Terror, por José Miccio

“De hecho, tal vez ganemos con este contacto permanente algo más flexible que una definición teórica; un conocimiento práctico e íntimo, como el que nace de una larga camaradería”.

Henry Bergson, La risa

Me pasa cada tanto que me vienen antojos. Hace unos meses, Hollywood. Poco después, Woody Allen, la comedia italiana, Mankiewicz, ¡Campanella!. Es un modo de relacionarme con el cine que reemplazó a mi antiguo interés por la agenda de estrenos y festivales, y que está obviamente en relación con el acceso a películas que antes nos estaban vedadas y con la gratuidad de materiales por cuya revisión difícilmente pagaría. X = +Y / -Z , donde X es el tiempo que queda, Y la gloriosa piratería y Z los menúes que la industria y los circuitos de producción de consensos y prestigio quieren vendernos como Presente. Me importa bastante poco quién ganó la Palma. Me importa cada vez más el lugar que ocupa el cine en la vida de las personas y la historia de ese vínculo al mismo tiempo personal y social. El otro día soñé que reconocía mi amor o me despedía para siempre diciendo: “Yo tan Nitrato d’argento, vos tan Historie(s) du cinema«. Estas cosas un poco absurdas me interesan, en buena medida porque no son respetables, y deben por eso encontrar el modo de sostenerse a sí mismas. Dicho en otras palabras: exigen una escritura. Sobran papers, sobran datos, sobran críticos que arroban directores, reseñas de cinco párrafos y tweets. Lo que falta son textos que cultiven la inactualidad y no le tengan miedo a equivocarse. En fin. Descargué y vi en casa High Life, Domino y The Dead Don’t Die. Vi en en el cine John Wyck 3, Doubles Vies, Leto, Toy Story 4 y Dolor y gloria. Pero en estas últimas semanas, con la sola excepción de Tarantino, que me dejó en éxtasis, me dediqué más que nada al cine de terror, que lo tenía olvidado. Busqué películas acá y allá, atendiendo solo a las fechas, porque quería que no tuvieran mucho más que una década. Vi una treintena. Escribí sobre estas trece, anglosajonas. Otra vez falopa.

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Empiezo con Cabin In the Woods (Drew Goddard, 2012), otra película de metahorror, un fenómeno menos reciente de lo que parece (basta recordar los viejos cócteles de monstruos de la Universal) pero cuya frecuencia sin dudas aumentó desde los años 90. Trata de cinco pibes en edad de pogo hormonal que van a pasar un fin de semana a una cabaña en el bosque. Los primeros minutos son típicos del género (adolescentes, ropa interior, drogas, músculos, deporte, conspiranoia, sugerencias sexuales), hasta que un águila digital se estrella en las altas cumbres contra una pared invisible y anuncia que algo raro va a ocurrir. Pues bien, a esta altura no es tan raro, y bien puede pasar que la autoconciencia ya forme parte de las convenciones del género: uno de los personajes tapa con una frazada un cuadro que a su vez tapa una ventana que del otro lado es un espejo y de ahí pasamos, a caballo de un fundido digitalísimo y un travelling, a uno de los tantos monitores del centro de control que maneja lo que sucede en el bosque. Es el lugar de trabajo de uno tipos que habían aparecido al comienzo discutiendo sobre mujeres y lo que pasa en Japón, con lenguaje fácilmente asociable a las finanzas y planos de un lugar poco definido, que pueden pertenecer tanto a un laboratorio como a un complejo de oficinas o a una base militar. Pero ahora sabemos que lo que está en juego es el mundo: hay que hacer un sacrificio para calmar a unos dioses sangrientos que si no reciben lo que quieren podrían destruir todo lo existente.

