividad de las invenciones, y la necesidad de fascinar, aún a costa de ser heterodoxos. Intentar filmar el sentimiento de la historia pertenece a una poética subjetiva, a una propuesta de comprendernos mejor, de superar el desconcierto en que puede situarnos el transcurso implacable del tiempo. En cada película construimos una ventana desde la que mirar cómo nos reinventamos a nosotros mismos. Un modo de sosegarnos respecto a determinados tiempos y zonas inquietantes. En todo caso me parecería un despropósito confundir el oficio de fabulador cinematográfico con el de historiador. Aunque ambos se propongan suscitar el conocimiento de sucesos pasados, y contemplarlos desde el hoy vivo, actual. Sus herramientas de trabajo tienen poco que ver. Pesan sobre ellos el prestigio del valor académico que emana del respeto a la verdad o el desprestigio de su mentira, por las presuntas falsificaciones históricas, poéticamente imaginadas; el reconocimiento ante el compromiso histórico, o el sambenito de falsario respecto a sus interpretaciones fabuladas del hecho original. Resulta difícil entender que se le pueda sustraer a la comunicación cinematográfica su materia prima de espectáculo embaucador, fascinante, su capacidad de ensoñar y permitirnos imaginar las realidades invisibles y abstractas de lo inventado.

Es la sustancia cine, que exige, por encima de todo, una libertad total de recursos dirigidos a estimular la complicidad mental del espectador -elipsis, efectos ópticos o musicales, distorsiones, manipulaciones inevitables, yuxtaposiciones, etc.- no siempre respetuosos con el concepto de realidad histórica. Además de enriquecer su representación, nos permitimos así objetivar conductas, estados de ánimo, sentimientos, etc., que es otra manera de aproximarnos aún más a lo acontecido. Y libertad en cine consiste en creer o no en la inteligencia del espectador, allá él, para que se interese o se abstenga del juego, crea o no crea. De esta actitud depende el que la película sea un ejercicio de participación cómplice, o una manifestación de autoridad. Afortunadamente, tampoco el cine le hará la competencia al Registro Civil, o al calendario, o a las estadísticas, según el símil de Balzac respecto a la literatura. De poco valdrán sus exactitudes si no se respetan esencialmente sus recursos propios, su zona intermedia entre lo ensoñado y el dato fotografiable, su sistema de ritmos y premisas, sus estereotipos, en un grado de conciencia que responde a otra disposición para vivir la realidad».

Basilio Martín Patino

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Entre el primer y el último largo de ficción de Basilio Martín Patino hay treinta y seis años de diferencia. Nueve cartas a Berta (1966) y Octavia (2002) no cuentan la misma historia, pero transcurren en Salamanca, que es tan protagonista de ambas como los personajes; las dos están divididas en capítulos[1], y desde los títulos se identifican con nombres de mujer. Sin embargo, las voces en off que nos llevan por esos laberintos[2] audiovisuales son masculinas: un muchacho de más o menos veinte años en la primera, un hombre de aproximadamente sesenta en la segunda. En principio, las similitudes generales permiten establecer continuidad entre los personajes y las historias, que no sólo expone el proceso universal de deterioro físico debido al paso del tiempo sino también la decadencia existencial de un individuo en la primera, y la colectiva de una clase social en la última. Dudo que exista una actualización más atenta del tópico viscontiano por excelencia desde entonces como la de Octavia, con el valor agregado de que Patino nunca ha contado con el capital financiero de aquel cine ni por consiguiente con su sistema de estrellas (Cardinale, Lancaster, Delon). Cabe aclarar que Octavia no filma la vejez del protagonista de Nueve cartas a Berta, sino a otro personaje de más o menos la misma edad que tendría aquel, pero de distinta clase social, así como el modo en que subsisten actualmente las viejas relaciones entre amos y siervos, que ya estaba en La seducción del caos (1990).

