Decadente (sobre La Quintrala, de Hugo Del Carril), por José Miccio

“Nacida para el mal y poseída por la locura, fue la mujer más extraña de la historia de las Américas”. Con esta frase termina el prólogo con el que Hugo Del Carril presenta a doña Catalina de los Ríos y Lisperguer, mejor conocida como la Quintrala. Lo que el prólogo no dice es lo que la película muestra: que la malvada Catalina (en la piel de Ana María Lynch) es una mujer fascinante. “Mi ley no es la ley del mundo”, le dice a su amante don Rodrigo cuando se entera de que el tipo se acaba de casar. Quiere lo que quiere todo tirano: posesión, no amor. Un minuto después de despedirse para siempre de quien ya no es más que un pusilánime, porque no hay con ella zonas intermedias ni hombres compartidos, manda a su esclavo a que lo mate. La Quintrala es una pulsión devoradora que no descansa. Con el paso de los minutos queda claro: el número inverosímil de misas que deja en su última voluntad tiene menos que ver con el arrepentimiento o cualquier otra virtud cristiana que con el mismo deseo de dominio. En parte recuerda a la Ellen de Gene Tierney en Que el cielo la juzgue, que en una de las vueltas argumentales más hermosas del melodrama se mata para gobernar desde el más allá la voluntad del hombre que la obsesiona. Pero hasta ahí la semejanza, porque enferma como está de todos los demonios posibles, Ellen ama. La Quintrala, no. La Quintrala quiere y aborrece no solo con la misma intensidad sino como si no hubiera diferencia entre una cosa y otra. “Díscola, soberbia y descreída”, la califica en un momento su padre. Podría haber dicho “Mala”, y habría sido más económico y certero.

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“¿Sabes para qué te he hecho venir? Porque quería verte por última vez. Para saber que todo lo que se ha querido se puede aborrecer con la misma pasión”. “Hay algo en vuesamerced que remueve en mí no sé qué sentimientos, y algo que no entiendo”. Hay muchas líneas como estas de Catalina en la película, tanto o más sobrecargadas. Pero los parlamentos literarios de Eduardo Borrás no son trascendidos por la puesta en escena, como solemos decir para disculpar aquello que no se ajusta a lo que nuestros papeles nos señalan como aceptable: son parte de esa misma trascendencia porque su irrealismo es también el de los personajes y el de las pasiones. La Quintrala (1954) transcurre en 1665, en Santiago de Chile, entre corregidores, caballeros, esclavos y curas. Tiene base histórica (la Capitanía General, algunos nombres propios, el texto de Benjamín Vicuña Mackenna que recoge sus andanzas) y un vestuario acorde a su tiempo. Pero es puro artificio. Una invitación a amar a quien de este lado de las cosas no quisiéramos cruzarnos nunca. Está perfecto. La ficción es salto, no continuidad. “La mía es una familia de héroes y asesinos, de santos y de herejes”, dice Catalina mientras una panorámica muestra los retratos de sus antepasados. Lo que no soporta es la zona media, nuestro propio mundo. Es más, mucho más grande que la vida. Su relación con dos hombres lo muestra bien. Uno (don Enrique de Guzmán) es de la tierra. En el testimonio que da en casa de Catalina, cuando miente para cubrir al esclavo que mató a Rodrigo, y por su intermediación a su ama, a quien conoce solo por un par de planos y contraplanos, es claro por el juego de miradas que lo hace porque busca algo con ella. Algo, obviamente, quiere decir sexo. El plano con el que la secuencia termina muestra a la Quintrala ya caliente. Desea a ese tipo que engañó a la justicia (se da cuenta entonces, seguramente) porque igual que ella subordina la ley del mundo a la ley propia. El segundo hombre (fray Pedro Figueroa) es del cielo: el cura joven que llega al pueblo con fama de ser la bondad encarnada. Un brillante fundido encadenado entre las espadas seculares y los pies protegidos apenas por unas sandalias humildes señala el pasaje de un ámbito a otro. De un lado, fray Pedro es el Santo, así como del otro, don Enrique es el hereje (con minúscula, porque comparado con el cura es más bien poco). Con estos dos Catalina puede tratar. Algo los lleva hacia donde su espíritu se mueve, lejos de las leyes comunes. Son la contracara de don Rodrigo, que se casó y quería seguir con ella como segunda, y que no es más que un tibio: un tipo que acepta la ley y juega el juego de evitarla. Pero con la Quintrala no hay medias tintas. Lo suyo es el absoluto. Por eso la clave de todo está en el cura.

