Esto no es un estudio exhaustivo o cohesivo sobre la obra de Nanni Moretti: es un intento por acercarse a sus películas. No se respetan cronologías ni se reconstruyen contextos, no hay notas biográficas ni consideraciones sociales. Podrían decirse muchas más cosas, podrían decirse otras.
Michelle Apicella tenía razón
La vanidad no es un vicio. Solo en una sociedad ya definitiva y asquerosamente informal, de jogging y zapatillas por la calle, de mujeres que se maquillan en el subte y hombres adultos que se comen los mocos en las esquinas podemos comprender la verdadera importancia de la vanidad. La vanidad es la conciencia inclaudicable del ser social del hombre. El hombre vanidoso es aquel que porta consigo de forma constante la conciencia de la mirada del otro, del cruce de miradas que implica atravesar un espacio público, aquel que asume las consecuencias del vivir en comunidad. Un hombre vanidoso no es aquel que se “arregla” para sacar algún provecho (para una entrevista de trabajo, por ejemplo) o para levantarse a una mina, sino aquel que se preocupa por estar bien todo el tiempo, sin importar para quién, porque reconoce la democrática importancia de la mirada de cualquier otro ser humano.
¿Por qué impresiona el monólogo sobre los zapatos de Michelle Apicella al final de Bianca (1984)?: porque tiene razón. La gente no debería usar zapatos feos. Esto es evidente. Pero al escuchar a Apicella comprendemos que es evidente que no podemos hablar de un valor relativo de la belleza o, más aun, de lo pudoroso. Frente a determinados valores no se puede hablar de tolerancia. Al contrario de lo que parecen creer muchos, la tolerancia no es el máximo valor, sino el disvalor por excelencia. La tolerancia no esconde otra cosa que la cobardía y la injusticia. Nunca se trata de una cuestión de tolerancia o intolerancia, sino de comprender cuáles son los valores que vale la pena defender. Una vez que se encuentran estos valores, no se puede pensar en un acomodamiento, en un apoltronamiento, en una concesión. La intransigencia es la marca de la verdad. La mentira no es tolerable, en la misma medida en la que no es tolerable el mal gusto.
Lo que impresiona de Michelle Apicella es el valor monolítico de sus valores. No hay posibilidad de ceder, no se debe ceder. A lo sumo, esos valores pueden chocar, sacudirse como placas tectónicas, pero no acomodarse. Ese choque de placas es lo que produce las crisis, tan frecuentes en Apicella. Es lo que encontramos, por ejemplo, en Palombella rossa (1989): un Apicella que se cuestiona la validez de sus valores. Puede haber una crisis. Pero nunca un compromiso. De hecho, lo que encontramos al otro lado de la crisis no es más que una reafirmación de esos “valores justos”, que uno puede poner en duda en un momento dado, pero que una vez adquiridos no deben ceder bajo ningún concepto: ni por la edad, ni por el cansancio, ni por las pocas esperanzas concretas de su concreción. Esa es la revelación al final de Palombella rossa.
Lo inusual en Apicella no es la convicción con la que defiende sus valores (aunque eso también), sino la extensión que sus valores alcanzan. Todo en la vida debe ser juzgado, considerado, reflexionado, tomado en serio. Hay una forma correcta en la que se debe cortar la torta Mont Blanc y una forma incorrecta. No es una cuestión de obsesión o manía, sino de simple reflexión. Un maniático o un obsesivo compulsivo genera una serie de reglas que deben ser siempre respetadas y que no respetan más que a imperativos irracionales que no alcanzan una explicación real. Michelle no es un obsesivo: todas las opiniones, todos los juicios que profiere (que son muchos) están perfectamente justificados. Y lo decimos de nuevo: Michelle tiene razón. Sí, hay una forma correcta de cortar la Mont Blanc, aquella que permite la distribución homogénea de los ingredientes en cada porción. Eso no es manía, es justicia: justicia hacia cada comensal y, sobre todo, justicia hacia la Mont Blanc. Lo que distingue a Michelle no es su manía obsesivo-compulsiva, sino su conciencia hiperaguda de cada pequeño acontecimiento que lo rodea. Michelle se toma todo en la vida muy en serio. Esta postura del hombre constantemente moral es la que le confiere un cierto aire de anticuado, que él parece cultivar.