La sensualidad de ambas películas está casi circunscripta a la presencia de los jóvenes, que son casi exclusivos protagonistas de la primera y ocupan un lugar importante en la última pero ya no definen el punto de vista ni aparecen la mayor parte del tiempo. Por eso las apariencias de Nueve cartas a Berta son más atractivas que las de Octavia, apegada como aquella está a los cuerpos, las expectativas y las palabras que un estudiante universitario le escribe a una chica que conoció en Inglaterra y que nosotros escuchamos, oscilando entre ocupar los lugares del autor o de la destinataria de esa correspondencia. Las modulaciones de la voz en off hacen mucho más que leer algo ya escrito y los soliloquios establecen una infinita cantidad de vínculos con los planos de una película en la que el montaje reescribe las evidencias. Las imágenes en blanco y negro de Nueve cartas a Berta se parecen a las que por entonces renovaban el cine europeo desde la mirada de aquello que, entre nosotros, Rodolfo Kuhn llamó “jóvenes viejos”, generaciones urbanas deseosas de rebelarse contra la Cultura pero condenadas a prolongarla sin la inconsciencia histórica de los incultos. “Esto sigue igual, pero ha cambiado completamente” le hace decir Patino de muy gatopardista manera a su protagonista en 1966. Y en el 2002 no lo desmiente.

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Las frustraciones de aquella joven generación ahora envejecida se suman en Octavia a las ruinas y la descendencia de la oligarquía franquista. El vitalismo resiste únicamente como desesperación autodestructiva en el cuerpo y el alma mestizos y desnudos de la adolescente del título, hija de la sirvienta de una familia patricia con un guerrillero colombiano. En la puesta en escena de Octavia ya prácticamente no queda lugar para el lirismo del presente urbano común a los nuevos cines de los 60, sino para una retórica de la evocación que sabe cada vez más rancia en boca del protagonista a medida que vamos conociendo más sobre el pasado del personaje, hijo díscolo de un terrateniente, señorito reconvertido en guerrillero durante los ’70, de estrechos vínculos con la STASI cuando cae el Muro de Berlín, y ahora miembro del establishment cultural globalizado progresista que diserta en eventos político-académicos acerca del papel que cumplen los servicios secretos de inteligencia en el mundo interconectado actual. Como en esa otra parte fundamental de la producción de Patino que son sus falsos documentales, seguidores explícitos de F de falso, el engaño de las apariencias es tal que no hay sitio para el más o menos bienintencionado consuelo civil del cine-denuncia ni causas capaces de prohijar mine militante alguno. La URSS no ha caído en vano y para Patino la materia misma de la existencia y de su (re)presentación fílmica no es otra que la del desengaño.

«Extraña fortuna la que nos pone en desacuerdo con el mundo que nos ha tocado vivir.»

Miguel Ángel Solá, en Octavia

¿Cómo es que aplicando procedimientos similares se producen efectos tan disímiles, aunque no necesariamente opuestos, entre Nueve cartas a Berta y en Octavia? Las voces en off no son las mismas debido a las diferencias de edad entre los personajes, lo que implica la evidencia sonora del desgaste de esas cajas de resonancia que son sus cuerpos. La reflexividad del joven de la opera prima parece estar en deuda con la naturaleza del “tímido” y hasta del “puro” con que, según él mismo dice, sus conocidos lo caracterizan, mientras que el protagonista de Octavia es un hombre de mundo que también ha sido uno de acción, lo que debiera facilitarnos la identificación vital con el segundo. Y sin embargo se nos impone una distancia en apariencia irrazonable a la luz de la información inicial que disponemos, así como tampoco inspira lástima el muchacho no demasiado alegre de Nueve cartas a Berta. Porque en las dubitativas previsiones de éste no se han formado aún las melladas certezas de aquel, que no son más que coartadas protectoras y negaciones. Porque los ancestrales cimientos que también le permitieran rebelarse al niño bien ya viejo de Octavia, como si la guerrilla hubiese sido una variante de las partidas de caza que entre la clase dominante española cumplían las mismas funciones que años después o en otras latitudes el golf, contrastan con las limitaciones pequeñoburguesas que el muchacho de Nueve cartas a Berta ha heredado de su padre, empleado bancario al que la guerra civil le impidió continuar con sus estudios de medicina y que también ha visto sus aspiraciones literarias reducidas a la escritura de crónicas deportivas sobre el Osasuna en el diario local. Otra diferencia entre uno y otro protagonistas es que el muchacho invoca a una interlocutora amorosa, en tanto que el tipo maduro de Octavia, felizmente casado con una elegante burguesa pero con un tortuoso pasado sexual típico de su clase continuamente relegado, habla solo y no escucha realmente a nadie a pesar de toda su cortesía y participación en “diálogos” públicos, “conversaciones” académicas y mesas redondas. El contrapunto entre imagen y sonido acaba por revelarnos cuánto se miente a sí mismo en su retórico soliloquio. De modo que también es nuestro el autoengaño, habida cuenta de que su intimidad conduce la nuestra. Por último, la partitura original para instrumentos de cuerda de Nueve cartas a Berta siempre acompaña los monólogos interiores y las imágenes, pero el continuo Stabat Mater de Octavia no pocas veces choca con lo que vemos y oímos: tanto puede exaltarnos como repelernos, connotar relaciones de clase, o potenciar el lirismo.