Además de esto, hay un tema con el género como objeto industrial. Durante la película se hace referencia a fallas en todas partes, de Suecia a Argentina. Es decir, a intentos de cumplir con el ritual que no llegan a buen puerto. Solo quedan en pie Estados Unidos y Japón, lo que puede ser leído de manera ya no mítica sino histórica, como si existiera una geopolítica del terror. Las chicas de pelo negrísimo en la cara (al estilo The Ring) podrían estar haciendo tan bien su trabajo que serían tan o más efectivas que los monstruos tradicionales. O también: el laboratorio nipón tendría con qué disputarle a Hollywood un mercado y unos lugares comunes. Además de un argumento de pretensiones antropológicas sobre el lugar del miedo en la cultura (que aparece también en el falso documental Behind the Mask: the Rise of Leslie Vernom, de Scott Gloserman) hay en Cabbin in the Wood una dimensión bélico-empresarial. No es tan extraño: desde hace mucho el sistema incorpora a la representación la cocina del sistema, de manera que la autoconciencia no supone de por sí crítica y distanciamiento. (En parte por eso es que Warhol tiene todavía tantas cosas que decirnos). Basta pensar en Los juegos del hambre, una película llena de dinero que reflexiona en sus propios términos sobre el mundo que la hace posible y que bien merece una digresión porque hay mucho interés en su reflexividad histérica (por cierto, bastante común en Hollywood).

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Ese juego en el que la excitación corre junto a la violencia y la exposición mediática, ese espacio selvático que cambia fauna, recursos, luz y todo lo que existe de acuerdo al arbitrio de sus diseñadores, ese vínculo vacío y exaltado que el público establece con los protagonistas, las figuras del director y el hombre poderoso en las sombras, las palabras “¿Esto es lo que quieren?” que uno de los concursantes dice al final a ese mundo-cámara en el que juega… todo habla de Hollywood, de las corporaciones del entretenimiento y del ansia mediática como podría hacerlo un crítico de la sociedad del espectáculo si hablara el lenguaje del espectáculo. El que supo ver esto a la perfección fue Paul Verhoeven. Ese momento genial de Robocop en el que el CEO le dice a Murphy que no fabrican algo que pueda ponérseles en contra. Pero claro, hay una diferencia. Robocop es descomunal. Los juegos del hambre tiene el interés espurio de las películas que gustan tanto a los estudios culturales.

Vuelvo a Cabin in the Woods. Como los personajes manipulados desde el control no son actores sino victimas, lo que vemos es una snuff movie. Varios planos buscan ponernos frente al modo en que disfrutamos de las vejaciones que ofrece la pantalla. Este distanciamiento es muy parecido al de Los juegos del hambre, por lo que no hay en la película esa convivencia fascinante e imposible de brechtismo y espectáculo que hay en Verhoeven. La manera en que festeja la violencia el personal a cargo de la cabaña reproduce nuestro comportamiento en la sala (la toma de un grupo de personas frente a una pantalla desdobla obligatoriamente el vínculo que tenemos los espectadores con el cine). En este caso, sin embargo, hay un vacío: nosotros sabemos que estamos frente a una ficción, los del laboratorio saben que están frente a víctimas reales, ya que son empleados de una especie de sacerdotisa –Sigourney Weaver, en papel sorpresa y homenaje- que mantiene en su lugar a los ya mencionados dioses, magma tenebroso que remite al Caos o a los Antiguos de Lovecraft, y que aceptan la sangre de algunos jóvenes a cambio de su permanencia en las profundidades. Esos jóvenes encarnan cinco figuras trazadas en relieve, como jeroglíficos, y de las cuales dependen cientos de películas de los últimos cuarenta años: la puta, el tonto, el deportista, el estudioso y la virgen. Para que cada uno cumpla bien con su papel, desde el laboratorio el director y su equipo intervienen en los momentos adecuados. La tintura o el shampoo reducen la actividad neuronal y así se obtiene la rubia tonta y el macho alfa. Una niebla de feromonas empuja al sexo (el momento en que la rubia muestra las tetas está justamente señalado como importantísimo). Otros trucos hacen que los personajes se separen cuando todo indica que deben permanecer juntos, que la luz cambie y así.