Por eso Michelle juzga e interpela constantemente a todos los demás personajes, funciona como una conciencia moral. Y por eso grita: no le interesa dialogar, explorar en conjunto, llegar a un consentimiento grupal. Él conoce ya la respuesta, solo quiere hacerla ver. Y no podemos dejar de decirlo: Michelle Apicella tiene razón.
Los Apicella
Resulta impresionante constatar la fuerza que tiene un nombre. En cinco de los primeros seis largometrajes de Nanni Moretti el protagonista se llama Michelle Apicella. Esto parece resultar suficiente para que muchos consideren a estos cinco personajes como uno solo.
El fragmento
Moretti elige el fragmento como forma. Todas sus películas están narradas en fragmentos y cada fragmento está resuelto con pocas tomas largas. El fragmento casi es independiente en su cine. Eso no quiere decir que sus películas no tengan una globalidad, al contrario, pero todo se construye siempre con la acumulación de piezas autonómas. En Moretti la escena es autárquica.
Sin pectorales no hay vanguardia
En una de las secuencias más cargadas de gags de todo Io sono un autarchico (1976), Fabio, el director de teatro experimental, lleva a toda su troupe a una expedición a la campiña para realizar una serie de ejercicios físicos que los fortalecerán como grupo, lo cual mejorará su trabajo como equipo teatral. Ninguno de los jóvenes romanos parece a gusto al aire libre. En distintos momentos, diferentes personajes intentarán escapar de esta rutina que les impone su director. Fabio los reúne en filas y los obliga a hacer ejercicio. Mientras están haciendo flexiones de brazos, para motivar a sus actores, dice: “Sin pectorales no hay vanguardia”.
¿Qué es este teatro que confabula Fabio? Por un lado, por supuesto, tenemos la parodia del “teatro experimental” que a principios de los ’70 seguía siendo muy fuerte, un teatro de ruptura, de vanguardia, con influencias del teatro del absurdo, del marxismo, del ’68. Los pectorales señalarían el materialsmo de este “teatro concreto”. El crítico dice en un momento: “No, el teatro no. La novela está muerta, pero el teatro sigue vivo”. Ese teatro es un espacio de exploración del sentido en un mundo en el que se decretó la muerte del sentido. Como espectadores, vemos la obra que monta Fabio, podemos juzgar. Según los testimonios, la obra de Fabio se parece a las obras que se montaban en Roma por esas épocas.
Esa parodia, sin embargo, es fechada y un espectador actual (uno que no conoce ese teatro) sigue riendo. ¿Por qué? Porque el paso del tiempo dejó caer la capa superficial de parodia que encontramos en Io sono un autarchico y revela otros elementos. ¿Qué es, ya tan lejos de 1976, ese teatro pectoral? Antes que nada, chistes muy buenos.
Antes de la secuencia al aire libre, Fabio describe a sus futuros actores su proyecto. Se trata de una exploración, dice. Cita una serie de nombres importantes: teóricos, Beckett. Pero al hablar de lo que le interesa de forma específica sobre el proyecto, elige una serie de palabras que no puede resultar casual: habla de recuperar el gesto, la corporalidad, dice que le interesa explorar la “banda sonora” y el montaje. Todos estos elementos se pueden entender como parte del teatro, pero son en primer lugar parte del lenguaje cinematográfico. La obra de Fabio es cine, es el cine de Moretti, es Io sono un autarchico; explora, como la película que vemos, de un modo muy particular el uso de la banda sonora y el montaje (o, en este último caso, su poco uso). La obra de teatro experimental que monta Fabio es, como tantos otros elementos de la película, una declaración sobre el cine. Io sono un autarchico funciona como declaración de principios del cine de Moretti.