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En una escena genial, el buen hombre trata de convencer a un indio de que lleve en su carreta a una mujer enferma. El indio no quiere. Tiene miedo. La Quintrala le tira entonces tres monedas y el cura se queda sin buena acción. Podría haberle pasado a Nazarín. Un poco antes, hay otro momento hermoso: un juego de planos y contraplanos entre la procesión de flagelantes y la mujer que observa cómo los hombres se castigan, que une como pocas veces las aspiraciones extremas de la carne y del espíritu. La excitación se resuelve en plegaria: caliente, la Quintrala se arrodilla ante el altar y se da con el látigo en la espalda. Esta relación entre caminos presuntamente opuestos es una de las claves de la película. Antes de la llegada del cura, Catalina rechaza confesarse porque no acepta que nadie tenga autoridad sobre ella. O porque su vínculo con el otro mundo no necesita intermediarios. El pueblo rumorea que de noche, en su casa, hace hechicerías. No la vemos, pero puede ser. Cualquier cosa que la ponga frente a quien sea que convoque, porque puede mirar a cualquiera cara a a cara. Ni padre, ni sociedad, ni confesor, ni Dios: la Quintrala solo responde a ella misma. En la escena en la que su padre decide que vaya a un convento y tome los hábitos, se levanta y dice que no. Del Carril la encuadra entonces en contrapicado, con un crucifijo detrás iluminado por una luz equivalente a la que ilumina su pecho siempre expuesto y poderoso, justo en el momento en que se niega a ser crucificada, y en lugar de pedir por el padre lo desafía.

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(Digresión. La herejía que hay en este plano puede no haber sido buscada en esos términos por Del Carril. Pero Del Carril era un cineasta, y a diferencia de lo que queda bien decir, un cineasta no es necesariamente el que sabe todo lo que hace sino aquel que sabe cosas para las que no tiene palabras. Quien quiera entender qué piensa Messi del fútbol tiene que darle una pelota, no un micrófono, porque Messi piensa con los pies, así como el pintor piensa con el color y el cineasta con la cámara y el sonido. De ahí que el triunfo de tantos directores expertos en entrevistas, y el prestigio de los hermeneutas, sea siempre espurio).

Declaradamente herética, en cambio, es nuestra protagonista. Cuando el cura ya está instalado en el pueblo, lo busca primero en su celda y después en el confesionario, pero no para decir sus pecados sino “para sentir vuestra presencia”. Los primeros planos que Del Carril le dedica a Catalina, y sobre todo el detalle de sus ojos, tantas veces repetido, se tragan todo lo que les pasa cerca. Catalina mira (a su esclavo, a su padre, a sus amantes, a fray Pedro, al propio Cristo) como chupando sangre. De hecho, su apodo viene de la flor del quintral, una planta venenosa que se abraza a los árboles y termina quitándoles la vida, tal como ella misma explica alguna vez. “No creo en santos que no quieran sufrir como hombres”, le grita al cura, ya en el final, después de decirle que mató a un hombre y que su compasión (la de él, claro) es fácil porque solo se dirige a aquellos que no inquietan su alma. La Quintrala es un absoluto que se alimenta de absolutos. Lo fascinante es que el Mal que en ella encarna es un modo de la libertad. El modo negro de los personajes del decadentismo, que Del Carril debía conocer bastante bien, y que dos años después serviría de base a Más allá del olvido, su maravillosa adaptación de Brujas la muerta, la novela de Georges Rodenbach.

La Quintrala está en la oscura fascinación de su protagonista. Antes y después de ella, los textos en off cumplen en informar sobre su muerte, castigo eterno y demás cosas de difícil (de indigna) memoria.

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