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Un problema no menor de la película es que es más interesante para escribir que para ver, lo que encierra una trampa, porque siempre existe el riesgo de que el mismo texto exija el interés que necesita para desenvolverse. Hay algunas virtudes ciertas, sin embargo. Una es argumental. La droga que consume el tonto le permite lucidez porque lo vuelve inmune a los productos que los ejecutivos echan en la escena desde el control; de manera que, como en Aulas peligrosas, la falopa contribuye al triunfo de los anthéroes (aunque en este caso no a la salvación del mundo, ya que los dos sobrevivientes prefieren que los dioses retornen antes que sacrificarse por la humanidad). La otra virtud es sensible. Me refiero a la escena del descenso en ascensor. Bajamos junto al tonto y a la virgen por diferentes pisos, en cada uno de los cuales hay monstruos, y finalmente, en un plano de diseño, vemos la colección, con cada criatura en su celda. Está el tritón, están los zombis, el hombre lobo, el fantasma y algunos que aluden a figuras más recientes, como las serpientes gigantes de Snakes on a Plane, el payaso de It, los cenobitas de Hellraiser y los asesinos enmascarados de Los extraños. Cuando se arma el quilombo y la sangre corre (es rojo digital, lamentablemente y por supuesto) entra en escena también un unicornio asesino. Pero más allá de estos y otros méritos, el problema de Cabbin in the Woods es el de todas las películas llenas de guiños que pululan por el género, sean buenas (como The Final Girls, esa divertida Rosa púrpura de El Cairo slasher) o no. El problema es que la autoconciencia se traduce en una pérdida de la voluntad de asustar. Es decir, en una desconfianza por el género al que los realizadores sin dudas aman.

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Tal vez por este motivo algunas películas menores ganan interés. Diarios de Chernobyl (Bradley Parker, 2012) transcurre en Pripyat, la ciudad radioactiva ahora de moda por la serie de HBO. La historia es como tantas otras: un grupo de jóvenes queda a disposición de fuerzas extrañas en territorio extraño y debe pelear para sobrevivir. El punto de vista genera identificaciones inmediatas y soporta cualquier retórica de cámara. Nadie perseguido carece de nuestro apoyo. El truco funciona. La película tiene ritmo y el romerismo ortodoxo la ayuda mucho: cuando los uniformes completan lo que iniciaron los mutantes –es decir, el exterminio del grupo protagonista– no queda otra que recordar The Crazies. Además, Pripyat es un excelente escenario. La radiación, el abandono repentino, los restos de la vida cotidiana, el reactor nuclear que aparece en el horizonte arman un buen lugar de peligro, misterioso y connotado pero no necesariamente alegórico. Puede que haya que decir algo sobre la Unión Soviética o sobre la ecología. Pero la película funcionaría igual (o no funcionaría) si en lugar de en Pripyat transcurriera en Yaciretá. Es todo un tema, este de los subtextos. La versión de Ferrara de La invasión de los ladrones de cuerpos tiene como escenario una base militar. Es posible decir un montón de cosas al respecto, asociar los hechos fantásticos con hechos reales, fustigar los uniformes, obligarse a leer B ahí donde se muestra A, si es que la película no nos invita insistentemente a hacerlo. Pero también es posible (y esta es la clave) suspender el peso demasiado obvio de esos signos, porque lo mismo que fortalece la connotación la debilita. Así como el cine, cuando funciona verdaderamente bien, dispara señales, abre signos y más signos, se vuelve centrifugo y asociativo, también hace exactamente lo contrario: se robustece a sí mismo y declara su autonomía, el derecho de rendir tributo solamente a su propia grandeza, que es al fin y al cabo para lo que toda película existe… Ya no hablo, me doy cuenta, de la atractiva Diarios de Chernobyl ni de los más bien flojitos Body Snatchers de Ferrara. Hablo de The Thing, de Monkey Shines, de The Witch, que permiten imaginar tratados políticos y antropológicos y quemarlos ahí mismo, en su alucinante materialidad. Lo que hay detrás de una película poderosa es siempre esa misma película, plano por plano, sonido por sonido, proyectada a la misma velocidad y al mismo tiempo.

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La primera parte de Sinister (Scott Derrickson, 2012) es excelente, después cae y al final se recupera. Ethan Hawke –que tendrá siempre la cara de joven con arrugas que ostenta desde hace ya bastante– es un escritor que tuvo su hit hace diez años y persigue el éxito otra vez, después de algunos fracasos. La historia no evita moralizar: para Ellison (tal el nombre del escritor) el triunfo profesional está por delante de la justicia y de la familia. Así termina, con la hijita poseída por una divinidad pagana y un hacha en la mano. Lo mejor de la película es el modo tranquilo en que avanza, un poco a la manera clásica, tomándose su tiempo para definir espacios y personajes. También ayuda la combinación del proyector y las cintas de Super 8 con el celular multifunción, la computadora e internet. El dios devorador de niños está tan fuera de lugar en este entramado tecnológico que su presencia resulta paradójicamente verosímil. Viene de la antigüedad como un dios lovecraftiano. Es una persistencia maligna, transhistórica, que coincide con el desarrollo y hasta es capaz de aprovecharlo: los chicos son llevados por la criatura al celuloide, donde parecen aguardar la reanudación del ciclo de sangre y la llegada de nuevos compañeros. Señalo dos problemas que tal vez sean también del género tal como existe hoy. Primero el peor: a la película le falta densidad cotidiana, algo que otorga realismo y peso existencial, tal como saben El exorcista, por decir una obra maestra, y El conjuro, por decir una buena película. Luego, el personaje de la esposa y los hijos están desdibujados. Todo pasa por el escritor en busca de fama y dinero, a quien vemos investigar pero no tanto escribir.