Por otro lado, esta película, que explora las posibilidades del lenguaje cinematográfico, en ciertos aspectos acerca a Moretti al teatro. Fundamentalmente, por el uso de la cámara fija. Es un rasgo estilístico: la cámara de Io sono… prácticamente no explora el espacio, no tiene vida independiente sino que muestra. Esta no-ubicuidad de la cámara, el punto de vista fijo, es precisamente lo que enrarece el espacio, le da una presencia fundamental porque lo pone en primer plano. Hay muy pocos acercamientos, los movimientos de cámara son mínimos y están siempre justificados. Los personajes se mueven dentro del encuadre, se acercan o alejan, pero siempre dentro de ese marco que, por lo que tiene de fijo, parece excluir el fuera de campo porque constituye un mundo autosuficiente. La cámara no se mueve porque no hay nada que mostrar por fuera del encuadre que se ha elegido, todo existe y funciona dentro de ese pequeño universo abstracto en el que transcurre la acción. Ese efecto de espacio enrarecido es, justamente, teatral. Un cine impuro.
El Caro diario de Apicella
Cronológicamente, Sogni d’Oro (1981, tercer largometraje de Moretti) parece una película fuera de lugar. No se parece a las dos películas anteriores (Io sono… y Ecce bombo: más corales, «generacionales», melancólicas, disgregadas) y tampoco se parece a las dos películas que le siguen (Bianca y La messa è finita: más bien lineales, con un Apicella que asume una profesión). Sogni d’Oro se parece más a Caro diario y a Aprile, esas dos películas/diario que Moretti va a realizar más adelante: tenemos las vicisitudes de un director de cine, una estructura dispersa, la idea del cine dentro del cine (los proyectos que quiere filmar el personaje). Sogni d’Oro es algo así como el Caro diario de Michelle Apicella, el transcurrir cotidiano de un personaje sin rumbo, una reflexión no narrativa de un personaje fuertemente estilizado.
Es tentadora la idea de una especie de estabilidad estética que Moretti encuentra solamente durante dos películas: obras hermanas, consecutivas, que parecen continuarse. En el medio encontramos las anomalías: Sogni… y Palombella rossa, que claramente marcan los quiebres, el paso de un cine al otro, la crisis de esa forma que Moretti desarrolla tan poco pero en profundidad.
Estas islas de estabilidad no marcan estructuras fijas sino que ponen en evidencia la inestabilidad de la estética de Moretti: primero hay una película que adquiere una forma, después otra que continúa sus líneas, profundiza las búsquedas. Pero apenas podemos percibir algo como una tendencia (dos puntos constituyen una recta), Moretti gira hacia algo diferente, encontramos una crisis que viene a acabar con la ligera estabilidad de su cine.
Michelle Moretti
Al principio de Sogni d’Oro se hace referencia a las dos películas previas de su protagonista, el director de cine Michelle Apicella, películas que retratan una juventud intelectual, abúlica, romana. Las películas anteriores de Michelle Apicella se superponen con Io sono… y Ecce Bombo (1978), los dos primeros largometrajes de Moretti. ¿Son lo mismo? Michelle/Moretti se superponen. Pero Michelle y el falso Freud también se superponen. Michelle y el hombre lobo/profesor de secundaria también se superponen. ¿Todo es lo mismo?
A diferencia de lo que pasa, por ejemplo, en Io sono…, lo que se intersecta en Sogni… no son historias de diferentes personajes sino sueños/fantasías/niveles de película. La supuesta transparencia que uno puede ver, por ejemplo, en Ecce Bombo, ese ser joven que retrata a los jóvenes, ese ser el personaje de sus películas, se vuelve opaco en Sogni… porque la transparencia, si bien tematizada, a la vez se vuelve difusa. La relación de Michelle con su madre se parece a la del personaje del loco que se cree Freud con su madre ficticia en la película que está filmando Michelle. ¿Eso quiere decir que son lo mismo? Hay correspondencias, pero también hay corrimientos. Freud/película se sacude como el Michelle/profesor de escuela y golpea a su madre como el Michelle/personaje de Moretti, pero las situaciones son diferentes. La transparencia no es tal porque está mediada.
