Monzón con moraleja, por Marcos Vieytes

Hace días que no me deja en paz el final de Furia: Las peleas de Carlos Monzón. Si no tienen cable, pueden verla en Youtube. La produjo Space, cuya programación está identificada con el gusto tradicionalmente masculino gracias a las transmisiones de boxeo y el repertorio de películas de acción dobladas al castellano curado por Manuel Trancón, crítico de cine que supo escribir acerca de las series antes que nadie en nuestro país y probablemente uno de los últimos que le hizo justicia a Rafael Azcona desde las páginas de El Amante. El documental de Julián Troksberg (Simón, hijo del pueblo) es sólido, profesional. Ventaja de esta clase de productos: no tienen las pretensiones de los artísticos o “de creación”, ni la precariedad cinematográfica de la mayoría de los testimoniales. Aunque también termine padeciendo el sometimiento a la agenda cultural dominante. Hasta el viejo cine-arte que nuestras minorías cultas consumían hace décadas ha sido reemplazado por el audiovisual-servicio civil que tiene menos que ver todavía con el cine popular. Furia viene en yunta con una serie de ficción producida por el mismo canal. El afiche de esta última puede verse ahora mismo en las calles de la ciudad y sintetiza sus obligaciones. Debajo del título aparecen tres sustantivos: uno de ellos dice “Campeón”, no me acuerdo qué dice el otro, y en el último se lee “Femicida”.

Durante la mayor parte del tiempo el documental elude de la mejor manera posible esa nueva forma de cine comprometido que es el bien pensante: dando cuenta –junto a la carrera deportiva y mediática de Carlos Monzón- del asesinato de Alicia Muñiz a través del juicio y la condena posterior, apoyado en la excelente -y también cinéfila- selección del material de archivo y en el testimonio actual de la jueza. Pero al final, mientras van pasando los créditos, aparecen imágenes de mujeres vociferando que nadie las consultó cuando levantaron hace veinte años el monumento al campeón en Santa Fe. Digo campeón porque así lo representaba la escultura: enfundado en el pantalón corto de combate, con el cinturón ganado en buena ley y trece veces defendido. Antes de eso vimos la inauguración de la estatua poco después de la muerte de Monzón, el abandono actual del sitio, y finalmente una placa en la que van apareciendo las leyendas informativas usuales en estos casos tanto como en las ficciones “basadas en hechos reales”. Por la última nos enteramos que la estatua fue removida y nunca más será repuesta, tras lo cual desaparecen las letras, por no decir la leyenda.

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Lo último parece una expresión de deseos más que un dato. Hay que ver si compartida por la película, aunque claramente expresada mediante ella. Como las moralejas de las fábulas que encapsulan las operaciones dramáticas del relato en su corolario moral, reduce la ambigüedad del arte y la arbitrariedad expresiva de la imaginación individual a la demanda civil presuntamente provechosa para la sociedad. También me hace pensar en las advertencias sobre lo malsano de fumar ubicadas por ley en las cajas de los cigarrillos, habida cuenta de la importancia que tiene el boxeo en un canal como Space. Ese final en el que una multitud de mujeres se expresa al unísono las uniforma porque no hubo desarrollo alguno del colectivo que representan ni de sus individualidades. Todas son Alicia Muñiz, podríamos decir acudiendo a la simplificación de lo colectivo que desde hace unos años circula como fórmula virtual, pero ninguno de los que miramos la película sabremos quién fue Alicia Muñiz porque el documental no hace nada por (re)construirla como persona(je). No es ni siquiera una víctima, sino La Víctima. Y Monzón, el Victimario de Todas, nueva -si es que no eternamente- juzgado por un crimen que (al menos todavía) no es equivalente al terrorismo de Estado, pero por el cual uno de sus iconos ha recibido el mismo trato que tres presidentes de facto.

Lo que desvela de ese final es el absoluto desierto que abre en la película la acción de ese colectivo que vocifera contra el monumento mientras pasan los créditos. Su amplitud representativa es indudable, tanto que se arroga una edad superior a la biológica: quienes protestan por no haber sido consultadas al momento de levantar la estatua ni siquiera habían nacido o, si ya vivían, no eran capaces aún de articular palabra pero sí de gritar. Se me dirá que el objetivo de la película no es el de dar cuenta de las corrientes feministas contemporáneas y sus particularidades. En tal caso no me parece ideal terminar la película con ellas, habida cuenta del peso que adquieren solamente por la posición que ocupan, última cosa que se lleva el espectador al verlo. Es cierto que la aparición de las mujeres figura ya en los créditos y que los créditos son más fáciles de separar del cuerpo de la película que los títulos, pero esta vez la continuidad está asegurada porque el bonus track de imágenes comienza inmediatamente después de lo último que vemos y capta nuestra atención por el agudo reclamo sonoro, además de establecer una relación de efecto-causa entre el retiro del monumento y la manifestación.

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La potencia del documental, sin embargo, se despliega justo antes de esas últimas imágenes de archivo recientes. Potencia cinematográfica mayor que la de la serie que ya podemos ver por televisión, a juzgar por un primer capítulo tan solvente como estandarizado, y que no sólo ha elegido contar la vida de Monzón a partir del crimen si no que tampoco ha dudado en calificarlo de «mala persona» a través de un personaje cuyo monólogo tiene un peso tal que bien puede representar la postura del relato. La potencia cinética del documental consiste en el citado uso de las placas informativas, pero sobre todo en la construcción de la imagen precedente. Un dron se eleva para mostrarnos el predio vacío en un plano general que abarca los verdes alrededores y el río sin ser humano alguno ni otro rastro de su presencia que las ruinas del monumento. Lo que ese movimiento de cámara deja ver no es un vacío sino un vaciamiento, del que muy posiblemente no sean las mujeres ni sus reivindicaciones las primeras responsables, porque los planos anteriores al dron muestran las placas conmemorativas  de las defensas de Monzón y los mástiles corroídos por la herrumbre. Esa corrosión, análoga a la expresión de deseos final de la leyenda que anuncia lo imprescriptible de la decisión tomada, es el Mal: la conversión de un Dios –con su horizonte de sentido sagrado tan terrible como trascendente- en chivo expiatorio laico; la reescritura de una Tragedia como informe periodístico; la desintegración de un Símbolo, y el abandono de un Templo.

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