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The Purge (James DeMonaco, 2013). En 2022 hay en Estados Unidos un uno por ciento de desocupación, unos Nuevos Padres Fundadores y una noche al año en la que el asesinato está permitido. Esa noche es La Purga. El interés del planteo –se trata de una película de especulación sociológica– no es igual al de su desarrollo. Las ideas quedan por delante del cine. The Purge es como una versión de Los extraños con pretensiones filosóficas, lo que la vuelve definitivamente antipática. Pertenece a la zona tibia del cine, destinada a la historia pero no al recuerdo. Hay que decir que la América que pone en escena es una América terrible, que ha resuelto la seguridad con este carnaval del horror obviamente fuera de lo aceptable para cualquier idea democrática de la convivencia. De ahí la idea de los Nuevas Padres Fundadores: esta es otra América. Al mismo tiempo es una especulación acerca del presente, como lo son siempre las distopías. Todo en The Purge es brillante, rico, cómodo e integrado: las casas, la ropa, la jeta de la vecina rubia, la cena familiar. Todo excepto el negro, que aparece en la calle como el ciervo de los chicos bien, armados, enmascarados y sacaditos. Pandilleros de lujo. El cine yanqui genera películas de este estilo bastante a menudo. En su ámbito hay lugar para la autocelebración y la defensa, y también para la crítica y la alucinación del desastre. Poner en escena los miedos americanos: toda una costumbre. Cuando lo hace para defender la sociedad de sus enemigos, Hollywood hace propaganda y tesis. Cuando lo hace para reflexionar de manera progresista, hace tesis. Pero cuando lo hace para conmover, porque es una manera de manipular emociones, consigue siempre volverse interesante. No es este el caso. Otra vez Ethan Hawke. Las arrugas de los actores de nuestra edad son un memento mori.

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Intervalo en primera persona.

Un día les digo a mis alumnos de sexto año que el fin de semana vi dos películas de terror brillantes. Una se llama The Babadook. (Escribo en el pizarrón: The Babadook). La otra, It Follows. (Escribo: It Follows). Les resumo la historia de esta última: una criatura proteica persigue adolescentes sin apuro ni descanso y la única forma de sacársela de encima es pasándosela a otro por medio del sexo. No alucinen orgías, agrego, con la esperanza de que la palabra los lleve a la película. Una semana después Santiago me dice: “Profe, vi It follows. Es genial esa parte en la que una piba aparece toda rota, con una pierna en la nuca. (Es el minuto cuatro, pienso). Después me aburrí y la saqué”. Me enojo. Lo increpo. Le digo que seguro le gusta El juego del miedo. Me dice que no. Le digo que miente. Y agrego: el mundo es un lugar horrible, ustedes y la juventud entera están perdidos. No sé si es la cerveza, el reggaeton, la marihuana, Twitter, la tele o Felipe Pigna. Pero están perdidos.

La historia es en parte falsa (no escribí el título de las películas en el pizarrón) pero dice algo absolutamente cierto: yo quería que los pibes vieran It Follows porque It Follows recupera con notable vigor el existencialismo adolescente que imaginaba perdido. Qué sé yo. Me parecía que hacía una contribución al futuro de la patria, que es mi noble tarea. Los personajes de It Follows no son fiesteros sino criaturas frágiles. Se mueven despacio, hablan, miran cosas que los apurados ni siquiera notarían. El rimo de la película es el de su sensibilidad. Después de debutar con su novio en el asiento trasero del auto, Jay (Maika Monroe, notable) acaricia el pasto y reflexiona sobre la vida y el tiempo.