Sogni d’Oro se abre con Michelle Apicella director, pero termina con una escena del profesor transformado en lobo. No hay una continuidad o eje, un protagonista o una historia para seguir. Hay varias. El título habla de sueños. Freud habla de sueños. Freud no es Freud sino alguien que se cree Freud.
La transparencia desfasada se transfiere a los espacios. La puesta en escena se mantiene similar a las películas anteriores: cámara fija, un espacio delimitado por el encuadre que sella la unidad acción/lugar en un todo autosuficiente. La gran excepción en Sogni d’Oro es una escena en la que Moretti usa una grúa. Estamos en una escena de la película La mamma di Freud (la película que quiere filmar Apicella), vemos a Freud juguetear con su mamá y suponemos que se trata de una nueva fantasía de Apicella. Pero de pronto la cámara aparece del lado de afuera de la puerta y se aleja por el aire para mostrar que lo que estábamos viendo era un set de filmación. Vemos a los actores, las paredes falsas y atrás el equipo de filmación que mira. De pronto el propio Apicella (director en ese set) interrumpe la acción para corregir al actor. Ese movimiento de cámara (tanto más notorio por ser único en la película y en la obra de Moretti hasta ese momento) señala el tratamiento que recibe el espacio en esta película: nunca sabemos del todo dónde estamos ni a qué nivel de realidad corresponde una escena.
El único espacio estable parece ser la habitación de Michelle Apicella. Es el lugar desde donde nacen los sueños, explícitamente en el caso de la fantasía del Michelle profesor de secundario, pero también donde comienza el guión para La mamma di Freud. Lo demás puede ser inestable. Como cuando vemos a Apicella jugando a un flipper y de pronto traen a un herido que chorrea sangre y hay bombas de gas. Michelle no se inmuta, sale y finalmente comprendemos que sin previo aviso nos encontramos en el set de filmación del musical sobre el ’68 que filma su adversario. Un espacio concreto se vuelve un set. Una ficción se vuelve espacio concreto a través de un set de filmación. Un espacio en apariencia concreto, el auditorio en el cual se lleva a cabo uno de los debates de Apicella con el público, de pronto se vuelve espacio de la fantasía cuando se ve invadido por el ama de casa, el pastor y el agricultor (que trabajaba en el campo con métodos arcaicos al momento de recibir el llamado telepático). Ese espacio cerrado que veíamos en Ecce bombo mantiene ciertas características, pero adquiere una nueva. Ahora los espacios se comunican entre sí, se superponen, se reemplazan. Ocurre en el gag en el set de filmación de La mamma di Freud, cuando Michelle huele a los jóvenes que se están besando: vemos una pared empapelada de un cuarto, creemos que se trata de una pared normal y de pronto Apicella mueve la pared y descubrimos que se trata de un set.
El espacio es inestable en esta película. Es por eso que Sogni d’Oro termina con el bosque mítico en el que se pierde el hombre lobo que aúlla.
Plantas
En Bianca vemos cómo Apicella le grita a su planta en el balcón. ¿Por qué no crecés? Te doy agua, tenés sol, ¿qué más querés? Apicella habla con sus amigos, parece querer gritarles, los llama por teléfono en medio de la noche. ¿Por qué no son felices? ¿Por qué no siguen juntos? Les habla a los zapatos. Dirige la cena en la casa de su alumno. Así no se corta una torta. Pero todo a su alrededor le ofrece resistencia.
La burguesía pequeña
“En el cine, los actores son la burguesía, la imagen es el proletariado y la banda sonora es como la pequeña burguesía, siempre oscilando entre una y la otra. La imagen, en tanto proletariado, debe tomar el poder en el film después de una larga lucha.” Palabras de Michelle Apicella, que en Io sono un autarchico se despierta de pronto, se sienta en su cama y suelta esta reflexión como si tratara de arrancarla del sueño que acaba de tener.