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Las distinciones visuales van más allá del blanco y negro de una película y del color  que le resta encanto a la segunda (por mucho que El desencanto de Chávarri, como acaso todo el nuevo cine español no exista sin la opera prima de Patino). Como en Nueve cartas a Berta no abundan los movimientos de cámara, hay al menos un paneo y un par de travellings inolvidables. En el primero la cámara gira apenas alrededor del protagonista que se despide de su novia en una soleada calle de Salamanca. Varias décadas más tarde brillarán, en la misma dirección pero extendida en el tiempo y el espacio, una ciudad, unos cuerpos y unos vínculos -y las distancias que los constituyen- cuando el protagonista de En la ciudad de Sylvia gire en una esquina de Estrasburgo mientras sigue el rastro de la mujer de sus sueños. El primero de los dos maravillosos travellings de Patino recorre el salón del club exclusivo de la ciudad donde las élites de la ciudad miran a cámara como estatuas orgullosas e ignorantes de su salina condición (y no me refiero al principesco Lancaster de Visconti sino a la mujer de Lot). El segundo avanza por una calle cuya perspectiva estrechan el ligero contrapicado y los altos edificios medievales mientras escuchamos siempre en primer plano la bienintencionada pero patética letanía de consejos paternos devaluados cuando el protagonista regresa como el hijo pródigo de la parábola bíblica sin haberse gastado herencia alguna porque nunca la tuvo. Ya estamos cerca del final de una película que se detiene justo a las puertas de la primavera: las estaciones espirituales del cine de Patino son el otoño y el invierno, propicios para la soledad, el recogimiento, la introspección y los abrigos (“Salamanca es un remanso”, dice un viejo). Lo que no hay en Octavia, cuyo verano es soleado pero amargo, son los congelados y las cámaras lentas de Nueve cartas a Berta, o no se hacen tan presentes al menos, pero abundan los travellings y los planos secuencia. La puesta en escena luce mucho más controlada, aunque igualmente fluida, entre otras cosas por unos contados fundidos que encadenan el plano sobre sí mismo, plegando fabulosamente el tiempo así como los niveles semánticos del relato, y muchos otros detalles, como la presencia de objetos que conectan casi mágicamente a las dos películas entre sí con casi cuarenta años de diferencia.

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Entre una y otra Patino filma Los paraísos perdidos (1985), en la que Charo López regresa a su ciudad natal a la espera de la muerte de su ya desahuciada madre. Ha vivido en el exterior la mayor parte del tiempo. Está casada con un alemán[3], tienen una nena, y no es improbable que se divorcien. Mientras decide qué hacer con la gran casa deshabitada familiar y recupera relaciones, amanece traduciendo poesía. Una tarde se encuentra con un hombre que la quiso cuando eran jóvenes y al que no ve desde entonces. Pocas palabras después del saludo nos damos cuenta de que es Lorenzo[4], el protagonista de Nueve cartas a Berta, y de que ella no puede ser otra que la mujer del título. Sabíamos que la destinataria de las cartas vivía con su familia en Londres, dónde el protagonista la conoció durante un viaje, pero sólo aparecía en cámara su novia de siempre, la cubana Elsa Baeza, a menudo maridada con las palabras de amor del muchacho destinadas a Berta. No sabremos nunca si se terminó casando con su novia, pero sí que concluyó los estudios porque es abogado, como quería su padre, y que no volvió a ver a Berta hasta ahora. Vale decir que no salió más de España. Y parece evidente que, al igual que su padre, tampoco ha seguido escribiendo. Al lado del hombre poco atractivo de unos cuarenta años en que se convirtió aquel muchacho (tiene el pelo un poco largo sobre la nuca y entradas en la frente, luce desgarbado con su traje común y corriente) pero no especialmente infeliz (sonríe en las dos escenas en las que aparece y el reencuentro no lo pone triste), la protagonista es un personaje de otro mundo (de otra clase social, pero también de otro género literario). Porque el cinematográfico de Patino jamás es homogéneo sino dividido, por no decir desgarrado, aunque sin énfasis. En Octavia también hay una escena en la que un hombre y una mujer que se desearon cuando eran jóvenes se reencuentran décadas más tarde y la voz en off de él describe lo atractiva que era mientras la cámara ralentiza en plano general un momento en que la versión actual de ella se lleva una bocha de helado a la boca.