La escena me hizo recordar tres cosas: el diálogo de Adventureland sobre Herman Melville, el fogón de Cuenta conmigo en el que los chicos se preguntan qué clase de animal es Goofy y ese momento de El cazador oculto en el que Holden Caulfield le pregunta a un taxista dónde van parar los patos del Central Park cuando el lago se congela, memorable escena literaria que está seguramente detrás de las otra dos que nombro, y de tantísimas más. (Hay quienes dicen que Salinger es el escritor de los pendejos sensibles de la burguesía, pero bueno, dejémoslo ahí). El posdebut sexual de Jay no es el único momento teen-lírico-filosófico. Basta pensar en su amiga Yara, que lee (en alguna ocasión en voz alta) a Dostoievski en un e-reader que tiene forma de concha marina y de espejito de mujer.

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Las dos imágenes resumen a la perfección el cóctel entre cine de género, cuerpo adolescente, arte y angustia que es It Follows. No deja de admirarme. Una pibita de anteojos me leyó El idiota y una rubia echada en el asiento trasero del auto me hizo pensar en la finitud. Solo el cine permite semejantes cosas.

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“Cogeme al lado de tu madre muerta” es una gran línea de diálogo. La película de la que forma parte no está a su altura pero es divertida, sangrienta y a diferencia de lo que sucede tantas veces, en la segunda mitad mejora en lugar de decaer. Me refiero a You’re Next (Adam Wingard, 2011), una más de las tantas historias de enmascarados que atacan a una familia en una propiedad alejada de todo. Como Los extraños, una vez más, que parece haberse convertido en un pequeño clásico de este siglo y ya sirvió de modelo a varias películas (incluso a Us, que se quiere otra cosa). Esta vez las máscaras son animales: un zorro, una oveja y un tigre. Tres tipos con flechas, hachas y machetes, una familia como víctima, un par de quintacolumnas y una chica brava, la piedra en el zapato de los asesinos y sus jefes, dos garcas detrás de la herencia familiar. Dato no menor: la que posiblemente sea la mejor escena de muerte con licuadora jamás filmada está acá.

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Al principio de Mama (Andrés Muschietti, 2013), una joven rockera que toca el bajo y tiene una remera de los Misfits se pone contenta porque el test de embarazo le da negativo. Al final, deja la música y asume lo que tiene que ser: una madre abnegada capaz de pelear contra otra madre, fantasma y jodidísima, con tal de salvar a dos criaturas. Este argumento, fácilmente calificable de conservador o puritano, queda bien en evidencia porque la película es horrible. El de El exorcista no es mucho mejor: una mujer independiente se aleja de la casa y las tareas hogareñas y eso le crea al demonio las circunstancias adecuadas para tomar posesión de su hija. Hay una pequeña diferencia, claro. La de Friedkin es una película genial. La de Muschietti es un desastre. Es una lección que dejan las malas películas: las armas de los corazones buenos solo funcionan ahí donde el cine es débil o bajó sus banderas. Pasa lo mismo en todos los aspectos. El afiche de Cobra Woman que adorna un living es una cita sin corazón. Si Mama fuera buena, sería un guiño a la historia, un juego de la inteligencia, una delicadeza. Comentario aparte para el digitalissmo nuestro de cada día. Muschietti compone algunos planos sugerentes en la casa, aprovechando los reencuadres que ofrecen las puertas y los pasillos, pero fracasa estrepitosamente en cada manifestación sobrenatural. Como falta drama y emoción, en cinco años Mama no será más que material de estudio histórico y detrito tecnológico: diremos que el personaje de Jessica Chastain expresa tal o cual mentalidad, que patriarcado y opresión, y todas las apariciones del fantasma serán tan atractivas como los gráficos de una Comodore 64.

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A Muschietti le va mejor con la primera parte de It (la segunda, todavía en cartelera, es un bodrio mayúsculo). Es cierto: filma conversaciones con travellings y zooms aparatosos para que cada plano tenga movimiento y énfasis, no sea cosa que nos aburramos, y sobrecarga de efectos digitales al payaso, jodido pero muy pegado al Freddy Krueger ya pop (en un cine pasan Pesadilla 5). Pero consigue cierta perversión, filma en la apertura a un nene muy nene sufriendo feo, no mete ni a un adulto respetable y pone en una película mainstream planos de chicos en calzoncillos blancos y de una adolescente en bombacha y corpiño, pasto para que nuestra bienintencionada banalidad ejercite sus músculos diciendo “sexualización” y demás impugnaciones pavlovianas. Es tan puritano el Hollywood de nuestros días que para que haya gente que fuma o un poco de piel hay que situar las historias en los años 80, la década en la que se empieza a cocinar todo este mundo pulcro en el que vivimos, y al que el digital le dio la sangre que merece: sin coágulos, livianita y lavable, como sucede en la película cuando los protagonistas limpian un baño lleno de rojo.