Lo que resulta claro en este primer largometraje de Moretti es la importancia que le da a la banda sonora, en especial al uso de la música extradiegética. Es notorio en Io sono… por lo que tiene de experimento no resuelto, de voluntad más allá del estilo. La película está sobrepoblada de música, de canciones que se multiplican, que aparecen de la nada y se cortan en la nada. Conviven músicas distintas, del jazz al rock a la música clásica, con duraciones muy diferentes, siguen la lógica del fragmento. A veces la música está puesta para unir partes, pero en general aparece para generar atmósferas.
La música en Io sono…, por otro lado, suele ser dominante. No hay música y sobre ella diálogos; cuando aparece, toma el control. No hay música ambiente; hay silencio o música. En más de una ocasión, la música toma el control absoluto de la escena y silencia al actor, mata el diálogo en pos del cine. Si hay una revolución en Io sono…, es la revolución de la pequeña burguesía.
Cámara fija
En Aprile (1998), Nanni está siempre escapando. Escapa del set de filmación de su musical (en pose de director perturbado), escapa de la filmación en la sede del partido de izquierda (cuando dice que va a tomar un café y termina en el hospital), escapa en el momento de filmación en Venecia. Parece escapar de su cumpleaños con un centímetro en la mano. Intenta escapar de la conversación con Silvia, cuando tienen que hablar de las etapas del parto. La fuga y el viaje son motivos centrales en Aprile. Siempre hay un desplazamiento (en auto, en bote, en el departamento casi desmantelado del senador de izquierda). Por eso resaltan más aquellas escenas construidas enteramente (siguiendo el viejo modo de Moretti) con la cámara fija: fundamentalmente, la primera escena con Nanni y su madre frente al televisor y, más adelante, la narración del parto de Pietro por teléfono. Como personaje, Nanni está todo el tiempo indicando a la gente de su productora: “No, con la cámara fija”. Incluso cuando ya se ha escapado, mientras toma un café escondido detrás de una parecita en Venecia y dirige a través de una radio, pregunta cómo tienen la cámara (si es cámara en mano o sobre un trípode) y exige que pongan la cámara sobre el trípode. Nanni/personaje insiste con las constantes estilísticas tradicionales de Nanni Moretti, que, sin embargo, solo se cumplen a rajatabla en pocas escenas específicas de Aprile.
Los vasos comunicantes
De pronto, al final de Ecce bombo, toda la juventud romana estalla en una especie de peregrinación espontánea para ir a ver a Olga. Esta mujer que no es de Roma, que vemos sola todo el tiempo, de pronto todos la conocen y quieren acompañarla. Unos hablan de ir a verla y todos salen corriendo. Pero en la estampida se producen múltiples desvíos.
La artificialidad de esa juventud resalta una vez más la artificialidad de toda la película, como en la escena de flashback que el propio Michelle introduce produciendo un ruido extraño con la boca que imita los efectos sonoros que el lugar común agregaría en postproducción. La forma cinematográfica de Ecce bombo está tan trabajada que nunca podría pensársela como un “testimonio”.
Por otro lado, la idea de juventud está puesta en duda desde la propia película, como se ve en la escena con el entrevistador en el bar. Nos encontramos en el bar moderno, el entrevistador de televisión se acerca a una mesa de jóvenes revolucionarios y quiere preguntarles sobre esa especie de “tema de moda” que es la juventud. Todos miran al hombre de la televisión y Michelle dice: “Entrevistalo a él, a él le sale bien el joven”.