Nueve cartas a Berta comienza bajo la advocación de Machado: “Esta es la historia de un español que quiere empezar a vivir y a vivir empieza”. Como bien sabemos los que alguna vez escuchamos a Serrat, «una de las dos Españas ha de helarle el corazón». No es el único poeta de la película. El hermano del protagonista de Octavia es el autor de un libro de poemas. El padre de Berta es un intelectual que se gana la vida en el exterior, seguramente exiliado, escribiendo sobre La celestina y sobre San Juan de la Cruz y la poesía mística española. En Los paraísos perdidos escuchamos la voz en off de Berta afirmar a través de Holderlin que el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona. ¿Patino hace las dos cosas a la vez? ¿Cine de poesía o de prosa, divino o mendicante? Las posibilidades poéticas y filosóficas de la imagen son su principal interés, acaso en consonancia con la escritura de María Zambrano, jamás nombrada pero en todo presente. No solamente porque el tono de ambos es íntimo y reflexivo sino también porque en Nueve cartas a Berta hay una conversación continua entre “los fundamentos metafísicos del liberalismo”, frase que el montaje sonoro distingue en medio de un aula llena de voces en esa católica Salamanca que lo pensó antes que Inglaterra, y un cristianismo potencialmente “extraordinario: el del dios bueno y comprensivo. Sin inquisición, sin miedos, sin vulgaridad”. La concreta impresión de realidad exterior de la imagen le importa tanto a Patino como la creación de una interioridad cinematográfica que no se afirma sobre cierto saber del inconsciente sino que procura, a través de la contemplación inquisitiva, un despliegue del alma.

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[1] Los de Nueve cartas a Berta proclaman ser tantos como las cartas del título, pero sólo conocemos los ocho que aparecen enumerados así (¿el título de la película será el primero?): 2 – el rosario de la familia / 3 – a la sombra de las piedras doradas / 4 – la noche / 5 – un domingo por la tarde / 6 – la excursión / 7 – pretérito indefinido / 8 – tiempo de silencio / 9 – un mundo feliz. Los de Octavia son estos seis: El hijo pródigo, Ítaca, Borrachos como dioses, Los motivos de Antígona, Razón de melancolía, Stabat Mater.

[2] “En Palimpsesto salmantino, he realizado un conjunto de tres tiempos cinematográficos extraídos de algunas de mis películas, concretamente Caudillo, Nueve cartas a Berta y Octavia, que transcurren todas ellas en nuestra ciudad, y donde también en todas ellas trato de reflexionar metafóricamente sobre mí ya largo transcurrir vital”. (Basilio Martín Patino)

[3] El protagonista de Madrid (1987) es Rudiger Vogler, que hace de un director alemán contratado por un canal de televisión de su país natal para filmar una película sobre el cincuentenario de la Guerra Civil Española. La madre del protagonista de Octavia estudio en la Alemania de los años 30 y se casó en segundas nupcias con un hombre de ese país. La protagonista de Los paraísos perdidos traduce a Holderlin.

[4] En Octavia también hay un personaje que pone al tanto de los asuntos legales de la familia al protagonista cuando regresa. Por la edad que tiene no pude ser el mismo personaje al que vimos por primera vez en Nueve cartas a Berta y que reapareció en Los paraísos perdidos, pero también se llama Lorenzo.

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