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El payaso, por supuesto, se alimenta del miedo. Las condiciones para que eso sea posible las preparan las familias (con sus adultos psicópatas, abusadores o violentos) y el pueblo olvidadizo que pega en las paredes la cara de un niño desaparecido encima de otra, y sigue su vida normal. El interés (digámoslo así) político de este subtexto se diluye a medida que la historia avanza y el supermercado semiológico amplía su espacio y número de góndolas. Las piezas de los pibes están llenas de signos, como es lógico, y ofrecen un juego con los roles de género y sus expectativas: el gordito tiene un póster de New Kids On the Blocks y la chica (a la que una vez le dicen Molly Ringwald) tiene uno de Psychedelic Furs, uno de Siouxie y uno de los Replacements. Además de hacer los inevitables guiños a una década cada día más sobreexplotada, las habitaciones ponen en escena las dos vertientes de los años 80 con más refritos: la pop liviana y la pop oscura y rockera (la heavy metal queda asignada a los matones: uno tiene una remera de Metallica y otro recibe de la tele la orden “Kill’em All”). Esta misma doble vertiente se encuentra en Stranger Things, que puede parecer muy diferente de It pero que es perfectamente complementaria, y que hasta incluye un póster del discazo Kill’em All en la pared del chico malo como para que juguemos a decir la frase mágica: no es casual.

La serie de Netflix muestra muchas veces un afiche de The Thing en el sótano donde se reúnen sus chicos spielberguianos (anoto al pasar otra cáscara carpenteriana: en la habitación en la que despierta una y otra vez la protagonista de Happy Death Day hay un afiche de They Live), y en su tercera temporada incluye una escena en la que los pibes van al cine en un shopping, pasan por adelante de un cartel de Volver al futuro y entran a ver Día de los muertos. La película de Muschietti (que tiene al Mike de Stranger Things en su elenco) hace el camino contrario. Trata de merecer compañías como la de Romero pero no puede dejar de mirar hacia lo que es su destino: el mismo publico que piensa que el cine empezó en los 80 y que puede entender sin esfuerzos los chistes de Zombieland con Bill Murray o un parlamento como “Los 90 son los nuevos 80” que alguien dice en Detention, la película de Joseph Kahn, que juega también el juego de las citas infinitas. Es momento de la moraleja. En el capítulo 7 de la tercera temporada de Stranger Things, como si algo hubiera quedado fuera de lugar, una segunda escena de cine muestra a todo el mundo fascinado con Volver al futuro. Muschietti termina también ahí adentro.

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Mamá posta no es la Jessica Chastain del bodrio de Muschietti sino la Essie Davis de la notable The Babadook (Jennifer Kent, 2014), que se las tiene que ver con un hijo insoportable que nació el día en que murió su esposo, con su hermana y sus amigas chetas, con las viejas del geriátrico en el que trabaja, con dos asistentes sociales, con la melancolía hiriente y con un monstruo de libro infantil que la busca, la posee y la hace atacar a su propio hijo. La directora muestra un desquicio y un coraje australianos: los planos en los que la mujer ahorca al pibe son de lo más doloroso que ha dado el terror en el siglo XXI. Así como Muschietti desperdicia un afiche de Cobra Woman, Kent le saca jugo a las imágenes de El extraño amor de Martha Ivers, de los cortos de Méliés y Segundo de Chomón y del último episodio de I tre volti della paura del gran Mario Bava. The Babadook es una historia de duelo. Un modo de narrar la aceptación de la pérdida sin resignar un gramo de hondura. El final es hermoso por esto mismo. Es algo que nuestra dictadura de la felicidad y el ánimo festivo no está en condiciones de entender, pero no hay un más allá del dolor. Va a quedarse ahí, en el sótano, como parte de la casa y de la vida. Para que no nos destruya no hay que correr sino recibirlo en casa. E incluso alimentarlo.