Roma
La messa è finita (1985) se abre con un regreso a Roma. La Roma de Moretti. No hay otra ciudad, casi no hay espacios que no pertenezcan a Roma en el cine de Moretti. Y, sin embargo, la Roma de Moretti es muy diferente a la Roma de Fellini, no solo porque la ciudad tiene fisonomías distintas (Fellini queda asociado a la Fontana di Trevi, Moretti apenas si llega a mostrar el Castel Sant´Angelo como un fondo árido y vacío), sino fundamentalmente porque Roma es naturalmente para Moretti el mundo todo. La Roma de Fellini tiene que construirse, está hecha de cine, se eleva a categorías míticas que atraviesan el tiempo y los significados, las capas de realidad. En cambio, para Moretti el mundo es simplemente Roma. La diferencia, tal vez, entre el romano y el chico que llegó desde Rímini a la gran capital (del mundo/del cine). La Roma de Moretti, como se la ve contra el perfil de Giulio en La messa è finita, puede mostrar a lo lejos algún edificio emblemático, alguna cúpula reconocible, pero es en esencia una ciudad de suburbios. Una ciudad, como en Caro diario (1993), bastante vacía, con pocos roces entre gente, con mucha vereda, mucho sol, mucha casa. No es la ciudad ajetreada sino el espacio (muchas veces hueco) de los barrios anónimos, de edificios “nuevos” con paredes lisas y funcionalidad. Es una Roma que se vive, no que se exhibe. No hay exhibición en la Roma de Moretti porque el espacio público casi no existe y en lo que existe funciona como extensión del espacio privado: es un lugar habitable, de cruce, de convivencia. Es un lugar, en todo caso, político, no del espectáculo.
Roma, en La messa è finita, es la vuelta al hogar, la vuelta a la madre. Y, por supuesto, es la vuelta imposible. Giulio puede recorrer los pasillos, rebotar la pelotita como hizo antes, pero no puede volver. Ya no va a volver. La madre se suicida y la misa terminó. No hay un espacio donde volver. Roma es la madre Roma.
Risa en canon
En recurso recurrente en las películas de Moretti es la construcción musical del gag. Un ejemplo es la escena de las madres que secan las cabezas a sus hijos después de la pileta en Palombella rossa y otro podría ser la escena de los adultos en la isla de los hijos únicos (segundo capítulo de Caro diario) tratando de hablar por teléfono, rehenes de los hijos únicos que atienden y los hacen imitar sonidos de animales. El gag empieza con una melodía única: una escena que primero vemos y parece normal, una situación graciosa pero singular. Esa situación de explica con una voz en off. La situación se empieza a repetir, en canon. La repetición multiplica el gag al universalizarlo. No se trata de variaciones, esta construcción de la escena no es una fuga sino un canon, digamos. La situación se repite una vez más, y otra, y finalmente vemos esa situación multiplicada en un número todavía más grande de casos (la superposición expande el espacio), y en el momento cúlmine todas estallan simultáneamente en un único plano secuencia, que implica un movimiento de cámara, un travelling hacia atrás. La cámara se aleja, permite el espacio, muestra con la distancia que crea esa perspectiva de repetición. Fin del gag.
Da Fellini
Ecce bombo, como especie de piedra programática de un personaje cinéfilo, sienta opiniones claras sobre el cine italiano que lo rodea. No solo Michelle Apicella se dedica a hablar mal (repetidas veces) de Lina Wertmüller, sino que estalla en un ataque de ira (metalingüístico) cuando en un bar un hombre empieza a hablar sobre cómo son o dejan de ser los italianos y por qué Italia está perdida. La escena de Apicella echado de un bar con el grito justiciero de “¿Qué es esto? ¿Una película de Alberto Sordi?” es tan hermosa que deja sin palabras.
Pero el comentario más sutil (y complejo) es el que hace uno de los amigos de Apicella cuando, junto a la ribera del río, ya casi sobre el final de la película, ve a un grupo de viejos que de pronto se ponen a bailar y dice: “Qué hermoso, da Fellini”. La ironía es evidente, pero la relación de Moretti con Fellini es mucho más compleja.
Acumular diarios
El gesto de acumular diarios, leer las noticias del diario, leer cartas viejas (ya desde Ecce bombo) aparece en Michelle no como forma de mantenerse informado o de preservar la memoria, de estar en contacto con el presente o el pasado, sino como medio de conservar la indignación, como un recurso de exploración, camino para la indagación de un mundo que debe ser impugnado y que la cotidianeidad maquilla.