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Pontypool (Bruce McDonald, 2008) es una película de zombis hecha por un lector de Burroughs o de reseñas de Burroughs. El lenguaje es un virus: sobre esta frase famosa y genial (que es ya un monumento flotante, como “Toda reificación es olvido”, “Lo reprimido vuelve” y demás megahits de los pasillos universitarios) se levanta la historia. Todo sucede en una estación de radio. Un locutor con pinta de tipo rebelde y una productora ordenada son los protagonistas; una joven operadora y un médico (primero una, después el otro) completan el reparto. Un solo escenario, pocos personajes, información narrada y no mostrada (de lo que sucede en el exterior nos enteramos por relatos): todos recursos teatrales que en la película funcionan muy bien, sin declarar su origen. El problema pasa por otro lado. Es lógico que un subgénero como el de zombis, tan fatigado en los últimos años, busque variaciones; y es fascinante la premisa de la película: el contagio ocurre cuando a determinada palabra (que no es la misma para todos, y que no puede adivinarse) la víctima le asigna un sentido. Así, lo que salva es el absurdo. Se lucha contra el virus combatiendo la convención. Si la palabra Killing está infectada, entonces hay que hacer que signifique Kiss. O lo que sea. Es fácil asumir que el argumento alude a la propia película y a su relación con el cine de zombis. También el género necesitaría una operación de este tipo, no para que pueda curarse sino para que pueda volver a enfermar. Vista desde hoy, la inquietud es aún más pertinente. Shaun of the Dead, Zombieland, Cooties. Ya son demasiadas comedias (por no hablar de los videojuegos). Pero en un punto, el intelectualismo de Pontypool no es muy diferente del universo pop archiextendido del que parece no haber afuera y sobre el que David Robert Mitchell construyó su fascinante y desesperada Under the Silver Lake. Además de Burroughs, hay en la película de McDonald otra fuente al mismo tiempo libertina y respetable. Es Barthes, a quien el locutor cita en un momento para decir que un trauma es una foto periodística sin epígrafe (la frase no parece apócrifa). Ya es hora de decirlo. Un peligro acecha al cine de terror: el peligro de la Cultura. La Suspiria de Guadagnino es el mejor ejemplo: una catástrofe artie diseñada por un tipo que no debe haber visto nunca una película de Carpenter y que de Argento solo retuvo su gusto por la arquitectura y las artes plásticas. Lo mismo The Will and Testament of Rosallin Leigh (Rodrigo Gudiño, 2012), tan llena de travellings y cosas, tan agradecida de Jung y Jodorowski, tan orgullosa de su misa final, y tan laboriosamente triste. No es el caso de It Follows, que lleva perfectamente bien sus citas de Eliot y Dostoievski, y no es el caso de Pontypool, que es honesta y divertida por más que o bien le falta grela o bien le falta pop, y se queda entonces a mitad de camino.

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Murder Party (Jeremy Saulnier, 2007) puede ser vista como El club de los cinco con motosierras y drogas, tal como su director dijo en algún lado, o como la sobrina indie de Después de hora y la nieta de A Bucket of Blood, sin la grandeza de sus parientes pero con algo de su humor y su malicia. Trata de un pobre tipo que va a una fiesta de Halloween que en realidad es una performance en la que un grupo de artistas jóvenes en busca de una beca planea matarlo. Esa es la obra. Una snuff para museos. Casi todo sucede en un galpón, en tono de farsa, menos los últimos minutos, que se trasladan a una muestra en la que una masacre se convierte fácilmente en arte contemporáneo. (Tampoco es que sea tan novedoso: hace décadas Dalí dijo que dispararle a la multitud era un acto surrealista). A los argentinos, la joda puede hacernos pensar en El artista, el debut de Cohn y Duprat. Pero por suerte las películas son bien distintas. En Murder Party hay un inocente que cae en un grupo de interesados; su presunta estupidez es necesaria para que podamos percibir la estupidez verdadera, que no es la de las obras de arte contemporáneo sino la de quienes buscan desesperadamente un lugar en su entramado institucional. En El artista la figura del inocente es reemplazada por la del piola, así que como espectadores ocupamos otra posición, y nos reímos de lo que sucede en la ficción porque somos unos superados, igual que los directores. Murder Party se burla de la ambición de pertenecer a un mundo que en El artista es tomado en joda por los que ya están bien instalados en sus brillos, miserias y comodidades. Basta recordar que las obras que se ven son efectivamente obras de museo, que León Ferrari es uno de los productores y que Duprat es hermano de un curador. El artista es una empanada servida en jarro. Populismo cheto. Murder Party es una sátira en pleno derecho de ese nombre, y tiene además la delicadeza de ofrecerle a su protagonista un triunfo absurdo y cotidiano. El tema es que es una comedia, no una película de terror.

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Hablando de comedias, Tucker and Dale Vs. Evil (Eli Craig, 2010) utiliza todos los lugares comunes del slasher para construir un equívoco que dura demasiado. Si un grupo de adolescentes dispuestos a pasar un fin de semana de joda se topan con una cabaña en el bosque y con unos montañeses brutos, entonces tienen que estar en peligro. La película es tan berreta que también es simpática, y además tiene una flor metida en el barro. Es este parlamento de encanto looser que le dice el montañés gordo, tímido y bonachón a la chica rubia y caliente, y que merece un lugar en este repaso: “Debí saber que cuando un tipo como yo habla con una chica como vos alguien termina muerto”.

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Una conclusión, humilde y por supuesto tentativa. Si alguien dijera que las comedias del siglo XXI no buscan la risa se equivocaría fiero. En cambio el terror, que goza de excelente salud industrial, parece dudar de sí mismo. The Final Girls, Cabin in the Wood, Pontypool son películas de interés, más o menos inteligentes, más o menos divertidas. Pero derivan buena parte de su valor del juego metacinematográfico. Las tetas son tetas de segundo grado. Un machete es la cita de un machete. Es más fácil encontrar el concepto narratológico adecuado en Genette que recordar un susto producido por estas películas. Un tiempo de suspensión de la suspensión de la incredulidad: tal vez ese sea nuestro presente.

Distinto es el caso de El conjuro (James Wan, 2013), que apuesta a contar una historia con autonomía, no importa que aparezca como basada en presuntos hechos reales, y que quiere asustar. Hay una familia, una casa, un demonio y ningún cartel de El exorcista. Su autoconciencia -que sí, también existe- es de otra clase que la de las películas al estilo Cabbin in the Woods. Basta recordar su gran comienzo, con la pantalla en negro y un diálogo de dos voces: la de una mujer joven que dice: “Pensarán que estamos locos” y la de un hombre que le contesta: “Pruébennos. Por favor, desde el comienzo”. La imagen llega después del pacto: hay narración si hay predisposición a creer. Wan apuesta en la primera parte por la escena larga y climática, con su lenta construcción del espacio y la progresión narrativa, fácil de segmentar y describir con un título. El mejor ejemplo es ese que podemos llamar “Escena del juego de la escondida con aplausos”. Otro es el prólogo con la muñeca Annabelle. El conjuro tiene además de una excelente primera mitad y una evidente caída cuando el Mal se hace definitivamente presente, una dimensión teórica digna de atención porque no está expuesta como discurso sino plenamente integrada en la narración. Aparece (termina de aparecer) en el final, con el juego de la caja de música con espejo y con payaso, que permite especular sobre lo que produce el cine. Ya vimos que un espíritu puede reflejarse en el juguete. Pero ahora no se ve nada porque ya no se trata de lo que les pasa a los personajes sino de lo que nos pasa a nosotros, que dos minutos después estaremos en la calle o en casa haciendo otra cosa. El reflejo vacío captura nuestros propios miedos. Como si la película fuera un juego que permite la catarsis y una reflexión final. Dejamos en el cine algo que pesa sobre nosotros, y podemos dejarlo porque la experiencia que la película nos permite es intensa. Pero al mismo tiempo que hace posible nuestra descarga, esa misma intensidad nos obliga a llevarnos algo. Un temblor, una pesadilla, el miedo de bajar al sótano. La imagen de una muñeca horrible.

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2 Respuestas

  1. Joaquín

    A It Follows y Babadook hay que agradecerles que el cine de terror no sea solo grupos de pibes huecos yendo a cabañas iguales a las de Evil Dead a coger, drogarse y terminar despedazados (aunque esto siga siendo divertido), películas para pasarla mal (como Mártires y Alta tensión, o incluso Hereditary aunque de está disfruté de su mala onda más allá de cierto masoquismo) y sobre todo: que el cine de terror no sea Rob Zombie (hablando de autoconsciencia…)

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