Historias
Hasta Bianca, es casi imposible decir que las películas de Moretti tienen un argumento. No hay una historia que contar. Hay, sí, un devenir del tiempo, una acumulación de hechos, una sucesión, pero eso no constituye una trama. La historia/excusa (la obra de teatro en Io sono…, por ejemplo) se ve atravesada por hechos, detalles, personajes circunstanciales. Por eso la forma del fragmento.
Generaciones
La única generación diferente a la de los protagonistas que aparecía en Io sono un autarchico era una falsa generación: el hijo de Michelle, que hablaba más como Pepe Grillo que como nene. En Ecce Bombo aparecen varias generaciones, todas en la casa de Michelle (ya no se trata del Michelle abstracto de Io sono…, que tiene un departamento para él y finge hablar por teléfono con su padre): están los dos padres (relación, esta, marcada por la incomprensión) y la hermana menor (juventud activa políticamente, comprendida pero vigilada). Las tres generaciones se miran una a la otra, como en la escena del travelling hacia atrás por el pasillo de la casa de Michelle.
Ese límite dentro del mundo de Ecce bombo permite la aparición de lo diferente. El espacio enrarecido en el que viven los jóvenes convive con mundos que están más allá de su frontera. Este efecto se repite en la figura de Olga, que pertenece a la misma generación pero no al grupo de hombres. Ella no es de Roma. Es mujer. Sufre esquizofrenia. Michelle termina parado frente a ella, en silencio.
Modigliani
Hay algo fundamental en el diálogo en la biblioteca que se da entre Michelle Apicella y Bianca. Ocurre cuando en el colegio Marilyn Monroe se está dando un seminario y el profesor Apicella (pesadilla de Sogni d’oro) corre por los pasillos vacíos, resbala, juega como nene. Al llegar a la biblioteca, se encuentra con Bianca y hay una pequeña conversación.
En ese momento, en esa escena, con esa luz, Bianca parece una mujer salida directamente de un cuadro de Modigliani. Es extraordinario. El cuello parece estirarse más allá de lo anatómicamente posible, mira con la cabeza ligeramente inclinada, sus ojos sugieren interés pero a la vez una cierta melancolía. En ese instante, en esa escena, Laura Morante es una pintura. Y remite a la pintura.
Bianca es, como personaje femenino, un camino hacia la belleza. También en Bianca tenemos una escena en la que Apicella parece intentar imitar un momento estético, un porte como de cuadro impresionista: es la escena en el lago, un gran gag, en el que, sentado en un bote en medio del agua, sombrilla y sombrero mano y leyendo Proust, Apicella intenta parecer misterioso y sugerente para así atraer mujeres. Esa especie de tableux vivant que imita Apicella es grotesco y ridículo y opone su artificalidad (resaltada por la luz del sol directo que golpea contra el blanco de su ropa) a la naturalidad del cuello de Bianca. Bianca es, como aspiración romántica, lo naturalmente estético. Ella es, en sí, un cuadro y por tanto se opone a todo en Bianca. Bianca es el elemento pintura en un mundo de cine. Apicella es cine. El cine que rodea a Apicella (representado a su vez por las ventanas de los vecinos que él mira como si fueran una pantalla) es un cine de la autorreferencia, del control obsesivo y en lucha constante contra el tiempo. Bianca corta eso, corta a Apicella, corta el tiempo con su promesa de amor, corta el trabajo de montaje, de encuadre, ella porta su encuadre, remite a otro mundo, a un mundo externo, diferente y accesible al ideal. Bianca es, por supuesto, la posibilidad de salida para Apicella, la puerta de entrada a un más allá, la posibilidad de una interacción humana diferente a la de la dirección (Apicella intenta controlar compulsivamente a sus compañeros como si los dirigiera en la vida). Es el objetivo al que Apicella parece aspirar, ese sol de cartón piedra, algo buscado mientras lejano. Bianca es la promesa de la pintura al óleo que Apicella termina dejando fuera.
[…] Ninguna certeza, parte 1 […]
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